2

Nick se despertó en una lujosa cama de sábanas y mantas rojas. Las paredes de la habitación eran de madera pulida y, aunque la luz era del tipo eléctrico, tal como había aprendido durante su estancia de dos semanas en el hospital, era muy agradable y parecía emanar de las esquinas o de detrás de los paneles. Se desperezó mientras recordaba el largo vuelo hasta Chile, que al principio le había parecido aterrador pero que no tardó en convertirse en algo emocionante; la llegada a última hora de la noche a Santiago; el cálido recibimiento al complejo del Gremio con el que le había obsequiado un numeroso grupo de desconocidos, a cuál más sonriente. Se había desplomado en la cama, exhausto, sin ni siquiera explorar su nueva casa, y había dormido el resto del día.

Apoyó los pies en el suelo y se levantó. El fuego seguía ardiendo en una estufa de cobre que parecía construida directamente dentro de la pared. En el otro lado de la estancia colgaban unas enormes cortinas de color azul oscuro; atravesó la alfombra, con sus intrincados diseños persas, y las corrió.

Toda la pared estaba formada por un panel de cristal de una sola pieza, liso, impoluto e increíblemente grande. Fuera, una lámina de agua cuadrada del mismo tamaño de la habitación reflejaba las montañas, tan impresionantes que eclipsaban cualquier otra que hubiera visto antes. Se elevaban hacia el cielo, con las cimas afiladas y cubiertas de nieve que la puesta de sol teñía de rosa. Nick apoyó las manos en el cristal. De pronto, se percató de que había una manilla en uno de los extremos y trasteó con ella hasta determinar que la pared de cristal podía abrirse deslizándola a un lado.

Dio un paso adelante y enseguida sintió el impacto del aire frío sobre la piel. Ahora se daba cuenta de que el cuadrado de agua era en realidad una piscina. Metió un dedo del pie, suponiendo que el agua estaría helada, pero le sorprendió descubrir que estaba caliente como la de una bañera. El borde de la piscina parecía desaparecer en la nada, fundiéndose con las montañas que se erigían, orgullosas, a lo lejos. ¿Cómo podía ser? Nick recorrió el saliente de la piscina y descubrió que la casita en la que había despertado estaba construida en la pendiente de una colina. El falso horizonte era producto de una pequeña cascada que se derramaba por encima del borde y devolvía el agua a la piscina gracias a un depósito que la recogía. Era un diseño muy inteligente, parecido al del muro ha-ha que se utilizaba para crear la ilusión de que un terreno con desniveles era, en realidad, llano. De pie sobre el borde de la piscina, que también lo era de la colina, Nick dirigió la mirada hacia el valle amplio y verde que se extendía a sus pies a lo largo de unos dos kilómetros hasta los pies de la montaña más cercana. Entre los árboles se levantaban algunas construcciones de madera y cristal curvado, austeras a simple vista pero extrañamente hermosas. Nick dejó que su mirada se perdiera montaña arriba y luego volviera a bajar hacia el valle. Respiró profundamente y se quitó la camisa de algodón por la cabeza. Inauguraría su nueva vida con un buen chapuzón.

En los meses siguientes, Nick fue superando lentamente su depresión. Había treinta personas más como él en el complejo, todos ellos en distintos estadios de su año de iniciación. Además de los alumnos, al menos cincuenta miembros del Gremio vivían allí a tiempo completo. Eran instructores, médicos, guías, cocineros, jardineros, arquitectos e investigadores. Algunos se dedicaban a profesiones de las que Nick nunca había oído hablar: psicólogos, entrenadores personales, informáticos, masajistas, yoguis o instructores de esquí. Las estructuras de paredes curvas que había visto en su primer día allí eran una especie de parlamentos; podía verse a los oficiales del Gremio yendo de uno a otro a cualquier hora del día, incluida Alice Gacoki, la regidora, a la que Nick había conocido durante su tercera semana en Chile.

El arquitecto había incluido en su diseño un spa y un complejo vacacional, con pistas de esquí en las montañas, rutas para montar a caballo y hasta un parque de atracciones. Las familias (miembros del Gremio que se habían conocido y casado en aquel futuro compartido) podían pasar allí una semana o un mes para relajarse. Sus hijos, nacidos en el presente, no podían saber la verdad sobre el origen de sus padres. Nick era el tipo de persona que solía caer bien a los niños, quizá porque los trataba como a adultos, con educación, incluso con cierta distancia, hasta que, de repente, los pequeños se encaramaban a sus hombros y le preguntaban qué le había pasado en la ceja y si quería jugar al Tyrannosaurus rex. A Nick le gustaba hacer de Tyrannosaurus rex, una bestia que le resultaba tan fascinante como a los niños. Sin embargo, no le gustaba mentir a sus pequeños amigos, por lo que con el tiempo aprendió a evitar la zona de vacaciones del complejo.

