Julia miró a los tres hombres, inmóviles y a merced de su voluntad. Estaban unos cinco metros más abajo; no creía que sus poderes pudieran llegar tan lejos. En el dormitorio contiguo, a la izquierda del suyo, Clare debía de estar congelada mientras dormía. Si el efecto también se extendía hacia arriba, los sirvientes también estarían inmovilizados en sus camastros. Y los ratones en las paredes. Julia cruzó los brazos en un gesto protector y sintió que se le aceleraba la respiración y el corazón le latía más deprisa. El suyo era un don temible. Sacarse a sí misma de la línea del tiempo y estar completamente sola en el centro de aquella gran quietud.
Dejó que el tiempo se reiniciara y observó la escena de la calle. Los tres hombres retomaron lo que estaban haciendo donde lo habían dejado: uno escribía en el papel, mientras Jemison y el otro miraban hacia la puerta de la casa de los Falcott bajo la escasa luz del farol. Luego continuaron hasta la siguiente casa. Julia los examinó durante los diez minutos que tardaron en dar la vuelta a la plaza, balanceando lentamente el farol, que en algunas zonas desaparecía detrás de los árboles. Cuando aparecieron de nuevo frente a la mansión Falcott, Jemison cerró la puertecilla del farol, estrechó las manos de sus dos compañeros y esperó mientras se alejaban por Berkeley Street. Cuando desaparecieron, se dio la vuelta y levantó la mirada hacia la fachada.
Julia se escondió detrás de la cortina y volvió a asomarse, esta vez con mucho cuidado. Jemison seguía en el mismo sitio, con las manos en la cadera, observando la casa. De pronto, se oyó el sonido de una ventana al abrirse y algo debió de caer a la calle, porque Jemison se agachó para recoger un objeto del suelo. Lo puso en alto para demostrar que lo había encontrado y la luz de la luna lo iluminó un instante: una llave. Rodeó la casa y se dirigió hacia la entrada lateral de la cocina.
Julia cogió la vela de la mesilla de noche y, protegiendo la llama con la mano, corrió hacia la puerta de su dormitorio y la abrió.
Allí estaba Clare, avanzando de puntillas por el pasillo, envuelta en una bata y con su propia vela en un portavelas protegida tras una pantalla de cristal. Se había quedado quieta al oír la puerta del dormitorio de Julia, y ahora se estaba dando la vuelta lentamente.
—Ah. Hola, Julia.
—Hola, Clare. ¿Eres sonámbula?
—Tengo… tengo hambre. Voy a asaltar la cocina.
—¡Le has tirado una llave al señor Jemison!
—Ah. Sí, sí, es verdad. —Clare frunció el ceño—. Y debo reunirme con él cuanto antes por si tiene algún problema. Vuelve a la cama. Olvida lo que has visto.
Y retomó el camino de la cocina.
—Voy contigo.
Clare se dio la vuelta, exasperada.
—¡Vete a la cama!
—¡No! No pienso permitir que te reúnas con un hombre a solas. ¿Quién sabe lo que podría pasar?
Clare se inclinó hacia su amiga y levantó el portavelas en alto para iluminar la cara de Julia.
—¿Quién lo sabe? Tú no, y me gustaría que siguiera siendo así. Como anfitriona, insisto en que vuelvas a la cama.
—No seas tonta. Ninguna amiga como Dios manda te permitiría correr detrás de un hombre vestida únicamente con un camisón y una bata. ¡El administrador, Clare, por el amor de Dios! Voy a buscar las zapatillas y el chal, e iré contigo.
—Eres tú la que se está comportando como una tonta…
Pero Julia ya había regresado a su dormitorio y se estaba poniendo las zapatillas y envolviéndose con un chal, mientras intentaba que la vela no le incendiara el pelo. Cuando volvió a salir al pasillo, comprobó con alivio que Clare la estaba esperando; su rostro era la imagen perfecta de la frustración.
—Eres peor que una carabina, Julia Percy.
—Bien, porque es evidente que necesitas una.
