Nick sí había estado con el duque de Kirklaw la noche anterior. A mediodía, el mayordomo le había entregado una nota: «White, esta noche. Kirklaw». Nick maldijo, arrugó el papel y lo dejó de nuevo en la bandeja de plata. En Estados Unidos, cada vez que se organizaba una cena de ex alumnos, sus amigos siempre parecían, cuanto menos, indecisos, y ahora Nick entendía por qué. Prefería comer cristales rotos antes que ir al club de su padre y recorrer los senderos de la memoria acompañado por una treintena de tories. Sin embargo, al igual que sus amigos americanos, que una vez cada diez años se encontraban viajando de vuelta a casa para comparar pesos y calvicies con un montón de gente a la que no les apetecía volver a ver, hacia la hora de la cena Nick se dio cuenta de que sus pasos le guiaban al imponente edificio que alojaba el club, en la zona de Mayfair.
Recibió el primer saludo antes incluso de subir la escalera de la calle; fue Beau Brummell y el grupo con el que estaba junto a la ventana mirador, haciéndole señas a través del cristal. Nick saludó al príncipe de los dandis con la cabeza, respiró hondo y se preparó para saludar a muchos de los hombres que habían formado parte de su antigua vida.
Las puertas se abrieron a la calidez, la luz y el suave rumor de la bienvenida. Cualquier recelo que llevara consigo desapareció con la misma rapidez con la que un sirviente le ayudó a quitarse el abrigo. De pronto, tenía una copa en la mano y alguien proponía un brindis. La fraternidad fluyó como el vino, un vino que sabía a néctar. Nick se abrió paso a través de una multitud de hombres con edades comprendidas entre los ochenta y los dieciocho, todos dándole la mano, con los rostros pálidos y emanando benevolencia. El sonido de sus risas era como una melodía que le había encantado en el pasado, pero que no había tardado en olvidar. El peso de un brazo sobre el hombro, el humor socarrón de una broma lasciva, los buenos deseos de alguien que no podía estar allí. Los olores se iban mitigando: cera de abejas, tabaco, cuero, alcohol, almizcle y colonia. Los sonidos resultaban deliciosos: voces de bajo, barítono y tenor; copas chocando, cartas barajándose, dados girando, el fuego crepitando en la chimenea. Aquella era la expresión máxima de la buena vida, del buen beber, del sentirse mejor imposible. Nick buscó el río, intentó notar la profundidad, la fuerza de las aguas tirando de él, pero no percibió nada. Era como estar suspendido en miel caliente. Se preguntó si aquel lugar podría ser el gemelo paradisíaco de Tyburn, una cicatriz, un entorno en el que el tiempo y los sentimientos se doblaban sobre sí mismos. Se abrió paso lentamente a través de la multitud, guiado por sonrisas y saludos y fragmentos de conversaciones fraternales.
Durante la cena, compartió mesa con nueve solteros de su misma generación, cada uno más genial que el anterior. El filete nunca había estado tan bueno; tenía la añada perfecta, una ternura casi sensual y un delicioso regusto a mantequilla. Se sorprendió a sí mismo levantando la copa y gritando a pleno pulmón: «¡Filete y libertad!». Aquel fue su único error, porque ese era el lema de la Sublime Sociedad del Filete de Ternera, un club de whigs, y White era claramente tory. Por un momento sintió la sombra de la duda extendiéndose por toda la sala, pero aquella era la noche de Nick, el héroe que había regresado de entre los muertos. Le perdonaron el desliz casi antes de que las palabras acabaran de salir de su boca, y la gota de desconfianza se diluyó sin dejar rastro en el ungüento del amor fraternal. La noche siguió su curso, marcando las horas con copas de vino. Cuando el reloj marcó las doce, Nick cayó en la cuenta de que todavía no le había visto el pelo a Kirklaw.
Mientras el rapé circulaba de mano en mano alrededor de la mesa, un lacayo llamó su atención con un golpecito en el hombro. Al parecer, el duque le estaba esperando en una cámara privada. Nick se puso en pie y se despidió de sus compañeros, que respondieron con un coro de adioses y de buenos sentimientos. Con la cabeza un tanto nublada y el estómago lleno, siguió al lacayo escaleras arriba y al interior de uno de los salones privados del club.
