Nick se detuvo en lo alto de la escalera y se tomó su tiempo para colocarse el sombrero a su gusto, disfrutando mientras tanto de la visión de Arkady, ya en la calle, frunciendo el ceño y pasándose el bastón de una mano a otra.
—Seguro que esto podría esperar hasta mañana, Arkady. Son más de las doce.
—Esta noche te estrenas al servicio del Gremio. ¡Deberías estar ansioso, como un joven sabueso! En cambio, te preocupas por tu sombrero como si fueras una mujer. ¡Vamos! Llegaremos tarde.
Se dio la vuelta y echó a andar.
Nick bajó la escalera con paso ligero, levantó la mirada hacia las estrellas y luego corrió detrás de su amigo.
—Supongo que pararemos un coche, ¿no? ¿O me vas a llevar al siglo XXI para coger el metro? Porque por una vez no voy armado.
—No seas cobarde. Llevo un garrote. —Arkady se golpeó la palma de la mano con la gruesa empuñadura de latón de su bastón—. ¡Un coche! ¡El metro! ¡Ni pensarlo! Es agradable sentirse vivo cuando acecha el peligro. Las estrellas y la luna brillan en el cielo. Puede que la ciudad apeste, pero no me negarás que es hermosa. Nos sonríe. Porque somos sus reyes, sus señores. En todas las eras nos reconoce y nos da la bienvenida como lo haría una amante.
—Mmm. Una ciudad apestosa nos recibe a los dos como a sus amantes. Una visión inspiradora. Eres un pésimo poeta.
—¡Bah! —Arkady chasqueó los dedos—. Esto es lo que opino de tus críticas.
Bajaron por Berkeley Street hacia Piccadilly, y luego al este hasta la City. Arkady no se equivocaba. La noche era preciosa y estaba llena de peligros; mientras caminaba, Nick sintió una valentía desconocida corriéndole por las venas. Nick estaba preparado para hacer frente a rateros, a maleantes, a asaltadores de caminos y a toda la fauna georgiana. ¿Por qué aquella especie de estado de alerta se parecía tanto a la felicidad?
Julia. Ella era la respuesta. Lo había seguido hasta la cúpula y allí él le había arrancado suspiros como si fueran algodón de azúcar. Nick se rindió a sus pensamientos más lascivos. ¿Por qué no? Estaba en casa de nuevo, Londres seguía siendo la ciudad sucia y peligrosa de siempre, y él estaba vivo. ¿Qué mejor manera de celebrarlo que imaginar el delicioso desfloramiento de Julia Percy?
Nick y Arkady caminaron un rato en silencio. Las calles estaban oscuras, pero no dormían. Aquí y allá pequeños grupos de hombres regresaban a casa, y de vez en cuando una mujer, apoyada en algún portal, dejaba bien claro qué clase de mercancía ofrecía. Un perro ladró a lo lejos y enseguida le contestó otro; Nick vio una rata con el rabillo del ojo, escondiéndose entre las piedras de un muro en ruinas. Cuando llegaron a Strand, la calle estaba más transitada. Al sur, unas calles más abajo, podían ver el Támesis; la marea estaba baja y los barcos de pesca que faenaban por la noche, cada uno con su linterna bailando sobre las aguas, abarrotaban el canal central. Las riberas, largas y sinuosas, estaban salpicadas aquí y allá de gente, algunos alimentando hogueras, otros buscando tesoros entre las rocas, huesos y pipas rotas que abarrotaban los lodazales.
De pronto, apareció de la nada un grupo de chavales, poco más que niños, y se les pegaron a los talones sin dejar de pedir limosna. Las estrellas iluminaban sus ojos hambrientos pero llenos de esperanza. Nick estaba a punto de darles unas cuantas monedas cuando recordó que, si lo hacía, se estaría convirtiendo a sí mismo en objetivo de chavales mayores o, incluso, adultos, que podían estar esperando escondidos entre las sombras.
Miró de reojo a Arkady, el hombre que lo había llevado de vuelta. La sonrisa del ruso era tan tranquila y serena como la luna misma. El conde apartó suavemente a un niño harapiento sirviéndose del bastón. Lo hizo con mano experta, deslizándolo bajo el brazo del chico y redirigiendo sus pasos. Fue como si el muchacho fuera un gato y le estuviera ofreciendo el costado para que se lo rascara. Se dio la vuelta y lo volvió a intentar, con su pequeño rostro erguido a la pareja de aristócratas, pero el bastón de Arkady le cortó el paso y Nick vio la cara de la pobre criatura perder la mirada de esperanza y cerrarse. El grupo fue quedándose atrás y convirtiendo las súplicas en maldiciones a medida que los dos amigos salían de sus vidas para siempre.
