36

Julia le entregó la capa al mayordomo.

—¿Está lord Blackdown en casa, Smedley?

Smedley torció el gesto. El mayordomo londinense de los Falcott era conocido por su mojigatería.

—Está en casa —respondió a la defensiva.

—Por favor, dígale que se reúna conmigo en el salón en cuanto le sea posible.

—Sus hermanas han salido, señorita Percy.

—No le he preguntado por las hermanas del marqués. Le he preguntado por el marqués.

—Quiere reunirse con él a solas.

No era una pregunta, era una acusación.

—Sí, quiero reunirme con él a solas.

Julia miró al mayordomo fijamente a los ojos.

Justo debajo del ojo izquierdo, la mejilla de Smedley tembló ligeramente, pero siete segundos después, marcados por el reloj de la entrada, el hombre claudicó y se inclinó en una reverencia.

—Como desee, señorita Percy —dijo, y se dirigió hacia la puerta del estudio.

Julia se quitó el sombrero, lo dejó sobre una silla y comprobó el estado de su peinado en el espejo de la entrada. Su cabello seguía siendo castaño, como los ojos. No era especialmente alta y su rostro no dibujaba un óvalo perfecto. No tenía experiencia de ningún tipo ni tampoco posesiones, y su alojamiento, su ropa y su vida misma dependían de la dudosa amabilidad de amigos y conocidos.

Sin embargo, no había razón alguna por la que no pudiera tener confianza en sí misma. La señorita Blomgren la tenía. Ella también. Julia se pellizcó las mejillas para darles algo de color y luego se dirigió hacia el salón para esperar a Blackdown.

El marqués no tardó en aparecer.

—Hola. —Le sonrió, cerró la puerta y se dirigió hacia ella con las manos extendidas. Julia le ofreció una de las suyas, pero la retiró enseguida. Blackdown la miró sorprendido—. ¿Te encuentras bien?

—Sí, gracias. ¿Nos sentamos?

—Adelante. —Esperó a que Julia se acomodara en el sofá y luego se sentó a su lado con las piernas estiradas. La superficie pulida de sus botas de piel negras reflejaba el sol de la tarde que se colaba por los ventanales de la estancia. Le volvió a coger la mano y, sin previo aviso, le acarició los dedos, provocando un escalofrío de placer que recorrió el brazo de Julia—. ¿Qué es esta marca? —preguntó, acariciándole la mancha roja del dorso de la mano.

Julia lo observó, casi desde la distancia.

—Zumo de remolacha —respondió.

Él la miró fijamente, preguntándole con la mirada.

—Estás de un humor extraño. ¿Acabas de llegar a casa? Creía que habías ido a Hatchards, pero parece que has estado tocando remolachas. ¿Dónde has estado?

—Como diría Satanás, vengo «de rodear la tierra y de andar por ella».

Nick se rió, un tanto incómodo.

—¿Tú eres Satanás en esta escena?

Julia estudió su rostro. Los años en España lo habían curtido y casi resultaba demasiado duro en los ángulos. Tenía arrugas allí donde sonreía o fruncía el ceño, y sus ojos, siempre cambiantes, parecían tranquilos en la superficie y tormentosos en las profundidades. En cierto modo, pensó Julia, aquel rostro era como Devon: rico en algunas zonas, sombrío en otras, y siempre bajo un cielo encapotado. De pronto, tenía de nuevo la sensación de que no conocía a aquel hombre, que era un completo desconocido. Y, sin embargo, le pertenecía. Lo sabía, podía sentirlo en sus entrañas.

—Te deseo —dijo, casi como si las palabras tuvieran vida propia—. Quiero acostarme contigo. Como en el poema.

Por un momento, fue como si el tiempo se detuviera. No era nada que hiciera ella; de hecho, el tiempo seguía avanzando a su ritmo normal. Y, sin embargo, la forma en que Nick estaba sentado, perfectamente inmóvil, con los ojos clavados en ella… Era como si aquel momento fuera a durar para siempre. De pronto, se levantó del sofá con un rápido movimiento, le apretó el hombro y se dirigió hacia la puerta. ¿Pensaba dejarla sola? ¿Y fingir que no había dicho nada?

Nick abrió la puerta y llamó al mayordomo.

—¿A qué hora esperamos a mi madre y a mis hermanas?

—No estoy seguro, milord. Sus hermanas han ido a Hatchards con la señorita Percy. —Smedley miró hacia el interior del estudio, hacia Julia, y por un instante su rostro reflejó su disconformidad con aquella situación—. Quizá la señorita Percy esté mejor informada que yo sobre la hora a la que tienen previsto volver y de dónde.

—Gracias —dijo Nick, reprobando la actitud del mayordomo—. ¿Y mi madre?

—Lady Blackdown ha ido a visitar a la señorita Beauchamp. No puedo decirle cuándo tiene previsto regresar.