Kirklaw no estaba solo; había dos hombres más, ambos de pie junto a la repisa de la chimenea y mirando a Nick con una expectación más que evidente. Santo Dios. El de la izquierda, el calvo de los dos, era el barón Blessing. Y el de la derecha era el honorable Richard Bonnet. Nick dio un paso al frente.
—¡Blessing! ¡Bonnet!
Le sorprendió la frialdad de las reverencias con las que lo recibieron.
—Blackdown —dijo Blessing.
—Blackdown —repitió Bonnet—. Ya no soy Bonnet. Mi padre murió. Ahora soy Delbun.
—Delbun —repitió Nick con una reverencia.
Kirklaw se acercó a él ofreciéndole la mano. Solo cinco años habían bastado para transformar al duque. En 1810 tenía veintidós años, pero estaba tan pálido y esquelético que aparentaba dieciséis. En cambio, el hombre que se dirigía hacia él era mucho más corpulento y, aunque Nick sabía que solo tenía veintisiete años, parecía de mediana edad, con la piel de un tono mucho más encendido y la línea del cabello en visible regresión. La expresión de su rostro estaba a medio camino entre la satisfacción y el descontento, sin que ello alterara el halo general de autocomplacencia.
—Vaya si ha cambiado, Blackdown —dijo Kirklaw, mientras le estrechaba la mano—. Pero ¡mírese! ¿Qué le ha pasado?
—La guerra —respondió Nick—. Luego estuve unos años perdido… en España.
—Sí, sí, eso hemos oído. Perdió la memoria. —Kirklaw retrocedió—. Nos alegramos de volver a tenerle entre nosotros, ¿verdad?
—Por supuesto —dijo Blessing.
—Y mucho —añadió Delbun.
—La noticia de su muerte fue un golpe muy duro. Muy duro, sí.
—Un golpe muy duro —confirmó Blessing.
—Pero veo que no tiene nada para beber, Blackdown. Estamos tomando coñac; es del bueno, de mi propia bodega.
—Gracias.
Kirkland se dirigió hacia el aparador y Nick se quedó donde estaba, mirando a Blessing y a Delbun quienes, a su vez, lo miraban a él. Los viejos amigos deberían hablar entre ellos, ¿verdad? Sin embargo, ambos permanecían en silencio y Nick no tenía intención de gritar emocionado como si fuese bobo. Así pues, esperó, dejando que el pañuelo y el cuello de su camisa decidieran el ángulo de arrogancia de su cabeza.
Kirklaw le entregó una copa y levantó la suya.
—¡Que las gloriosas conquistas estimulen a los valientes y el laurel de la victoria florezca sobre la tumba de los héroes!
—¡Gloriosas conquistas! —dijo Blessing.
—¡Conquistas! —repitió Delbun.
Nick alzó su copa y, mientras bebían, dejó que su mirada se paseara entre los tres lores. Parecían incómodos y el murmullo que provenía de la planta baja no hacía más que evidenciar su ansiedad. Aquellos hombres querían algo de él y no sabían muy bien cómo pedírselo. Nick dejó la copa a un lado, metió las manos en los bolsillos y esperó. Tarde o temprano irían al grano.
Kirklaw sacó un puro de una caja, lo hizo girar entre los dedos y luego lo olisqueó con cierta teatralidad.
—Por fin pueden conseguirse estas bellezas traídas directamente desde España, gracias a valientes como usted. —Tenía las puntas de los dedos manchadas de tabaco y las uñas mordidas hasta el hueso. Golpeó el suelo repetidamente con la punta del pie mientras se pasaba el puro de una mano a otra—. Ha vuelto de la guerra, ha vuelto de la guerra, ha vuelto de la guerra —repitió, con un sonsonete un tanto molesto—. El pequeño lord Blackdown ha regresado de la guerra.