—No haces preguntas —dijo Arkady, rompiendo por fin el silencio—. Eso es muy raro en ti.
—He aprendido que no sirve para nada, porque no conseguiré respuestas.
—Aun así, te he dicho que vamos a encontrarnos con alguien lejos de la graciosa Mayfair. Te llevo a la zona más oscura de la City para que conozcas a alguien. O eres muy valiente o muy estúpido, amigo mío.
—Esa es fácil. Soy muy estúpido.
—¿No quieres saber adónde vamos y por qué?
—Oh, no. —Nick agitó una mano—. ¡Yo te sigo! ¿Sabes? Me he dado cuenta de que no soy más que un humilde peón. Juego en varios tableros al mismo tiempo, eso es cierto, pero siempre soy un peón.
—¿Qué otros tableros? Solo hay uno, el del Gremio.
Nick sonrió.
—Tú me has traído de vuelta a casa, Arkady, a esta especie de crepúsculo de la aristocracia. Me has devuelto mi nombre, aunque solo sea de forma temporal. Así pues, a menos que vayas a decirme que el príncipe regente también es un viajero del tiempo, me temo que estoy obligado a jugar en su tablero. ¿No te lo he contado? Me ha enviado una citación. Tengo que presentarme mañana en la Cámara de los Lores.
—¿De eso iba lo de esta noche durante la cena? ¡Mi pobre monaguillo, es toda una desgracia! —exclamó entre carcajadas—. Puede que sea el crepúsculo de la aristocracia, pero el dinero… ¡siempre hay tiempo para el dinero! Por eso la Ley del Maíz acabará siendo aprobada. La gente sufre. Décadas más tarde, es derogada, pero ¡vaya por Dios! ¡Ya es demasiado tarde para salvar a los irlandeses! —Arkady bostezó—. Tal es la locura de los Naturales. No tiene nada que ver contigo, ni nada que puedas hacer para cambiarlo.
—Pensaba votar a favor.
Aquello borró la sonrisa del rostro de Arkady. Se detuvo en seco y miró fijamente a su amigo.
—¿Qué? Pero ¡si sabes que es una ley terrible!
—Ah. —Nick se puso bien los puños de la camisa—. Creía que habías dicho que no importaba lo que hiciera. Pensaba que eras de la opinión de que la ley es aburrida.
La mirada de Arkady se suavizó.
—¡Estás tergiversando mis palabras contra mí! ¡Me has engañado!
—Podría ser. —Nick sonrió—. Temes que las cosas puedan cambiar, Arkady, admítelo. Que los ofan puedan cambiar las cosas. Que yo pueda hacerlo también. No quieres que piense por mí mismo, por si acaso la cago en el futuro.
—¿Es eso lo que crees? —Arkady echó a andar de nuevo balanceando alegremente el bastón—. ¿Que puedes cambiar el mundo? Me parto de risa.
—De acuerdo, pero si no puedo cambiar las cosas, ¿por qué te importa? Es evidente que no quieres que asuma ni el papel más insignificante en la política inglesa. ¿Por qué?
—No me importa. Lo único que te digo es que no hay diferencia. Vota a favor de la ley y mancilla tu alma inmortal, o vota en contra y haz que los santos sonrían en el cielo. ¿El sentido de tu voto? Me dirá si eres un buen hombre, pero nada más. La Ley del Maíz será aprobada. La gente se morirá de hambre. Los barones y los condes seguirán siendo ricos una generación más. Pero ¿tú? Tú estás unido al Gremio. Por eso no quiero que te distraigas con cosas sin importancia.
Nick metió las manos en los bolsillos y encontró la bellota. Estaban rodeando la iglesia de Saint Clement Danes. Levantó la mirada hacia el campanario, que se erguía, alto y oscuro, frente a un cielo ligeramente más claro. Naranjas y limones, las campanas de Saint Clement; eso decía la canción. Arkady tenía razón, por supuesto. ¿Qué tenían que ver sus problemas (el príncipe, sus ex amigos, su hermana, su compañero de armas) con el Río del Tiempo? Pero la citación, Kirklaw, Clare y Jem Jemison eran reales. No podía simplemente ignorar su existencia.
Arkady seguía con su perorata.
