30

A la mañana siguiente, después de desayunar una taza de café y una rebanada de pan tostado, Julia se acurrucó en una butaca de la biblioteca para intentar deshacer un nudo en un hilo de bordar de Clare. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que tenía la mirada perdida en el fuego de la chimenea. La noche anterior, tras regresar a la cama, había sido incapaz de conciliar el sueño, no hasta oír a Blackdown y al conde Lebedev entrando por la puerta poco después de que amaneciera. Una hora más tarde, ya estaba despierta otra vez; había estado soñando, aunque no recordaba qué. Se levantó de la cama, llamó a la doncella para que la ayudara con el vestido negro que solía llevar durante el día, y luego bajó a la biblioteca con el costurero… pero ahora la butaca le parecía tan cómoda y el fuego de la chimenea, tan agradable, que enseguida se sumergió en un delicioso sueño.

Delicioso si no fuera por aquel ruido tan desagradable… Julia abrió los ojos justo en el momento en que algo blanco pasaba volando por delante de la butaca y aterrizaba en el interior de la chimenea.

Se levantó de un salto, enviando el pequeño costurero y el hilo al suelo, y dio media vuelta para mirar a su alrededor.

—Pero ¿qué…?

Era Blackdown, y la miraba como si hubiera visto un fantasma.

Julia, al ver la expresión de su cara y la ropa que vestía, se dejó caer de nuevo en la butaca entre risas.

—Oh, por el amor de Dios. —Blackdown se acercó con un fajo de papeles en la mano y se agachó para recoger lo que se le había caído a Julia. Luego se desplomó en la butaca que descansaba junto a la de ella, de cara a la chimenea—. Me has dado un susto de muerte. No te había visto. ¿Qué estás haciendo?

Julia se enjugó las lágrimas de los ojos.

—Estaba deshaciendo este nudo para tu hermana.

Blackdown miró fijamente el hilo y luego levantó el costurero, con las letras J. P. bordadas en un lateral.

—¿Esto lo has hecho con tus manitas?

—No, pues claro que no… No podría dar una sola puntada aunque mi vida dependiera de ello. Me lo hizo Bella cuando teníamos doce años.

—Entonces ¿por qué lo llevas? ¿Para parecer una señorita?

Julia puso los ojos en blanco y levantó las manos al cielo, y él se lo devolvió, junto con las bobinas de hilo. Ella lo cogió todo y guardó la maraña de hilos, que ahora estaba todavía más enredada, entre los pequeños tesoros que tenía en el costurero.

—Lo uso para guardar recuerdos. Algún objeto de mi abuelo; esto es un insecto de piedra. Y un anillo en forma de espiral, una baratija, pero es lo único que conservo de mi madre. —Cerró la tapa del costurero, miró a Nick y se rió de nuevo—. Al menos yo intento ser útil y decorativa al mismo tiempo. ¿Qué estás haciendo tú? No, mejor respóndeme a esto. ¿Qué es eso que llevas puesto? Pareces un lazo enorme.

Lord Blackdown bajó la mirada hasta sus ropas, de un color rojo brillante y rematadas con tres gruesas bandas de armiño y oro.

—Lo sé. ¿No son horribles? Pertenecieron a mi santo padre y, antes de él, a mi abuelo. Los viejos buitres de Ede y Ravenscroft las tenían guardadas. Por lo visto, ya sabían que iba a volver antes que nadie. —Señaló con el pulgar por encima del hombro, hacia la mesa que tenía a sus espaldas—. El sombrero está allí. Y el bastón.

Julia se dio la vuelta en la butaca y echó un vistazo a los complementos.

—Oh, madre mía.

—Sí.

Blackdown se arrellanó aún más en su silla y frunció el ceño, con la mirada fija en el fuego.

—Entonces ¿vas a jurar lealtad a la Cámara?

—¿Cómo lo sabes?

—Al parecer, no se habla de otra cosa en Londres.

—Oh, Dios. —Se pasó una mano por el pelo—. No te imaginas lo feliz que me hace oír eso.