—En ese caso —replicó Nick, volviéndose hacia Julia y utilizando su tono más informal—, creo que podemos salir a pasear, señorita Percy. No sabemos cuándo regresarán y tampoco tiene sentido esperar su llegada. ¿Está preparada?

Julia captó el tono despreocupado de la voz de Nick, pero sus ojos la observaban con una intensidad casi dolorosa, como si le dieran una orden. Se levantó del sofá y se puso los guantes.

—Por supuesto, milord.

En el recibidor, se colocó de nuevo el sombrero y se miró en el espejo. ¿Estaba distinta ahora que había pisoteado hasta la última norma del buen comportamiento? No. Su cabello seguía siendo oscuro, sus mejillas pálidas, sus ojos castaños. Era la misma mujer.

Nick esperaba junto a la puerta, con su sombrero ya en la cabeza.

—¿Nos vamos?

Julia esbozó una breve reverencia y los dos abandonaron la casa. El mayordomo cerró la puerta tras ellos con un desdén más que evidente en la mirada. No habían pasado ni cinco minutos desde que se había atrevido a exigir la presencia del marqués y ya estaba en la calle… ¿y deshonrada?

Nick la cogió del brazo y bajaron juntos la escalera de mármol hasta la acera, giraron a la derecha y luego otra vez a la derecha por Davies Street.

—¿Adónde vamos?

Nick no respondió y giró de nuevo a la derecha por el callejón de acceso a las caballerizas que ocupaban el interior de la manzana. Se dirigió hacia la puerta del establo, la abrió y entraron. Frente a ellos estaba el gran carruaje de viaje junto a otros tres más pequeños; a la izquierda, la estancia donde se guardaban los arreos, y a la derecha, la fila de compartimientos para los animales. Julia sintió que la envolvía el olor cálido y reconfortante del heno y de los caballos. Podía oírlos moverse en sus casillas, inquietos, y el relincho solitario e inquisitivo de uno de ellos. Pero Nick tiró de ella entre los carruajes, mirando a derecha e izquierda mientras avanzaban.

—Si nos cruzamos con un mozo de cuadra, tendremos que fingir que hemos venido a ver a Caléndula y a Contramaestre —le susurró—. Con un poco de suerte, no veremos a nadie.

Al final del establo había una puerta pequeña de madera. Nick la abrió, hizo entrar a Julia y la cerró. Estaban completamente a oscuras. Julia podía sentir el latido de su corazón en la garganta.

—¿Dónde estamos?

—Estamos otra vez en casa. Esto es la bodega que hay debajo de la cocina.

—¿Por qué?

—¡Chis! —Tiró de su mano y ella le siguió—. Tendría que haber una escalera por aquí, en algún sitio… —De pronto, se oyó un golpe sordo—. ¡Maldición! Aquí está. —Nick se dio la vuelta y la sujetó por el codo—. Ten cuidado dónde pisas. Yo te sigo, pero sube poco a poco. No deberíamos encontrarnos con nadie, pero, si ocurriera, les diremos que estamos… explorando.

—¿Explorando? —Julia contuvo la risa—. Suena muy convincente.

—Bueno, pues intenta no cruzarte con nadie.

Empezaron a subir despacio. La escalera giró y la oscuridad se hizo menos espesa; después del segundo giro, una ventanita proyectaba una luz tenue y sucia sobre lo que resultó ser una escalera estrecha de madera encajonada por ambos laterales y con una puerta en cada planta.

Julia miró por encima del hombro a Nick, que subía detrás de ella. Sus miradas se encontraron y él sonrió. Julia le devolvió la sonrisa y enseguida se sintió un poco estúpida; borró el gesto de su cara, miró de nuevo hacia delante y siguió subiendo. Aquella era claramente la escalera que subía hasta la cúpula. Era allí adonde la estaba llevando, después de decirle al mayordomo que salían a dar un paseo. Nadie sabría que estaban en casa, a solas en aquella especie de altillo olvidado. De pronto, Julia sintió que se le doblaban las rodillas.

Nick se acercó a ella por detrás y le pasó un brazo alrededor de la cintura. Estaba un escalón por debajo de ella, por lo que su boca quedaba justo a la altura de su oreja.

—¿No te responden los pies? —le susurró, y Julia sintió un escalofrío al notar el aliento de Nick en la oreja y en el cuello.

—Puede ser.

—Pobrecitos. Permíteme que les eche una mano.

Y, sin previo aviso, la levantó en brazos.

Ella reprimió una exclamación de sorpresa.

—¡Bájame al suelo!

—Silencio. —Nick se estaba riendo por lo bajo; podía sentir los espasmos de su estómago contra la cadera—. Pasa un brazo alrededor de mi cuello. ¿Quieres que bajemos la escalera rodando? ¿Como Jack y Jill, los personajes de la canción?

—Te estaría bien empleado si se te rompiera la corona.

Julia rodeó el cuello de Nick con un brazo tal como él se lo había pedido. Uno de sus pechos descansaba contra el hombro de él, y sus caras estaban muy cerca la una de la otra.