Clare se alejó por el pasillo como una leona enfadada y Julia la siguió de cerca. Podía sentir los nervios empezando a formarse en la boca del estómago. Clare estaba teniendo una aventura clandestina con su administrador. Y ella se disponía a salvarla de semejante locura. Era como cuando la condesa de Wolfenbach…
Julia se detuvo. Aquella misma tarde ella había estado medio desnuda entre los brazos de Blackdown y jamás había sido tan feliz como entonces.
La plena desnudez es goce entero.
—Clare…
Su amiga se dio la vuelta.
—Quizá sería mejor que te dejara sola.
—Estaría bien, sí.
Julia asintió, una sola vez.
—Pues no se hable más.
Y giró sobre sí misma.
—¡Oh, por todos los santos! —Clare la cogió por el brazo—. Ven conmigo. Prefiero que me acompañes a que regreses a tu dormitorio y te imagines que estoy en la cocina entre cebollas y patatas, y abrazada al señor Jemison.
—¿No es eso lo que vas a hacer?
Clare arrastró a su amiga por el pasillo tan deprisa que la vela de Julia se apagó.
—Ya sé que para ti es algo imposible de imaginar, querida, pero los hombres y las mujeres pueden hacer muchas cosas juntos, además de bebés. Bajo a la cocina en plena noche a hablar con el señor Jemison de una revuelta inminente.
—¡Una revuelta!
Pero Clare no dijo nada más mientras bajaban la escalera y, una vez abajo, abrió la puerta del sótano que daba a la cocina. El señor Jemison estaba allí comiéndose una manzana y había dejado el farol y la cartera de piel a su lado, sobre la mesa de la cocina.
Al ver a Julia, tragó de golpe la manzana que tenía en la boca.
—No he podido detenerla —dijo Clare, dejando la vela junto al farol de Jemison—. Ha insistido en que debía protegerme de usted. Puede estar tranquilo, no contará nada, ¿verdad, Julia?
Era una orden, no una pregunta.
—Sí, por supuesto.
Julia se dio cuenta de que Jem Jemison la estaba sometiendo a su consideración y la idea le resultó desconcertante. Tenía los ojos tan oscuros como ella y la observaba con tranquilidad, casi con parsimonia, pero con ojo crítico.
—Ya no hay vuelta atrás —dijo, y se inclinó en una reverencia—. Señorita Percy.
Julia inclinó la cabeza.
—Señor Jemison.
—Deje que lo ayude con eso —dijo Clare.
Julia observó anonadada a una dama como Clare ayudando a un simple administrador a quitarse el abrigo para luego colgarlo del respaldo de una silla.
Sin el abrigo, Jemison parecía aún más delgado que antes; Julia se preguntó por un momento si no comería solo manzanas.
—Le he traído lo último —le dijo Jemison a Clare. Abrió la bolsa de piel y sacó un montón de papeles de varios tamaños, los sujetó un instante en sus largas y estrechas manos, y luego sonrió a Julia, incluyéndola en el gesto—. ¿Ha oído hablar de la Ley del Maíz, señorita Percy?
—Precisamente esta noche hemos estado hablando de ella durante la cena.
—¿De verdad? ¿Con lord Blackdown presente? —Jemison miró a Clare—. Eso tengo que oírlo, pero antes… —Dividió el montón de papeles por la mitad y les entregó un fajo a cada una—. Verán que las cosas se van calentando a medida que se acerca la votación.
—¿Cuándo es?
—Podría ser cualquier día. Quizá mañana, quizá la semana que viene. Depende de cuándo terminen los lores sus discursos.
Clare puso los ojos en blanco y empezó a pasar las hojas de su montón de papeles, escaneándolos rápidamente y dejándolos sobre la mesa a medida que iba terminando. Julia miró su montón. Era una colección de panfletos y hojas de un periódico llamado The Political Register. La primera del montón era una octavilla con unos versos impresos titulados «Libertad en Gran Bretaña».
Clare levantó la mirada.
