3

Julia deambuló sin un destino concreto por el castillo Dar mientras esperaba a que los hombres regresaran del funeral. El edificio era medio castillo, medio casa, y se había ido levantando con el paso de los siglos alrededor de una torre normanda de planta cuadrada. Las almenas de la torre aún coronaban el conjunto, asomando entre tejados en pendiente y gabletes de diferentes estilos. Julia conocía hasta el último centímetro de aquel lugar y, antes de la muerte de su abuelo, habría afirmado con entusiasmo que le encantaba. Ahora, sin embargo, recorría las estancias como si fuera una desconocida y la casa estuviera en ruinas. Y eso era para Julia, un montón de escombros, desde que la voz de su abuelo ya no la llenaba, desde que sus pasos decididos no resonaban en los pasillos de una punta a otra del castillo. Allí siempre había sentido una energía vibrante, una especie de emoción flotando en el ambiente que se había ido apagando día tras día desde la muerte de su abuelo. Ahora el castillo Dar pertenecía a Eamon y se había convertido en un lugar hostil y silencioso.

Julia intentó arroparse cruzando los brazos sobre el pecho, consciente de lo oscura y tenebrosa que se había vuelto la casa. Los retratos que cubrían las paredes de los pasillos parecían mucho más oscuros que la última vez que los había admirado, con el abuelo a su lado. Aquellos ancestros inmortalizados sobre lienzo ya no la reconocían, ni siquiera el retrato de su joven padre, el hijo del conde. Se detuvo frente a él y levantó la mirada hacia el cuadro. El pintor había terminado el retrato un mes antes de que su padre partiera hacia Escocia, donde conocería a la madre de Julia y se casaría con ella tras un fugaz romance. Allí había permanecido, junto a su esposa, hasta que esta dio a luz a una niña y los tres pudieron partir juntos hacia el sur. Un accidente en el camino, cerca de la frontera, acabó con las vidas de sus padres; la pequeña Julia, en cambio, sobrevivió. Su abuelo ni siquiera había tenido la oportunidad de conocer a la esposa de su hijo cuando, de pronto, tuvo que viajar a toda prisa hacia el norte para enterrarla y llevarse consigo a la niña. Julia no tenía ninguna imagen de su madre, solo conservaba un par de objetos que le habían pertenecido, pero le encantaba aquel retrato de su padre. Ahora, no obstante, sus ojos parecían tan fríos y distantes como los del resto de los cuadros. Todos ellos tenían la mirada perdida a lo lejos, por encima de la cabeza de Julia. Buscaban al nuevo conde. Buscaban a Eamon.

La casa, sin embargo, aún no le pertenecía por completo. La colección de piedras del abuelo seguía ocupando hasta la última superficie disponible. Julia pasó junto a una ventana y cogió una piedra de la repisa. El conde tenía la costumbre de volver de sus viajes con los bolsillos del abrigo llenos de ellas. Piedras con cosas impresas. Un helecho. Un pez. O piedras que eran otras cosas. La que acababa de coger, por ejemplo, era un diente enorme, como la muela de un gigante.

—El mundo tiene muchos años, Julia —le había dicho su abuelo una vez, cuando ella tenía quince años—. Más que el viejo más viejo de todos. Es mucho más antiguo de lo que creemos. El tiempo no tiene fin. Se remonta hacia el infinito…

—¿Es más antiguo que el Edén?

—Mucho más.

—Pero Dios creó el mundo en siete días.

—Puede ser. Si cada uno de esos días durara un eón de eones.

—Y eso ¿cómo lo sabe?

Ante aquella pregunta, el conde le acarició la mejilla como si fuese una niña pequeña.

—Preguntas, preguntas. Ya tendrás tiempo para las respuestas cuando seas mayor.

—Abuelo, ya tengo quince años. ¿Cuántos tengo que tener para que me responda?

Él frunció el ceño al escuchar las palabras de su nieta, pero enseguida le guiñó un ojo, como si aún fuese una niña otra vez, y luego recitó la rima que a Julia le helaba la sangre cuando era pequeña.

—«Dime, oh, anciana, ¿por qué tan alto subes?» —Puso voz de viejo y abrió los ojos como platos para que el marrón del iris estuviera completamente rodeado de blanco—. «¡Para quitarles las telarañas a las nubes! ¿Puedo acompañarte? ¡Por supuesto, pero antes tendrás que acicalarte!»

Julia sonrió para que su abuelo estuviera contento, a pesar de que ella no lo estaba. Después de aquel día, no volvió a preguntar nada más sobre las piedras que él seguía llevándole cada vez que salía de viaje y que apilaba por todos los rincones de la casa.

De nuevo en el presente, Julia apretó el diente con tanta fuerza que casi pudo sentir que le atravesaba la piel. El abuelo se había ido, como la anciana de la rima, a la que habían metido en una cesta y luego habían lanzado hacia la luna. El conde nunca la había llevado con él en ninguno de sus viajes, y ahora estaba limpiando las telarañas de las nubes él solo y ella se había quedado allí, en aquella casa vacía que ya no la quería.