—¿Y por qué lo haces si te supone una carga? Muchos lores no pisan la Cámara. Mi abuelo dejó de ir hace muchos años. Siempre decía que dialogar en la Cámara de los Lores era como hablar con los muertos en una cripta, bajo el brillo sepulcral de las velas.

—Seguro que tenía razón. —Blackdown dirigió la mirada hacia el fuego, volvió la cabeza a un lado y miró a Julia. La expresión de mal humor se le borró al instante de la cara, sustituida por una sonrisa bobalicona—. Eres preciosa —le dijo.

Ella arqueó las cejas.

—Y tú no dices más que tonterías.

—Ven, siéntate en mi regazo —dijo Blackdown, dándose unas palmadas en los muslos—. Yo haré de Santa Claus.

—¿De quién?

La sonrisa desapareció de su cara.

—Ah, claro… ¿De Papá Noel?

—¿Ha perdido la cabeza, milord? ¿Por qué iba a querer sentarme en el regazo del Papá Noel? Y, de todas formas, no te pareces en nada a él. Papá Noel viste de verde, está gordo y lleva barba.

Los brazos de Blackdown se movieron con sigilo para atrapar a Julia y arrancarla, entre gritos, de su butaca.

—No seas tan quisquillosa. Siéntate aquí conmigo.

Tras un breve intercambio de codazos y empujones, los dos consiguieron acomodarse en la butaca del conde, con las piernas de Julia por encima de él, el brazo de Blackdown alrededor de los hombros de ella, y el montón de papeles sujetos entre él y el brazo del asiento.

—Mmm. —Nick la apretó contra él—. Qué bien huele tu pelo. —El otro brazo encontró el camino alrededor de su cintura—. Esto es muy agradable.

—Y tú pareces un desafortunado cruce entre una oveja y un armiño. —Julia acarició una de las tiras de armiño que le cruzaban el pecho—. Hueles a humedad.

Blackdown apoyó la cabeza contra el respaldo de la butaca y la miró por encima de la nariz con una solemnidad fingida.

—Supongo que sabrás que estas ropas son el símbolo de mi gran dignidad y magnificencia y superior… superioridad.

—En ese caso —dijo Julia, mientras se disponía a levantarse—, será mejor que te deje en tu majestuoso aislamiento.

—¡Oh, no! —exclamó él, y la atrajo con firmeza contra su cuerpo—. Si he de hacer el juramento de lealtad, necesito estar borracho… o que me beses.

—No voy a besarte aquí, a las nueve de la mañana y con las puertas abiertas.

—¿No? ¿Y si te beso yo?

Y convirtió las palabras en actos.

Julia sonrió contra sus labios y los minutos pasaron sin que apenas se dieran cuenta. Fue Blackdown el que se apartó.

—¿Alguna vez has hecho un avión de papel? —susurró.

—¿Un qué?

Cogió una hoja de papel del montón, cubierta por ambas caras con una letra grande y sinuosa.

—Un avión de papel. Un planeador hecho de papel.

—No. Y ¿qué hay escrito en ese papel?

—Nada importante. Mira, deja que te enseñe cómo se hace.

Julia estaba apoyada contra su pecho, con la cabeza sobre uno de sus hombros, y Blackdown le enseñó, con los brazos a su alrededor, cómo doblar el papel en dos y luego en una serie de ángulos hasta conseguir la forma de la punta de una lanza.

—Esto es un planeador de papel —dijo él—. Lo coges así, por el pliegue que tiene debajo. Apuntas… —Lo dirigió hacia la chimenea—. Le das un pequeño empujoncito… —Nick envió el planeador volando hasta el fuego, simulando el sonido del silbido del viento con la boca y luego una explosión cuando el avión aterrizó entre dos troncos y se incendió—. Este es para ti. —Lo dobló con cuidado y se lo puso en la mano—. Así. Cógelo por aquí, apunta… y suéltalo.

Julia siguió el planeador con la mirada en su camino hacia la chimenea. Aterrizó sobre las brasas, con la parte inferior de las alas desprendiendo un brillo rosado, hasta que, de repente, se convirtió en un pequeño infierno en miniatura. Julia se echó a reír y se cogió a la rodilla de Nick.

—Hazme otro.