—Ya veo cómo están las cosas, y eso solo echando un vistazo rápido —dijo—. Cuando se apruebe la ley, estallará la revuelta. Escuche esto: «¡Pan! ¡El pan es un derecho! ¡El pan es una necesidad! ¡Como el aire y el agua! ¡Pan! ¡Pan! ¡Queremos pan y lo tendremos!».
—La marea ya ha empezado a cambiar de dirección —dijo Jemison.
—¿Qué tienes tú ahí?
Clare miró por encima del hombro de Julia.
—«Y libres hemos nacido —leyó Julia en voz alta— para sembrar el maíz, y libres somos para cosecharlo. ¡Y cuando lo hagamos, los pocos que nos gobiernan son libres de venir a comérselo!»
Jemison se echó a reír. Había sentado sus escuálidas posaderas sobre la mesa y estaba a sus anchas en aquella cocina que no era la suya.
—Esa no la había visto. ¿Me permite?
Julia se la entregó y él la releyó en voz alta, riéndose para sus adentros y sin dejar de comerse la manzana.
—Pero la ley podría no ser aprobada —dijo Julia—. Seguramente si es tan mala…
—Oh, pues claro que la aprobarán —la cortó Clare—, eso no lo dudes.
Jemison levantó la mirada.
—Lo que es irónico es que, si aún tuviéramos una hacienda que trabajar, la Ley del Maíz habría sido una gran ayuda para nuestro pequeño sueño, Clare.
Ah, así que, cuando tenía la guardia baja, la llamaba por su nombre de pila.
—¿Qué sueño? —preguntó Julia con suavidad.
Clare se encogió de hombros.
—Un sueño a pequeña escala. Jemison y yo íbamos a convertir Blackdown en una granja modelo con soldados y marineros que hubieran regresado de la guerra y no tuvieran adónde ir. Iba a ser un nuevo sistema de granja cooperativa, que iría disolviendo poco a poco la propiedad del arrendatario para que pasara a manos de aquellos que cultivan la tierra, pero todo se ha quedado en agua de borrajas. Y ¿quién sabe? Tal vez la Ley del Maíz nos habría sido de ayuda, pero también podría haber acabado con nuestro plan. La ley y tantas otras cosas… —Levantó una mano y acarició la piel de una de las manzanas del cuenco—. Quizá ha sido mejor que no prosperara.
—Y ahora estamos aquí, en Londres —dijo Jemison alegremente—, donde en apenas unos días esos mismos soldados y marineros reventarán ventanas y sacarán a rastras de sus casas a los obesos lores del reino y bailarán encima de sus estómagos.
Julia arqueó las cejas.
—¡Espero que no!
—Oh, no conoce a la turba de Londres —dijo Jemison—. Una criatura venerable, la turba. Y no serán solo las casas de los lores. Distritos enteros sufrirán su ira. Tres de ellos se han negado a organizarse contra la Ley del Maíz. ¿Imagina cuáles? Saint Mary-le-Bone, Hanover Square y Saint James. Mañana Westminster entregará 42.473 firmas contra la ley, pero ¿y los grandes hombres de Mayfair, que ganan dinero gracias a los alquileres, alquileres que pueden mantener tan altos como quieran si se fija el precio del maíz? Ni un solo nombre. Ni uno.
Julia no dijo nada. ¿Qué podía decir? Se sentía como una de esas calabazas de leche, lejos de sus semejantes y protegida por una tela, alimentada con un líquido rico y antinatural, y de un color pálido y extraño como resultado.
Jemison, que parecía haber comprendido sus tribulaciones, le puso una mano en el hombro en un gesto fraternal.
—Todos estos discursos, todos estos sentimientos encendidos, trascienden la Ley del Maíz —explicó—. Es importante porque afecta al futuro, señorita Julia, cuando la hermandad entre los hombres sea una realidad y la propiedad común también, y los sueldos sean justos. Pero, hasta entonces, ¡primero el pan y luego la ética! Por eso luchamos contra la Ley del Maíz con todas nuestras fuerzas. —Señaló los papeles que había llevado—. Eso es solo el resultado de unas cuantas semanas. Esta ley está consiguiendo que mucha gente cambie de opinión. Es tan asquerosamente cínica, y perdone mi lenguaje, que todo el mundo lo ve. Cuando los lores aprueben la ley, será como si les estuvieran diciendo a sus inquilinos: «Sí, Joe, prefiero que te mueras de hambre a que te ganes la vida. Y ahora arrodíllate». —Apretó el hombro de Julia—. Ya verá lo que pasa cuando aprueben esta ley, señorita Julia, si aún está en Londres. Verá el inicio de un nuevo futuro.