Una vez, solo una, cuando Julia tenía nueve años, el conde había vuelto a casa con algo distinto a una piedra. Era una caja lacada en colores brillantes, y se la había lanzado mientras se bajaba del carruaje.

—A ver qué te parece —le había dicho.

Julia la había atrapado al vuelo. Era preciosa y mucho más ligera de lo que parecía. La examinó con detenimiento. Había oído hablar de aquella especie de puzles, cajas orientales con botones y bisagras secretas. Descubrió que podía hacerla girar por piezas, pero no la forma de abrirla. La laca que cubría toda la superficie era perfecta.

—¿Es una caja china, abuelo?

—Sí, fue creada en China. A ver si eres capaz de descubrir el truco.

Julia hizo girar las distintas partes, reuniendo las teselas de cada color hasta conseguir caras de una tonalidad uniforme, convencida de que así se abriría. Pero la caja seguía cerrada.

—No sé hacerlo. Enséñeme usted.

Le ofreció la caja y él la cogió y se la guardó en el bolsillo.

—Otro día —le dijo, pero Julia no volvió a verla y su abuelo siguió apilando más y más piedras, con sus extraños huesos y sus insectos y sus trocitos de hojas capturados en el interior.

Julia despertó de su ensoñación y descubrió que se había detenido frente a una de las ventanas de la primera planta y que, con la mirada perdida, contemplaba absorta los campos que rodeaban el castillo en dirección al pueblo, con el enorme diente aún firmemente sujeto en la palma de la mano. Los hombres ya regresaban del funeral, podía verlos a lo lejos atravesando los campos en una trayectoria dispersa. Eamon cerraba la comitiva. Llevaba el sombrero calado hasta las orejas y avanzaba con unos andares a medio camino entre el balanceo y la falta absoluta de garbo que le hacían parecer aún más pomposo y pagado de sí mismo de lo que ya era. Julia dejó el diente sobre el alféizar de la ventana, respiró profundamente y volvió sobre sus pasos, lista para salirles al encuentro.

El grupo entró en la casa en silencio, saludándola uno a uno con la cabeza. El señor Pringle, el mayordomo, se detuvo un instante a decir unas palabras en recuerdo de su señor. A Julia el discurso le pareció conmovedor, aunque no muy apropiado, teniendo en cuenta la personalidad de su abuelo. El tema central eran las ovejas y su mansedumbre. Allí estaban todos los hombres del pueblo, vestidos con sus mejores galas, e incluso algunos llegados desde Londres y el extranjero que Pringle no había sido capaz de reconocer. Y una mujer, sí, una dama que llegó a última hora en un carruaje negro y brillante tirado por varios caballos del mismo color. A juzgar por el estado de su ropa, era evidente que había viajado muchos kilómetros para estar allí. Llevaba un vestido magnífico, bordado con cuentas negras, y un velo a juego que le cubría la cara y el cabello por completo. No se quedó a ver cómo introducían el ataúd en la cripta familiar; nada más terminar el sermón, todos pudieron oír a su carruaje alejarse claramente.

Eamon se abrió paso entre la multitud mientras Pringle aún hablaba con los presentes.

—Haga el favor de apartarse —le espetó, y pasó a su lado como una exhalación.

El señor Pringle se retiró justo a tiempo para recoger el sombrero y el abrigo harapiento de Eamon con un gesto de disgusto más que evidente. El pobre mayordomo era un gran admirador de la sastrería de calidad y el conde había sido, entre muchas otras cosas, un auténtico dandi. Pringle sintió la pérdida intensamente.

—¿Eso es todo, milord?

—Brandy, en mi estudio —respondió Eamon, y se alejó a toda prisa hacia dicha estancia.

—¿Primo? —Julia entró detrás de él—. ¿Podrías explicarme cómo ha ido el funeral?

Eamon se dio la vuelta y le dedicó una mirada inexpresiva.

—Había un hombre muerto frente al altar de la iglesia y cuarenta más, todos ellos vivos, murmurando sobre su cuerpo. Luego lo han metido en un agujero bajo tierra.

Julia lo miró a los ojos y él le devolvió la mirada, con las aletas de la nariz dilatadas y temblorosas. ¿Era rabia lo que intentaba reprimir? ¿O quizá risa? Fuera como fuese, era evidente que no tenía nada más que decir, así que Julia se postró en una reverencia exageradamente pronunciada.

—Gracias, primo. Ha sido revelador.

Él inclinó la cabeza.

—Encantado de serte de utilidad, Julia. Como siempre.

Ella lo siguió con la mirada mientras Eamon se dirigía hacia el interior del estudio y cerraba la puerta de un sonoro portazo. Su abuelo había muerto hacía tres días. Aquella había sido la conversación más larga que había mantenido con el nuevo conde.

Julia sabía que, cuando muriera su abuelo y Eamon aceptara el título, la vida en el castillo Dar sería insoportable. Y lo era, aunque no como ella había imaginado. Antes de la muerte del conde, su primo, que iba a visitarlos de vez en cuando, siempre había disfrutado martirizándola y provocándola hasta que Julia no podía soportarlo más y perdía los nervios. Ahora que Eamon vivía allí, apenas le dirigía la palabra. No solo eso: también la había aislado por completo del mundo exterior. Los días de Julia se sucedían entre el silencio y la reclusión.

