Julia estaba junto a la ventana de su dormitorio con el pequeño libro de poesía entre las manos. No estaba leyendo. Observaba al conde Lebedev, abajo en la calle, pasándose el bastón de una mano a otra, con la mirada fija en la puerta y el ceño fruncido. Y allí estaba Blackdown bajando la escalera, con el sombrero de lado. Eran más de las doce de la noche y los dos hombres se alejaban por Berkeley Street como dos gatos callejeros en busca de una noche de diversión.
Bella tenía razón. Era horrible estar encerrada. Julia clavó la mirada en la espalda de los dos amigos y los siguió calle abajo.
Claro que, ahora que los gatos no estaban en casa, el ratón podía salir a jugar. Estaba decidida a practicar de nuevo con su poder. Por lo que había oído a través del agujero de la pared, sabía que tenía que ejercitar y pulir sus habilidades si quería ser más poderosa, pero también sabía que no podía hacerlo mientras existiera la más mínima posibilidad de que Nick o Lebedev estuvieran en casa o a punto de llegar.
Julia examinó el libro que tenía entre las manos, acariciando el lomo con un dedo. Era suave y pequeño, y contenía un secreto en su interior. Si lo apretaba, casi podía sentir el latido de un corazón. Besos y caricias. Poesía. Agradables distracciones diseñadas para hacer pasar las horas.
Levantó la mirada hacia la ventana. Nick y el conde habían desaparecido calle abajo.
Julia tiró el libro encima de la cama. Lo que ella necesitaba era conocimiento de verdad. Quería ser una estudiosa del tiempo y, puesto que no sabía en quién confiar, tendría que ser su propia guía, concebir sus propias clases, ser una aprendiza sin maestro. O, mejor dicho, el tiempo sería su maestro.
Cogió un penique de plata del tocador. «Georgius III Dei Gratia», leyó bajo la luz trémula de la vela que descansaba en la mesita, junto a la cama. Aquello lo entendía perfectamente. «Jorge III por la gracia de Dios». Observó el perfil rechoncho del monarca y la absurda peluca que llevaba en la cabeza, gastada por el paso del tiempo. La otra cara de la moneda, con la corona flotando sobre el número uno, era menos legible aún. Decía: «MAG BRI FR ET HIB REX 1800». Julia no sabía qué quería decir aquello, excepto la fecha y rex. Tenía siete años cuando se había acuñado aquella moneda. Ahora tenía veintidós y estaba sola en el mundo, con un poder tan inmenso como un reino e igual de potente.
Cerró los ojos para vaciar la mente y los volvió a abrir; esta vez, miró el penique no como un objeto, sino como un instante en el tiempo. Lo lanzó suavemente al aire y lo congeló en pleno vuelo sin apenas esfuerzo. Sin apartar los ojos de él, lo rodeó y leyó de nuevo las inscripciones de ambas caras. Desvió la mirada y lo oyó caer al suelo. Se agachó para cogerlo. El conde había mantenido inmovilizado a Eamon durante un buen rato mientras él hablaba con Blackdown. Incluso había llegado a darle la espalda. Volvió a lanzar el penique al aire y lo congeló. Se dio la vuelta; el penique cayó al suelo.
—Maldita sea.
Una hora más tarde, Julia ya podía mantener el penique inmovilizado durante quince minutos y, al mismo tiempo, mirar por la ventana por si volvían Blackdown y Lebedev, colocar bien los cojines, contar hacia atrás, cerrar los ojos y pensar en otras cosas. Podía detener el tiempo en un círculo a su alrededor, darle una forma triangular o concentrar el efecto en un espacio minúsculo, alrededor de la moneda. Por último, intentó mantener congelada la moneda mientras leía, pero se puso tan nerviosa al recoger el librito de encima de la cama que el penique se precipitó al suelo antes de que tuviera tiempo de abrir la tapa. Además, estaba agotada. Se necesitaba mucha energía y concentración para controlar el tiempo, y ella había avanzado mucho en una sola noche. A continuación, se dijo, lección número dos: literatura. Se olvidó de la moneda, se sentó en la cama y cogió el libro.
