24

La cola de recepción avanzaba con lentitud. Cuando por fin consiguieron abrirse paso más allá de las imponentes puertas dobles y se detuvieron en lo alto de la escalera que llevaba al gran salón, por debajo del nivel de la entrada, Nick ya estaba de un humor de perros. Arkady, en cambio, lucía su mejor sonrisa de aristócrata, en claro contraste con la expresión de amargura que el marqués sabía que tenía en la cara. Al fin y al cabo, eran nobles a punto de relacionarse con simples plebeyos. Bueno, pues los plebeyos tendrían que conformarse con aquella cara.

Así que el Gremio lo había escogido para ser su semental, su jabalí, su toro salvaje; en definitiva, el gallo del gallinero. Ahora sí que tenía ganas de matar. Llevaba un alfiler en el pañuelo; podía hundírselo a Arkady en la yugular. En cuanto a la fulana ofan que se suponía que debía conquistar por el bien del Gremio… Por un momento, sintió que le fallaba la imaginación. En toda su vida, antes y después de saltar, nadie se había atrevido a tratarle como a un gigoló. Vendido, y vendido como un prostituto a una prostituta.

Unas semanas antes, aquel encargo le habría parecido incluso divertido. Quizá. Ya ni siquiera recordaba quién era hacía unas semanas, y doscientos años en el futuro.

Todo era culpa de John Donne. Nick debía salir de allí cuanto antes, dirigirse hacia la catedral de San Pablo y propinarle un buen puñetazo en la nariz a la estatua de Donne, envuelto en su sudario.

Hasta aquella misma mañana, Nick había controlado perfectamente sus emociones y había conseguido mantenerse alejado de Julia. Pero entonces ella se había presentado en la cúpula, justo mientras él leía aquella parte sobre América. Y en menos que cantaba un gallo… no. Necesitaba un animal americano. Antes de lo que un mapache tardaba en lavar su comida, estaban el uno en brazos de la otra camino del paraíso. Del paraíso o de Gretna Green o de Las Vegas, cualquier lugar donde pudiera casarse con ella y vivir felices para siempre con la mayor eficiencia posible. Nick frunció el ceño. ¡América! Llena de jóvenes americanas, criadas a base de promesas. Que duren para siempre. Le gustaban aquellas chicas, le gustaban mucho, pero ahora parecía que aquella bellota de Devonshire era su nueva América, su tierra prometida, a pesar de que se había cruzado con ella en su propio pasado y en el patio de atrás de su propia casa.

Claro que ahora Arkady le había sentado en el regazo a la mismísima ramera de Babilonia y le había dicho que cumpliera con su deber de hombre en nombre del Gremio.

Todo el salón los estaba mirando, por supuesto. Por fin habían llegado los aristócratas. Todas aquellas miradas dirigidas hacia lo alto de la escalera que conducía al salón. Cada uno de ellos, del primero al último, sabía al parecer que Nick estaba buscando sexo. Bueno, pues por él podían mirar hasta cansarse, porque no pensaba dar un espectáculo. No hablaría con una sola mujer en toda la velada.

El anfitrión salió a su encuentro. Bertrand Penture era un hombre de la edad y la altura de Nick, atractivo a la manera de Gary Cooper. Nick inclinó la cabeza.

—Penture.

La reverencia de Penture fue rápida pero precisa, con la inclinación justa que correspondía a alguien del rango de Nick.

—Milord.

Tenía un leve acento francés que bañaba sus palabras en miel, pero la expresión de su rostro no tenía nada de dulce. Nick lo vio claramente en sus extraños ojos verde pálido: Penture no sentía ninguna simpatía hacia él. Y Nick se sorprendió a sí mismo respondiéndole con una sonrisa socarrona y mirándolo de arriba abajo.

—Ah, Penture, viejo amigo. —Arkady se interpuso entre los dos; su voz tronaba por encima de la multitud—. Maravillosa noticia la llegada del último cargamento. Por un momento creí que acabaría perdiendo los pantalones.

Nick levantó una ceja.

—El conde teme perder los pantalones, pero no le importa que sus amigos pierdan los suyos. Vaya con cuidado, Penture. Antes de que se dé cuenta, el ruso lo tendrá bailando cancán subido en una mesa.

