A la mañana siguiente, sobre las ocho y media, Nick partió hacia Soho Square sin el menor atisbo de culpabilidad, a pesar de que acababa de decirle a su madre que ese día también iba a la Cámara de los Lores. Sentía haber tenido que mentirle, pero ella lo había acorralado durante el desayuno para contarle algo sobre un hombre que la había mirado de un modo extraño nada más llegar de Greenwich. Por lo visto, había tenido que azuzar al cochero contra el pobre hombre.
Alva le había dicho que la buscara en Soho Square, sin una dirección o una descripción de la casa, así que Nick decidió presentarse allí y esperar. Pasar el rato en aquella plaza parecía una forma tan razonable como cualquier otra de escapar de una madre desquiciada, por un lado, y de la Cámara de los Lores, por el otro.
Había sobrevivido a la ridícula ceremonia del día anterior aferrándose a la imagen de Julia sentada encima de él en la butaca de la biblioteca y lanzando aviones de papel hacia la chimenea. Sonrió en secreto durante todo el desfile y durante los saludos con el sombrero y las continuas reverencias, hasta que tuvo que arrodillarse para presentar su escrito de citación ante el lord canciller. Aguantó con la disciplina de un soldado, y leyó el juramento de lealtad y firmó todos los pergaminos que le pusieron delante. Finalmente, el Caballero Ujier del Bastón Negro lo acompañó hasta su asiento, entre los demás marqueses, que lo recibieron con una exclamación colectiva muy parecida al estornudo simultáneo de una manada de bulldogs.
A partir de aquel momento, pudo prescindir de las pesadas ropas de su padre, pero el día no había hecho más que empezar.
Era evidente que la Ley del Maíz sería aprobada; contaba con el apoyo de casi todos los presentes. Y, sin embargo, era como si supieran que la historia acabaría demostrando su error. Todos los miembros de la Cámara querían hablar y las explicaciones eran prácticamente idénticas: «Quiero conservar mis bienes, sí, pero, más importante aún, Inglaterra debe permanecer inmutable. El futuro es una amenaza. El pasado, en cambio, es seguro».
A Nick todo aquello le sonaba asombrosamente familiar.
Kirklaw, sentado entre los duques, no dejaba de mirarlo, esperando el momento en que se levantara para hablar. Nick se sentó de modo que no pudiera verlo. Claro que también estaba Delbun con los condes y Blessing con los barones. Nick dejó de mirar las caras de los presentes y empezó a contar tipos de nudos de pañuelo.
Justo cuando creía que estaba a punto de escurrirse de la silla y morir del aburrimiento, el baronet Burdett presentó ante la Cámara más de cuarenta mil firmas de Westminster oponiéndose a la ley. Inglaterra, argumentó Burdett, debía enfrentarse al futuro permitiendo que todos sus ciudadanos fueran libres e iguales, sin restricción. Su discurso fue recibido con burlas. Incluso Nick sintió pena por aquel pobre hombre de aspecto agradable, ya que era como pedirle a una manada de hienas que se arrancaran los dientes voluntariamente. El discurso de Burdett ofendió tanto a un vizconde que se puso en pie de un salto y declaró su intención de estrangular al baronet allí mismo, delante de todo el mundo. Dijo, con un tono burlón, que quizá deberían enrollar Inglaterra como si fuese un pergamino y volver todos a casa a esperar a que la chusma destruyera la ciudad. Aquello era otra cosa; Nick concentró toda la atención, esperando que pasara algo más, algo igualmente interesante, pero en cuestión de segundos la sesión había vuelto a su cauce y un viejo conde con un tono de voz especialmente soporífero divagaba sobre el gusto de los pobres por pasar hambre.
En cierto momento, Nick apartó la mirada y sintió el río fluyendo a su alrededor, alrededor de todos ellos, bajando por el cauce con la fuerza de una riada. Y él era el único superviviente, flotando sobre sus aguas y cogido a una tabla rota, rodeado por todas partes de cadáveres.
En la primera oportunidad que tuvo, se levantó, dijo adiós a sus compañeros de asiento y se marchó. Arkady tenía razón. Aquel no era sitio para un hombre que conocía el futuro.
Kirklaw salió corriendo detrás de él y lo interceptó junto a la puerta.
—No ha dado su discurso.
—No.