Era muy parecido al pequeño libro blanco de oraciones que el cura le había dado el día de su confirmación. Por aquel entonces, tenía trece años; llevaba tres meses yendo a la iglesia todas las semanas, la única educación formal que había recibido en toda su vida. A su abuelo el tema le ponía furioso. «Siempre intentan cogerlos jóvenes», decía cada vez que la veía practicando las respuestas. El librito le disgustaba todavía más. «Paparruchas», exclamaba. «Agua con azúcar». De su siguiente viaje a Londres, le llevó una vieja edición ilustrada de El libro de los mártires, de John Foxe. «Como antídoto», le dijo. Y la dejó sola con todos aquellos grabados sangrientos de ejecuciones en la hoguera y cuerpos destripados; las recompensas gloriosas del cielo y los horribles tormentos del infierno.
Pensó en su abuelo mientras leía las letras doradas que formaban el título Elegías. No era que no se hubiera preocupado por su educación, pero se trataba de un hombre descuidado que se movía por sus intereses, fueran cuales fuesen en cada momento. Julia tenía que leer para poderle seguir a él en sus lecturas, así que eso se lo enseñó. Tenía toda la biblioteca a su disposición, pero si le pedía que le llevara algo en concreto de Londres, un nuevo libro de versos o una novela o una colección de ensayos, él aparecía en casa con un libro sobre las Antípodas o las llanuras salvajes del Oeste americano. «Léele esto a tu viejo antepasado», le decía, y se dejaba caer en su butaca, encendía un puro y la observaba a través del humo mientras ella pasaba las páginas y leía en voz alta descripciones de salvajes y pumas.
De vez en cuando, le pedía que le escribiera una redacción.
—Esta se llamará: «Las niñas pequeñas no deben mentir nunca» —le había dicho una vez, cuando Julia tenía diez u once años—. Doscientas palabras para mañana por la tarde.
Al día siguiente, Julia se plantó delante de su abuelo y le leyó la redacción en voz alta.
—¡Ejem! —Se aclaró la garganta—. «Las niñas pequeñas deben mentir siempre», por Julia Percy.
A su abuelo se le escapó una carcajada.
—¡Niña descarada!
Julia se postró en una reverencia y continuó:
—«Las niñas pequeñas deben mentir siempre. Sus abuelos son tan cascarrabias que mentir es la única esperanza que les queda si quieren sobrevivir. Si el abuelo pregunta: “¿Te has comido los últimos pastelitos de carne, pequeña?”, la niña que responde con sinceridad: “Sí, abuelo, he sido yo” tendrá que soportar el mal humor del abuelo durante horas. Sin embargo, la niña que responde sin titubear: “No, abuelo, se los ha comido usted y luego se le ha olvidado” solo tendrá que esperar dos horas hasta que su abuelo persuada al pobre cocinero para que prepare una nueva hornada. Y entonces se los podrá volver a comer, tal como hizo el día anterior».
Al escuchar aquello, su abuelo la cogió en brazos, la besó y le dijo que era una joya de valor incalculable.
—Pero no han sido doscientas palabras, mi pequeño canguro; solo ciento trece.
—¿Cómo lo sabe, abuelo? Yo sí lo sabía, pero esperaba que no se diera cuenta.
—Oh, es un truco que conozco. Apuesto a que tú también sabes hacerlo. Veamos. Voy a recitarte una composición, ¿de acuerdo? No tengo ninguna preparada, así que tendrá que ser algo que me sepa de memoria. Tú escucha, pero no intentes contar las palabras. Ni siquiera pienses en ello. Solo escucha. ¿Estás preparada?
—Sí.
—Veamos. Antes tengo que pensar en algo. Un momento.
El abuelo buscó en su memoria frunciendo el ceño y rascándose la cabeza exageradamente.
Julia se echó a reír.
—De acuerdo, ya —dijo su abuelo. Crujió los dedos y se aclaró la garganta—. Escucha esto. —Y empezó, al principio hablando muy deprisa—: «Toda la historia de la sociedad humana hasta la actualidad es una historia de lucha de clases. Libres y esclavos, patricios y plebeyos, barones y siervos de la gleba, maestros y oficiales; en una palabra, opresores y oprimidos, frente a frente siempre, empeñados en una lucha ininterrumpida, velada unas veces y otras franca y abierta, en una lucha que conduce en cada etapa a la transformación revolucionaria de todo el régimen social o al exterminio de ambas clases beligerantes». —Guardó silencio y miró a Julia—. Dime, ¿cuántas palabras han sido?