De él se esperaba que dejara atrás lo que había sido para convertirse en el hombre que sería a partir de entonces y, para ello, recibía clases continuamente. Primero, aprendió las reglas del Gremio. Tenía que recitarlas, junto con el resto de los alumnos, todos los días antes de empezar las clases. Solo eran cuatro:

No hay retorno.

No hay retorno.

No se lo cuentes a nadie.

Obedece las reglas.

Las dos primeras parecían la misma, pero una hacía referencia al tiempo y la otra al espacio, aunque Nick, cuanto más pensaba en ello, más incapaz se sentía de distinguirlos.

«Obedece las reglas». La última se le antojaba un tanto ridícula; el Gremio se aseguraba de que cumplirla fuera increíblemente fácil. Todos los miembros, del primero al último, recibían dos millones de libras al año, todos los años. Nick ya tenía sus dos primeros millones esperándole en una cuenta abierta a su nombre desde el día en que llegó al complejo. Un hombre que se refería a sí mismo como «asesor financiero» le había contado todo lo que tenía que saber al respecto. El dinero, le había dicho, era un símbolo, un regalo anual del Gremio a sus miembros. «Sin compromiso», había sentenciado, significara lo que significase.

El principal obstáculo para casi todos los miembros nuevos del Gremio era el idioma. Se necesitaban tres: inglés del siglo XXI, que Nick más o menos dominaba; el idioma del país al que eran reasignados (también había tenido suerte en eso porque su país de destino era Estados Unidos); y, por último, finés medieval, el idioma oficial del aparato burocrático del Gremio. Nick odiaba el finés. Después de meses de clases, la única frase que había aprendido era «Mÿnna tachton gernast spuho somen gelen Emÿna daÿda»: «Quiero aprender a hablar finés, pero no puedo». La frase le había arrancado una carcajada, al menos la primera vez que la había dicho. Por suerte, sabía que sobreviviría al finés. Las clases eran solo dos veces a la semana, los martes y los jueves después de la cena. El resto del tiempo, con alguna que otra salvedad, podía hacer lo que quisiera.

Nick no era el único afortunado que no tendría que aprender a hablar en inglés. Meg O’Reilly era una mujer irlandesa de sesenta y cinco años que había llegado al complejo quince días antes que él y a quien el Gremio había reasignado a Australia. Un buen día de 1848, en el condado de Mayo, en Irlanda, Meg se había encontrado una manzana en medio del camino, roja e inmaculada: un milagro. La recogió del suelo y la estaba haciendo girar entre las manos, tratando de decidir dónde propinarle el primer mordisco, cuando dos mujeres hambrientas la atacaron con palos. La manzana y ella viajaron ciento cincuenta y cinco años hacia el futuro. «¿Sabes qué?», le dijo a Nick. «Estaba tan hambrienta que ni siquiera me alteré. Me quedé a un lado de la carretera como si no hubiera pasado nada, comiéndome la manzana y viendo los coches pasar». Ahora su objetivo era engordar antes de que terminara su año de formación.

Les recomendaron que estudiaran juntos en sus horas libres. Su objetivo era procesar tanta cultura popular como sus cerebros les permitieran. Libros, películas, programas de televisión, cualquier cosa publicada o filmada desde 1960. Se atrincheraban en una de las salas de la biblioteca, equipada con un televisor enorme y un par de cómodas butacas, y pasaban la mañana viendo películas, leyendo y discutiendo sobre lo que habían aprendido. También comían. Meg siempre aparecía con algo para picar.

Meg no sabía leer, así que tuvieron que empezar por los libros ilustrados. A Nick le sorprendió su propio nivel de implicación con respecto al progreso de su compañera, y también el cariño que le iba cogiendo día a día, a pesar de que a menudo se comportaba como una cascarrabias. Pasaban muchas horas juntos, estudiando las coloridas páginas de los libros, hasta que una tarde fue como si las letras se alinearan ante los ojos de Meg. Ella gritó como un búho y los dos bailaron por toda la estancia gritando: «¿Te gustan los huevos verdes con jamón? ¡No, no me gustan nada, Juan Ramón!».

