La casa estaba en silencio, excepto por el sonido de las gotas de lluvia chocando contra los cristales. Julia estaba estirada en la cama intentando distraerse con una novela. Había rechazado la invitación para acompañar a Clare, a Bella y a la marquesa a visitar a Lydia, una prima segunda de la familia. En realidad, no le había costado nada decir que no: Lydia era una mujer mayor y famosa por su temperamento, que vivía en el aburrido distrito de Kensington. Tenía muchos gatos, tres loros y un marido que nunca hablaba. Bella decía que el marido seguramente estaba disecado, y es que el hombre siempre se sentaba en el mismo sitio y nunca decía ni una sola palabra. Julia había salido a despedirlas sin el más mínimo atisbo de arrepentimiento.
Creyéndose sola en la casa, Julia se dirigió al salón de dibujo y allí encontró al conde Lebedev profundamente dormido sobre dos sillas bergère, colocadas la una junto a la otra y separadas por la banqueta del clavicémbalo, sobre la que el conde apoyaba las rodillas en una postura, cuanto menos, ridícula. Allí estaba, tumbado y roncando, destrozando la exquisita tapicería de seda azul y dorada de las sillas. Julia se permitió observar al conde con una mirada larga y despectiva. Aquel era el hombre al que le tenía tanto miedo, el hombre que pretendía darle caza como a un animal. Aquel ser tosco y grosero a quien claramente no le importaba lo más mínimo la delicada sensibilidad de la marquesa, que profesaba un amor incondicional hacia aquellas sillas, casi como si fueran hijas suyas. ¿Cómo podía ser que a Blackdown le gustara aquel ruso despiadado y sinvergüenza?
Julia resopló. Lo que le gustara o le dejara de gustar en ningún caso era asunto suyo. Ella sabía cuál era su opinión acerca del ruso. Si algún día se encontraba a su merced, bajo la hoja de un cuchillo empuñado por su mano, pasaría los últimos segundos de su vida sonriéndole y rememorando el recuerdo de aquella escena en casa de los Falcott. Tenía la boca abierta, las piernas separadas y flácidas y, lo mejor de todo, sus ronquidos eran agudos y muy molestos, casi como el graznido apagado de un pavo. Julia cerró la puerta con cuidado y regresó a su dormitorio. Tenía una novela de Minerva a medias y ya iba por el tercer acto. Si no se la acababa, al menos le serviría para conciliar el sueño.
Sin embargo, ya había pasado una hora y las tribulaciones de Matilda Weimar, con su propensión enfermiza al desmayo, aún no habían llegado a su fin ni tampoco habían dejado a Julia plácidamente dormida entre los brazos de Lete. Estaba sentada junto a la ventana, contemplando la lluvia y dándole vueltas a todo. La lluvia le había hecho pensar en el beso; el beso, en Blackdown; y Blackdown, en la relación que unía al marqués con el ruso que roncaba en la planta de abajo. ¿Deudas? ¿Honor? ¿Amistad? ¿O quizá era una especie de esclavo al servicio de las manipulaciones temporales de Lebedev?
Julia ignoró aquella posibilidad. Menos mal que había presenciado la escena con su primo en el castillo Dar; ahora sabía que, si intentaba jugar con el tiempo, el conde lo notaría. Y si lo notaba, creería que ella era una de esas personas a las que, por lo visto, estaba dando caza. ¿La atravesaría con una espada o le dispararía? Tal vez prefería métodos más sutiles, como contarle las cinchas de la silla de montar o desprender un pináculo del tejado justo cuando ella pasara por debajo. ¿La casa de los Falcott tenía pináculos?
¡Pináculos! Por el amor de Dios. Julia cerró los puños e intentó dejar la mente en blanco, lo cual intensificó el sonido de la lluvia en los cristales. Y la lluvia le hizo recordar el beso.
—¡Qué fastidio!
Lanzó el libro al otro lado de la estancia y sintió una especie de placer salvaje cuando un pliegue de páginas mal cosidas se desprendió del lomo y salió volando. Ojalá fuera la parte en la que la condesa de Wolfenbach está encerrada en un armario dando a luz mientras el cuerpo sin vida de su amante se desangra sobre su vestido.