Arkady protestó, pero la expresión de Penture no cambió ni un ápice.

—Nunca he sido muy dado a las gracietas, milord, ni a hacerlas ni a reírlas —dijo—, especialmente cuando se hacen a expensas de quien no tiene su idioma como lengua materna. Además —añadió, bajando la voz—, el cancán aún no ha sido inventado. Salta a la vista que es tonto, pero, por favor, al menos intente no hacer el ridículo.

Aquel era el regidor del Gremio en 1815, unos meses antes de la batalla de Waterloo: un francés arrogante y carente de sentido del humor. Por un momento, Nick olvidó que en el siglo XXI los franceses eran gente que solía caerle bien. Penture debió de ver algo en su mirada porque, sin apartar aquellos extraños ojos de Nick, se inclinó hacia él y habló de modo que solo él pudiera escuchar sus palabras.

—Tenga cuidado, señor Davenant.

—Estoy perfectamente tranquilo —respondió Nick con un tono de voz neutro—, a pesar de la peor de las provocaciones.

Penture respiró profundamente dilatando las aletas de la nariz, pero cuando habló de nuevo lo hizo como el anfitrión que recibe a unos invitados importantes.

—Por favor, disfruten de la reunión, milores. Espero poder volver a hablar con ustedes más tarde.

Se inclinó en una reverencia y se dirigió hacia el siguiente recién llegado.

—Vaya —dijo Nick mientras bajaban la escalera—, menudo capullo.

—Te ha puesto en tu sitio —dijo Arkady—, pero me alegro de que hayas redescubierto tu sentido del humor. Ven que te presentaré a la mujer, ¿de acuerdo?

Nick se volvió hacia el ruso con una sonrisa pública en los labios, pero con los ojos secretamente cargados de veneno.

—No me dirijas la palabra. De hecho, ni siquiera te acerques a mí. Por mí, puedes volver solo a casa después de la fiesta. Adiós.

Y sin mirar hacia atrás, se perdió entre la multitud que abarrotaba el salón.

—Tiene el cabello rubio y lleva un vestido azul —dijo Arkady por encima de las cabezas de la gente que lo rodeaba—. Imposible confundirla.

Nick no respondió y se dirigió hacia las mesas donde se servían las bebidas.

Quince minutos más tarde, por fin había empezado a relajarse y estaba dispuesto a admitir que la velada era, cuanto menos, agradable. De momento, le había resultado bastante sencillo evitar entablar conversación con mujeres, más allá de algún breve intercambio. Obviamente, nadie reconocía pertenecer al Gremio, aunque saltaba a la vista que todos eran dueños de grandes fortunas. Vestían a la última, con joyas, trajes y vestidos más elegantes y opulentos que los de la propia aristocracia. El espectáculo no tenía desperdicio. Todos hablaban como si la aventura empresarial de Penture fuese real. Quizá lo era.

Nick miró a su alrededor y sus ojos se detuvieron en una cara. Era una mujer, justo en el centro del salón. Y otro rostro a su lado, esta vez el de un hombre. Ambos tenían las facciones oscuras. Nick se sintió molesto consigo mismo por no haberse dado cuenta de lo evidente: que no todos los presentes compartían su mismo color de piel. Pues claro que no; aquello era una fiesta del Gremio. Y ahora que se había dado cuenta, descubrió que una parte de sí mismo (quizá el marqués) ya no podía fijarse en nada más. Se apoyó en una mesa e intentó olvidarlo, decidió simplemente observar, tal como había estado haciendo hasta hacía un instante, a la gente riendo, bailando, inclinando las cabezas y esbozando reverencias, con las sedas y el satén de los vestidos de las mujeres ondeando bajo la luz brillante de las lámparas de araña, los colores más sobrios de la indumentaria de los hombres esparcidos por la escena como rocas en medio de un mar revuelto de telas suntuosas. Sin embargo, mientras bebía de su copa de champán, dejó que sus ojos se posaran sobre un hombre muy atractivo que en aquel preciso instante se inclinaba en una reverencia y, con la mano alrededor del codo de ella, aceptaba la proposición de baile que le acababa de hacer una mujer blanca…