Utilizaron todas las hojas del montón para hacer un planeador tras otro y enviarlos volando hacia las llamas. Se inventaron una norma: tenían que besarse hasta que el avión se quemaba por completo, y ambos se aficionaron a lanzarlos hacia las esquinas de la chimenea más alejadas del fuego. Sin embargo, cuando Julia envió uno directamente fuera de la chimenea, Nick la obligó a recogerlo.

—No vas a conseguir arrebatarme la virtud tan fácilmente.

Julia lo lanzó hacia la chimenea y, cuando se dio la vuelta, vio que Nick se había levantado de la butaca y se estaba poniendo bien la ropa.

—Eso es —dijo con aire despreocupado— mi discurso de ingreso, quemado de la primera a la última palabra. Como la batalla de Inglaterra.

—¿Era tu discurso de ingreso? —preguntó Julia, mirándolo fijamente.

—Efectivamente.

—Pero ¿ahora qué vas a hacer? ¿Lo has memorizado?

—No. —Nick se colocó bien los hombros y, mirándose en el espejo que colgaba sobre la chimenea, se pasó una mano por el pelo—. Perfecto, querido —le dijo a su reflejo.

—¡Nicholas Falcott! Ponte serio. ¿Qué dirás en la ceremonia?

Nick se dio la vuelta y, por un momento, consiguió parecer serio.

—Que preferiría no hacerlo.

Una hora más tarde, Blackdown ya se había marchado y Arabella y su madre, recién llegadas de Greenwich, habían tomado al asalto el recibidor de la casa. Julia contempló a los lacayos descargar una caja tras otra del carruaje que esperaba frente a la puerta principal, con Arabella coordinando toda la operación; su madre se había retirado a su dormitorio aduciendo un supuesto dolor de cabeza.

—¿Todo eso para una sola noche?

Bella señaló una pila de tres sombrereras azules.

—Esas son mías. El resto… de madre.

—Quizá sea una buena señal. Parece que se interesa de nuevo por las relaciones sociales.

—Sí. —Bella no parecía muy segura—. Puede que sí.

Cuando descargaron la última caja, Bella le pidió a uno de los lacayos que sujetara los caballos y al cochero, que pasara adentro. El hombre entró en la casa, con el sombrero en la mano, y Bella se dirigió a él y al otro lacayo con gran calidez.

—Quiero darles las gracias a los dos —dijo— por ahuyentar a ese hombre con aspecto de loco. Me habría puesto muy nerviosa si no hubieran estado ustedes con nosotras. —Sacó una bolsita de entre la ropa, cogió dos monedas de ella y le entregó una a cada uno—. Si fuera un hombre, les invitaría a una copa, pero me temo que tendrán que brindar sin mí.

El cochero se inclinó en una reverencia y se dirigió hacia el carruaje para llevarlo hasta las caballerizas, y el lacayo se dispuso a organizar el equipaje. Bella se cogió del brazo de su amiga.

—No te imaginas cuánto me alegro de estar otra vez en casa.

—Al menos tú has podido salir de casa y ver la luz del día. Recuerda que estás hablando con la criatura que debe mantenerse oculta entre las sombras, vestida de negro y sintiéndose miserable durante seis meses antes de poder llevar algo remotamente colorido, aunque sea del tono de púrpura más horrible de todos.

—Puedes salir de casa. De vez en cuando. Si te portas muy bien.

Julia suspiró. Pasear en compañía del servicio no contaba como libertad, al menos no para ella, y sabía que para Bella tampoco.

—En fin —dijo—, quiero que me cuentes hasta el último detalle, por aburrido que sea. Ven y explícamelo todo. —Subieron la escalera—. Y parece que habéis tenido un último sobresalto. ¿Qué era eso sobre un loco?

—Ha sido muy extraño. Ha pasado justo ahora, mientras nos bajábamos del carruaje. Un hombre se ha acercado a madre y le ha hablado. Ha sido muy correcto, aunque excesivamente brusco. Vestía ropas caras, aunque pasadas de moda. Al principio hemos pensado que quizá era un viejo conocido de mi padre o algo parecido, y madre lo ha saludado, pero ¡él ha empezado a insistir en que hay un bebé escondido en nuestra casa! Un bebé, ¿te lo puedes creer? Nos ha exigido que se lo diéramos. Cuando madre le ha asegurado amablemente que hace veinte años que no hay un bebé en casa, ha exigido ver a alguien llamado Altukhov.