La primera mañana tras la muerte del conde, después del desayuno, Eamon había dado orden al servicio de que no dejara entrar a nadie en la casa hasta que él dijera lo contrario. Julia protestó y le recordó que los vecinos querrían darles el pésame, pero su primo se volvió y posó sus ojos pálidos en ella.

—No hables a menos que te dirija la palabra, Julia —le espetó. Luego se dirigió a Pringle por encima de su cabeza, como si ella no existiese—. No se aceptan visitas en el castillo Dar. No recibiré a nadie y tampoco la señorita Percy. Asegúrese de que sea así.

Se levantó de la mesa, sacudió las migas que le habían caído en la chaqueta y desapareció en dirección al estudio.

Aquello se convirtió en la rutina de todos los días: por la mañana almorzaba con Julia, pero sin dirigirle la palabra; el resto del día lo pasaba en el estudio hasta la hora de la cena, que siempre era tan silencioso como el almuerzo. La señora Cooper, el ama de llaves, le contó a Julia que Eamon pasaba hora tras hora revisando cada cajón, cada papel, cada libro del estudio, a veces maldiciendo en voz alta. Todas las noches, cuando por fin abandonaba la estancia, su humor era peor que la noche anterior.

Las comidas en silencio eran insoportables. Y nunca lo suficientemente silenciosas. Julia podía oír hasta el último ruidito que hacía su primo: el repiqueteo de los cubiertos contra la porcelana, cómo masticaba, cómo tragaba. A medida que iban pasando los días, cada vez captaba más sonidos: las mangas sobre la chaqueta cuando alargaba el brazo para coger la sal; la barba siempre incipiente que salpicaba su mandíbula (solo se afeitaba una vez a la semana) rascando la tela del pañuelo que llevaba atado de cualquier manera alrededor el cuello. La noche después del funeral, mientras hundía la cuchara en un cuenco de manjar blanco, se las arregló para arrancarle un sonido pastoso y húmedo más propio de una ciénaga. Julia tuvo que reprimir las ganas de gritar. Al día siguiente, dijo que le dolía la cabeza y no salió de su dormitorio en toda la noche.

Las cenas con el difunto conde siempre habían sido encantadoramente bulliciosas. Su abuelo hablaba con la boca llena y la animaba a que discutiera con él de todo en general y de nada en concreto. Agitaba la comida en el aire mientras charlaba y una vez había llegado a lanzar un ala de pato al otro lado de la mesa sin ni siquiera darse cuenta. Aquel fue el gran momento de gloria de Julia. Interceptó el trozo al vuelo y se lo comió con toda la dignidad propia de una señorita. Los criados aplaudieron y su abuelo se puso en pie y brindó allí mismo con ella.

Pero aquellos días ya eran cosa del pasado. Julia tendría que aprender a ser inmune a las horribles costumbres de Eamon en la mesa. Sin embargo, sospechaba que tras aquella campaña de silencio se escondía algo más. No era que no sintiera interés por ella. Al contrario, Julia le interesaba y mucho. Se sentía observada. Cuando levantaba la mirada, los ojos de Eamon siempre se estaban alejando de ella. Estaba convencida de que su primo concentraba todas sus energías en ella, a pesar de que de cara a la galería se mostrara hastiado por su presencia. Y tuvo la confirmación de su teoría cuando, después de desertar de la mesa durante los dos días siguientes, le hizo llegar un mensaje a través de la señora Cooper en que le ordenaba que nunca más se le ocurriera volver a saltarse la cena.

Eamon estaba intentando que se volviera loca.

Finalmente, una semana después de la muerte del conde, Eamon levantó la mirada durante el almuerzo y habló.

—Julia.

Ella se quedó petrificada, con la taza a medio camino de la boca.

—¿Sí, primo?

—Cuando termines de almorzar, ven a mi estudio.

—Como desees.

Se levantó de la mesa, esbozó una reverencia burlona y pasó junto a ella de camino a la puerta.

Julia dejó su taza de té sobre la mesa; le temblaban tanto las manos que la taza repiqueteó contra la fina porcelana del plato.

—¿Señorita?

Levantó la mirada del suelo. Era Rob, el lacayo.

—¿Sí?

—Señorita —repitió él, acercándose a toda prisa—, sé que me estoy extralimitando en mis funciones al dirigirme a usted, pero quería que supiera, todos queremos que sepa que, si algún día nos necesita, estamos de su parte.

Julia retorció la servilleta sobre su regazo.

—Gracias. Estoy segura de que todo irá bien.

—No me gusta el nuevo conde —dijo Rob—. Ni a mí ni a nadie del servicio.

—Los cambios siempre son difíciles, Rob, lo sé.

—Es más que eso, señorita. Está buscando algo y hasta ahora no ha logrado encontrarlo. Anoche le oí cuando se iba a la cama e iba murmurando su nombre, lo repetía una y otra vez. Se me pusieron los pelos de punta y me dije: «Mientras yo siga aquí, no permitiré que le pase nada malo a la señorita Percy». Y esta mañana lo repetí en la reunión del servicio y el señor Pringle y la señora Cooper estuvieron de acuerdo conmigo. Todos la consideramos la señora de la casa, señorita Percy, aunque sea él quien maneje el dinero. Queríamos que lo supiera.