Nick se dio cuenta de que había cerrado las manos, que aún tenía dentro de los bolsillos, y que en un puño llevaba la bellota que había cogido del suelo el día en que besó a Julia. El descubrimiento lo tranquilizó, y consiguió sacar la otra mano del bolsillo, coger su copa y tomar un trago de coñac.
—¿Y usted, Kirklaw? ¿A qué ha dedicado estos últimos cinco años?
—Oh… —Kirklaw agitó el puro alegremente en el aire—. Política, muchacho. Me gustaría ser primer ministro algún día.
Nick levantó las cejas y buscó en su memoria. No estaba completamente seguro, pero habría jurado que su amigo nunca llegaría a probar las mieles del poder.
—¡Claro que eso no depende de mí, sino de los dioses! Por suerte, usted es mucho más interesante. Le pediría que nos deleitara con alguna de sus hazañas, pero aún estamos inundados de historietas de España. —El duque cogió una copia del The Gentleman’s Magazine que descansaba sobre la mesa—. Casi a diario tenemos que leer la carta de algún soldado galante a su querida madre, la última que la pobre mujer recibió antes de que su hijo muriera por su rey y por su país. ¡Y los españoles! Qué simples son. Nos adoran.
—Tiempos gloriosos —intervino Blessing—. Rule, Britannia! —exclamó, y alzó su copa.
—Gloriosos, sin duda —convino Delbun.
Ambos bebieron de sus copas.
—Y usted estaba allí, Blackdown, haciendo historia —dijo Kirklaw, lanzando la revista a un lado—. Si lo piensa, cuando éramos jóvenes, el ejército no era lugar para los nobles. ¿Cómo llamaba Wellington a la soldadesca?
—La escoria de la tierra —respondió Nick.
—Exacto. La escoria de la tierra. ¡Qué ocurrencia! —Delbun apuró la copa de un solo trago, tosió y la dejó sobre una mesa. Luego tomó asiento—. He de reconocer que, cuando se alistó, pensé que estaba loco.
—Todos lo pensamos —intervino Blessing, que también se acababa de sentar.
—Y no se equivocaban del todo.
Nick se acomodó en una silla alta.
—Puede ser —dijo Delbun—, pero ahora que la guerra ha terminado, daría cualquier cosa por estar en su lugar. El país ha perdido la cabeza por el ejército. Hay héroes por todas partes. Se descuelgan de los techos como arañas. Las mujeres no hablan de otra cosa.
—Dios mío, las mujeres. —Kirklaw permanecía de pie—. Están poseídas por la fiebre del ejército. Mi propia hermana, por ejemplo. El otro día me leyó un artículo de la Belle Assemblée. ¿Creen que hablaba de moda? ¿O de cotilleos? ¿O de tratamientos con pepino? No se lo creerán, pero me leyó frases enteras sobre el patriotismo desinteresado de Gran Bretaña al acudir al rescate de España. Está hecha toda una literata. Una joven muy hermosa, mi hermana. ¿Sabe que el año que viene ya habrá cumplido los dieciocho?
—Por favor. —Nick levantó una mano—. Acabo de regresar. Todavía no estoy pensando en el matrimonio.
—No pretendía ser una oferta. —La mirada de Kirklaw era dura e intensa—. Su hermana, la pequeña lady Arabella, está aprovechando esta temporada para vender toda la mercancía con mucho éxito.
—Con mucho éxito —repitió Blessing—. Una joven encantadora.
—Yo no utilizaría la palabra joven. —La expresión de Kirklaw desprendía una nota cruel—. Demasiado madura para mi gusto. Pero no se ofenda, no era mi intención. Hemos compartido uno o dos bailes en Almack.
—¿Ah, sí? ¿De veras?
—¡E insisto que no es ninguna oferta! —El duque se echó a reír y sacó un artefacto de aspecto extraño del bolsillo—. Hay otra hermana, ¿verdad, Blackdown? —Cortó el extremo del puro—. No una en edad de merecer, no. Me refiero a su hermana soltera. ¿Cómo se llama? Lady…
—Clare. —Nick entornó los ojos. Sabía perfectamente que Kirklaw conocía el nombre de su hermana. De algún modo, aquella conversación sobre hermanas parecía que iba al quid de la cuestión—. Su nombre es Clare.