—Imagina que de algún modo consigues convencer a cien lores más para que voten contra la ley que protege su dinero y su poder. Imagina que no se aprueba. ¡Tú, Nick Davenant, has cambiado la historia! Pero ¿qué ocurre luego? ¿Los pobres dejan de serlo? ¿Los hambrientos encuentran qué comer? No. Cuando el pan es barato, las fábricas bajan los sueldos. ¿Tu Ley del Maíz? No es más que una pelea para decidir quién usa a los pobres como si fueran la gallina de los huevos de oro. —Arkady señaló el Támesis con la cabeza—. Los pobres están allí abajo, buscando entre huesos. Estarán allí para siempre.
Nick dirigió la mirada hacia el fondo de la calle que tenía a la derecha y vio un reflejo del río.
—¿Esa es tu maravillosa historia eterna, entonces? ¿El lecho de un río lleno de huesos y de basura?
—¡Bah! —Arkady sujetó a Nick por el brazo y le habló al oído, cada vez más enfadado—. ¡El río fluye hasta el mar, Davenant! Eres un humilde sirviente del Gremio. Actúa como tal.
Nick se apartó del conde.
—En ese caso, ¿crees que el Gremio podría mandarle una nota a mi otro jefe? «Querido príncipe Jorge: os ruego disculpéis a maese Nick por no haber participado en los actos históricos de hoy. Tenía que defender el Río del Tiempo de las garras de ángeles de cuatro caras que quieren apoderarse de él». Espero que funcione, Arkady, pero si no es así me esperan mañana en la Cámara de los Lores.
Arkady alzó las manos al cielo.
—¡Pues ve! ¡Ve y condénate para siempre!
Nick se postró ante el conde con una elaborada reverencia.
—Gracias, Lebedev, no sabes cuánto te agradezco tu permiso. Y ahora, ¿puedo abusar un poco más de tu infinita benevolencia y preguntar adónde vamos?
El ruso lo fulminó con la mirada y escupió las palabras como si fueran perdigonadas.
—A un baile.
Nick guardó silencio, sorprendido por la respuesta, pero luego se echó a reír.
—¡Un baile! ¿En qué me convierte eso? ¿En Cenicienta? ¿O en el Príncipe Azul?, y supongo que tú eres el hada madrina.
—Hay más personajes —dijo Arkady—. Las desagradables hermanas. La calabaza.
—Te aviso que tengo los pies grandes…
—Pero la cabeza… —Arkady lo miró de arriba abajo—. También la tienes grande. Y el pelo. Parece rojo. Juraría que eres la calabaza.
—Mi pelo no es rojo. Es castaño claro.
—Es… ¿cómo lo llaman? Rubio ceniza.
—¡Pues claro que no!
Nick estaba horrorizado. Su cabello no era tan oscuro como a él le habría gustado, pero definitivamente no era rubio ceniza, ni por asomo.
Arkady soltó una carcajada.
—¡Mi pequeño monaguillo! ¡Acabo de descubrir que eres vanidoso!
—El pelo es tu pecado capital, Arkady, no el mío.
—Sí. —El conde se irguió aún más—. Tengo un pelo muy bonito; siempre ha sido así. Cuando era joven, era negro como el azabache. A las mujeres les encantaba. Ahora es blanco impoluto y, aun así, las mujeres…
—Sí, sí, las mujeres. Lo sé. Háblame del baile.
Avanzaban por Fleet Street, justo a la altura de la cárcel de deudores; se oyeron algunas voces procedentes de las ventanas suplicando caridad para poder pagar la fianza, incluso a aquellas horas de la noche.
—Es la celebración anual para los miembros del Gremio que viven en Londres y sus alrededores.
—¿Por qué aquí, en la City?
—¡Ah! Veo que no eres tonto. Esa es una muy buena pregunta. Piénsalo. En el siglo XXI, cualquier rico puede ser poderoso, ¿verdad?
—Supongo que sí. También hay que tener ambición e inteligencia, pero el dinero abre muchas puertas.
—Exacto. —Arkady hizo girar el bastón—. Pero aquí y ahora, en la Gran Bretaña de 1815… Por ejemplo usted, lord Blackdown, ¿saludaría a un hombre simplemente porque estuviera podrido de dinero?
Nick dirigió la mirada hacia Ludgate Hill, donde la cúpula de San Pablo, oscurecida por el humo, se levantaba orgullosa como si fuera una segunda luna iluminando el cielo. La City quedaría irreconocible en los siguientes dos siglos. El imperio la vendería y las bombas alemanas reducirían una parte a escombros. Más adelante volvería a erguirse, esta vez a base de cristal y acero.