Julia conocía a Rob hacía muchos años y tenía buena opinión de él, pero nunca se había parado a pensar quién era aquel hombre, además de un lacayo agradable y servicial. Ahora se daba cuenta de que era alguien de fiar, la clase de persona cuya mirada revelaba la transparencia de sus intenciones.

—Gracias, Rob —le dijo—. Estoy convencida de que vuestra intervención no será necesaria, y os agradecería que no hicierais público vuestro sentir con respecto a esta cuestión. Eamon… lord Percy es alguien a quien no conviene contrariar.

Rob era un hombre muy delgado y no demasiado alto, pero se cuadró de hombros y consiguió aparentar una fuerza que no le parecía propia.

—Lo sé, señorita, y puede estar segura de que seremos sutiles como las serpientes, pero pensé que tenía que saber cómo nos sentimos. Si en algún momento necesita nuestra ayuda, no tiene más que pedirla.

—Gracias, Rob.

—Un placer, señorita. —Se inclinó en una reverencia—. ¿Le sirvo más café?

—No, gracias. Será mejor que vaya cuanto antes a enfrentarme al león en su guarida.

—Así se habla, señorita.

Julia se levantó y alisó los pliegues de su falda con las manos. No estaba segura de si debía sentirse reconfortada por la promesa de Rob o preocupada ahora que sabía que los sirvientes se habían dado cuenta de que el comportamiento de Eamon no era normal. Tampoco podía fingir que todo iba bien, que las cosas iban como debían, que Eamon simplemente estaba acomodándose a su nueva vida como conde y que todos tenían que adaptarse. Si los sirvientes estaban inquietos, bueno, quizá era porque la situación se había vuelto inquietante.

Eamon estaba escribiendo. Le hizo un gesto para que se sentara en la silla de respaldo recto situada frente al escritorio de su abuelo. La mesa aún estaba cubierta con los objetos favoritos de lord Percy (piedras, trozos de esculturas, botes de tinta de colores) y algunos libros que seguían abiertos por la página en la que él los había dejado antes de retirarse a su dormitorio, con su letra (grande, gruesa y todavía reciente) diseminada por los márgenes. Julia pudo leer una palabra boca abajo, garabateada a caballo entre el margen y una ilustración de un libro de sermones: «¡Sandeces!». Dejó que sus labios dibujaran una tímida sonrisa: su abuelo se había rebelado contra las necedades del mundo hasta el último segundo.

El parásito que ocupaba ahora la silla de lord Percy no podía ser más diferente del hombre vital y apasionado que había sido su abuelo. Eamon también era corpulento y calvo, pero su postura general era mucho más estirada, más tensa. Incluso sujetaba la pluma con aquella misma tensión, y su caligrafía resultaba un tanto descuidada. Siguió escribiendo, una línea tras otra, mientras ella esperaba en silencio. Julia tomó asiento y se concentró en el sonido de la pluma sobre el papel. Necesitaba un buen afilado y, si hubiera sido su abuelo el que estaba allí sentado escribiendo, se la habría arrebatado de la mano sin mediar palabra, la habría limpiado y luego la habría afilado como Dios manda. Lord Percy habría chasqueado los dedos mientras ella trabajaba para que se diera prisa, sin dejar de hablar al mismo tiempo de lo que estaba leyendo, de lo que estaba escribiendo. Ahora, sin embargo, a Julia solo le quedaba regodearse en el sonido irritante de la pluma y en la forma en que alteraba la línea de tinta, deformando aún más la horrible caligrafía de Eamon.

Finalmente, su primo dejó la pluma, echó arena sobre el papel para secar la tinta, la limpió y dejó la hoja a un lado. Solo entonces levantó los ojos de la mesa y la miró. Julia le devolvió el gesto durante una fracción de segundo. «Debes fingir», le había dicho su abuelo. Julia bajó la mirada.

—Julia, Julia, Julia. —Eamon juntó las yemas de los dedos y se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre la mesa—. ¿Cuántos años tienes ya?

—Veintidós.

—Veintidós, veintidós. Y aún no estás casada.

Julia notó una intensa sensación de asco subiéndole por la espalda, como una mano de dedos congelados. No pensaba contestar una pregunta que en realidad no lo era.

—¿Ninguna oferta?

La voz de Eamon sonaba empalagosa.

Ella levantó la mirada del suelo y la clavó un instante en los fríos ojos de su primo.

—Vaya, veo que no has perdido tu temperamento de siempre. Intentas disimularlo, pero… —Guardó silencio un instante, y Julia vio descender sobre la mesa sus dedos largos y pálidos en forma de puños—. Mírame, Julia.

Ella intentó mantener una expresión neutral en el rostro.

—Intentas disimularlo, pero yo lo veo todo. ¿Lo entiendes? Lo veo todo. Conmigo no puedes tener secretos.

—Yo no tengo secretos.

Julia notó que le temblaba la voz y se odió a sí misma por no ser capaz de controlarlo.

Eamon se reclinó en su silla.