—Pero ¿lo hará? La votación no será hasta de dentro de unos días.
Nick se metió las manos en los bolsillos y encontró la bellota.
—Creo que no, Su Gracia.
Kirklaw asintió una única vez.
—Como quiera.
—Por supuesto.
Se despidieron con frialdad y partieron en direcciones opuestas, Nick hacia el mundo, el duque de vuelta a la Cámara.
Nick envió el carruaje de regreso a casa con sus ropas y paseó por Whitehall bajo la luz de una espectacular puesta de sol, pasándose la pequeña bellota de una mano a otra. Ya no podía sentir el río. Era una hermosa tarde de primavera; los pájaros cantaban y soplaba una suave brisa que, al menos durante la media hora que duró su paseo, arrastró el olor de los pastos de las granjas cercanas y se llevó el hedor del sufrimiento humano y de su lucha.
Nick lanzó la bellota al aire y la atrapó al vuelo.
Ahora estaba junto a la estatua decrépita de Carlos II que se levantaba en el centro de Soho Square. Dos muchachos y un perro cruzaban la plaza por el lado este guiando un rebaño de vacas, por delante de lo que en el siglo XVIII había sido un reputado burdel, el White House. Probablemente seguía siéndolo, pensó Nick, y justo entonces se abrió la puerta y apareció un hombre bien vestido, aunque un tanto desaliñado, que se quedó en el primer escalón gritándoles a las vacas que le impedían bajar a la calle. Así que seguía siendo un burdel, aunque la «sala del esqueleto», el sofá que descendía de nivel y el resto de los artilugios a los que el White House debía su fama desde hacía casi un siglo no casaban con el estilo sobrio y elegante de Alva Blomgren. Nick observó el resto de los edificios que rodeaban la plaza. ¿Cuál sería el de Alva? No tenía más remedio que esperar a que ella saliera de alguno.
Mientras tanto, de pie junto a la estatua de mármol del monarca que presidía la plaza, Nick disfrutó del placer de observar a la sociedad que discurría a su alrededor. Caballos y carruajes, hombres y mujeres, todos muy atareados, llenos de vida, hablando entre ellos como urracas. Los distintos acentos, la jerga, los insultos bienintencionados que salían de los labios de todos ellos; Nick se sorprendió a sí mismo escuchando con atención las conversaciones de los transeúntes que pasaban a su lado, mientras que su cerebro se colapsaba con toda la vieja información que había tenido que enterrar después de dar el salto.
Y no era que no tuviera cosas más importantes por las que preocuparse. Las insinuaciones de Kirklaw y la infelicidad de la marquesa y cómo encontrar la manera de estar con Julia y quién era el señor Mibbs y si debía traicionar al Gremio y el horror de la Empalizada (cientos de años en el futuro, pero cada vez más cerca, según el Gremio). Sin embargo, Londres era grande y ruidosa y estridente y ruda (estaba llena de sufrimiento, vicio y locura), y a Nick le encantaba. Esa (la de aquí, la de ahora), esa era su ciudad. Sería duro abandonarla para volver a los coches y los rascacielos y las cloacas bajo tierra. Lanzó una mirada irónica a Carlos II, que se sujetaba la barriga y se reía de todo desde su pedestal, coronado por una monstruosa peluca.
—A ti también te encantaba —le dijo Nick a la estatua—. El señor de los doce hijos ilegítimos.
De pronto, una visión. Caminando hacia él por Frith Street, una joven de aspecto rústico, ataviada con una falda casera de corte antiguo y un canesú rígido, portaba una enorme cesta llena de remolachas colgando del brazo. La joven caminaba inclinándose hacia delante para cargar mejor el peso y bamboleándose de un lado a otro. Junto a ella caminaba un enorme perro mestizo del tamaño de un poni, gimiendo y saltando sobre tres patas. Cuando giraron la esquina de la plaza, Nick vio que el perro iba enganchado a un carro; claramente, era él el que debía tirar de las remolachas, pero por lo visto se había hecho daño por el camino. La chica le dijo algo, muy enfadada, y el pobre animal bajó su pesada y rotunda cabeza, avergonzado. Juntos, la joven y el perro parecían sacados de un cuento de hadas. Nick estaba a punto de acercarse para ofrecerse a ayudar cuando ella levantó la mirada y Nick vio que era Alva. Alzó una mano para saludarla, pero a medio camino ella le hizo un gesto apenas perceptible con la cabeza. Nick se llevó la mano al cabello e intentó aparentar que rascarse la cabeza en medio de la calle era lo más sencillo del mundo.