Se levantó de la cama de un salto. Tendría que haberse resignado al aburrimiento extremo en casa de la prima Lydia en lugar de quedarse aislada entre aquellas cuatro paredes. Era casi como si la casa estuviera encantada y pudiera sentir las vibraciones de un espíritu inquieto, solo que el espíritu inquieto era ella.
Necesitaba una distracción más activa que los sentimientos lacrimosos de Matilda y sus amigos. No podía bajar porque allí era donde dormía el conde, y tampoco podía salir, de modo que solo le quedaba una dirección posible: arriba. Exploraría las tres plantas superiores de la casa.
Salió al pasillo. Allí estaban las puertas de Bella y de Clare y, en el centro, la gran suite de la marquesa. Blackdown podría haber reclamado el uso de aquella estancia que le correspondía por derecho, pero no había querido desplazar a su madre. Aquella otra era la puerta del dormitorio del conde; Julia pasó junto a ella a toda prisa, con el corazón latiéndole fuertemente en la garganta. Y, al lado, la de Blackdown. Su primer impulso fue colarse en ella e investigar. Llegó a poner la mano en el pomo de porcelana de la puerta e incluso lo giró un poco, lo suficiente para saber que no estaba cerrada. Pero enseguida lo soltó y siguió avanzando por el pasillo, dejando atrás aquella última estancia, la más fascinante de todas.
En la planta superior había algunas habitaciones desocupadas, otras tantas cerradas y la vieja habitación de juegos de los niños. Estaba vacía, a excepción de un elegante balancín con forma de caballo con manchas grises con la cola y las crines de pelo blanco de verdad. Julia permaneció unos minutos allí, imaginando a Clare y a Nick y a Bella cuando eran niños, jugando alrededor del caballo. Siempre había envidiado la unión que había entre ellos, la suerte de tener hermanos. ¿Habían compartido los juguetes o se habían peleado por ellos? Julia acarició el morro de madera del caballo y supo que, si hubiera sido suyo, seguramente habría tenido problemas para compartirlo. Habría montado durante horas, haciéndose pasar por una reina proscrita y repeliendo los ataques de los enemigos con la espada, no, con el arco y las flechas. Observó la pupila negra del animal, en cuyo centro brillaba una gota de pintura blanca. ¿Qué secretos guardaba? ¿Qué tierras lejanas había conquistado? Julia nunca lo sabría. Tiró de la gruesa cola y el caballo se balanceó.
—«Galopad, galopad, corceles de flamígeros cascos» —murmuró, y subió la escalera hacia la tercera y última planta.
Los dormitorios del servicio, que ignoró con la misma celeridad con la que había pasado frente a las habitaciones de dos plantas más abajo, y estancias abuhardilladas, todas cerradas con llave. Al final del pasillo encontró una escalera estrecha y curva que se perdía aún más arriba. ¿Adónde llevaba? La casa de Berkeley Square solo tenía cinco plantas y aquella era la quinta. Puso el pie en el primer escalón y levantó la mirada. Una luz mortecina bañaba la escalera y a lo lejos se oía el sonido de la lluvia chocando contra un cristal; tenía que ser una cúpula, invisible desde la calle. Siguió subiendo, describiendo la curva de la escalera, cogida al fino pasamanos de madera. De pronto, cuando ya estaba a medio camino, lo notó: había alguien allí arriba. Se detuvo en seco. ¿El conde? Subió un escalón más. ¿Un sirviente? Aguantó la respiración y escuchó. Un leve susurro, alguien pasando una página. Quienquiera que fuese, estaba leyendo. No podía ser el conde, pensó. No era tan sensible como para encaramarse a lo alto de la casa solo para leer bajo la lluvia.
Y entonces lo supo. Era Blackdown.
