22

Julia le frunció el ceño a su propia imagen reflejada en el espejo. Llevaba más de una hora mirando el techo, y luego su reflejo, y luego por la ventana, y de nuevo el espejo. Ojos, nariz, boca. Cuello, brazos, pechos. Manos. Vientre, genitales, muslos. Rodillas, pies, dedos.

Problemas.

Pero ahora el reloj y su problemático cuerpo le estaban diciendo que era hora de bajar a cenar. El vestido descansaba sobre la cama; los peines y las cintas, sobre la cómoda. Todo estaba preparado. Julia llamó a la doncella.

Una vez vestida y de nuevo a solas, Julia se pellizcó las mejillas para conseguir algo de color. El reloj marcaba los segundos con un ruido ensordecedor, pero tan lentamente… Si bajaba ya, llegaría demasiado pronto. Si llegaba pronto, tendría que verle la cara cuando entrara. En cambio, si llegaba tarde sería él quien le viera la cara a ella al entrar. Parecían posibilidades completamente distintas, pero no importaba cuál escogiera: tendría que ver a Blackdown durante la cena, hablar con él, mirarlo y fingir que no había pasado nada. Antes le había parecido más fácil, cuando solo se habían besado una vez bajo la lluvia. Después de aquello, Julia se había tenido que enfrentar a su propio deseo durante un tiempo, pero al final había conseguido apartarlo de su mente. O eso creía ella. Había bastado con unos segundos a solas con Blackdown en una cúpula acristalada por encima de la plaza para descubrir que su deseo, perfectamente controlado, era como un muñeco con resorte escondido dentro de una caja sorpresa, listo para saltar en cualquier momento.

Al final, resultó que Julia y Blackdown se encontraron en lo alto de la escalera. Él sonrió al verla y la expresión de su rostro no era ni confiada ni distante, sino simplemente la suya. Julia se relajó y bajó la escalera a su lado.

—¿Has leído el poema?

—Aún no.

—¿Suficiente emoción para una sola tarde?

—¡Suficiente!

Lo adelantó y escuchó su risa mientras bajaba la escalera detrás de ella.

Aquella noche, Bella y la marquesa habían salido a cenar a Greenwich, donde pasarían la noche como invitadas de lord y lady Latch, lo cual significaba que la mesa estaba preparada solo para cuatro. Cuando Nick y Julia entraron, Clare y el conde ya se habían sentado y estaban conversando con el tono distendido que les era habitual. Julia no podía comprender cómo Clare soportaba a aquel hombre, y lo cierto era que incluso parecía que le gustaba. El ruso se levantó y saludó a Julia con una reverencia al verla entrar por la puerta, y Clare le contó que el conde le estaba explicando cómo escapar de los lobos en Rusia.

—Se lo está inventando, lo sé —dijo Clare—, pero según él los lobos no soportan el sonido del francés. Lo único que hay que hacer es dirigirse a la bestia en francés y saldrá corriendo.

—Es cierto, lo juro —protestó el conde mientras retiraba la silla para Julia, pero sin desviar la atención de Clare—. ¿Usted habla francés?

—Conozco algunas palabras.

—Algunas palabras, suficientes para un lobo. Adelante, inténtelo.

Se inclinó sobre la mesa y gruñó.

Bonjour, monsieur le Lobo —dijo Clare—. Comment ça va?

El conde aulló y se lamentó como un cachorro herido.

—¿Lo ve? —Miró a Clare con una sonrisa en la boca y Julia pensó que sus dientes sí tenían algo de lobuno—. Así de sencillo.

Miró a Nick para ver qué pensaba él de semejante escena. El rostro del marqués parecía intencionadamente inexpresivo. Julia fijó la mirada en su plato y se preparó para una velada incómoda.

Con la comida ya en la mesa, Nick dirigió la conversación hacia la Ley del Maíz y se enzarzó con Clare en una acalorada discusión sobre sus méritos y sus fallos. El conde detestaba la política tan abiertamente que Julia se preguntó si Nick no habría sacado el tema a propósito para evitar que su amigo hablara con su hermana. De hecho, el conde intentó intervenir varias veces.

—¡La Ley del Maíz! ¡Bah!

Nadie respondió.

—Está prácticamente aprobada. ¿Por qué darle más vueltas, Blackdown? Seguro que tiene cosas más importantes en las que pensar.