Alva y su perro siguieron su camino alrededor de la plaza, mutuamente disgustados, hasta detenerse en la esquina con Carlisle Street, frente a una casa amarilla de aspecto pulcro y pilastras blancas en la fachada. Alva agitó un dedo en dirección al perro, que se tumbó en el suelo y apoyó la cabeza sobre sus patas delanteras. Luego dejó la cesta de remolachas en el carro y subió la escalera de la entrada. Antes de que llegara a la puerta, esta se abrió y apareció una anciana vestida de negro, y Nick observó con curiosidad y una sonrisa en los labios a Alva contándole a la mujer la presunta odisea con el perro. Cada vez que señalaba al animal, este levantaba la cabeza y, al ver que ella seguía con su diatriba, la volvía a bajar. Finalmente, Alva entró en la casa y la anciana bajó la escalera renqueando, cogió la cesta de remolachas y se dirigió hacia Carlisle Street con el perro y el carro, y de allí seguramente a la parte trasera de la casa.
Nick observó la casa amarilla durante unos minutos. ¿Qué tenía que hacer? ¿Marcharse y volver más tarde? ¿Marcharse y no volver nunca? O quizá Alva no quería que se le acercara un caballero bien vestido como él mientras se hacía pasar por la joven de las remolachas. Estaba a punto de darse la vuelta y buscar una cafetería en la que poder considerar el dilema de forma más cómoda y sosegada cuando, de pronto, vio que se abría una ventana en la tercera planta de la casa amarilla y un brazo pálido como la leche le hacía una señal para que se acercara. Cruzó la plaza con aire decidido, listo para reunirse por primera vez con la amante proscrita del Gremio.
Alva lo recibió en un salón verde y plateado de la planta principal de la casa. Nick no tenía ni idea de cómo había podido cambiarse tan rápido, de la extraña ropa de la calle a un gracioso vestido de muselina rosa pálido. El chal de Norwich que llevaba alrededor de los hombros tenía que haberle costado una fortuna. Llevaba el cabello recogido con elegancia, pero sin excesos; podría ser la esposa respetable o la hermana de cualquiera. El perro estaba con ella, aunque era evidente que todavía no había conseguido recuperar su favor; estaba sentado como una estatua, mirándola fijamente, y ella se negaba a devolverle la mirada. Era una hembra, un cruce de mastín y rottweiler.
Tras el saludo de rigor, Nick se preocupó por la perra.
—No puede evitar que le duela —dijo—. ¿Se le ha clavado una astilla durante el paseo?
Alva alzó la cabeza y miró al animal de reojo. La perra captó la mirada de su ama y bajó las orejas, pero Alva retiró la atención inmediatamente.
—Es como un cachorrillo —explicó—. La compramos por la promesa de que sería un buen perro de vigilancia, pero se hace amiga de todo el mundo. Decido que al menos podría ayudarme a traer las cosas a casa desde el mercado y va y se pone a cojear. Nunca me han gustado los perros. Nos vuelve locos dentro de casa y fuera, es fea, huele fatal…
—¿Cómo se llama?
—Solvig. Significa «casa fuerte».
—Ven, Solvig. —Nick chasqueó los dedos y la perra se acercó a él cojeando. Se arrodilló junto a ella, le acarició las orejas y le rascó entre los ojos hasta que le pareció que ya eran buenos amigos—. Voy a ayudarte, Solvig —le dijo—, pero no será agradable. ¿Estás preparada? Dame la pata. —El animal levantó la pata buena. Era tan grande como la mano de Nick—. Esta no, la otra. —Solvig gimió y levantó la mala con gesto tembloroso—. Buena chica. —Le tiró de la oreja—. Eres una bestezuela muy fea, ¿verdad? —le dijo, mientras palpaba con mucho cuidado las almohadillas de la pata. Solvig gimió e intentó apartarse, pero Nick la sujetó con firmeza—. Sí. Buena chica. —Levantó la mirada hacia Alva, que contemplaba la escena con media sonrisa en la cara—. Tiene una piedra entre las almohadillas. Creo que… —Se concentró un instante en lo que estaba haciendo y las quejas de Solvig aumentaron de volumen—. Sí… Oh, mierda. Disculpe mi vocabulario.