—Pero ¿qué quiere decir?
—¿Que qué quiere decir? ¡Nada! Al menos, no de momento. Tú no te preocupes por eso. ¿Cuántas palabras contenía? Venga, estoy seguro de que lo sabes.
—Setenta y nueve.
—¡Exacto! ¿Lo ves? Tú también puedes hacerlo. —De pronto, la tristeza se apoderó de sus ojos; la cogió de nuevo en brazos y la apretó con fuerza contra su pecho. Luego la dejó en el suelo y le acarició la mejilla—. Ahora vete de aquí. Tengo cosas que hacer.
Julia se marchó, un tanto confusa. Las palabras que su abuelo había recitado la habían cautivado; casi había podido sentir que le subía la sangre a la cabeza. Al terminar, sabía exactamente cuántas palabras había dicho su abuelo, como si las hubiera contado a medida que las iba recitando. Solo que no las había contado. Desde aquel día, podía hacerlo siempre que quería. Pero nunca quería. Era un truco inútil.
Un truco inútil. Contar palabras sin contarlas, resolver estúpidos puzles en cuestión de segundos… Un montón de sandeces. Sobre todo ahora que sabía que tenía otra habilidad, una mucho más real. Y ningún entrenamiento ni conocimiento alguno. ¿De verdad su abuelo no sabía que ella también podía manipular el tiempo igual que él?
Julia parpadeó y se sorprendió al descubrir que tenía lágrimas en los ojos. Una se precipitó sobre la tapa impoluta del libro de Blackdown. La limpió con la mano y luego se enjugó los ojos.
Tenía el libro sobre el regazo, blanco, inmaculado e inocente.
El último poema. Era el que Blackdown le había recomendado. El último sería el primero. Tenía que empezar su educación demasiado tarde y siempre desde el final, en todos los sentidos. Acercó el libro a la luz de la vela, lo abrió por el final y pasó varias páginas hasta que encontró el título del poema. «Antes de acostarse», leyó en voz alta, y siguió con el resto del poema, esta vez en silencio.
De pronto, no pudo aguantar la risa. Así que aquello era lo que leían los chicos. Mucho mejor que Matilda Weimar, desmayándose eternamente entre los matorrales.
Leyó el poema una segunda vez, y una tercera. Cuando llegó a la parte que decía «La plena desnudez es goce entero», oyó voces de hombre procedentes de la calle y se sobresaltó de tal manera que paró el tiempo a su alrededor, sin considerar las consecuencias.
Se quedó sentada en la cama, consumida por un miedo agónico. ¿Qué había hecho? Seguro que eran Arkady y Blackdown que ya habían vuelto a casa; si eran ellos, el radio de la manipulación no los habría alcanzado y ahora ya sabían que alguien en la casa era capaz de detener el tiempo. Seguramente estaban abriendo la puerta en aquel preciso instante, listos para presentarse en su dormitorio y matarla. Julia cerró los ojos con fuerza y escuchó.
No oyó nada. Se levantó de la cama, pero cada pequeño ruido que hacía era como el estruendo de un trueno. Se acercó a la ventana y miró a través de la cortina.
Gracias a Dios. Abajo, en la calle, había tres hombres con la mirada levantada hacia la casa, los tres quietos como estatuas. Dos eran desconocidos, trabajadores vestidos con ropas toscas, uno de ellos con un papel en la mano y una barra de grafito en la otra. El tercero vestía ropas formales. Julia sintió que se le aceleraba el corazón. Tres hombres, congelados en el tiempo, y ninguno de ellos era Nick o Arkady.
Apoyó una mano en el cristal y se acercó más. El caballero… lo conocía. Le brillaban los ojos a la luz de un farol oscuro que sostenía en alto, con la puertecilla abierta. Las mejillas delgadas, las cejas apáticas.
Era el administrador de los Falcott, el señor Jemison.