Aquello no se parecía en nada a lo que ella había imaginado cuando le había confesado sus sentimientos en el salón. Una escapada a través de pasadizos secretos para terminar en sus brazos, en una escena a medio camino entre la comedia y la incomodidad. Podía sentir que cualquier reserva que pudiera albergar se deshacía lentamente como uno de los helados de Gunther en la lengua. Le había pedido que fuese su amante y él iba a complacerla.

Nick empezó a subir la escalera.

—Eres imposible —dijo Julia, tratando de llenar el silencio.

—Y tú deliciosa. —Nick la apretó contra su pecho y enterró la nariz en su cabello—. Mmm. Hueles a pudin de ciruelas.

—¿Eso es bueno? Creía que las chicas olíamos a lavanda o a rosas.

—Déjame ver —respondió Nick, y le mordió el lóbulo—. Sí, pudin de ciruelas, sin duda. Deja de retorcerte.

—Pues tú deja de morderme.

—Nunca.

Cuando llegaron a la cúpula, Julia había perdido cualquier atisbo de dignidad o de elegancia. Llevaba el cabello despeinado y una sonrisa perenne en los labios. No era de ninguna manera lo que había imaginado. Creía que se sentiría distante, superior, pero tampoco era que le importara demasiado.

Nick la dejó en el suelo y ella levantó los brazos y atrajo su rostro sonriente hacia el de ella para besarlo. A él no le importó dejarse besar mientras se quitaba el sombrero y lo lanzaba hacia una esquina de la estancia, ni dejarse besar por segunda vez mientras le desataba el sombrero a ella y lo lanzaba junto al suyo. La besó mientras le quitaba los guantes de las manos, se quitaba también los suyos, hacía una bola con ellos y los tiraba por encima de su hombro; y volvió a besarla mientras se sentaba, justo antes de atraerla hacia su regazo. Solo entonces la miró, con el brazo derecho alrededor de su cadera y el izquierdo rodeando la espalda. Abrió la boca para hablar, pero ella le dijo que no con la cabeza.

—Ni una sola palabra.

—Tengo que hablar contigo, Julia.

Pero ella selló sus labios con los suyos. Nick volvió la cara y se apartó apenas unos centímetros.

—Tenemos que hablar, mi tortolita. Intercambiar palabras, tú y yo. Ahora.

Julia deslizó un dedo por la mejilla del marqués y no se detuvo hasta encontrar el borde del pañuelo que llevaba al cuello. Se dispuso a desanudarlo.

—Mi pequeña arpía.

—Creía que era una tortolita. ¿Cómo se desata esto?

—Es todo un arte. —Sin previo aviso, inclinó la cadera a un lado y Julia se precipitó sobre los cojines—. Julia. —Su voz sonaba firme—. Tienes que escucharme. Hace un momento, en el salón…

—Sí. —Julia se levantó como pudo, se sentó y alisó la falda de su vestido con las manos—. Te he pedido que me llevaras a la cama, Nick.

—¿Por qué?

Ella levantó la mirada, sorprendida.

—Porque… —empezó, y clavó la mirada en sus dedos entrelazados.

—¿Por qué?

—¿Porque te deseo? —respondió, frunciendo el ceño.

Nick le acarició la mejilla.

—Querida, hablas como una cortesana y haces pucheros como una niña.

—Está bien. —Julia levantó la mirada, pero la dirigió por encima del hombro de Nick hacia las copas de los árboles—. Te deseo. Tengo veintidós años y soy virgen. Quiero aprender… —De pronto, guardó silencio y él esperó. Temía parecer una completa estúpida, pero aun así reunió el valor suficiente para continuar—. Me diste un poema en el que un caballero enseña a una señorita. ¿Qué esperabas? ¿Que me desmayara de la impresión? ¿Que los ojos me hicieran chiribitas? Creo que el caballero del poema se parece mucho a ti y yo, a su amante. Me gustaría que me enseñaras. —Volvió a clavar la mirada en sus manos—. ¿Piensas complacerme o mejor olvidamos el tema? No tengo intención de suplicarte.

—No te imaginas cuánto deseo poder complacer tus deseos, pero… —Julia levantó la mirada y fue como si los ojos de Nick se nublaran—. He pasado demasiado tiempo fuera, viviendo una vida muy diferente de esta. Entre mujeres diferentes.

—En España.

Nick guardó silencio; era evidente que había algo que quería compartir con ella, pero cuando por fin habló, se limitó a repetir sus palabras.

—En España.

Por cómo lo dijo, Julia supo qué era lo que no le estaba diciendo: él también podía viajar en el tiempo. No había estado perdido en España durante tres años. Se había perdido en el tiempo. Y bastante más de tres años. Por eso parecía mayor de lo que en realidad era. Julia lo miró fijamente desde aquella nueva perspectiva. ¿Cuántos años tenía? ¿Treinta? ¿Treinta y cinco?