Nick le dio la espalda y siguió hablando con su hermana.

—¡Es de mala educación hacer hablar de política a una mujer!

Clare dejó lo que estaba diciendo a media frase.

Mal chien! —exclamó, señalando al conde—. Mal!

La consecuencia negativa de la situación fue que el conde se vio obligado a hablar con Julia. Se volvió hacia ella con un suspiro apenas disimulado y le preguntó qué tal le había ido el día. Ella respondió que muy bien, que había estado leyendo. ¿Y él? ¿Había descansado?

—La lluvia inglesa, siempre tan desagradable. Me quedé dormido. Pero dígame… —Bajó la voz hasta que apenas fue un murmullo—. Tiene los ojos muy oscuros.

—Mi abuelo los tenía igual.

El conde la miró en silencio, sin apartar la vista de sus ojos.

—Pobrecilla. Y ahora es usted ofan.

Julia sintió que se le aceleraba el corazón. ¿Cómo lo había averiguado? No había hecho nada en su presencia que pudiera delatar su capacidad para manipular el tiempo. Y, sin embargo, ¡el conde lo sabía!

Pero los ojos azules de Lebedev seguían siendo transparentes y su sonrisa, benigna.

Orphan.

La había llamado huérfana en inglés.

Se maldijo en silencio por el ataque de pánico que había estado a punto de tener y que habría revelado su secreto.

—Le agradezco su preocupación —respondió finalmente con una voz aguda como la de un niño. Julia prefería que la considerara un poco simple. Mejor eso que la alternativa. Carraspeó discretamente—. Y gracias por participar en el plan para liberarme de mi primo.

—Fue todo un placer. —El gesto de la cabeza con el que acompañó sus palabras tenía como objetivo dejar claro que la tarea de salvarla le había parecido una lata, pero Julia sabía que no era así. Al ruso le había fascinado su primo Eamon; creía que era un ofan. Y ahora se disponía a averiguar más al respecto, para disgusto de Julia—. Ese primo suyo, el nuevo conde que sustituye a su abuelo; ¿tiene mucha relación con él?

—Apenas nos conocemos.

—Y ¿desde la muerte de su abuelo? ¿No ha tenido la oportunidad de conocerlo mejor?

—No es un hombre especialmente sociable.

—Quizá le pareció ver algo raro en él. —Hablaba como si Julia fuera una niña, siempre con preguntas sencillas y en un tono de voz amistoso—. Puede que tenga instrumentos misteriosos en su estudio. ¿Le pareció que hablaba o actuaba de forma extraña? ¿Recuerda algo, algún objeto en particular, al que le tuviera un apego especial?

Julia se mordió el labio. Así que el conde también estaba buscando un talismán. El abuelo le había dicho que podría haber otros, además de Eamon, interesados en hacerle preguntas extrañas. «Finge», le había dicho. «No se lo cuentes a nadie. Finge». Era al conde Lebedev a quien se refería su abuelo. Al conde Lebedev y a…

Quizá también a Blackdown.

El conde se inclinó hacia ella.

—¿Y bien? ¿Recuerda algo en particular?

—No —respondió Julia, intentando que el ruso sintiera que decía la verdad, oponiéndose con todas sus fuerzas a sus sospechas—. Nada como lo que me ha descrito.

Para sorpresa de Julia, Lebedev se dio por satisfecho.

—No, por supuesto que no.

Visiblemente decepcionado, dejó que su mirada reposara en ella unos segundos más antes de volverse de nuevo hacia su plato y seguir comiendo, sin prestarle ya la menor atención.

Julia cogió cuchillo y tenedor, y se obligó a comer, se obligó a pensar en cualquier cosa que no fueran ofan y el tiempo y el maldito talismán, ¡que era ella!

Nick. Su voz. Aún seguía hablando con Clare.

Puede que él también estuviera buscando ofan. Quizá era tan peligroso como su amigo ruso. Sin embargo, aquel mismo día en la cúpula le había dicho que era «su» Julia. Eso solo podía significar que significaba algo para él. Se aferró al sonido de su voz y a las palabras que salían de su boca como si fueran los restos de un naufragio.

—Digamos que esta Ley del Maíz tiene tantos defensores como detractores y que con tu voto puedes inclinar el resultado de la votación, pero pagando un precio. ¿Estarías dispuesta a sacrificar tu buen nombre por tus convicciones?