—¿Nunca has estado enamorada, Julia? ¿A tu edad?

Ella no respondió. No tenía nada que decir al respecto.

—Venga ya, Julia. Seguro que sabes si has estado enamorada alguna vez. Los años te están convirtiendo en una solterona seca y amargada. Apuesto a que te morías de ganas de ir a Londres a la caza de un esposo rico y atractivo. Seguro que le suplicaste de rodillas al viejo. —Eamon levantó la voz hasta conseguir un desagradable falsete—: «Por favor, abuelo. Por favor, déjame ir».

Julia tuvo que esforzarse para no perder los nervios. Su primo era mucho más repelente y desagradable de lo que recordaba. Apenas se habían visto cinco o seis veces en toda su vida. Él solía aparecer por el castillo Dar con actitud beligerante y siempre necesitado de dinero, y se quedaba un par de noches como mucho. Julia aún recordaba sus constantes provocaciones, lo mucho que la hacía rabiar hasta que la enfadaba tanto que creía que iba a estallar. Era entonces cuando clavaba la mirada en él y se lo imaginaba al final de un túnel oscuro e interminable, inmóvil como un insecto atravesado por un alfiler.

Justo en aquel momento, cuando tenía a Eamon inmovilizado con la mirada, lord Percy la llamaba por su nombre, interceptaba su mirada y le guiñaba un ojo. Luego detenía el tiempo. Eamon permanecía inmóvil, congelado, y el abuelo se acercaba a él y le hacía adoptar posturas a cuál más ridícula o le metía un trozo de papel por la nariz. Abuelo y nieta se reían a carcajadas de él, y luego el conde lo devolvía todo a su posición inicial y aceleraba nuevamente el tiempo para que Eamon despertara, sin saber que el tiempo había seguido corriendo.

Ahora el abuelo había muerto y ya nunca volvería a utilizar sus trucos para controlar a Eamon. Lord Percy estaba muerto y su primo había heredado su dinero, sus tierras y su título.

—¿Te has quedado muda, gatita? No creas que seré yo quien te lleve a Londres a buscar marido, porque no lo haré. De todas formas, tu abuelo se ocupó de arruinar cualquier posibilidad de casarte. Julia, eres demasiado directa, demasiado bruta. Medio chica sin pulir y medio muchacho basto y ordinario. Veintidós primaveras ya, y solo mil libras al año cuando te cases o cuando cumplas los veinticinco. —Eamon sacudió lentamente la cabeza—. Es una lástima. Tus perspectivas no son muy buenas, prima. Tendrás que quedarte aquí conmigo y hacerme compañía mientras dure mi soltería. Y cuando encuentre esposa, seguro que no le importará tener una prima soltera para que la ayude a cuidar de los niños.

Julia estaba perdiendo la batalla y cada vez le costaba más controlarse. Cuando cumpliera veinticinco años sería libre… pero para eso aún faltaban tres más. Su abuelo debería haberlo tenido en cuenta, pero siempre se había considerado invencible, un león. «¡Ya habrá tiempo mañana para eso!» Casi podía escuchar su voz repitiendo aquellas mismas palabras. Y ahora el león estaba muerto. Julia sintió que se le escapaba una lágrima y la interceptó con el puño con un gesto furioso. Respiró profundamente e intentó tranquilizarse, pero le temblaban las manos sobre el regazo.

—Fascinante —dijo Eamon—. ¿Lloras porque no quieres cederle tu sitio en la casa a otra mujer? ¿O porque tu abuelo no te dio más dinero? Ninguna de las dos posibilidades es demasiado halagadora, gatita. O eres egoísta, o eres codiciosa, o las dos cosas a la vez.

Julia sintió un frío intenso y luego un calor abrasador.

—Me das asco. Si el abuelo estuviera aquí, te-te…

Eamon arqueó las cejas, fingiéndose sorprendido.

—Tartamudeas cuando estás enfadada. Te diré que casi me resulta encantador. —Se levantó de la silla, rodeó la mesa y se detuvo junto a la de Julia—. Sin embargo, me interesa más la amenaza que estabas a punto de proferir. Si tu abuelo estuviera aquí, ¿qué haría?

Julia podía sentir el hedor amargo de la impaciencia que desprendía su primo, tan intenso que se le revolvió el estómago.

—¿Qué haría el viejo, Julia?

—No lo sé.

—Claro que lo sabes, ¿verdad que sí?

—No, te equivocas.

—Tiene que ver con el tiempo, ¿verdad?

Julia se quedó sin aliento. ¡Lo sabía!

—Yo no sé nada —insistió.

—Sí, claro que lo sabes, gatita. —La voz de Eamon la rodeó—. Deja que te ahorre la molestia de tener que contármelo tú. El viejo granuja era capaz de pervertir el flujo del tiempo. Podía hacer que se detuviera, momento que aprovechaba para hacer lo que él quisiera. ¿No es así?

Julia podía sentir los latidos desbocados de su corazón. Lo sabía, parecía imposible pero lo sabía.

El aliento de Eamon le acariciaba el cabello; al parecer, se había inclinado sobre su cabeza como un buitre.