—Tal vez —dijo Clare—. Ha habido muchos nuevos futuros a lo largo de la historia, y no han acabado en nada.
—Mujer de poca fe. —Jemison negó con la cabeza—. ¿Por qué las mujeres son siempre tan escépticas? Desaniman a cualquiera. —Cogió una octavilla y la levantó para poder leerla, mientras con la otra mano sujetaba el corazón de la manzana contra la cadera—. «¡ARRIBA, hombres de bien! ¡ALZAOS! ¡LEVANTAOS y estad preparados para la lucha! —Agitó el corazón de la manzana delante de la bragueta con gesto sugerente y sin dejar de sonreírle a Clare—. ¡ALZAOS y estad preparados, pues el mundo está lleno de cambios!»
—¡Ya basta! —exclamó Clare sin dejar de reír, y le arrancó la octavilla de la mano—. Lo siento, Julia. El señor Jemison es… bueno, no tengo palabras.
Jemison dirigió su brillante sonrisa hacia las dos mujeres y luego se llevó el corazón de la manzana a la boca y empezó a comérselo. Julia observaba la escena con los ojos muy abiertos.
—Aprendí a hacerlo en España —dijo él, con la boca llena—. Nunca teníamos suficiente comida —explicó, y se metió el último trozo en la boca.
—Está intentando sorprenderte —dijo Clare, con una expresión de aburrimiento en la cara—. Lo creas o no, significa que le agradas.
—Supongo que me siento halagada.
—Sabe comportarse como un caballero cuando es necesario.
Jemison se tragó el último trozo de manzana.
—Mentira. Soy hijo de un comerciante de sebo —replicó él, chupándose los dedos.
—Es rico como Creso, pero le gusta jugar a ser un simple trabajador.
Jemison cogió otra manzana de encima de la mesa.
—Palabras, milady. Palabras. Y dígame, ¿qué dijo su hermano sobre la ley?
Clare suspiró.
—Me pareció que estaba hecho un lío. Sinceramente, desconozco cuál es su opinión al respecto. De un tiempo a esta parte, no sé qué pensar de él en general.
—¿Qué quiere decir?
—Ha cambiado. Ya no sé qué piensa de las cosas.
Jemison frotó la segunda manzana contra su pecho.
—La guerra cambia a los hombres —dijo con prudencia—. Su hermano estuvo en Badajoz. Cualquier hombre que viviera aquello nunca volverá a ser el mismo.
—¿Qué ocurrió?
La voz de Clare era suave, suplicante, pero Jemison la miró fijamente con aquellos ojos oscuros y profundos.
—No, milady. Eso es entre un hombre y su Dios.
Se llevó la manzana a la boca y la cocina se llenó con el sonido crujiente de la manzana al partirse entre los dientes.
—Usted ha servido con mi hermano; probablemente lo conoce mejor que yo.
—Seguro que sí —dijo Jemison—, pero yo no siento ningún afecto hacia él y usted sí; esa es otra clase de conocimiento muy diferente. Y bien, dígame.
—Es como si fuera dos hombres a la vez. Ojalá hubiese escuchado la conversación que mantuvimos cuando le conté que había estado a punto de vender Blackdown. Al principio, creí que estaba más emocionado que yo, pero hacia el final de la conversación se había transformado en el duque más viejo, cascarrabias y retrógrado de toda la Cámara Alta. ¡Incluso me levantó la voz!
—No me sorprende. Es un hombre valiente, pero sospecho que siempre se sintió culpable por haber dejado Blackdown. Ahora que ha regresado, se aferrará a la propiedad como una garrapata.