En apenas unas semanas, Meg pasó de leer las frases tartamudeando y señalando cada palabra con el dedo, a leer todo lo que caía en sus manos sobre Irlanda. Una mañana, Nick la encontró cómodamente instalada en una de las sillas de la biblioteca leyendo un libro titulado Making Ireland British, 1580-1650 e intentó intervenir. «Se supone que debemos concentrarnos en eso que ellos llaman cultura popular contemporánea», le dijo. «No creo que ese libro tenga mucho que ver».

Meg lo miró por encima de las páginas del libro, con los ojos brillantes bajo el pelo cano. «Tú haz lo que quieras», le dijo. «Yo no me interpondré en tu camino». Y volvió a desaparecer tras las tapas del libro, mientras buscaba a tientas con la mano el enorme sándwich que descansaba sobre la mesa, justo fuera de su alcance. Nick suspiró y le acercó el plato. Se lo habían pasado tan bien mientras ella aprendía a leer. De vez en cuando, aparcaban los libros de lectura infantiles y se entregaban en cuerpo y alma a Los Soprano o Expediente X, con pausas a su vez para ver algún capítulo de Padre Ted y Leave It to Beaver. Ahora, en cambio, a Meg le molestaba que Nick viera la televisión sin auriculares. «¡No puedo leer con ese ruido metido en la cabeza!»

El alumno más aventajado en todas las asignaturas era un joven de veinte años de la tribu de los pocumtuk llamado Leo Quonquont, que había llegado al complejo seis semanas después que Nick. El Gremio le había asignado Bangalore, así que tenía que aprender finés, inglés y canarés. Un par de meses después de su llegada, Leo ya era capaz de contar chistes en inglés. Hacia finales de su sexto mes, dejó las clases de inglés y se unió al grupo de estudio de Meg y Nick. Formaban un trío de lo más pintoresco. Un aristócrata inglés, un indio americano con una mente prodigiosa y una irlandesa famélica, los tres viendo un partido de fútbol el sábado por la tarde, comiendo palomitas y gritándole a la pantalla del televisor. Algo así parecía imposible. Y, sin embargo, podían reír juntos, discutir juntos y aprender juntos: eran amigos.

Nick descubrió que le encantaba la «escuela del futuro», tal como había dicho el carnicero que sucedería. Por desgracia, nada dura eternamente. Mirando atrás en el tiempo, Nick creía que su amistad con Leo y Meg había empezado a desmoronarse el día que vio a Leo hablando con el señor Mibbs.

Era un día precioso, a última hora de la tarde. Nick acababa de pasar una hora con uno de los profesores practicando modales americanos modernos, argot, expresiones faciales y gestos con las manos. Estaba agotado. De pronto, vio a Leo pasando bajo una de las enormes pantallas que estaban diseminadas por toda el área de estudio y que mostraban una sucesión de información sin sonido sobre el presente. Nick atajó por la hierba, con la esperanza de convencer a su amigo para ir a tomar una cerveza al bar. Cuando estuvo a escasos metros, se dio cuenta de que el hombre que caminaba cerca de Leo, un par de pasos por delante a la izquierda, en realidad estaba hablando con él. Era extraño. No estaban juntos y sí lo estaban.

Nick redujo el paso y Leo se dio la vuelta como si tuviera ojos en la nuca. Tenía el rostro inmóvil, muy serio. Sacudió la cabeza una única vez, con decisión: no te acerques.

Nick asintió. Parecía un mensaje entre soldados, tanto que Nick sintió que sus instintos militares despertaban de repente. Se metió la mano en el bolsillo y sacó su teléfono móvil, lo abrió y se lo puso contra la oreja. Luego cambió la trayectoria de sus pasos para avanzar en paralelo a su amigo y al desconocido, y siguió caminando, fingiendo que hablaba por teléfono y sin apartar los ojos del compañero de Leo.

Al principio solo pudo verle la espalda. Tenía el cabello castaño y abundante, peinado con secador. Llevaba un traje ancho de hombros y azul como el cielo de verano, que llenaba con una precisión asombrosa. El corte era inmaculado y muy caro, pero el traje en sí resultaba absurdo.

Nick, que se había acostumbrado a vestir con vaqueros y camisas de algodón, sonrió para sus adentros. Quizá aquel horrible traje era la razón por la que Leo guardaba las distancias.