—¿Tan distintas a mí son las mujeres… españolas?

La mirada del marqués era una mezcla de humor y remordimiento.

—Es un país muy diferente —dijo—. Tienen otra forma de hacer las cosas. —Frunció los labios, los abrió para hablar y los volvió a cerrar. Julia prefería que no le contara la verdad; quería que aquel momento no se viera complicado por una revelación de semejante calibre. En vez de eso, Nick le cogió la mano y se la llevó a la mejilla—. Pero he vuelto y tengo delante de mí a una hermosa mujer por la que siento una estima especial y que quiere convertirse en mi amante. Deberías estar impresionada por el autocontrol que estoy demostrando tener —dijo, y su voz empezaba a sonar un poco ronca.

—Autocontrol es lo último que espero de ti. —Julia puso la otra mano sobre el pecho de Nick—. ¿Debería ser aún más directa en mi discurso? Si yo no tengo reservas, ¿por qué tú sí las tienes? —Deslizó la mano muy lentamente hasta posarla sobre el estómago del marqués—. «Más allá de la pena y la inocencia».

Nick soltó la mano de Julia y le acarició el cabello. Ella podía sentir que se le contraían los músculos del estómago cada vez que movía el brazo.

—Acabo de recordar algo —dijo Nick—, casi como si fuese un sueño perdido en algún lugar de mi memoria. Una de las reglas básicas de la caballerosidad. Ah, sí. Un caballero no debe dejar a una señorita sin su virtud.

Julia se inclinó hacia él hasta que pudo susurrarle al oído:

—Y eso es exactamente lo que es. —Se apartó y lo miró a los ojos—. Un sueño.

De pronto, al marqués le brillaron los ojos. Sujetó el rostro de Julia entre sus manos, la besó y se echó lentamente hacia atrás, sobre los cojines, arrastrándola con él. Julia se sentía como una barca azotada por el mar embravecido. Hundió los dedos en su pelo en busca de algo a lo que asirse mientras él no dejaba de besarla. Nick le bajó las mangas del vestido de los hombros y le cubrió las clavículas de besos, al tiempo que deslizaba las manos por la espalda hasta la curva de la cadera.

—Maravillosa —le susurró al oído, y abrió las manos para abarcar por completo las nalgas—. Eres tan adorable…

Nick dejó que sus manos deambularan libremente.

Julia ahogó una exclamación de sorpresa y arqueó la espalda. De pronto, se dio cuenta de que su vientre estaba en contacto con el largo músculo que presionaba los pantalones de Nick desde dentro. Él le sonrió con una expresión de calma absoluta en el rostro, totalmente opuesta a la urgencia de sus caricias. Julia podía sentir la muselina de su vestido haciéndole cosquillas cada vez más arriba de las pantorrillas; el marqués lo estaba arrastrando poco a poco a medida que sus manos avanzaban.

—Nicholas…

Julia susurró su nombre al sentir los bajos del vestido acariciándole las rodillas.

—Dime, mi pequeña damisela adorable…

Y le mordió suavemente el hombro.

—¿Recuerdas cómo termina el poema?

—Chis… —Nick la besó y subió un poco más el vestido—. Escribamos nuestra propia poesía…

Julia no lo pudo evitar y se le escapó la risa. El marqués la miró con los ojos abiertos como platos.

—¿Te burlas de mí cuando estoy a punto de desflorarte?

—Sí, pero es que lo que has dicho era una ridiculez, Nick. —Sintió que su pene se movía contra su vientre; al parecer, le gustaba que le provocaran—. ¿Recuerdas cómo acaba el poema?

—No creo que esté en posición de recordar pareados.

Julia se apartó de él apoyándose en las manos y lo miró desde arriba.

—El autor dedica todo el poema a rogarle que se desnude y al final le dice: «¿Qué mejor manta para tu desnudez que yo desnudo?».

Aquello hizo aparecer una amplia sonrisa en el rostro de Nick.

—¿Qué estás sugiriendo? —preguntó, cruzando los brazos detrás de la cabeza.

Julia se recostó sobre su pecho y volvió a jugar con el pañuelo que llevaba al cuello.

—Creo que, para enseñarme bien, deberías desnudarte tú primero.

—Tu lectura es demasiado literal. —La sonrisa desapareció de los labios del marqués—. Y no soy precisamente un regalo para la vista. Estoy bastante peor por debajo de estas ropas refinadas.

—No me importa. —Julia besó los labios de Nick, repentinamente tristes—. Quiero verte.

—Muy bien, pero antes será mejor que te bajes de encima de mí.

Julia se deslizó hacia el suelo, se colocó bien el vestido y se sentó sobre los cojines, con la barbilla apoyada en las rodillas y los brazos alrededor de las piernas.

Nick se puso en pie y empezó a desatarse el pañuelo.

—Pareces una pequeña gárgola —le dijo, mirándola de reojo.