Reconocía que debería tenerle pánico, ahora que sabía que era un asesino de ofan, pero no era miedo lo que la impulsaba a seguir subiendo escalón tras escalón en silencio, sino algo muy diferente. El corazón le latía tan rápido y con tanta fuerza que estaba segura de que retumbaba como un tambor. De pronto, lo vio. La escalera desembocaba directamente bajo la cúpula, que no era más que una estancia acristalada, más rectangular que cuadrada. Alrededor de las cuatro paredes se extendía un banco ancho y tapizado, como los que se encuentran debajo de las ventanas, y cubierto de cojines. Blackdown estaba tumbado en uno de ellos, apoyado en una montaña de cojines, con una pierna estirada y la otra doblada por la rodilla. El libro que tenía entre las manos era diminuto, con el lomo forrado de piel de cerdo. Lo sujetaba con una mano; la otra la tenía detrás de la cabeza. Julia lo observó en silencio, casi sin atreverse a respirar. Si levantaba la mirada, cuando levantara la mirada, vería su cabeza asomando por la escalera, casi al nivel del suelo. Parecería un duende apareciendo de la tierra como por arte de magia. ¿Debería intentar regresar por donde había llegado o seguir subiendo? No consiguió decidirse y, al final, el dilema se le antojó tan ridículo que se le escapó la risa.
Blackdown levantó la mirada y por un instante sus ojos, grises como la lluvia, solo reflejaron sorpresa.
—Hola —le dijo mientras se incorporaba.
—Hola —respondió ella—. No quería molestarte.
Y se dispuso a regresar por donde había llegado.
—No. —Blackdown dejó el libro en el suelo, se acercó a la escalera con un par de pasos y le ofreció la mano—. Sube.
Julia aceptó la mano del marqués y dejó que la ayudara a subir lo que quedaba de escalera.
—Vaya —exclamó, mirando a su alrededor. La ciudad, cubierta por un manto de lluvia, se extendía en todas direcciones; eran las vistas de un pájaro posado en una chimenea, pero sin la inconveniencia de acabar empapado por la lluvia—. Es mágico.
Podía sentir la calidez que desprendían los dedos del marqués alrededor de los suyos; esta vez no había ninguna capa de cuero que los separara.
—Por favor —dijo Blackdown—, siéntate. Me gustaría poder ofrecerte un refrigerio, pero no me he acordado de coger una botella de madeira y unas galletas antes de subir.
Julia tomó asiento y contempló Berkeley Square desde las alturas, gris, verdosa y cubierta por una fina niebla.
—Este lugar es perfecto —dijo—. Ni siquiera sabía que estuviera aquí.
Él se sentó a su lado y le cogió de nuevo la mano.
—Es algo así como un secreto —explicó—. Todo el mundo lo conoce, pero a nadie se le ocurre subir. Por un momento, he temido subir y descubrir que se lo había llevado una tormenta o que alguien había mandado desmantelarlo. Sin embargo, cuando he subido esta mañana me lo he encontrado todo tal como lo dejé. Incluso el libro seguía aquí.
—¿Qué es?
Julia se alegraba de que no estuvieran hablando de nada en concreto, a pesar de que sus manos seguían unidas y parecían tener vida propia.
—John Donne —respondió Blackdown—. Sus primeras obras. Había olvidado que las estaba leyendo justo antes de partir hacia España. Ahora me resultan muy útiles. —La miró un instante en silencio—. Libertad personal y responsabilidad social —dijo—. ¿Alguna vez piensas en esas cosas?
Julia sonrió.
—Oh, continuamente.
El marqués le apretó la mano, pero no dijo nada. Parecía preocupado por algo.
—No he leído a Donne —añadió ella tras unos segundos.
—No, suponía que no. —Sus dedos se acomodaron entre los de Julia en un gesto mucho más íntimo.
—Sus primeros poemas no son… —Guardó silencio, como si buscara las palabras adecuadas—. Supongo que no se consideran apropiados para… mujeres jóvenes.
Julia arqueó las cejas.
—Entiendo.
—¿Siempre cuidas tu pureza, Julia?
Hablaba con un hilo de voz y los ojos entornados.