—Claro que no —respondió—. No podría. Y tú tampoco.
—Cierto. Por eso el baile se celebra aquí. En 1815, los miembros del Gremio son gente adinerada y culta, como ha sido siempre y como siempre será, pero viven al margen de la sociedad. No pueden decir quiénes son sus padres. Viven sus vidas sin un apellido. Son extranjeros. Nunca encontrarás a un miembro del Gremio en Almack o en White. En la City, es ahí donde los encontrarás.
Nick se encogió de hombros.
—Entiendo. ¿Te preocupa que los mire por encima del hombro? Me conoces bien, Arkady. No me he ahogado y no voy a hacerlo ahora. Me gusta el mundo del futuro, más justo e igualitario. Me parece bien.
—Sí. Es una visión muy agradable, ese mundo igualitario del que hablas, pero yo me pregunto: ¿te seguirá pareciendo bien el que viene después de tu querido 2013? —Arkady aminoró la marcha; sus botas resonaban sobre los adoquines de la calle. Esta vez habló en voz más baja—. En cualquier caso, no estamos hablando del mundo que viene. Estamos hablando del Gremio. Recuerda lo que la mayoría de los miembros creen: no hay retorno. Pero ¿tú y yo? Nosotros somos del futuro, así que no le digas a nadie que eres del Gremio. Esta noche serás un Natural que ha aterrizado en 1815 después de pasar por 1813 y 1814. Lord Blackdown, que no sabe nada de los viajes en el tiempo. Yo soy tu ruidoso amigo, el conde Lebedev. También soy un Natural. Somos los ilustres invitados de monsieur Bertrand Penture.
—Entendido —asintió Nick—. Tengo que hacerme pasar por un ricachón ignorante.
—Sí. Y los miembros del Gremio presentes también fingirán. La fiesta será una reunión de comerciantes extranjeros y sus esposas. Monsieur Penture importa bienes desde Oriente. Sus barcos acaban de regresar de China y ahora sus inversores son aún más ricos que antes. Ellos celebran una fiesta, nosotros acudimos. Todo el mundo contento.
—¿Y eso es todo? ¿Me has arrastrado doscientos años hacia el pasado para enviarme a una fiesta donde se supone que debo fingir que no sé nada?
—¡Ah, no! Y ahora llegamos al meollo del asunto. Esta noche empezaremos a desenmascarar a un traidor. Los ofan se han vuelto fuertes en Londres. Penture es el nuevo regidor. Es un hombre ambicioso. Quiere perseguir a los ofan hasta expulsarlos del siglo XIX, pero antes necesita saber quién es quién. Antes de la guerra, hay que hacer labores de espionaje, y para eso te necesitamos a ti. Por eso hemos salido esta noche. —Arkady cogió a Nick por el brazo—. Hoy comienza tu misión. Y tiene que ser esta noche, porque mañana yo ya no estaré.
Nick miró al conde, sorprendido.
—¿Adónde vas?
—Vuelvo a Devon, por supuesto. Debo volver y hacer preguntas sobre el tal lord Darchester, el misterioso y tristemente desquiciado conde. Podría ser la clave de lo que estamos buscando.
—Los ofan —dijo Nick—. Y las habilidades que están desarrollando. El señor Mibbs.
—Sí, los ofan, pero no el señor Mibbs. No creo que el hombre de los trajes extraños sea importante. —Arkady agitó una mano, como restándole importancia al asunto—. Alice está preocupada, pero ¿yo? Eso que, según tú, es capaz de hacer es imposible. Hacer sentir cosas a la gente. Controlar emociones. No es comportamiento típico de los ofan.
—Ha sucedido.
—Bah. Olvídate del señor Mibbs. Está muy lejos de aquí, en el futuro, seguramente siguiendo a algún otro joven apuesto como tú. Nosotros estamos aquí y ahora, igual que los ofan. Tú tienes un trabajo en Londres y yo, en Devon. Debo averiguar el alcance del poder de nuestro amigo el conde y descubrir si los ofan lo conocen. No creo que tarde mucho. Luego volveré, pero estaré fuera unas dos semanas. Y mientras yo no esté, tú tienes trabajo pendiente.