—¿Altukhov? Parece ruso.

—Sí, ¿no es curioso? —Bella abrió la puerta de su dormitorio e invitó a Julia a entrar—. Ya tenemos un ruso en casa. ¿Qué probabilidades hay de eso?

—¿Y qué ha pasado después?

Julia se sentó en una de las dos sillas que había frente a la ventana, sobre Berkeley Square.

—El lacayo se ha mostrado muy firme y le ha dicho que se marchara, que se había equivocado de casa, que estaba molestando a las damas y todas esas cosas que dicen los lacayos. —Bella se quitó el sombrero y la pelliza, y los dejó sobre la cama, junto con la bolsita del dinero—. Al principio ha parecido que funcionaba y que el hombre se tranquilizaba. —Comprobó el estado de su peinado en el espejo y luego se sentó en la otra silla—. Pero entonces… —continuó, y miró a Julia con los ojos abiertos como platos— me he dado cuenta de que el hombre no había escuchado una sola palabra de lo que acababa de decirle el lacayo. Estaba ahí, inmóvil como una vaca mirando la luna, observando fijamente a mi madre como si fuera una aparición celestial. Y estarás de acuerdo conmigo en que no lo es, ni en el mejor de sus días.

—Tu madre es una mujer hermosa —replicó Julia.

—Si tú lo dices… —Bella frunció los labios—. En cualquier caso, madre le ha devuelto la mirada un instante y luego se ha llevado la mano al pecho y ha gemido. Ojalá lo hubieras visto. ¡Ha subido la escalera tambaleándose hasta la puerta y le ha ordenado al cochero que sacara a aquel hombre de nuestra casa como a un leproso! Que es lo que ha hecho el cochero, gritando y agitando los brazos hasta que el hombre ha dado media vuelta y se ha ido. —Bella se rió—. De hecho, ha utilizado la palabra «leproso» con una voz de lo más bíblica. Y el cochero… ¡parecía un gallo enfurecido!

—¡Qué miedo! Gracias a Dios que el cochero ha podido ahuyentarlo.

Su amiga suspiró.

—Lo sé, supongo que debería estar asustada, pero, sinceramente, al menos ha sido emocionante.

Bella se arrellanó en su silla tal como su hermano había hecho una hora antes en la biblioteca, y miró por la ventana. Julia hizo lo propio. A pesar de que no estaba encerrada como lo había estado en el castillo Dar, el efecto era el mismo, ya que, aparte de la visita a la heladería, apenas había salido de entre aquellas cuatro paredes. Sin embargo, por mucho que los segundos se movieran con la lentitud de la melaza fría, su vida allí era emocionante. Tal vez sencillamente se había vuelto loca y todo aquello no era más que una ilusión en la que podía manipular el tiempo y en la que dos hombres la perseguían con intenciones asesinas. Claro que… Julia sonrió para sus adentros. Uno de aquellos hombres estaba a punto de convertirse (¿por qué no llamarlo por su nombre?) en su amante, y sabía que era real, porque cada vez que cerraba los ojos aún podía sentir el armiño entre sus dedos y el sabor de sus besos en los labios.

Bella la despertó de su ensueño.

—Creo que las cosas se han vuelto más serias ahora que mi valor ha aumentado.

Julia abrió los ojos.

—¿Qué quieres decir con eso?

Los brazos de Bella colgaban por encima de los de la silla, como si fuera una muñeca de trapo.

—Oh, antes de la milagrosa reaparición de Nick, yo ya era un buen partido, aunque el título de marqués estuviera extinto y casarse conmigo no supusiera emparentarse con una familia poderosa. Todos los hombres que se interesaban por mí eran o cazadores de fortunas, al más puro estilo pirata, o su admiración era sincera, lo cual era halagador e incluso un tanto tentador. Ahora que Nick ha vuelto, mi valor en el mercado ha aumentado y, de pronto, los hombres más importantes y aburridos son los que monopolizan todo mi tiempo. —Suspiró—. Tienes ante ti a una mercancía muy valiosa.