¿A qué venía aquella pregunta? Julia intentó retirar la mano, pero él la sujetó con firmeza.
—Por supuesto —respondió automáticamente, y era la única respuesta posible. Pero mientras lo decía, recordó que había sido ella la que había provocado el segundo beso—. O al menos eso creo. Quiero decir que… —Bajó la mirada hasta su mano, atrapada en la del marqués—. ¿De qué estamos hablando exactamente?
Él sonrió, casi con tristeza.
—Te pido disculpas. —Le soltó la mano—. Me temo que he perdido la práctica y ya no sé tratar con damas jóvenes como tú. —Abrió la otra mano y Julia vio que en la palma tenía, de entre todas las cosas posibles, una pequeña bellota marrón. Seguramente la tenía ahí hacía rato. Blackdown se inclinó y la dejó encima del libro, junto a la única palabra impresa con letras doradas en la cubierta: ELEGÍAS. Luego acarició las letras con la punta de un dedo—. ¿De qué estamos hablando? —Repitió la pregunta con aire ausente; de pronto, levantó la cabeza, se volvió hacia Julia y sus ojos se posaron en los de ella—. ¿Te proteges del conocimiento? ¿De los sentimientos? ¿Siempre haces y sientes lo que te ordenan los demás? ¿Siempre te sientes a salvo? ¿O querrías saber más, sentir más?
—Me gustaría saber más —dijo ella.
Y era tan cierto que sintió que las palabras salían disparadas de su boca como si tuvieran vida propia. Sin embargo, luego ya no supo cómo seguir y se quedó callada.
La mano del marqués fue subiendo lentamente, casi como si temiera asustarla.
—«Deja correr mis manos vagabundas —susurró—, atrás, arriba, enfrente, abajo y entre…»
Le acarició la mejilla con tanta suavidad que fue como si una gota de lluvia se deslizara por su piel.
—Nicholas —murmuró Julia.
Y, de pronto, estaba entre sus brazos, besándola con ternura y hundiendo los dedos en su cabello. Rompió el beso y escondió la cara en el hueco de su cuello, mientras le acariciaba la espalda con las manos. Tenía la mejilla apoyada en la de ella y Julia podía sentir su olor.
Blackdown se apartó y la miró a los ojos, con una mano alrededor de su cintura y la otra sujetándola por la nuca.
—Parece que siempre nos encontramos bajo la lluvia —dijo.
—Por favor… —Julia apoyó las manos en su pecho. En aquel preciso instante, no le importaba quién era él o si estaba compinchado con su amigo el ruso—. Bésame otra vez, Nicholas —le suplicó—. Quiero que me vuelvas a besar.
El marqués volvía a tener la nota triste de antes en la mirada.
—Eres una mujer preciosa —le dijo y, de pronto, le brillaron los ojos y atrajo el cuerpo de Julia hacia el suyo.
Deslizó las manos alrededor de su espalda para atraerla aún más, y luego las hundió en su cabello y las movió primero hacia un lado, a continuación hacia el otro, mientras le hacía menear la cabeza para besarle la boca, la cara, las orejas. Julia se acurrucó contra su cuerpo y rodeó al marqués por dentro de la chaqueta hasta sentir la fuerza de su espalda a través del tejido de su camisa de lino. Pero era evidente que se estaba controlando, a pesar de que, por un momento, Julia había creído que iba a devorarla. ¿Cómo sería cuando se dejaba llevar por completo? ¡Quería saberlo! Quería llevarlo hasta el borde del precipicio y precipitarse al vacío con él.
Se cogió a sus hombros y arqueó la espalda mientras él le inundaba el cuello de besos y deslizaba las manos por el torso hacia los pechos, y luego los apretaba hasta que asomaron por encima de la muselina del vestido. Se inclinó sobre ella y le mordió un pezón suavemente a través de la tela. Julia sintió que se ponía duro entre sus dientes; cerró los ojos y gimió.