—No hable así de él. Es mi hermano. Ya sé que lo odia y que lamenta que haya vuelto…
Jemison abrió los ojos como platos.
—¿Es eso lo que cree? —Soltó una carcajada—. ¡Santo Dios, mujer, pero si me alegré tanto cuando lo vi que casi se me saltan las lágrimas! —Se llevó la manzana a la boca para darle otro bocado, pero la volvió a bajar y añadió en voz baja—: Si pudiera contarle todo lo que he vivido junto con su hermano, todo lo que han visto nuestros ojos. Y luego al final, cuando él… —Jemison sujetaba la manzana justo delante de su corazón; Julia podía ver el rojo a través de sus dedos—. Y no saber dónde estaba, o cómo…
Sus ojos parecían perdidos en un horror lejano.
—¿Jem?
Clare le tocó la rodilla.
—Sí, ya basta. Lo siento. Cuénteme más. Así que una parte de él vuelve a ser el gran lord, recorriendo orgulloso su hacienda. ¿Y la otra parte?
—El marqués es de la opinión de que las mujeres deberían ser iguales que los hombres. Se declara seguidor de Mary Wollstonecraft. —Clare cruzó los brazos sobre el pecho—. ¿Qué opina de eso el señor Glorioso Futuro de los Trabajadores?
Jemison le dio un buen mordisco a la manzana y se puso a masticar con una sonrisa en los ojos.
—Creo que está loco —respondió con la boca llena.
—Sí, o quizá es que usted aún tiene que recapacitar.
—«¡ARRIBA, hombres de bien! ¡ALZAOS…! ¡Piedad, piedad!»
Jemison se cubrió con las manos, entre risas, mientras Clare lo amenazaba con el manojo de papeles.
—Pero ¿qué votará Blackdown? —preguntó Julia.
—No votará —respondió Clare—. No ocupará su asiento.
—¡No, no, Clare! —Jemison agitó la manzana en dirección a Julia—. ¿Cuál de los dos marqueses votará la Ley del Maíz? ¿El lord Blackdown de siempre o el lord Blackdown revolucionario? Mañana le toman juramento, así que supongo que sí tiene intención de votar.
—¿Va a jurar el cargo?
Clare no daba crédito a lo que estaba oyendo.
—Sí, por supuesto. El príncipe le envió un escrito de citación y se dispone a responderlo por la gracia de Dios. He oído que dará su discurso de entrada durante la ponencia de la Ley del Maíz. Nadie sabe de qué lado está.
—¡Bien! —Clare subió sus posaderas a la mesa, junto a las de Jemison—. Yo tampoco.
Julia los miró a los dos, confusa.
—¿Por qué es tan extraño su voto?
—Es por lo que he dicho antes. —Clare se inclinó hacia atrás apoyando el peso en las manos—. Ha cambiado. Cuando partió hacia España, era un auténtico pícaro, un vividor. Habría apostado todo mi dinero a que nunca se uniría a la Cámara de los Lores. Ahora es mucho más serio en su forma de actuar. ¡Y su cara! Quizá sea por esa cicatriz, pero parece más viejo de lo que debería, como si hubiera visto algo horrible…
—Y así ha sido —dijo Jemison—. Créanme, ha visto cosas terribles. Y cuando desapareció…
—¿Qué quiere decir?
Clare se volvió hacia él, ansiosa.
El rostro de Jemison se cerró por completo; se levantó de la mesa, dio unos cuantos pasos y se dio la vuelta.
—Lo sabe tan bien como yo. Estuvo perdido en España durante años…
—Sí. Y a mí tampoco me ha contado nada de ese período.
¿Por qué se había cerrado Jemison de aquella manera? Sabía algo sobre Blackdown que no les estaba contando. Julia lo miró fijamente y deseó con todas sus fuerzas saber de qué se trataba, proyectó su curiosidad hacia él, las ganas de saberlo todo de Nicholas Falcott.