Julia se limitó a parpadear, sin apartar los ojos de él ni un segundo. La forma en que sus dedos volaban sin la ayuda de un espejo le parecía fascinante. Seguro que se ataba el pañuelo todas las mañanas y luego lo desataba todas las noches, y aun así a Julia le parecía el gesto más exótico del mundo. Cuando por fin consiguió deshacer el nudo, se lo quitó de alrededor del cuello y lo dejó caer al suelo. Al ver aquel cuello desnudo, fuerte y poderoso, enmarcado por el blanco de la camisa, Julia sintió un escalofrío de placer.

—Ahora las botas —dijo Nick, tirando primero de una y luego de la otra—. Empiezo a sentirme un poco ridículo con todo esto de desnudarme delante de ti.

Tiró las botas y los calcetines a un lado y, ya descalzo, se irguió. Julia se abrazó a sus rodillas con más fuerza. Lo cierto era que Nick estaba ridículo: la ropa interior le llegaba a las pantorrillas desnudas y el efecto de la camisa y la chaqueta sin pañuelo resultaba un tanto extraño. Julia se echó a reír.

—¿Lo ves? —Nick señaló su propio cuerpo con un gesto teatral—. Y eso que aún tengo que quitarme el resto de esta absurda indumentaria. Una chaqueta tan prieta que no me la puedo poner ni quitar sin ayuda, una camisa que ni siquiera se abotona de arriba abajo y unos pantalones con dos sistemas distintos de apertura. Tú, en cambio, puedes vestirte básicamente con lo que no deja de ser una sábana. No es justo, créeme. Y ahora, ¿te importa ayudarme a salir de esta maldita chaqueta?

Julia se levantó y le ayudó a quitársela tirando de ella hasta conseguir liberarla de los anchos hombros de Nick. Podía sentir los músculos de su pecho retorciéndose mientras se deshacía de la prenda. La dejó a un lado con mucho cuidado y lo miró; en la parte de arriba, faltaban la camisa de lino y los tirantes rojos, el único toque de color en toda su indumentaria y que, por su ubicación, nadie llegaba a ver. Claro que ahora ella sí podía verlo. Mientras lo miraba, Nick se quitó los tirantes de los hombros con los pulgares y empezó a desabrochar los botones de la camisa. Antes de que se diera cuenta de lo que estaba haciendo, Julia le apartó las manos con dulzura.

—Quiero hacerlo yo —le dijo.

Nick dejó caer las manos a ambos lados del cuerpo y Julia se puso de puntillas y pasó el primer botón a través de su ojal con gesto tembloroso. Podía sentir que le latía un tendón del cuello y la forma en que su pecho se hinchaba y se deshinchaba bajo sus muñecas. Julia continuó con el segundo botón, y luego con el tercero y último. La tela blanca de la camisa se abrió en dos, dejando al descubierto un trozo de piel dorada cubierta de un fino vello más oscuro, del color del bronce. Julia apoyó el dedo índice en el hueco que se abría entre las clavículas del marqués y fue bajando hasta el último botón. Tenía la piel cálida al tacto y el corazón cada vez más acelerado. Le sacó lentamente la camisa de los pantalones y Nick aguantó la respiración. Julia tiró de la prenda hacia arriba, más allá de las costillas, deslizando las manos por la suave piel de su torso, hasta que Nick decidió terminar él mismo la faena y se sacó la camisa por la cabeza con un rápido movimiento.

La primera impresión de Julia fue que el marqués tenía un cuerpo hermoso. El pecho se estrechaba en la cadera. Una fina línea de vello dividía el estómago en dos hasta el ombligo y a partir de allí desaparecía bajo el pantalón. A pesar de la erección más que evidente, parecía tranquilo, con el peso del cuerpo apoyado en una pierna y observándola detenidamente mientras ella hacía lo propio con él. Julia levantó una mano, le acarició las costillas y siguió hacia arriba, pasando por encima del pezón al tiempo que oía y sentía que se le aceleraba la respiración.

Fue entonces cuando vio la cicatriz.

Le habían disparado en el hombro y la herida no había sido limpia. La cicatriz era irregular. La piel brillaba de un color dorado más claro que el cabello, pero la cicatriz era de un blanco brillante y enfermizo. Julia pasó la mano por encima y sintió las formas entre sus dedos.

—Eres muy valiente —le dijo Nick, y Julia sintió su voz retumbar en el pecho.

—¿Por tocar la cicatriz? —Apoyó toda la mano encima de la piel—. No soy valiente; tú sí lo eres. Debió de ser horrible.

—Sí —respondió él—, pero no estoy de humor para discutir el origen de mis cicatrices, sobre todo ahora que estás a punto de ver otra. Eso, claro está, si quieres seguir con las lecciones. ¿Quieres?

—Por supuesto.

Nick desabrochó primero la bragueta de los pantalones y luego la cintura, sin dejar de mirar a Julia.