De pronto, notó la boca cálida del marqués a través de la ropa, chupando por encima de la muselina, sujetándola por las nalgas con una mano mientras con la otra tiraba del vestido hacia abajo hasta dejar el otro pecho completamente al aire. Julia se dejó caer sobre los cojines y la boca de Nicholas descendió sobre su pecho desnudo; nunca había experimentado nada tan real como aquella sensación. Inclinó la cabeza hacia atrás y susurró su nombre mientras hundía las manos en su pelo y le sujetaba la cabeza; él le lamió el pezón y luego se lo volvió a morder, y al apartarse, Julia sintió su aliento, extrañamente frío, sobre la piel.
De pronto, el marqués se estaba apartando de ella, recolocándole el vestido, acariciándole el cabello, besándole la cara y los dedos, y sentándose junto a ella para calmarla.
Julia quería que siguiera. ¿Qué lo detenía? Abrió los ojos lentamente, sabiendo que, en cuanto le viera la cara, se sentiría extraña, incluso avergonzada. Y así fue: los ojos tristes del marqués le sonreían desde arriba y ella notó que le subía el color a las mejillas.
—Maldita sea —dijo Julia. Se incorporó rápidamente y se cubrió las mejillas con las manos—. Maldita sea, maldita sea, maldita sea.
Él se sentó junto a ella, con un brazo alrededor de su cintura; la cogió de la mano, se la llevó a la boca y le besó los dedos, y luego los labios.
—Eres hermosa —le susurró—. Me encanta la comisura de tus labios. —La besó—. Y esta marquita que te sale cuando frunces el ceño, aquí, justo entre los ojos. —También la besó allí—. Y tus ojos. Ciérralos, deja que los bese.
Julia cerró los ojos y sintió el suave tacto de sus labios primero en un ojo y luego en el otro. La estaba arrancando de los brazos de la pasión, y podía sentir que se iba calmando lentamente, como la lluvia, que ahora caía de forma más irregular.
—Ya está —dijo Nicholas, dibujándole la línea de los labios con un dedo.
Ella abrió los ojos. El marqués tenía el pelo alborotado y estaba mucho más guapo que de costumbre. Se habían vuelto a besar, y otra vez bajo la lluvia. De nuevo era él quien se apartaba de ella, pero ahora Julia sabía más cosas. Le acarició con un dedo la cicatriz que le partía la ceja y luego se inclinó hacia él y lo besó en los labios.
—Me gusta tu cicatriz —le dijo.
—No es un recuerdo feliz —replicó él—. Como me la hice.
—¿Cómo ocurrió?
—Fue en Badajoz.
Su voz sonaba monótona.
—No sé mucho de ese lugar —dijo Julia con cautela—. ¿Fue un asedio?
—Me alegro de que no sepas mucho. Ojalá nadie supiera nada.
—¿Por qué no me lo cuentas?
—El hombre que luchaba a mi lado cuando finalmente irrumpimos en la ciudad, el mismo que escaló conmigo… —De pronto, se quedó callado y buscó los ojos de Julia. ¿Qué vio en ellos? Fuera lo que fuese, decidió continuar—. Escalamos las murallas de Badajoz por una escalera hecha con los cadáveres de nuestros propios compañeros, Julia. Si un hombre caía delante de ti, abatido por el fuego de los franceses que nos atacaban desde arriba, ese hombre se convertía en el siguiente peldaño. ¿Lo entiendes?
—Sí —respondió ella, cubriendo la mano de Nick con la suya.
La mirada del marqués se volvió más profunda.
—Pues claro que lo entiendes. Tú estabas allí.
—¿Qué quieres decir?
Él le apartó el cabello de la frente y dejó que sus ojos se pasearan por los de ella, por su cara y por su cuerpo, y luego otra vez hacia arriba.
—Julia. Aquel día, hace tanto tiempo. Cuando me viste con Contramaestre. Yo estaba llorando.
—Por la muerte de tu padre.