De repente, el hombre se dio la vuelta tal como lo había hecho Leo, como si supiera que Nick lo estaba observando. Tenía la mandíbula cuadrada y los labios finos, y llevaba el pelo peinado hacia arriba, dejando la frente al descubierto. Parecía uno de esos hombres atractivos pero anodinos que presentan la sección del tiempo en la televisión americana.

Pero había algo extraño en la forma en que aquel hombre miraba a Nick.

A pesar de la distancia, Nick pudo sentir el vacío paralizante que desprendía aquella mirada. Bajó la mano con la que sostenía el móvil y le sostuvo la mirada sin pestañear, incapaz de seguir fingiendo indiferencia. Fue como si el tiempo se detuviera… Los pensamientos se desvanecieron de su mente…

Fue entonces cuando Leo también se dio la vuelta y la expresión de su rostro lo devolvió al mundo. Leo intentaba comunicarle algo, un aviso muy urgente. Nick pestañeó, giró sobre sí mismo y se alejó en dirección contraria.

Al día siguiente, cuando le preguntó a Leo sobre lo sucedido, este le dijo que el tipo le había preguntado por dónde se llegaba al parque de atracciones y él lo había acompañado hasta allí. Era evidente que no le estaba contando la verdad, al menos no toda, pero Nick decidió no insistir. Era algo que había aprendido en España: un soldado te dirá lo que debes saber cuando debas saberlo.

Dos semanas más tarde, Nick estaba flotando en la piscina de su casa con Leo y Meg, admirando una luna llena amarillenta que se elevaba sobre las montañas. Tenía el corazón rebosante de algo sospechosamente parecido a la felicidad. Se movía sobre el agua como un corcho en una piscina climatizada a los pies de los Andes, con el trasero, que hasta no hacía mucho era la parte más rígida de su cuerpo, metido en un artefacto flotante de plástico con forma de rana a topos. Sus dos amigos flotaban a su lado, uno en un dragón y el otro en un oso panda. Nick era feliz, tal como el carnicero franco le había dicho que sucedería. De pronto, se sorprendió a sí mismo utilizando una frase que había escuchado en televisión:

—Chicos, sois los mejores.

Los dos rieron y Meg echó mano de una de las palabras que acababa de aprender.

—Pardillo.

—No soy un pardillo —se quejó Nick.

—Y tanto que lo eres. —Meg bebió de la pajita de su cóctel, un sex on the beach, y chapoteó con los pies en el agua—. Te encanta el Gremio.

—En ese caso, somos todos unos pardillos —dijo Nick—. Lo único que tenemos que hacer es ser felices y obedecer las reglas.

Leo giró lentamente sobre su panda mientras se echaba a reír.

—Pues a mí me parece un buen marrón —dijo.

Su vocabulario era mucho mejor que el de sus amigos y a Leo le gustaba jactarse de ello.

—¿Qué significa eso?

—¿Un buen marrón? —Leo inclinó la cabeza hacia atrás y dejó que sus tres trenzas se hundieran en el agua. Llevaba la cabeza rapada al cero a excepción de un cuadrado de pelo largo en la parte posterior con el que se hacía tres trenzas finas. Le habían dicho que aquel peinado no encajaría en Bangalore, pero aún le quedaban unos meses en Chile y no tenía intención de coger la cuchilla hasta que el avión estuviera esperándole en la pista—. Un marrón es un problema, algo que acaba complicándose. Tú dices que lo único que tenemos que hacer es ser felices y obedecer las reglas. Yo digo que para mí eso es «un buen marrón». Significa que no sé si seré capaz de hacerlo.

—¿Por qué no?

Leo inclinó la cabeza a un lado y miró a Nick.

—Estoy decepcionado con el Gremio.

—¿Por qué?

—¿Recuerdas a aquel tipo, el de hace un par de semanas? Nos viste caminando juntos por el jardín.

—Sí —dijo Nick—. El hombre del traje azul celeste.

—El «hombre del traje azul celeste» —repitió Meg—. Parece una canción.

—Os aseguro que no parecía sacado de una canción —dijo Leo—, a menos que la canción hablara de tipos de gobiernos siniestros.

—¿Cómo se llamaba?

—No me lo dijo.

—No pasa nada. —Meg pensó en ello—. Le llamaremos Mibbs.

—¡Ahora me llaman señor Mibbs!

Nick estaba encantado con su propio chascarrillo.

—Tú lo viste, Nick —dijo Leo, sin ni siquiera sonreír—. No hacía gracia.