Jemison volvió la cabeza lentamente hacia ella. Cuando sus ojos se encontraron, Julia lo inundó con su deseo apasionado de saber, lo imaginó abriendo la boca para hablar…
—Jovencita —dijo él. Su voz sonaba tranquila, pero firme—. ¿Qué me está haciendo?
Julia retrocedió con los ojos abiertos como platos.
—¿Cómo dice?
—Creo que lo sabe. —Dejó el corazón de la manzana sobre la mesa, intacto esta vez, y se dirigió hacia ella sin apartar la mirada—. Quiero que pare. —La cogió de la mano y Julia pudo sentir a través de las puntas de los dedos que se resistía a su voluntad—. Soy un hombre libre, querida, y como tal decido no contarle nada sobre Blackdown.
Clare miró confusa a Jemison y luego a Julia.
—¿Se puede saber de qué está hablando?
—No es nada. —Jemison regresó a la mesa, pero sin apartar los ojos de Julia—. La señorita Percy me estaba mirando con tanta intensidad que he tenido que explicarle que los secretos de lord Blackdown y los míos nos pertenecen solo a nosotros. Podemos compartirlos, pero con quien queramos y cuando queramos.
Julia se había quedado petrificada. ¿Acababa de introducir sus propias emociones en la cabeza de Jemison? Aquello no era normal, no era algo que hiciese cualquiera, y sin embargo…
Lo había hecho antes, aquel mismo día durante la cena, y hasta ahora ni siquiera había sido consciente. Había desplegado su voluntad hasta conseguir que Lebedev confiara en ella. Le había metido aquella confianza ficticia en la cabeza, y él la había aceptado como si la emoción le perteneciera. Se lo había creído. Incluso había alabado sus cualidades al final de la velada.
Y ahora acababa de intentar que Jemison hablara con ella, que le contara sus secretos. Lo había hecho sin pensar, pero él tenía razón. Como una vulgar intrusa, se había introducido en su cabeza y había proyectado sus sentimientos en ella, para luego intentar que Jemison actuara en consecuencia.
Era un poder espantoso. No, era otro poder espantoso. Julia se refugió entre las cuatro paredes que era su piel, echando de menos a su abuelo, echando de menos un amigo.
De pronto, Clare le tocó el brazo; no sabía cuánto tiempo había pasado.
—Estoy bien —dijo finalmente, cuando consiguió recuperarse—. Estaba absorta en mis cosas.
—¡Absorta en tus cosas! ¡Cómo puedes, mientras nosotros hablamos de la posible destrucción de esta casa a manos de una masa enfurecida de londinenses! —Clare se echó a reír, pero Jemison estaba preocupado por ella, saltaba a la vista; era casi como si pudiera ver a través de ella—. Volvamos a la cama, querida. Es tarde y quién sabe cuándo volverá Nick. Será mejor que no nos encuentre conspirando en el sótano con el hijo radical de un comerciante de sebo, y encima en camisón.
Julia cogió su vela de encima de la mesa. Ojalá Nick estuviera allí. Incluso su decepción o su ira serían una forma de contacto humano. Y aunque no pudiera hablarle de sus poderes, aunque tuviera que ocultárselos a toda costa… prefería estar con él y esconderle secretos a esa horrible sensación de soledad.
Jemison se puso el abrigo y cogió una tercera manzana para el camino.
—Buenas noches y que Dios las bendiga. —Esbozó una reverencia dirigida a las dos—. Esperemos que el marqués vote en contra de la ley y se convierta en un héroe. Hay algunas casas de lores que, sin duda, atraerán la ira de las masas cuando se apruebe la ley. Si se les ocurre dirigir su ira hacia esta, poco podré hacer yo.
Clare asintió.
—Haré lo que pueda para convencerlo, pero la elección debe ser suya.
—Sí. —Jemison cogió su farol y, por primera vez, su voz sonó fría—. El marqués debe escoger por sí mismo. —La chispa que le iluminaba la mirada apareció de nuevo y su sonrisa brilló bajo la luz del farol—. «¡Arriba, hombres de bien…!»
Abrió la puerta de la cocina con una floritura y desapareció.