De la pata de la perra salió disparado un chorro de sangre que le manchó el puño blanco de la camisa, pero consiguió sacar la piedra pequeña y afilada que se le había clavado en la carne. Solvig se lamió la pata con avidez.
—Deje que se la lama un rato —dijo Nick—. Luego tendrá que vendársela.
—Sí, doctor. —Alva se acomodó en una pequeña silla plateada—. Detrás de aquel biombo encontrará un lavamanos.
Al pasar junto al biombo, Nick se fijó en que el bordado de la pantalla mostraba una colección de imágenes un tanto subidas de tono: mujeres cuyos pechos asomaban por encima de la ropa y hombres observándolas sorprendidos. Aquel era el único signo de que aquella casa era algo más que un hogar normal y corriente, y lo cierto era que la escena era tan ridícula que difícilmente podría servir para despertar los sentidos.
Nick se lavó la sangre de la perra de las manos. Ni siquiera intentó limpiar la mancha del puño; era evidente que ya no podría sacarla. Se secó las manos, tomándose su tiempo en el proceso. Estaba decidido a traicionar a alguien y no iba a ser a Julia, sino al Gremio. Deslizó el anillo hasta el nudillo para secarse bien el dedo. Últimamente, su vida había dado un giro muy interesante. Colgó la toalla de la barra del lavamanos, se colocó bien el anillo y salió de detrás del biombo.
Alva le invitó a sentarse en la silla que hacía pareja con la suya.
—Siéntese, Nick. Gracias por ayudar a la pobre Solvig. Mírela. Está enamorada de usted. Es como si yo no existiera.
Y era cierto: los ojos del animal denotaban una devoción absoluta. Estaba tumbada en el suelo, lamiéndose la enorme pata y mirando a Nick en pleno delirio de adoración.
—Oh, vaya —dijo él, mientras se acomodaba en la silla—. Lo siento.
—No se disculpe, si en realidad es maravilloso. Se la puede llevar a casa con usted y así yo me libraré del olor, el gasto y la continua sensación de ser observada.
—No voy a llevarme su perro. Además, ¿quién tiraría del carro cargado de remolachas por usted?
Alva consideró el problema en silencio.
—Quizá podría comprar un burro.
—Eso me gustaría verlo con mis propios ojos. Usted, vestida con esa ropa absurda, tirando de un burro por las calles de Londres. Además, un burro no le serviría para vigilar la casa y usted ha dicho que quería un perro guardián.
—Sí, eso es lo que quiero, y Solvig no me sirve.
—Eres un bollito de crema adorable, ¿verdad? —le preguntó Nick a la perra.
Solvig se levantó del suelo y se acercó a Nick, dejando manchas de sangre por todo el suelo. Alva gruñó y llamó al servicio mientras Nick acariciaba la espalda del animal y le susurraba palabras cariñosas al oído: «Cachorrillo apestoso. Bestezuela bonita». Solvig cerró sus enormes ojos ribeteados de rojo y expulsó el aliento alegremente en la cara de su benefactor. «Carita de nabo».
La perra respondió a aquel último mote con un suave ladrido.
—¿Eso quiere decir que te gusta el mote —le preguntó Nick— o que no te gusta? ¿Lo volvemos a intentar? Carita de nabo.
La perra lo miró y le dedicó una sonrisa de labios negros.
Un viejo lacayo fue quien respondió a la llamada de su señora. Alva le dijo que se llevara la perra a la cocina, le vendara la pata y la tuviera preparada para que lord Blackdown se la pudiera llevar.
—No voy a llevarme su perra.
—Oh, pero insisto. Es evidente que Solvig y usted son almas gemelas.
Alva se volvió hacia el sirviente y le habló muy rápido en lo que Nick supuso que era sueco.
La visión del pobre anciano arrastrando al enorme animal fuera del salón y arreglándoselas para inclinarse en una reverencia y cerrar la puerta sin perder el control fue, cuanto menos, hipnótica. Nick pudo oír los ladridos de protesta de la perra durante todo el camino hasta el sótano.
—Bueno. —Estiró las piernas y cruzó las manos detrás de la cabeza—. He venido en busca de una amante y parece que me voy a ir con uno de los perros del infierno. ¿El sirviente viene con el animal? Porque no sé si los míos querrán tratar con ella.