—¿Sabes cuál era el lema de la familia de mi bisabuelo?

—No, ¿cómo quieres que lo sepa? —replicó Julia, sonriendo ante la habilidad de Nick para retrasar el momento.

Él esbozó una sonrisa ligeramente torcida a modo de respuesta.

Fear Garbh Ar Mait —dijo Nick, mientras tiraba de los pantalones hacia abajo—. Es irlandés. Significa «He aquí un hombre bueno y contundente».

—Oh, no.

Julia se echó a reír y se cubrió los ojos con las manos. Cuando se atrevió a espiar entre los dedos, Nick ya se había bajado los pantalones y los lanzaba a un lado de una patada.

—Ya está —proclamó Nick, con las manos abiertas a ambos lados del cuerpo—. «¿Qué mejor manta para tu desnudez que yo desnudo?» —recitó entre los restos de su, hasta hacía poco, inmaculado atuendo, maravillosamente desnudo.

Su miembro estaba suspendido en el aire, erecto y orgulloso. Era más… directo de lo que Julia había imaginado que sería. Mejor no pensar en él de momento. Dejó que sus ojos se posaran en la cicatriz que le recorría el muslo. Tenía un aspecto cruel, pero era parte de él, así que no podía molestarle. Luego siguió piernas abajo. Incluso le pareció que tenía unos pies bonitos.

—Te toca, Julia.

Julia recorrió todo su cuerpo hasta detenerse nuevamente en la cara. Esta vez Nick no sonreía. Se acercó a ella y, con un rápido movimiento, deshizo el lazo de la cintura, le hizo darse la vuelta y desabrochó los botones de la espalda. Su aliento le produjo un escalofrío delicioso, que empezó en la nuca y le recorrió toda la espalda; una vez desabrochados los botones, deslizó el vestido por los hombros y este cayó al suelo como si estuviera tejido con nieve. Ahora le tocaba a la ropa interior. Julia se dio la vuelta y levantó los brazos para que él tirara del fino lino y le quitara la prenda por la cabeza. Después llegó el turno de los zapatos, de las medias y de las bragas, todo entre risas y alguna que otra mirada incómoda, pero de pronto estaba entre sus brazos. Nunca en toda su vida había sentido algo tan increíble como ser la mitad de un todo, completamente desnuda y arropada por los brazos de un hombre. Cerró los ojos y deslizó las manos por la espalda del marqués.

—¿Julia? —dijo él; su voz parecía proceder del interior de su propia cabeza.

—Sí —respondió ella, abriendo los ojos.

Nick se apartó de ella y la ayudó a tumbarse sobre los cojines. Luego se estiró a su lado, sujetándole la cabeza con un brazo y atrayendo su cuerpo hacia el de él con el otro. Julia se volvió hacia él y apoyó una mano en su pecho. Podía sentir la presión de su miembro contra la cadera, y parecía más atenta ella que él, que la miraba fijamente, casi con obstinación, aunque en el fondo de sus ojos brillaba un destello inconfundible.

—Me temo que no has entendido bien la última línea del poema —le dijo Nick con la misma voz de maestro de escuela que había utilizado para mortificarla durante el paseo por Hyde Park.

—¿De verdad?

—Sí. Y ha sido un error muy grave.

El vello dorado que le cubría el pecho acariciaba las yemas de los dedos de Julia.

—En ese caso, será mejor que me corrija, señor.

Con un rápido movimiento, Nick hizo rotar sus cuerpos hasta que Julia estuvo debajo de él, sin aliento. Le cogió las muñecas y las sujetó contra los cojines, por encima de su cabeza.

—«¿Qué mejor manta para tu desnudez que yo desnudo?» —dijo—. Así reza la última línea del poema. Y no solo hace referencia a la desnudez de los amantes, sino a cómo el cuerpo de él cubre la desnudez de ella.

Julia se rió, pero Nick permaneció impasible. La expresión de su rostro era intensa, decidida; deslizó las manos por las muñecas de Julia hasta sus manos y entrelazó los dedos con los de ella. Aquella postura, con los brazos por encima de la cabeza, era cariñosa y posesiva al mismo tiempo. Julia podía sentir la curva de sus senos aprisionados bajo el peso del cuerpo de él. La mirada de Nick resultaba fría y distante, y transmitía una emoción que no lograba identificar.

Julia aguantó la respiración.

—¿Qué me estás pidiendo? —susurró, cogiéndose a sus manos con fuerza.

Nick no apartó los ojos de su boca mientras ella hablaba. Su propia respuesta sonó rota.

—Estás a punto de ser mía. Quiero prometerte… pero no puedo, no si soy sincero… no hasta…

Era como si hubiera pasado un siglo desde que Julia había regresado a casa, hecha una furia y decidida a seducir a Nick solo para demostrarse a sí misma que era capaz de hacerlo. Ahora que por fin lo tenía donde quería, tumbado sobre ella, no le apetecía escuchar quejas vacías de significado ni promesas o excusas.