De repente, aquella parte más distante de Nick estaba muy cerca, más cerca que su propia respiración; el río se abría paso a través de él, arrastrándolo todo a su paso, también a él. Tom Molineaux estaba peleando contra Tom Cribb en Shenington Hollow y Nick estaba entre el público, con diez mil hombres más, y la voz ronca después de horas gritando. Llevaban treinta y cuatro asaltos y Molineaux tenía la mano rota desde hacía quince. Sin embargo, era evidente que Cribb iba a ganar. Ambos boxeadores estaban empapados, tenían los puños desnudos cubiertos de sangre, los cuerpos magullados y sudorosos, y los pies rebozados en barro manchado de sangre. Molineaux se tambaleaba, a punto de caer inconsciente, y la multitud celebraba enfervorecida la victoria inminente de Cribb. Nick tenía la papeleta con su apuesta en la mano; Cribb le iba a hacer ganar mucho dinero, pero no quería que acabara el espectáculo, ni él ni nadie. El público gritó con una sola voz cuando Tom Molineaux se desplomó sobre el suelo y Tom Cribb levantó el rostro magullado y las manos cubiertas de sangre al cielo…

—¿Baila, milord?

Las palabras sonaron, dulces y suaves, junto a su oreja.

El río se retiró como una ola que se lo lleva todo a su paso, arrastró a Nick y luego lo escupió de vuelta a la fiesta. Intentó recuperar el aliento, y miró fijamente a la mujer que tenía a su lado y que le ofrecía las manos.

—Milord, intente respirar. Eso es, así. Respire y míreme.

Los miembros de la orquesta estaban afinando los instrumentos; el baile estaba a punto de empezar. Un millar de velas se reflejaban en las piedras preciosas del millar de joyas repartidas por el cabello, las manos y los cuellos de las presentes.

—Mierda —susurró, y se cogió a las manos de la mujer—. Estaba perfectamente bien y de repente… —No sabía muy bien cómo explicar lo que acababa de sucederle—. Las aguas del río me han arrastrado… pero no en el tiempo, sino en mí mismo. De vuelta a la persona que era antes… a una pelea…

—Ah —dijo ella—. Sí.

Nick le apretó las manos como si fuesen un salvavidas.

—La gente nos mira —dijo ella en voz baja—. ¿Podría fingir que ya se encuentra bien? No me apartaré de su lado.

Nick soltó las manos de la desconocida.

—Sí, sí, pues claro.

En cuanto lo dijo en voz alta, sintió que se hacía realidad. Una vez recuperado, se irguió cuan alto era y, colocándose bien los puños de la camisa, miró por encima del hombro y fulminó a un tipo que observaba la escena prácticamente con la boca abierta. Después se volvió de nuevo hacia la desconocida y la miró por primera vez.

Rubia, vestido azul.

Era ella, tenía que serlo. Una mujer algo mayor que él y casi de su misma estatura, con el cabello tan rubio que casi parecía blanco recogido en un elegante moño y unos cuantos rizos sueltos enmarcándole la cara. Su vestido era mucho más modesto que los de la mayoría de las presentes. Llevaba un collar de diamantes cuadrados alrededor del cuello que reflejaban el destello de las velas, y unos pendientes a juego asomando entre los rizos que le cubrían las orejas. Tenía la cara ovalada, la piel entre el blanco y el rosa pálido, y los ojos de un azul violeta profundo e insondable.

—Usted es Alva Blomgren —dijo Nick.

—Sí —asintió ella—. Y ahora que ya vuelve a ser usted mismo, podemos seguir conociéndonos. Bailemos.

Abrió los brazos y, de pronto, su belleza se encendió como lo harían las luces de un estadio.

—Ah —replicó Nick, y dio un paso atrás, repentinamente consciente de lo extraño de la escena—. No, yo no bailo. Además, madame, me temo que no nos han presentado.

La sonrisa que iluminaba el rostro de Alva no se ensanchó, pero sí se hizo más profunda. Quizá era algo que hacía con los ojos. En cualquier caso, era muy evidente que se estaba burlando de él.

—Pero ¡qué absurdo que se niegue a bailar conmigo! —dijo, y fue entonces cuando Nick captó el leve acento, como las minúsculas burbujas que flotan en el champán—. Usted es lord Blackdown y yo soy Alva Blomgren. Ambos debemos interpretar nuestros respectivos papeles. Usted ha venido a… —Guardó silencio un instante y sus mejillas de porcelana se tiñeron con la tonalidad de rosa más deliciosa que Nick hubiera visto en toda su vida—. A bailar conmigo.