—No ha venido en busca de una amante —dijo Alva—. Ha venido para saber más sobre los ofan.
Nick mantuvo la postura relajada, pero sus sentidos se pusieron todos alerta. Y solo era el principio.
Alva cruzó las manos sobre el regazo.
—¿Qué quiere saber?
—¿Lo admite, así, sin más rodeos? ¿Es que no sabe que formo parte del Gremio? ¿Que su objetivo es neutralizarla, incluso matarla?
—Lo entiendo perfectamente, Nick, pero ¿lo entiende usted? ¿Trabaja para el Gremio y contra mí?
No supo qué responder a aquello, así que se recolocó los puños de la camisa. El gesto perdió cierto brío cuando sus dedos tocaron la mancha de sangre, todavía húmeda.
—Maldición.
Alva sacó un pañuelo del corpiño de su vestido y se lo dio.
—Es un tema muy complicado sobre el que hablar —le dijo mientras él se limpiaba los dedos—. Y ni siquiera puedo verle bien la cara. ¿Le importa si me pongo las gafas? Ya que estamos hablando de realidades y no jugando a jueguecitos.
—Adelante.
Alva volvió a meter la mano en el corpiño del vestido y sacó un par de gafas de plástico rojo con forma de ojo de gato, limpió los cristales con un pliegue de la tela y se las pertrechó encima de la nariz. Lo miró fijamente, parpadeó un par de veces y luego suspiró.
—Mucho mejor así.
Nick no pudo evitar que se le escapara la risa.
—Es usted una mujer de contradicciones, Alva.
—Tutéame, por favor. ¿Por qué lo dices?
—Oh, no lo sé. El vestido de campesina medieval, el perro absurdo, las remolachas, el rápido cambio a este otro atuendo más recatado, las gafas de 1960 guardadas en el corpiño… Si le sumamos tu profesión, el vocabulario moderno y el misterio de si eres ofan o no…
Alva parpadeó, sorprendida.
—No soy una contradicción para mí misma, Nick.
—¿Por qué eres cortesana?
La sonrisa de Alva se transformó en un gesto serio. No era el ceño fruncido de alguien que es infeliz o que se siente ofendido, sino de alguien que reflexiona.
—¿Por qué eres tú un donjuán?
—No soy un donjuán.
—Está bien —dijo ella—. ¿Tú cómo lo llamas?
—¿Cómo llamo a qué?
—A tus muchas amantes, Nick. Al reguero de corazones rotos.
No solo era contradictoria y singular; también era desconcertante hasta el extremo.
—Yo no le he roto el corazón a nadie —se defendió Nick.
—¿No eres un casanova? ¿Un golfo? ¿Un vividor? Venga, Nick. Por favor. ¿Podemos ser sinceros el uno con el otro?
—Oh, por el amor de Dios. Primero el Gremio y ahora tú. ¿Por qué parece que lo sabéis todo de mi vida sexual?
Alva lo miró por encima de las gafas. Cada vez se parecía más a una bibliotecaria.
—El Gremio sabe de tu vida porque te han investigado. Seguramente tienen un expediente bien gordo sobre ti en Milton Keynes. Necesitaban saber si te interesaría una misión que incluyera un elemento sexual. En concreto, su absurdo plan era que te convirtieras en mi amante para poder infiltrarte entre los ofan.
—No tan absurdo… En el baile, me pareció que tú estabas más que dispuesta.
—Bueno, sí, pero como ambos sabemos, tú no has querido acceder a mis demandas. —Inclinó la cabeza a un lado—. Lo cual no deja de ser curioso.
—No era mi intención ofenderte —dijo Nick—. No es que no me parezcas deseable…
—No me ofendo. —Levantó la cabeza y la inclinó hacia el lado opuesto—. Has hecho que las cosas sean más fáciles. Ahora puedo contártelo todo directamente sin tener que pasar antes por la cama.
Nick se echó a reír.
—¿Y ya está? Vas a cantármelo todo. Sin saber absolutamente nada de mí.
—¡Por supuesto! ¿Para qué crees si no que fui a aquella ridícula fiesta? —Alva levantó una mano y se la ofreció—. Ven. ¿Quieres ver mis catacumbas?