—Lady Clare. —El duque encendió el puro en una vela con una serie de minúsculas caladas—. Lady Clare, lady Clare, lady Clare. —Su rostro desapareció detrás de una nube de humo y, cuando volvió a aparecer, la expresión de su cara se dividía entre la desaprobación y el asco—. Supongo que le ha contado su absurdo plan.
Ah. Nick miró a Blessing y a Delbun. Parecían incómodos en sus asientos, y tenían motivos para estar nerviosos. La conversación estaba subiendo de tono y ya rayaba la calumnia.
—Sí, me lo ha contado —dijo Nick con sumo cuidado—. Sabrán que ha quedado en nada, ahora que yo he vuelto.
—Pues claro, por supuesto.
El duque sujetaba el puro entre el pulgar y el índice. De pronto, se lo llevó a la boca y le hincó visiblemente los dientes. Nick apartó la mirada.
—Entonces ¿desaprueba sus planes? —preguntó Delbun—. Solo queremos asegurarnos.
Nick frunció el ceño.
—Creo que no acabo de comprender por qué es asunto suyo.
Delbun miró a Kirklaw en busca de refuerzos. El duque desapareció detrás de otra nube de humo y, cuando volvió a aparecer, lo primero que vieron fue su sonrisa, como si fuera el gato de Cheshire.
—Lo que Delbun intenta decir es que nos alegramos de su regreso y de que Blackdown esté a salvo. Al fin y al cabo, quedamos muy pocos. El rey va creando nuevos títulos, pero mientras tanto la aristocracia de verdad se va marchitando.
—Marchitando —repitió Blessing.
—Por eso, cuando supe lo que le esperaba a Blackdown, estuve a punto de ofrecerme yo mismo a lady Clare. Con mi influencia, su título habría podido pasar a manos de nuestro segundo hijo, quizá, y el vínculo se habría restablecido.
Kirklaw miró a Nick desde arriba, esperando claramente que le diera las gracias.
El cristal curvado de la copa de coñac de Nick descansaba suavemente entre las yemas de sus dedos, el arco, frágil y perfecto, reflejando la luz. Nick recordó la dedicación y la intensidad que Clare había invertido en su sueño, y la elegancia con la que había renunciado a él.
—Era lo menos que podía hacer —añadió el duque, después de unos segundos interminables, como si Nick le hubiera dado las gracias—. Aunque al final no me ofreciera. ¡No sé qué me pasa esta noche pero casi parece que me estoy ofreciendo a rescatar de la soltería a sus dos hermanas! Usted ya me entiende, ¿verdad?
—Por supuesto.
—Escuche. —Kirklaw apoyó los codos en el respaldo de la butaca de Delbun—. Lady Clare ideó su plan basándose en las maquinaciones del nuevo administrador, o eso he oído. El hombre se llama…
Kirklaw chasqueó los dedos como si se esforzara por recordar el nombre.
—Jem Jemison.
—Eso es. Jem Jemison.
—Un hombre soltero, entiendo —intervino Blessing.
Nick volvió la cabeza lentamente y clavó la mirada en el barón hasta que vio una mancha rojiza subiéndole por el cuello.
—Espere, Blackdown —intervino Kirklaw—. Blessing no está insinuando…
—¿Qué es lo que no está insinuando?
—No estoy insinuando nada —dijo Blessing.
—Aún —añadió Delbun.
Y allí estaba por fin. La amenaza. Directa, abierta, al aire libre, como un ciervo saliendo de entre los árboles. Claro que un ciervo era algo hermoso.
—Lo había olvidado —dijo Nick—. ¿Es esto lo que hacemos los lores del reino? ¿A esto dedicamos el tiempo? ¿A calumniar a mujeres?
—Blackdown…
El tono de Kirklaw era de advertencia.