—No debería hacer caso a las habladurías —replicó Nick, después de dejar que su mirada recorriera el cuerpo de Alva de los pies a los ojos.

—Quizá no. —El color había desaparecido de sus mejillas—. Aun así, bailaré con usted. —Le cogió la copa de la mano y la dejó sobre la mesa que tenían detrás—. Y le llamaré Nick.

—¿Sin mi permiso?

—Oh, vamos. —Apoyó unos dedos largos y estilizados sobre el hombro de Nick y le ofreció la otra mano—. Baile conmigo el siguiente vals.

Nick puso la mano derecha en la de ella y la izquierda en su cintura. Enseguida sintió el calor de su cuerpo a través del vestido y su perfume, que le inundó los sentidos. El aroma era suave, transparente, no como el hedor de un burdel.

—Exacto —dijo ella—, así.

Nick se permitió un momento para sentirla entre sus brazos antes de bajarlos.

—Ya le he dicho que no bailo —insistió—. Y preferiría que no me llamara Nick.

—Oh —exclamó ella, y a Nick le sorprendió ver comprensión y amabilidad en sus ojos—. En ese caso, solo hablaremos. Y le aseguro que no necesito su permiso para dirigirme a usted por su nombre, Nick. —Se cogió de su brazo y echó a andar alrededor de la pista de baile—. Me dirigiré a usted como mejor me parezca. Y usted no tiene que llamarme de ninguna manera. Aun así, seremos amigos, se lo aseguro.

—No me gusta —le espetó él, aunque empezaba a sospechar que en realidad opinaba exactamente lo contrario.

—Ah. —Alva lo miró de reojo con aquellos maravillosos ojos violeta—. Está muy seguro de sí mismo, milord.

Nick desvió la mirada por encima de las cabezas de la gente que se disponía a bailar y luego la posó de nuevo sobre ella, esta vez acompañada por el leve toque de una sonrisa en los labios.

—¿«Milord»? Veo que ya va aprendiendo cuál es su lugar.

—Eso ha sonado como si intentara coquetear conmigo… Nick. —Alva le apretó el brazo—. ¿Por qué no le gusto? ¿Es porque le han dicho que soy una cortesana?

—No. —Nick no pudo evitar ruborizarse e inmediatamente se odió por ello—. No. Puede hacer lo que quiera. En ningún caso es asunto mío.

La orquesta empezó a tocar el vals. A medida que los bailarines ocupaban la pista, la periferia del salón se fue llenando de gente, tanta que llegó un momento que no se podía ni andar y quienes que no tenían intención de bailar se dirigieron hacia los salones adyacentes o la terraza. Cuando se dio cuenta, Nick había salido con Alva, que lo guiaba hacia la balaustrada que se elevaba sobre el pequeño jardín de la casa. Había más gente a su alrededor, y Alva le habló en voz baja y al oído.

—¿Le da igual que sea una cortesana? ¿Una ramera? Seguro que no. Cree que quizá podría tenerme a cambio de dinero. O que mi interés por usted es puramente crematístico. Así la amistad parece imposible. Ya ve con qué rapidez se interpone entre nosotros la insignificante cuestión de mi profesión.

Nick se volvió hacia ella y la multitud los acercó aún más. Podía sentir su aliento en la cara.

—No he venido aquí en su busca —le dijo—. Sé que le han dicho que esa era mi intención, pero no es así. No necesito una amante.

Alva cruzó el espacio que los separaba y su mano izquierda se posó sobre el muslo de Nick con la delicadeza de una mariposa. Cuando habló, su voz de champán le llenó la cabeza de burbujas.

—¿Y si… soy yo la que está buscando un amo?

Y, de pronto, su pene despertó. Maldita fuera. Alva sonrió (Nick lo supo porque estaban tan cerca el uno de la otra que sintió la caricia de sus labios moviéndose, suaves como una pluma, sobre su mejilla) y luego sus dedos se movieron en una delicada caricia a lo largo de su pobre y estúpido pene.

—Diría que la idea no le parece tan mal —le susurró.

—Dios. —Nick se volvió de cara a la balaustrada—. Déjeme tranquilo.