—Ojalá pudiera decir que era por su muerte. Lloraba por mí mismo. No quería ser el siguiente marqués de Blackdown, pero ya lo era. Y, de pronto, tú estabas allí. ¿Sabes…? —Le acarició la mejilla y Julia cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, él retiró la mano—. Sí —continuó—. Esa mirada. —Le acarició los labios con el dedo—. Me temo que te he utilizado durante años. Te he llevado a la batalla conmigo. Me he servido de ti para mantener los recuerdos a raya. Tú, apareciendo entre los árboles en el peor de los momentos. Sonriéndome.
—¿Aquel fue tu peor momento? ¿El día en que murió tu padre?
—Por aquel entonces, sí, fue el peor momento de mi vida. Luego vinieron otros mucho peores.
Julia le acarició la cicatriz de nuevo.
—¿Te la hiciste escalando los muros de la ciudad?
—No. —Los ojos de Nick se perdieron en la distancia—. Fue más tarde, cuando ya habíamos tomado Badajoz.
Levantó una mano, interceptó la de ella y se la llevó a los labios.
—No quieres contármelo —dijo Julia—. ¿Acaso hiciste algo terrible?
—Sí —respondió él—. Fue terrible, pero era lo único que podía hacer. Era lo correcto.
A Julia su rostro todavía se le hacía extraño. Duro, roto incluso, con aquella horrible cicatriz cruzándole la ceja, pero poco a poco empezaba a comprenderlo.
—Me da igual lo que hicieras entonces. Me gusta la cicatriz, me gusta ahora.
Él sonrió y la luz regresó a sus ojos.
—No eres la primera mujer a la que le gusta.
—¡No me digas eso!
Él se rió y Julia apartó la cara. ¿Cómo podía cambiar tan deprisa?
—Vamos, Julia. —La risa de antes seguía en su voz. Intentó abrazarla, pero ella se apartó—. Lo siento —se disculpó—. Eres tan inocente… Te estaba provocando. Lo retiro.
Ella se volvió de nuevo hacia él.
—No puedo evitar ser inocente.
—A mí me gusta.
Julia levantó la cabeza bien alta.
—¡Tampoco eres el primer hombre que me lo dice!
Un destello oscuro atravesó la mirada del marqués que, con un rápido movimiento, la atrajo hacia su pecho y la besó. Ella le devolvió el beso con toda la pasión que sentía, pero Nick se apartó.
—¡Maldita muchacha! —exclamó, pero estaba sonriendo mientras lo decía, una sonrisa de verdad, no el gesto autosuficiente de antes—. Haces que me cueste dejar de besarte.
—Yo no quiero que dejes de hacerlo —replicó Julia, y apoyó una mano en el muslo del marqués—. Ya no soy la dulce chica que te ha acompañado todos estos años. Me alegra saber que te ayudó, pero yo no soy esa persona. Fue un producto de tu imaginación, de la luz y de las sombras de aquella tarde.
—Lo sé.
—Quiero que sigas besándome, Nicholas. ¿Por qué no quieres hacerlo?
—La última vez que te besé, no quisiste saber nada de los motivos por los que paré.
Julia observó su propia mano sobre el muslo del marqués.
—Conozco tus motivos.
Deslizó la mano por el muslo, sintiendo que se tensaban los músculos a su paso.
Nick le cubrió la mano con la suya para detenerla.
—Basta —le dijo—. Mis motivos de hoy son más que sencillos. Tenemos que parar esto cuanto antes o luego no seremos capaces. —Se agachó para coger el libro blanco del suelo, con la bellota descansando sobre la portada—. La bellota es mía —dijo, haciéndola saltar en la palma de la mano—, pero tú léete esto. —Le entregó el libro—. ¡Ignora el que se llama «Julia»! A Donne no le gustaba su Julia, mientras que a mí la mía me encanta. Encontrarás el último poema muy esclarecedor. —Se levantó del banco—. Yo voy a bajar. Tú quédate un rato y baja cuando estés segura de que he tenido tiempo de irme. Y Julia…
Ella levantó la mirada.
El marqués lanzó la bellota al aire y la volvió a coger.
—Dije que te besaría de nuevo y lo he hecho.
—¡Oh!
Julia levantó el libro como si quisiera lanzárselo a la cabeza, y él se agachó entre risas y desapareció escaleras abajo.