Nick suspiró y desistió en su intención de defender su honor en el asunto Mibbs. Era consciente de que cada vez le costaba más recordar lo sucedido con claridad; habían pasado muchas cosas desde entonces, y algunas de ellas habían afectado a su percepción de las emociones: qué eran, para qué servían. Desde aquel día, Nick se había sumergido en un flujo constante de sentimientos y había vivido varias semanas en el pasado. De hecho, las emociones habían sido tan intensas tras su regreso que había estado a punto de ahogarse de nuevo en esta era. Y Arkady, a pesar de ser un auténtico incordio y estar obsesionado con el sexo, se había comportado como un guía fiel, mostrándole el camino, advirtiéndole de los peligros. Quizá el viejo buitre tenía razón. Puede que Mibbs no fuese más que un tipo cualquiera, vestido con un traje absurdo.
—Está bien —dijo Nick—, estoy listo para arrimar el hombro, pero no sé nada del Gremio en esta época. ¿Cómo se supone que voy a reconocer a los ofan? ¿Y qué hago con ellos cuando los encuentre?
—Mi querido monaguillo. —Arkady pasó un brazo alrededor de los hombros de Nick y su voz se tiñó de ternura—. Tu trabajo no es tan extenso. No eres James Bond, que todo lo sabe y tiene coches bonitos y licencia para matar. No. Tu trabajo es mucho más pequeño, mucho más preciso.
Nick percibió una sensación de inquietud subiéndole por la espalda.
—Asistes a esta fiesta porque eres un joven lord aficionado a la compañía femenina. —Arkady tiró de él y lo apretó contra su cuerpo—. Te has enterado de que hoy asistirá a la fiesta cierta mujer y has venido porque estás buscando amante.
Nick se detuvo en seco.
—¡No!
A Arkady le brillaron los ojos.
—¡Pues sí, mi querido monaguillo! ¡Para eso te hemos arrastrado hasta el pasado!
Inclinó la cabeza hacia atrás y se rió a carcajadas.
—Me tomas el pelo.
Arkady soltó el hombro de su amigo y se enjugó los ojos.
—¡No, no te tomo el pelo! ¿No te parece divertido? —Se tomó unos segundos para recomponerse—. Pero sigue siendo muy serio, este trabajo que vas a hacer para nosotros. La guerra contra los ofan empezará pronto y debemos reunir toda la información que podamos. Una de las invitadas de esta noche se llama Alva Blomgren. Es una traidora del Gremio. Una espía sueca. Una gran cortesana que recientemente ha perdido a su amante. Y tú estás aquí para ocupar el puesto de ese hombre en su corazón.
—Esto es… —Nick intentó encontrar las palabras adecuadas—. Una tomadura de pelo, eso es lo que es. No pienso hacerlo.
Arkady parecía sorprendido de verdad.
—¿Te rebelas porque no estás aquí para matar? ¿Tan infantil eres que prefieres una pistola de juguete antes que a una mujer? Te lo dije la noche en la que saltamos, te dije por qué te queríamos.
—Eso no es cierto.
—Sí lo es. Te queremos por tus encantos, te lo dije. Sabemos que eres el terror de las mujeres, en Nueva York y en Vermont, ¿o qué creías? Tantas mujeres adorables. ¿Cómo era aquello que dijo vuestro Nelson con las banderas? «Inglaterra espera… espera…»
—«Inglaterra espera que todo hombre cumpla con su deber» —murmuró Nick.
—Eso. —Arkady sonrió, divertido—. Lo mismo ocurre con el Gremio.
Nick miró al conde, se retiró a un lado y escupió en el suelo.
—No pienso ser vuestra ramera —sentenció, y dio media vuelta—. Buenas noches, Arkady.
—No seas tonto… Mira, ya hemos llegado.
El conde sujetó a Nick por el brazo y se apresuró a llamar a una enorme puerta negra que se encontraba directamente en Ludgate Hill. Se abrió al instante y, al otro lado, apareció un mayordomo de no menos de dos metros de altura que los invitó a pasar al recibidor, repleto de hombres y mujeres. A través de una puerta abierta, Nick pudo ver un salón iluminado por cientos de velas y lleno de suntuosos vestidos de baile por todas partes.
—No pienso hacerlo —dijo Nick, mientras se quitaban el abrigo y el sombrero.
Arkady lo guió hacia la multitud.
—Tu pureza recién descubierta es encantadora, por supuesto —se burló, aunque la sonrisa que le iluminaba la cara era más propia de un beato—, pero no debes tener miedo. Será buena contigo.