—Cuando me marché —lo interrumpió Nick, haciendo girar el coñac dentro de su copa—, aún éramos jóvenes.
—Unos irresponsables —intervino Delbun.
Nick se llevó la copa a los labios y, antes de volver a hablar, dejó que el calor del coñac le abrasara la lengua.
—Salí de Gran Bretaña en 1810. Hace cinco largos años. Al igual que Odiseo, saqueé Troya, y como le sucedió a él, el viaje de regreso a casa fue largo y extraño.
—Tiene una forma muy romántica de ver las cosas, Blackdown —dijo Blessing—. Solo ha estado en España.
Nick ignoró las palabras del barón.
—Como Odiseo, a mi regreso descubrí que la reputación de las mujeres de mi familia estaba en peligro. Ahora veo que no me han citado hoy aquí para darme la bienvenida ni para restablecer nuestra antigua camaradería, sino para expresar su preocupación por la virtud o las elecciones de mi hermana, una hermana con la que ninguno de ustedes estaría dispuesto a casarse. —Los tres miraron a Nick. Se habían transformado en hombres repulsivos de una forma que nada tenía que ver con el físico, y si Nick se hubiera quedado con ellos en lugar de ir a la guerra, seguramente también se habría endurecido hasta mostrar la misma fealdad de espíritu que ellos—. Les agradecería que dejaran de utilizar el buen nombre de mis hermanas para pasar el rato y fueran al grano.
—¿Nos lo agradecería? ¿De verdad? —Kirklaw frunció el ceño, se sacó el puro de la boca y acarició el extremo húmedo con los dedos—. De acuerdo, basta de rodeos. La cuestión es la siguiente: Jem Jemison. Ha venido a Londres, después de que frustrara sus planes para Blackdown. Está aquí y es una molestia. Se dedica a revolucionar a la plebe en las zonas de Soho y East End, a buscar apoyos contra la Ley del Maíz.
—¿Y? ¿Qué tiene eso que ver conmigo? ¿O con Clare?
Los tres hombres se echaron a reír.
—¡Todo! —respondió Blessing—. ¡Su nombre está unido al de él! El plan de su hermana; la gente quiere saber si le da la espalda a la política de sus padres. Quieren saber si la apoya, si está en contra de la aristocracia, ¡contra todo lo que representamos!
—¿Es que dudan de mí? Los hombres de abajo no parecían tener ningún problema al respecto.
—Aún no dudan —dijo Kirklaw—, pero podrían llegar a hacerlo. La suya es una posición muy precaria, Blackdown.
—Ah. —Nick sonrió—. Claro, lo olvidaba. Me han traído aquí para amenazarme.
—No le estamos amenazando, ¡es el futuro el que lo hace! ¿Es que no lee el periódico últimamente? La Ley del Maíz le va a salvar el pellejo. Ahora que la guerra ha terminado, es lo único que puede mantener los precios altos.
—Seguro que no ha olvidado que he estado en España. Salvándole a usted el pellejo.
—Oh, por favor, ahórreselo. —Kirklaw volvió a meterse el puro en la boca y siguió hablando mientras lo mordía con las muelas—. Se fue a España para esquivar sus responsabilidades, no se haga el héroe con nosotros. Mientras usted marchaba en formación como un soldadito de plomo, nosotros maduramos. Nos enfrentamos a nuestras responsabilidades. Ocupamos nuestros asientos en la Cámara de los Lores y servimos a nuestra patria. Y ahora usted ha vuelto y no tiene ni la más remota idea de los peligros a los que se enfrenta como lord del reino que es, como hermano de sus caprichosas, sí, ha oído bien, caprichosas hermanas. En definitiva, de los peligros a los que se enfrenta como inglés.
—¿Se atreve a regañarme solo porque me supera en rango, Kirklaw? Se lo pregunto porque ha pasado mucho tiempo desde que estudié el libro con la lista completa de títulos. He oído que es la mejor obra de ficción de la literatura inglesa.
Los tres lores observaron a Nick con tres pares de ojos casi del mismo color azul y las caras tan planas como una colección de platos de Wedgwood. De pronto, Kirklaw parpadeó y se puso colorado.