—Tu abuelo era capaz de jugar con el tiempo como un niño juega con el barro, ¿verdad? Era un sucio ladrón.

—¡El abuelo no era ningún ladrón! —exclamó Julia, incapaz de contenerse un segundo más—. Solo lo hacía cuando…

—¡Ajá! —Eamon la sujetó por los hombros para que no pudiera levantarse y tiró con fuerza de la silla hasta que el respaldo descansó contra sus piernas. Julia sintió que se quedaba sin respiración y que se le helaba la sangre en las venas—. ¿Solo lo hacía cuando qué? —le susurró al oído.

Ella permaneció inmóvil un instante y luego estalló en un ataque de ira para intentar quitárselo de encima. Sin embargo, él la sujetó con firmeza y hundió los dedos en la carne de sus hombros con una crueldad asombrosa. Julia se retorció y repartió patadas a diestro y siniestro hasta que consiguió que Eamon apartara las manos. La silla cayó de espaldas al suelo; Julia se levantó como una exhalación y se dio la vuelta para mirarlo a la cara.

—¿De verdad quieres saberlo, Eamon? Porque voy a disfrutar contándotelo. Lo hacía cada vez que venías de visita; yo misma era testigo de ello. Te paralizaba. Tú no podías moverte, y él aprovechaba para atarte un delantal a la cintura. Nos reíamos de ti. ¡Nos reíamos en tu horrible cara de pasmado! Nos reíamos a carcajadas al menos durante diez minutos seguidos hasta que él volvía a reiniciar el tiempo. ¡Oh! —exclamó, y se tapó la boca con las manos.

Eamon apretó la mandíbula y luego la volvió a relajar. Su rostro cambió de color, del blanco al rojo y otra vez al blanco, y luego, no sin cierto esfuerzo, sonrió.

—Así que es verdad. —Juntó las manos y la invitó a sentarse de nuevo—. Por favor —le dijo—, por favor, toma asiento. Perdóname si te he asustado, pero ya ves lo lejos que me han llevado mis métodos y en muy poco tiempo. Y tiempo es precisamente de lo que estamos hablando aquí, ¿verdad?

El corazón de Julia latía desbocado. La había engañado, se había aprovechado de su temperamento, que siempre había sido su punto débil. Respiró profundamente e intentó calmarse.

—No tengo nada más que decir.

—Siéntate, Julia. Hemos empezado una conversación y no está en tu mano decidir si continúa o si termina así.

—No pienso contarte nada.

—Siéntate.

Tenía los puños cerrados y su voz desprendía una nota un tanto alarmante.

—Prefiero quedarme de pie.

—Como prefieras, pero yo sí quiero sentarme.

Con toda la parsimonia del mundo, Eamon rodeó nuevamente la mesa y se acomodó en su silla. Era evidente que estaba disfrutando con aquella situación; ahora tenía a Julia de pie frente a él, como el sirviente que espera las órdenes de su amo. La situación era tan violenta y su actitud tan grosera, que Julia no pudo evitar sentirse insultada. Pero si su primo esperaba amedrentarla así… Julia enderezó la espalda.

—Y bien—empezó Eamon, examinándose las uñas—, ¿por dónde íbamos? Ah, sí. Yo he bautizado la simpática afición de tu abuelo y tú has estado de acuerdo en que tenía lo que podríamos calificar como un «don», ¿no es así? —preguntó, mirándola a los ojos.

Julia no respondió.

—Me tomaré tu silencio como una afirmación. El viejo tenía un don, y era, ni más ni menos, la habilidad de manipular el tiempo; era capaz de detenerlo a su antojo durante períodos muy largos y, mientras el tiempo permanecía congelado, podía moverse de un lado a otro y hacer lo que quisiera con delantales y otros objetos por el estilo, ¿me equivoco?

Julia se maldijo en silencio. Eamon solo había necesitado una semana de silencio y unos cuantos insultos para romper su resistencia. Cierto que no le había descubierto nada que no supiera ya, pero no por ello resultaba menos humillante. Sin querer, Julia había confesado conocer el secreto de su abuelo, el secreto más oscuro y peligroso del mundo. En sus primeros recuerdos, lord Percy le repetía una y otra vez lo importante que era que no le hablara a nadie de lo que era capaz de hacer. En su lecho de muerte, le había dicho que fingiera y ella, en vez de hacerle caso, se había dejado llevar por su mal genio y había cantado como un ruiseñor.

Eamon cogió de la mesa la cabeza del dios Mercurio esculpida en mármol que su abuelo utilizaba de pisapapeles.

—Tu abuelo sabía cómo parar el tiempo. Un don increíble, sin duda. Sin embargo, parece que tú y yo discrepamos sobre la forma en que lo usaba: según tu versión, lo utilizaba para reírse de sus familiares; yo, en cambio, digo que era un ladrón. Quería robarme mi herencia e intentó servirse del tiempo para ello.

—Mi abuelo no era un ladrón y tú eres un canalla.

Eamon alzó la mirada, levantando la cabeza de mármol en alto.

—Ten cuidado con esas garras, gatita —le dijo, mientras pasaba la cabeza de una mano a otra—. Dices que no era un ladrón. Entonces ¿por qué pasó tantos años intentando desheredarme? ¿A mí, el último varón de su familia?