—¿Sabes cuál es el lema de los condes de Darchester, Nick? —le preguntó.

—No.

Facta non verba.

—Hechos, no palabras —tradujo él.

Julia asintió.

—Por favor —le susurró.

Un latido más y los ojos de Nick estaban fijos en los suyos. Le soltó las manos y deslizó las suyas lentamente por los brazos. Julia atrajo su rostro hacia el de él y lo besó. Mientras, el marqués le acarició el pecho, la cintura, el muslo, y luego su mano se detuvo en aquel misterio que se ocultaba entre sus piernas.

Nick le susurró palabras de amor que ella apenas podía oír. Lo que le estaba haciendo era lascivia, pecado mortal; se mordió el labio y cerró los ojos. Se debatía entre el movimiento rápido y superficial del pulgar del marqués, y el trabajo más lento y más firme del resto de sus dedos. Con cada respiración, Julia no podía contener un gemido de sorpresa; si no perdía la cabeza era porque él no dejaba de susurrarle. De pronto, el susurro se transformó en un gruñido animal y las caricias de suaves a exigentes. El cuerpo de Julia se tensó y explotó de repente, como una fruta madura del bosque. ¿Aquella voz que gritaba era la suya? Se estremeció y apretó su cuerpo contra el de él.

Nick se estaba situando entre sus piernas. Volvió a acariciarla con el pulgar y ella respondió con el mismo placer mientras sentía que su cuerpo se preparaba para recibirlo. Atrapada entre el placer y el dolor, Julia observó con detenimiento el rostro de Nick. Tenía los ojos cerrados mientras la penetraba muy lentamente. La sensación era increíble, imposible y alarmante. Entonces, cuando creía que ya no podía aguantarlo más, Nick dejó de moverse y abrió los ojos, oscurecidos por la pasión.

—Te quiero —le dijo.

Con un rápido movimiento, se abrió paso a través de una barrera que Julia ni siquiera sabía que existía. Ella gritó, pero el desgarro enseguida se transformó en un dolor dulce como la miel. Nick la besó, le susurró palabras de amor al oído y le acarició el cabello sin moverse lo más mínimo. De pronto, empezó a retirarse y Julia gritó: «¡No!»; quería sentirlo dentro, alargar aquella dulce agonía. Nick le sonrió y se introdujo de nuevo entre sus piernas, y Julia se cogió con fuerza a sus hombros mientras los dos se movían. Sentía que estaba volando, describiendo círculos cada vez más grandes, dominada por un vértigo exquisito que vibraba en cada nervio de su cuerpo; Nick la apretó contra su pecho y Julia sintió que aquel cuerpo gloriosamente masculino temblaba sobre el suyo y se adentraba aún más en las profundidades de su sexo; fue como si se precipitara desde una cornisa azotada por el viento a la inmensidad de un mar profundo y eterno que cambiaba de color como los ojos de su amante.

La bayoneta era su propia mano y las uñas rompían, rasgaban… y, de repente, salía volando hacia atrás, de espaldas, hacia un túnel cegado por el humo y a una velocidad increíble, y al otro lado del túnel la mancha roja y los ojos negros del joven inmóviles en la muerte…

Había algo que tiraba de él, que lo retenía. En lugar del rostro del francés al otro lado del túnel, vio unos ojos oscuros. Julia repetía su nombre, podía oírlo («Nicholas…») atravesando el horrible silencio que imperaba en el sueño. La fuerza que lo arrastraba hacia un futuro desconocido desapareció con la misma brusquedad con la que se desvanece un viento repentino. Nick se despertó y abrió los ojos. Julia tenía medio cuerpo encima del suyo, una pierna cruzada sobre sus muslos y los senos sobre su pecho, y le estaba acariciando el cabello. Por encima de los dos y a través de los cristales de la cúpula, el cielo empezaba a oscurecer, surcado por algunas nubes solitarias.

—Buenos días, Bello Durmiente. —Julia le acarició la mejilla con los nudillos—. Estabas soñando. ¿Era una pesadilla?

Nick cogió aire por la nariz y lo soltó lentamente por la boca, dejando que silbara entre los dientes.

—¿Badajoz?

El rostro de Julia desprendía vida con aquel aire tan característico de los recién amados.

—No quiero hablar de ello.

Ella bajó una mano y le acarició la cicatriz deforme del muslo.

—No hace falta que lo hagas —le dijo.

Apenas tenía sensibilidad en aquella zona, pero aun así sintió el suave tacto de la mano de Julia en los bordes de la herida. La sensación lo llevó de vuelta a la tierra y, de pronto, fue consciente de la situación. Estaba tumbado, desnudo y enredado en el cuerpo de una mujer soltera de alta alcurnia a la que acababa de desflorar. Acababan de hacer el amor.

—Julia.

—Sí.