Alva suspiró y, por el sonido de su voz, no quedaba claro si lamentaba su decisión o si se lo estaba pasando en grande.

—Vaya, «buena está la noche para enfriar a una cortesana». Solo intentaba provocarle, milord. No quiere ser mi amante, lo comprendo. —Se dio la vuelta y, apoyándose en la barandilla, dirigió la mirada hacia el jardín—. De hecho, será bueno que solo seamos amigos. Pero debemos serlo.

—¿Por qué, por el amor de Dios? —La miró de soslayo, el cabello casi blanco, la elegante curva de la espalda, los codos apoyados en la barandilla—. No necesito amigos y mucho menos amigos como usted.

Alva levantó la cabeza y la expresión de su rostro era todo calidez.

—Sí, me necesita. Debería bastarle como prueba el incidente de antes en el salón. Está descontrolado y le conviene rodearse de amigos. —Levantó una mano y le acarició la cicatriz que le cruzaba la ceja—. Pobre lord Blackdown. No entiende nada, ¿verdad?

—No, en eso tiene razón. Le agradecería que se explicara.

Alva dirigió la mirada otra vez hacia el jardín.

—Pero yo soy muy sencilla. No necesito explicación. —Lo miró directamente a los ojos—. ¿Entiende lo que le estoy diciendo? No soy yo quien necesita explicación.

De pronto, Nick comprendió lo que intentaba decirle y sintió una repentina excitación corriéndole por las venas. No era nada sexual, sino pura energía intelectual. Alva tenía respuestas.

—Sí. Sí, creo que sí.

Pero justo en aquel momento los interrumpieron.

—¡Alva! —Un hombre visiblemente borracho, grande y feo como un sapo, se interpuso entre los dos—. Alva, mi ángel. Mi diosa.

Cogió las manos de Alva entre las suyas, enormes y peludas, y se quedó allí plantado llorando desconsoladamente sobre su hombro, como un bulldog olisqueando a un diminuto perro de aguas.

—Disculpe —dijo Nick, indignado—, estoy hablando con la señora.

El hombre volvió la cabeza y tuvo que tomarse su tiempo antes de poder clavar los ojos, desenfocados e inyectados en sangre, en Nick. Cuando por fin lo consiguió, una nueva riada de lágrimas le anegó las mejillas.

—Oh, no. No. ¡Es usted muy apuesto!

Nick arqueó una ceja, pero el hombre ya no estaba para sutilezas. Con un gemido, se lanzó sobre Nick, que solo tuvo tiempo para levantar los puños e intentar repeler el ataque. Sin embargo, aquel gigante no pretendía luchar; lo que quería era un abrazo. Atrajo a Nick hacia su pecho como quien atrae a un niño y, envolviéndolo con delicadeza entre sus brazos, lo meció lentamente, con la mirada perdida en las estrellas.

—¡Soy tan infeliz! —De pronto, se derrumbó llorando sobre el hombro de Nick y se agarró con fuerza a su chaqueta—. Nunca me querrá. Nunca. Mi Alva. Mi ángel. Mi diosa.

Nick reprimió una carcajada y le dio unas palmaditas en la espalda. Luego, mirando a Alva por encima del hombro del gigante, formó la palabra «sálveme» con los labios y ella asintió, al borde también de un ataque de risa.

—Vamos, Henry —dijo, apartando al hombre de Nick con sus elegantes manos—. Ya basta. Tranquilo, ya está. No llore. —Sacó un pañuelo de la nada y le limpió la cara cubierta de lágrimas—. Tiene que calmarse, querido. Ya hemos hablado de esto, ¿recuerda? Me prometió que no habría más escenas como esta.

El gigante parecía más tranquilo, pero no podía parar de llorar.

—Estoy enamorado de usted, Alva. No puedo soportarlo. Este hombre es muy apuesto. —Señaló a Nick—. Me dijo que no había nadie más.

—Ya le he dicho que no tengo ningún amante, Henry. —Mientras lo decía, Alva miró disimuladamente a Nick—. Y es la verdad, pero algún día podría ocurrir y usted tendrá que ser fuerte. Nunca podré ser su esposa.

—Pero, Alva, yo la amo.

Su voz sonaba apagada, como la de un niño consentido.