—¿Ficción? ¿Ficción? Si la Ley del Maíz no fijara el precio del maíz, tendríamos los días contados. Las fábricas ya nos están ahogando suficiente, robándonos los trabajadores. Y los comerciantes nos compran los títulos con dinero sucio y con sus hijas de rostro anodino e inexpresivo. En cuanto el maíz extranjero empiece a entrar en el país, no tendremos ni el dinero ni la influencia necesaria para mantener a nuestros hombres cultivando la tierra. ¿Quiere que se repita lo de América o Francia, pero en suelo inglés? ¿Está preparado para convertirse, en el mejor de los casos, en un plebeyo y postrarse ante el sastre más rico de la ciudad, o en el peor de los casos, ver rodar las cabezas de sus hermanas mientras espera su turno para pasar por Madame Guillotine?
—¿Y su Ley del Maíz? ¿Nos salvará de esos destinos inimaginables que describe?
—Por supuesto que sí —dijo Blessing—. Seguro.
—Si se aprueba —añadió Delbun.
Kirklaw agitó una mano en el aire.
—La ley será aprobada y sin pasar apuros, pero es muy impopular entre las clases bajas. Y su Jemison…
—No es mi Jemison.
—Su Jemison —insistió el duque— está en el meollo del problema. Necesito que lo denuncie. No puede ser mi amigo y el suyo al mismo tiempo.
—No creo que un soldado que ha regresado del frente tenga el poder de mancillar la reputación de un duque.
—No, pero un marqués sí. —Kirklaw señaló a Nick con el dedo—. Sus colegas están dispuestos a aceptarlo como a un héroe, como a un líder. Están preparados para poner toda su confianza y admiración en sus manos, pero eso podría cambiar. Yo solo intento advertirle de lo fina que es la capa de hielo que pisa. Si la gente se rebela tras la votación, cosa que sucederá, y usted no ha dejado bien clara su lealtad hacia el partido y hacia la aristocracia, sus colegas le darán la espalda. Dirán que la culpa del levantamiento es suya. Luego acudirán a mí y pensarán: «¿Cómo podía Kirklaw ser amigo de ese hombre?». La plebe o yo, capisce? Esa es su elección.
Capisce! Nick imaginó a Tony Soprano entrando por la fuerza en la Cámara de los Lores y acabando con todo el mundo con su ArmaLite AR-10. La imagen era tan ridícula que se le escapó la risa.
—Quiere aprovecharse de mis influencias, ¿verdad, Kirklaw? Y si no lo consigue, se ocupará de hundirme en un ataque de ira.
—No seré el único que intente hundirle, Falcott. Le advierto de que la fama es una amante caprichosa. Sus amigos de la planta baja podrían llegar a averiguar la relación de Jemison con su hermana lady Clare. Podrían descubrir que sirvió con usted en España, o que lucharon codo con codo. Alguien podría afirmar que fue usted quien envió a Jemison desde la península para hacer las veces de administrador en Blackdown, o que es usted un radical, como Byron, que desea ver a los de su propia clase degradados, destruidos. Al igual que Byron, cree que la plebe personifica los sentimientos de la gente.
—Ese depravado le ha hecho un hijo a su propia hermana —intervino Blessing—. Si no se enfrenta a Jemison pronto, la gente no tardará en llegar a la conclusión de que usted no es mucho mejor que él, que consiente que Jemison haya corrompido a lady Clare. Que aceptaría en su familia a un comerciante de sebo, porque eso es lo que Jemison es: el hijo de un comerciante de sebo.
Nick se echó a reír al escuchar aquello y se colocó bien los puños de la camisa.
—Entre el comerciante de sebo y los nobles dados al incesto, parece increíble que Albión no se haya hundido bajo las olas. Déjeme que le diga una cosa, Kirklaw: cuando todos ustedes se estén pudriendo en las criptas de sus familias, Byron todavía será recordado. En cuanto al comerciante de sebo, Jemison padre suministra velas a la marina. Esas velas han iluminado los planes de guerra de Sidney Smith y Horatio Nelson. Ese hombre es más rico que cualquiera de nosotros cuatro.