—Yo…

Deslizó la mano hasta la nuca de Julia para atraer su rostro hacia el de él y besarla largamente. Su pene cobró vida bajo la cadera de ella.

Julia se apartó y frotó la nariz del marqués con la suya.

—Mmm —murmuró—. ¿Crees que es muy tarde? No sé si tenemos tiempo para… —Sonrió—. Ya sabes…

Él abrió los ojos como platos.

—No tengo ni la menor idea de a qué se está refiriendo, señorita Percy.

Ella se movió hacia la derecha hasta que su cuerpo estuvo completamente sobre el de él y su pene quedó aprisionado bajo el vientre.

—¿No tienes ni idea? —susurró—. ¿Estás seguro?

Nick negó con la cabeza y deslizó las manos hacia la parte baja de Julia, que de algún modo era toda una revelación.

—Julia…

—Sí… —respondió ella, susurrando la palabra.

Media hora más tarde, habían cambiado de posición y ahora era Nick el que tenía medio cuerpo sobre el de Julia. Los dos tenían los ojos medio cerrados en un dulce sopor, pero esta vez Nick se resistió.

—Tenemos que volver al mundo real.

—Mmm. —Julia le cubrió la ceja de besos—. No quiero.

—Pero hay que hacerlo.

Ella hizo un mohín con la boca y Nick no tuvo más remedio que besarla. Se levantó y la observó desde arriba. Estaba tumbada sobre los cojines, con el sol de última hora de la tarde bañándole la piel y proyectando sombras cálidas sobre la mitad de su cuerpo. Era perfecta, desde los dedos de los pies hasta el rostro dulce y ensoñado, pasando por los rizos que decoraban su sexo. Le había dicho que la amaba y era cierto.

—Te quiero —le dijo de nuevo—. No lo sabía, pero ahora estoy seguro. Creo que siempre te he querido.

La sonrisa de Julia murió en sus labios, aunque no se movió de allí. O quizá fue solo un efecto de la luz, porque enseguida respondió.

—Te quiero —dijo también ella, y su voz sonó un tanto plana, a pesar de que las palabras parecían seguras, fuertes, convencidas.

De una manera extraña, no fue un momento feliz, pero Nick se conformaba. Se inclinó sobre ella para abrazarla.

Julia levantó una mano y él se detuvo. Parecía resuelta, decidida; era raro.

—Tienes razón —dijo ella—. Será mejor que bajemos.

—Tenemos que hablar, Julia. Hacer planes. Tengo que contarte…

—Lo sé —lo interrumpió—. Sé que tienes cosas que contarme. —Bajó la mirada hacia sus manos y Nick la siguió. Tenía los dedos entrelazados, tensos, rígidos—. Pero ahora no. Dejémoslo… para más adelante.

—No quiero que haya secretos entre nosotros —dijo Nick.

Julia era adorable como una dríade del bosque, pero había cierta reticencia en su voz, Nick podía sentirlo.

—No —replicó ella, negando con la cabeza como si fuera lo más evidente del mundo, mientras se recogía de nuevo el pelo—. Mañana.

Se movía con decisión pero con calma, como si no estuviera desnuda. De pronto, Nick decidió que le encantaba la forma en que se sentaba. Le encantaba cómo se rascaba la rodilla mientras lo miraba. Le encantaba…

—¿Estás soñando despierto?

—Sí —respondió, volviendo de nuevo a la tierra—. Contigo.

Esta vez sí sonrió y su comportamiento raro se desvaneció.

—Hombre absurdo. ¿Nos vemos aquí mañana? ¿Después del desayuno? ¿Y nos contamos nuestros secretos?

—¿Después del desayuno? Eso es mañana —replicó Nick, frunciendo el ceño.

—Sí, eso es lo que he dicho.

—No puedo esperar tanto tiempo. —La ayudó a levantarse de los cojines y la atrajo hacia su pecho—. Eres demasiado deliciosa, Julia. Necesito estar contigo, esta noche como muy tarde. Ven a mi dormitorio cuando todo el mundo esté dormido.

Julia apoyó las manos en su pecho.

—Hasta ahora, no parecía que te costara demasiado mantenerte alejado de mí. No te has acercado a mí durante días.

Nick la apretó de nuevo contra su pecho y le acarició la espalda.

—Eso era antes, cuando aún me quedaba un poco de autocontrol y de cordura. Eso sí, subí hasta aquí más de una vez en tu busca.

Julia se acurrucó contra él.

—¿De veras? Yo también. —Se puso de puntillas y le besó, pero cuando se separaron, volvía a ser la mujer fría de antes—. No iré a verte esta noche, Nick —le dijo, apartándose de él—. Es demasiado arriesgado. ¿Nos vemos aquí mañana? Para hablar.

—Oh, sí, para hablar.

—Bien. —Miró a su alrededor, buscando la ropa que estaba desperdigada por todo el suelo—. ¿Serías tan amable de acercarme mi ropa interior? ¿Qué mejor manta para tu desnudez que yo vestida?