—¡Quizá porque era un buen hombre y tú eres un ser detestable!

Eamon estampó la cabeza de mármol de dos mil años de antigüedad contra la mesa y sus ojos vacíos se clavaron en los de Julia, acusadores.

—¿Tu abuelo, un buen hombre? Está claro que no sabes nada de los hombres. No te llevó ni una sola vez a Londres, querida. Deberías haberlo visto allí. No mostraba ninguna clase de respeto por los de su propio rango. Siempre se dejaba ver en las zonas menos respetables de la ciudad con su cuadrilla de amigos extranjeros. Ladrones, borrachos y revolucionarios. Y su amante, abriendo su casa, y abriéndose de piernas, con toda clase de chusma. Tu adorado abuelo se gastaba el dinero en ella y en su ridícula camarilla, mientras que yo, sangre de su sangre, tenía que sufrir toda clase de penurias.

—Todavía no he oído nada que me haga cambiar la opinión que tengo de él —dijo Julia.

—¿No? Entonces ¿por qué te has sonrojado cuando he mencionado a su amante?

—Si tengo la cara roja, primo, es porque estoy furiosa.

Eamon se inclinó sobre el escritorio.

—¿Tan curtida estás que te hablo de amantes, de mujeres con las que los hombres se acuestan solo por placer, y reaccionas con la indiferencia de quien oye hablar del tiempo? Me pregunto por qué será. Quizá tú también te has descarriado. Dime, gatita, ¿quién se ha llevado el premio? ¿El lacayo? ¿O tal vez ha sido el viejo Pringle?

Julia no tenía intención de caer dos veces en la misma trampa. Esbozó una sonrisa de medio lado, con el temperamento totalmente bajo control.

—Si te divierte pisotear mi reputación, será mejor que no involucres a los sirvientes. Son hombres leales y trabajadores.

Eamon se inclinó sobre el respaldo de su silla, con un brillo sospechoso en los ojos.

—Ah, cómo no. La virtud, el arma preferida de las mujeres solteras. Con qué destreza la utilizas, gatita.

Julia sintió que se le helaba el corazón. Las armas de una soltera no podían considerarse armas de verdad. Estaba indefensa. Ahora se daba cuenta de que su abuelo y ella llevaban toda la vida viviendo una fantasía en un paraíso solo para crédulos. Lord Percy creía que podían vivir así para siempre, la niña pequeña y su afable abuelo, sin más preocupaciones que una pareja de palomas. Enseñar a Julia a comportarse como una dama, buscarle un marido… esos eran problemas que el conde prefería dejar para el futuro. Su vida era una sucesión interminable de «días de hoy», hasta que de pronto se había terminado.

—Pobre gatita. —La voz de Eamon casi sonaba tierna—. Eras una niña muy bonita, ¿sabes? Quién iba a decir que acabarías quedándote soltera. —Cruzó las manos detrás de la cabeza e inclinó la silla hacia atrás hasta cargar el peso de su cuerpo sobre las patas traseras—. Nada con lo que jugar, solo un montón de piedras viejas. ¿Sabes que nunca te vi jugar con una muñeca?

Apoyó las patas delanteras de la silla en el suelo y cogió una piedra de la mesa.

Era la preferida del abuelo, la mejor de toda la colección. Tenía la superficie plana y, sobre ella, el esqueleto de un pequeño pájaro en relieve, como si estuviera en pleno vuelo, con las plumas de las alas y todo. Lord Percy le había enseñado con una lupa el nivel de detalle, las plumas que se dividían en otras más pequeñas. Sin embargo, aquellos seres tan hermosos y delicados habían desaparecido, y únicamente habían dejado tras de sí la huella de su cuerpo sobre las rocas.

Eamon levantó la piedra y la miró, y luego a Julia, y luego otra vez a la piedra.

—Tuviste una infancia muy extraña, Julia, que ha terminado convirtiéndote en una mujer rara, incapaz de encajar en la sociedad. Pero en el fondo me alegro, porque si te hubieras casado y hubieras abandonado la casa, no podría aprender de ti. Tengo que saberlo todo del don de tu abuelo y serás tú quien me lo cuente.

—No sé nada más.

Eamon sonrió y dejó la piedra sobre la mesa.

—No deja de ser irónico que te esfuerces tanto en protegerlo. ¿Sabes cómo descubrí que tu abuelo podía parar el tiempo, Julia? Gracias a ti. Fuiste tú quien reveló su secreto.

—¡Yo jamás habría hecho tal cosa!

—Pero lo hiciste, cuando solo tenías cuatro años. Eras un auténtico torbellino, con los ojos enormes y la cabeza cubierta de rizos. Te pasabas el día correteando de un lado a otro, tan deprisa como tus pequeñas piernas te lo permitían. La niñera era incapaz de seguirte el ritmo. Un día, estaba guiando a mi equipo de caballos por el carril que hay detrás de los establos, el que está delimitado por setos. Al girar una esquina, de pronto allí estabas tú, completamente sola, dando vueltas con la cabeza bien levantada, jugando a marearte. Pensé que sería buena idea hacerte mover delante de los caballos, así que los dirigí hacia ti y tú echaste a correr. Te recogiste la falda con las manos, como si intentaras salvar la vida. —Eamon se echó a reír al recordar la escena—. Vaya, con los años que han pasado y aún sigue haciéndome gracia.