—Ya basta, Henry. Váyase a casa —le ordenó ella con firmeza.

—Oh, Alva —exclamó el gigante, y las lágrimas empezaron a brotar de nuevo—. Mi ángel. Mi diosa —le dijo, cogiéndole las manos.

Por primera vez, el tono de voz de Alva fue brusco.

—Henry, ¡basta ya!

Para sorpresa y deleite de Nick, Alva cogió carrerilla y le propino una buena torta en toda la cara. Las lágrimas desaparecieron tan deprisa como habían llegado.

—Alva. —Henry se cubrió la mejilla con la mano—. Mi… mi…

Ella lo miró a los ojos con las manos en la cadera.

—¿Su qué? ¿A qué se refiere? ¿Soy su ángel o su diosa? Porque los ángeles son muy diferentes de las diosas, Henry.

Su admirador se la quedó mirando en silencio, hasta que se le volvieron a llenar los ojos de lágrimas.

—Oh, por el amor de Dios. —Alva alzó las manos al cielo—. Váyase a casa, Henry. Mejor váyase a casa antes de que me obligue a darle otra bofetada.

—Alva.

Henry levantó una mano para tocarla, pero se lo pensó dos veces; se dio la vuelta lentamente y se alejó tambaleándose.

Nick no pudo contenerse y empezó a aplaudir.

—Bien hecho. Maravilloso.

Alva regresó junto a la balaustrada con una sonrisa en la boca mucho más natural que la que Nick le había visto hasta entonces. Curiosamente, aquella nueva expresión matizaba su belleza, la hacía menos espectacular, pero también más real.

—Hace poco que perdí a mi amante —explicó— y, desde entonces, no dejan de salirme pretendientes.

—Siento su pérdida.

Los ojos de Alva se iluminaron.

—Gracias. Es usted muy amable, milord. Siento lo de Henry. Espero que no le haya estropeado la chaqueta.

—Se puede arreglar. Además, no recibo piropos sobre mi aspecto físico todos los días. Ah, y por favor —añadió, sonriendo—, llámeme Nick.

Alva abrió la boca para decir algo, pero no pudo; los volvieron a interrumpir, esta vez Bertrand Penture.

—Discúlpeme, señorita Blomgren. —Se inclinó en una reverencia y Alva hizo lo propio, aunque ella aprovechó para mandarle una sonrisa a Nick mientras se agachaba. Cuando Penture volvió a levantarse, el rostro de Alva era la viva imagen de la indiferencia—. Me temo que le tengo que robar a su compañía. —Penture se volvió hacia Nick—. Si es tan amable de acompañarme, milord. Me gustaría que probara un coñac que he estado guardando para un invitado tan especial como usted.

Nick inclinó la cabeza.

—Por supuesto, monsieur Penture, será un placer. Pero antes permítame que me despida de esta adorable criatura. Ahora mismo me reúno con usted.

Le guiñó un ojo e inmediatamente el rostro del francés se contrajo en una mueca de asco.

—Por supuesto. Un lacayo le acompañará al estudio cuando haya… terminado —dijo Penture, y, sin más, se marchó.

Alva y Nick lo siguieron con la mirada hasta que su espalda negra se confundió entre la multitud. Entonces, los dos empezaron a hablar al mismo tiempo.

—Yo…

—Aún…

Los dos guardaron silencio, sorprendidos, y fue Alva quien siguió hablando.

—Aún no hemos terminado la conversación. —Apoyó una mano en el hombro de Nick—. Si cambia de opinión y decide que sí necesita amigos, me encontrará en Soho Square.

Y le dio la espalda, lista para irse.

—Espere. —Nick la cogió de la mano—. No quiero ser su amante, pero sí su amigo. Quiero… quiero aprender de usted. Empiezo a pensar que en realidad sí que me cae bien.

—Gracias.

Alva le apretó la mano.

—Una cosa más, Alva. —Nick la miró fijamente a los ojos—. Henry no ha sabido decir si es usted un ángel o una diosa, pero creo que yo sí lo sé. —Sintió la mano de Alva estremeciéndose dentro de la suya, una sola vez—. Es usted un ángel, ¿verdad? Un ángel muy especial.

Alva se llevó un dedo a los labios.

—¡Chis!

Y con un giro y un remolino de tela azul, desapareció.