Kirklaw torció el gesto.
—Nuestros almirantes más ilustres utilizan velas de cera, seguro.
Nick aplaudió la ocurrencia del duque.
—Bien dicho, me ha descubierto. ¡Cómo se me ocurre insinuar que el gran Nelson alguna vez tuvo que soportar el olor del sebo quemándose! —Se levantó de la silla—. Lord Chismorreo. —Inclinó la cabeza hacia Blessing—. Lord Calumnia. —Hizo lo mismo con Delbun—. Y Su Majestad de la Difamación. —Esbozó una elaborada reverencia dedicada a Kirklaw—. Creo que ya nos hemos dicho más que suficiente por una noche. Les agradezco su hospitalidad y les deseo buenas noches.
Y apuró el resto de la copa de un solo trago.
—Espere un momento antes de marcharse, Blackdown.
Kirklaw se dirigió hacia un maletín que descansaba sobre el escritorio, lo abrió y sacó una gruesa hoja de papel. La contempló durante un instante y luego se la entregó a Blessing, quien se la pasó a Delbun, quien, a su vez, se la dio a Nick. Decía lo siguiente: «Jorge Augusto Federico, príncipe de Gales, regente del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda, a nuestro querido Nicholas Clancy Falcott, caballero, reciba mis saludos».
Mierda.
Un escrito de citación.
Nick levantó la mirada y sorprendió a Kirklaw observándolo con una sonrisa burlona en los labios y sin dejar de morder el puro, del que ya prácticamente no quedaba nada.
—Tendrá que acudir pasado mañana a la Cámara de los Lores con sus ropajes formales —le dijo—. Una vez allí, jurará obediencia y dará su discurso de bienvenida, que tratará sobre la Ley del Maíz. —Abrió de nuevo el maletín y sacó un montón de papeles—. Este es su discurso. En él, repudia a Jemison y a aquellos que son como él, y exige la aprobación inmediata de la ley. También hay un par de párrafos dedicados a alabarme como viejos amigos que somos. —Pasó las hojas hasta encontrar un pasaje que procedió a leer en voz alta—. «Luché en España a la cabeza de una compañía. Puedo decirles por experiencia propia que Jem Jemison es un cobarde, pero también puedo decirles, como líder que he sido y que soy, que sé reconocer el coraje y la fuerza en cualquier hombre». —Kirklaw levantó la mirada—. Y entonces me señalará. Yo me haré el sorprendido y usted me pedirá que me levante, y luego añadirá: «¡El duque de Kirklaw es un ejemplo de lo que significa la hombría británica! ¡Yo pongo toda mi fe en él, la fe de un soldado y de un caballero inglés!».
Nick reprimió una sonrisa.
—¿De verdad espera que lea eso, en voz alta, en la Cámara de los Lores?
—Así es. Y creo que cuando considere las alternativas, lo hará.
El duque le entregó los papeles a Blessing, quien se los entregó a Delbun, quien se los entregó a Nick.
—No tengo toga.
—En Ede y Ravenscroft todavía guardan la toga de su padre. Han estado esperándole, al igual que el título, las obligaciones con la familia, la hacienda e incluso la clase.
—¿Y si no me presento?
—La elección le corresponde a usted, por supuesto.
—Ah, por supuesto.
—¿Puedo ofrecerle otra copa o ya ha tenido suficiente?
Nick bajó la mirada hasta su copa vacía y luego miró a su antiguo amigo a los ojos.
—Será mejor que la llene —le dijo—. El chantaje entra mucho mejor con un buen trago de coñac de contrabando.
Kirklaw inclinó la cabeza, aceptando el golpe con caballerosidad. Lanzó lo que quedaba del puro a la chimenea, cogió la botella de la mesa donde la había dejado y volvió de nuevo junto a Nick.
—Bienvenido de vuelta a casa, viejo amigo —dijo, mientras le llenaba la copa de coñac.