Julia buscó en su memoria, pero no encontró nada. ¿Cómo podía haber olvidado algo así? Perseguida por un montón de caballos, con solo cuatro añitos. Quizá el recuerdo era tan horrible que su cerebro se negaba a recordarlo. Seguro que había sido el origen del odio que sentía hacia Eamon, un odio que duraba toda una vida. Ahora, viéndole reír, Julia se dio cuenta de que su primo era mucho más que un hombre cruel y egoísta; estaba loco y lo había estado siempre, a juzgar por la historia de los caballos.

Eamon siguió con la historia, esta vez más serio.

—De pronto, en cuestión de un segundo, todo era diferente. Tú volviste la cabeza mientras corrías, me miraste a los ojos y una fracción de segundo más tarde yo estaba en el suelo, un poco más atrás, por donde había venido. Tu abuelo estaba encima de mí con mi látigo en la mano. Como lo oyes: pasé de estar montando a caballo y pasándomelo bien, a terminar por el suelo recibiendo latigazos de tu abuelo como si fuera un perro. Y todo en cuestión de segundos. —Tiró del puño de la camisa y le mostró la muñeca, pálida, huesuda y salpicada de vello negro, y atravesada por una cicatriz fibrosa y bastante fea—. Llevo esta cicatriz a modo de recordatorio de aquel día. Tu abuelo me habría desfigurado la cara si no la hubiera enterrado en el suelo. Me marcó de por vida, como si fuera un delincuente. Y tú… tú permaneciste todo el tiempo a su lado, y cuando terminó me dijiste, con la voz clara como una campana: «Pórtate bien, primo Eamon, o el abuelo te congelará otra vez en el tiempo». El viejo intentó hacerte callar, pero ya era demasiado tarde. El secreto había dejado de serlo, y pude ver en su cara, mientras me humillaba aún en el suelo, que acababas de revelar una verdad increíble.

Julia cerró los ojos. La culpa era suya. Ahora comprendía por qué su abuelo había dedicado tantas horas de su infancia a repetirle que guardara el secreto. Suspiró y abrió los ojos de nuevo.

—En cualquier caso, primo Eamon, el abuelo está muerto y su poder, con él.

Eamon deslizó un dedo por el borde de la mesa.

—Ah, ¿de veras?

—Por supuesto que sí.

—No estoy seguro, gatita —replicó Eamon, deshaciendo con el dedo el camino que acababa de trazar—. Después de aquella tarde, le exigí que me contara cómo detenía el tiempo. Supongo que se sentía avergonzado por cómo me había tratado, porque me explicó que conseguía su poder a través de una especie de instrumento. Se refirió a él como su talismán. —Hablaba con aire ausente, siguiendo su propio dedo con la mirada mientras lo deslizaba por la mesa. De pronto, levantó los ojos y miró a Julia—. ¿Qué es el talismán, Julia?

—No tengo ni idea —respondió ella.

Y decía la verdad. Su abuelo nunca le había hablado de un talismán, ni una sola vez.

Eamon entornó los ojos y la observó detenidamente.

—Tiene que ser un objeto antiguo y extraño, tal vez una de estas piedras. Algo que tenga un hechizo encerrado en su interior. Me pasé años intentando que me lo contara, insistí una y otra vez con la esperanza de que me diera alguna información, pero siempre se negaba a tocar el tema, maldita sea. Incluso llegué a pensar en la posibilidad de que lo hubiera perdido el día que me azotó. Gracias a Dios, tú acabas de decir lo contrario con tu historieta del delantal.

Por lo visto, Julia ya le había contado más de lo que sabía. Tenía que encontrar la forma de controlarse, y cuanto antes mejor. Eamon creía que había más y puede que no se equivocara. Pero ¿un talismán? Julia no lo creía. El don de su abuelo era algo vital, una parte de su cuerpo, de su espíritu. No dependía de una baratija cualquiera. Lo más probable era que lord Percy se hubiera inventado lo del talismán para dejar un rastro falso, para mantener a Eamon alejado de la verdad, fuera la que fuese. Ojalá su abuelo le hubiera confiado más información o no le hubiera contado nada en absoluto. La gente solía jugar al escondite con sus nietos, no a manipular el tiempo; por un momento, Julia deseó haber tenido una infancia normal.

Levantó la mirada y sus ojos se encontraron con los de Eamon, que la observaba detenidamente.

—Esta mañana me has contado muchas cosas —le dijo—. Ya te dije que no podrías ocultarme ningún secreto. —Se inclinó sobre la mesa—. Siéntate, Julia, deja de resistirte. Empezaste a contarme los secretos de tu abuelo cuando tenías cuatro años. Ahora terminarás lo que empezaste entonces. Vas a contarme qué es exactamente el talismán de tu abuelo y cómo usarlo.

—¿Y si no puedo?

—Oh, claro que puedes, gatita, y lo harás, estoy convencido de ello.