—¿Me estás preguntando si yo estaría dispuesta a…?

—No. —Blackdown extendió las manos en un gesto de negación—. Por supuesto que no, Clare. Te estoy preguntando si podrías soportar… —Hizo una pausa—. Que la gente te rechazara. Si pudieras inclinar el voto en un sentido o en el contrario, pero supieras que la gente hablaría de ti, que te calumniaría…

—Mucha gente habla mal de los demás hagan lo que hagan —dijo Clare—. Y hay muchos clubes. Vota a favor de la ley y tendrás un nuevo grupo de amigos. Vota en contra y tendrás otro. Si te expulsaran de White, ¿qué harías? Ir a Brooks. —Miró a su hermano y sonrió—. Quizá algún día acabes yendo a Brooks de todos modos.

—Sí, tienes toda la razón, pero tú eres una mujer.

—¿Y me puedes decir dónde está la diferencia?

—Para las mujeres, solo hay un club lo suficientemente respetable.

—Ah. —Clare se recolocó la cofia—. Cuánta razón tienes. Y qué grosero eres por recordármelo.

—No quería decir…

Clare se inclinó hacia su hermano y le dio unas palmaditas en el brazo.

—Por el amor de Dios, Nick, solo intentaba bromear contigo. Me has hecho una pregunta hipotética. No te preocupes por la respuesta. —Clare se volvió hacia su amiga—. ¿Qué opinas tú?

Ambos hermanos la miraron fijamente, esperando su respuesta. Hasta el ruso levantó la mirada del plato.

—¿Si sacrificaría mi buen nombre por mis convicciones? —Julia consideró la respuesta y recordó el sentimiento de honda desolación que se había apoderado de ella en Stoke Canon al descubrir que la gente del pueblo se había vuelto en su contra. Qué frágil le había parecido su vida, como si estuviera al borde de un precipicio—. Creo que ya no tengo una reputación por la que preocuparme. Ahora mismo, mi buen nombre depende del vuestro, Clare. La semana pasada descubrí que mis vecinos llevaban toda la vida esperando que les demostrara que…

Cerró un instante los ojos y recordó con una claridad apabullante lo que había sentido al apretar su pecho desnudo contra la boca de Blackdown.

Frunció los labios e intentó luchar contra el deseo de dirigir la mirada hacia Nick.

—Es ridículo —dijo Clare, retomando la conversación donde la había dejado Julia—. Las mujeres vivimos encadenadas a esa cosa llamada reputación. Si yo sacrifico la mía, destruyo también la de Julia.

Blackdown golpeó la mesa con la mano y el ruido sobresaltó a Julia.

—¡Es ridículo, sí! —exclamó indignado, levantando la voz—. ¡Algún día los libros de historia incluirán nuestra época como parte de la Edad Media!

Clare y Julia se echaron a reír, y Clare se levantó para besar a su hermano.

—Oh, Nick, creo que deberías unirte a Brooks cuanto antes. O fundar tu propio club. Y permitirme formar parte de él.

Nick frunció el ceño y se llevó un trozo de pescado a la boca, pero Clare no se movió de su lado y sonrió a Julia, con la mano aún sobre el hombro de su hermano.

—Desde que ha vuelto de España, mi hermano parece un hombre nuevo. Cree que las mujeres deberían controlar su propio destino. Un animal exótico, sin duda. ¿Crees que deberíamos exhibirlo en la torre de Londres, junto a los leones y los tigres?

—Por favor, señoras, hagan el favor de coger las riendas de sus vidas y así me ahorrarán un dolor de cabeza —dijo Blackdown, visiblemente cansado, después de limpiarse la boca con la servilleta—. Apenas llevo unas semanas en Inglaterra y parece que no hago otra cosa que preocuparme por las mujeres y sus reputaciones. ¡Alzaos y reclamad vuestros derechos, y a mí dejadme en paz!

El ruso interrumpió las risas y lo que dijo fue tan absurdo y tan tierno al mismo tiempo que Julia tardó unos segundos en recordar que aquel hombre era su enemigo.

—Cualquiera que dude del buen nombre de Julia Percy solo puede ser un loco. —Su voz sonaba áspera y grave—. Miren esos ojos.

Apartó su silla de la mesa y desapareció por la puerta del comedor.