—Seguro que lo estás disfrutando. Estás en Londres para encontrar marido, ¿recuerdas?

—Supongo. —Bella apoyó los talones en el alféizar de la ventana—. Si me gustara alguno… —Cogió a Julia de la mano—. Ojalá hubieras terminado el luto y pudieras venir conmigo. Así al menos tendría alguien con quien reírme de todo esto. Mi madre siempre está triste y Clare se niega a acompañarme.

Julia apretó la mano de su amiga y la balanceó entre las dos sillas.

—Deberías alegrarte de que yo no pueda participar —le dijo—. Me criaron los lobos, ¿recuerdas? O mejor dicho, un lobo. No sé bailar, ni tocar el arpa, ni nada de nada.

—Solo tienes que aprender a sonreír con afectación. Una buena sonrisa disfraza cualquier error.

A Julia se le escapó una carcajada.

—Tú no serías capaz de sonreír con afectación aunque tu vida dependiera de ello.

—Por eso las otras chicas vuelan de la estantería y yo siempre me quedo detrás, acumulando polvo en el escaparate.

—Acabas de afirmar que eres una mercancía sumamente valiosa.

—Ah. ¿Acaso me contradigo? —Bella movió los dedos de los pies y apretó la mano de Julia con aire pensativo—. Me pregunto si el conde Lebedev conoce al tal Altukhov.

—Pregúntaselo durante la cena.

Bella separó los pies y luego los volvió a juntar.

—¿No sería emocionante que el conde estuviera involucrado en una trama de secuestros infantiles y fuéramos nosotras quienes lo sacaran a la luz? Ah, pero no podemos preguntárselo. Se ha ido.

—¿Qué?

Julia se incorporó en su silla, apartando la mano de la de su amiga.

—Sí, eso ha dicho el lacayo. Le he pedido que alertara al conde sobre la presencia del maníaco, por si sabía algo de un Altukhov que pudiera estar escondiendo a un bebé, pero Lebedev se ha marchado, y no solo para un par de días. Por lo visto, ha cargado sus cosas en el segundo carruaje de la casa y se ha ido a primera hora de la mañana. —Bella se llevó el dorso de la mano a la frente—. «¡De las alegrías perdidas, aquellas que no volverán, cuán doloroso es su recuerdo!»

—¡Oh, Bella, haz el favor de hablar en serio! ¿Adónde ha ido? ¿Volverá?

—¿Cómo quieres que lo sepa?

Julia tuvo que hacer uso de toda su fuerza de voluntad para no levantarse de un salto de la silla y subirse por las paredes. Devon, esa era la respuesta. Estaba segura. Lebedev había regresado a Devon para investigar a Eamon y averiguar si era o no un ofan. Una vez allí, le bastarían cinco segundos para darse cuenta de que su primo no era más que un bufón sin más poder sobre el tiempo que un reloj de bolsillo roto. Y cuando eso sucediera, el conde empezaría a hacerse preguntas: ¿quién más estaba en el castillo Dar aquel día?

Bella la estaba observando con cierta inquietud.

—¿Te encuentras bien, Julia? Sé que tanto aislamiento empieza a afectarte, pero por favor, no empieces tú también a hablar de leprosos.

Julia esbozó una sonrisa.

—Estoy bien. —Apoyó los hombros contra el respaldo de la silla en un simulacro de relajación y miró a su amiga con una sonrisa helada en los labios—. Cuéntame más sobre Greenwich. ¿Con quién bailaste?

Bella sacudió la cabeza.

—A mí no puedes engañarme, Julia. Ya va siendo hora de que te rebeles, y yo voy a ayudarte.

—¡Oh, no! —Julia se sentó sobre sus piernas dobladas y se agarró al brazo de la silla con ambas manos—. Siempre has sido una joven disoluta y no estoy dispuesta a permitir que me arrastres contigo por el mal camino.

—Pero, querida —dijo Bella, con una preocupación sincera en sus hermosos ojos castaños—, tú harías lo mismo por mí si estuvieras en mi lugar. Y créeme cuando digo que lo estás pidiendo a gritos.