—No —asintió Nick—. Ni siquiera con aquel traje tan ridículo.

—Caminaba un poco alejado de mí —continuó Leo—, como si le diera miedo acercarse demasiado. Me preguntó por mi experiencia con lo que él llamaba «la belicosidad».

—Nada nuevo. La gente siempre te hace preguntas extrañas sobre tu origen —dijo Nick—. Como ese japonés del siglo XIII que siempre está retándote a una competición de tiro con arco.

—Y la alemana —intervino Meg—. Astride von No-sé-qué.

Leo se tapó las orejas con las manos.

—¡Oh, Dios, Astride! Me alegré tanto cuando se fue…

Nick se echó a reír, pero cuando Leo se quitó las manos de las orejas, la expresión de sus ojos seguía siendo seria.

—Me hizo toda clase de preguntas, todas muy intensas, muy específicas. Sobre ciertas prácticas relacionadas con… ¿Cómo llamarlo? ¿La venganza? No, no es la palabra adecuada. Se refería al derecho a la compensación, al final del ciclo… Pero para un no iniciado, puede parecer…

—¿Salvaje? —aventuró Nick, pensando en Badajoz.

—Quizá. Sea como fuere, el señor Mibbs tenía muchas preguntas sobre qué hacían los «indios» con sus prisioneros.

—¿Como qué? ¿Torturarlos?

Leo se encogió de hombros.

—Sabía muchas cosas de los mohawks y de los mixtecs, casi todo leyendas urbanas. Al parecer, creía que los mohawks sacrificaban bebés en lo alto de sus pirámides y se comían sus hígados, lo cual es absurdo porque… Bueno, da igual. La cuestión es que estaba obsesionado con la forma de saber si un bebé robado había sido asesinado o adoptado. Le dije que yo soy pocumtuk, no mixhawk… —Leo se echó a reír y luego frunció el ceño al ver que Nick y Meg se limitaban a mirarlo fijamente—. Bueno, pues me dijo que cerrara la boca y contestara a sus preguntas. Yo le contesté que solo podía hablar de mi tribu, pero que es importante entender que cuando se considera que un prisionero debe morir, esa muerte se administra de forma que el sufrimiento del reo sea un fiel reflejo de la agonía de nuestros propios corazones. Si se considera que debe ser adoptado, se le incorpora a la tribu mediante una ceremonia…

—Sería estupendo si intentaras utilizar frases más cortas —le interrumpió Meg.

Leo puso los ojos en blanco antes de continuar:

—Llegados a este punto, él también me interrumpió y dijo que los detalles no le interesaban, que él quería saber si existe alguna base de datos que recoja los casos de bebés blancos robados por, y cito textualmente, «salvajes sedientos de sangre como yo». A mí se me escapó la risa. Porque ¿qué otra cosa podía hacer?

—Arrancarle la cabellera y comerte su hígado en lo alto de una pirámide, supongo —dijo Nick, deslizando las manos sobre el agua templada de la piscina.

—Bueno, sí, quizá podría haber contemplado esa posibilidad. Y mira que el tipo tiene una buena mata de pelo, aunque ¿quién querría tocarla?

Leo sonrió y Nick hizo lo propio, aunque sabía que ambos estaban intentando quitar hierro al asunto del señor Mibbs. Solo pensar en tocar a aquel hombre era suficiente para ponerle los pelos de punta, algo así como oír el sonido de una puerta cerrándose en una casa vacía.

—Yo me reí —continuó Leo— y le pregunté de qué parte del pasado era. Me dijo que era una pregunta oficial: ¿existía esa base de datos? Le respondí que podía coger su pregunta y metérsela por donde le cupiera y él me dijo que si no contestaba a su pregunta lo lamentaría.

—¿Crees que era un jefazo del Gremio o algo así?

La voz de Meg sonaba aguda por la emoción.

—Sí —respondió Leo—, creo que sí.

—¿Qué pasó luego? Te dijo que lo lamentarías y… ¿después qué?

—Después… bueno, me miró —dijo Leo—. Hasta entonces, había evitado hacerlo, pero de pronto levantó la cabeza y clavó la mirada en la mía. Seguro que tú también lo sentiste, Nick. Eso que hacía con los ojos cuando te miraba. Esa sensación, esa desolación absoluta.

—¿Qué sentiste? —preguntó Meg.

Nick aún recordaba la emoción que se había apoderado de él al notar que aquella mirada se dirigía hacia él.

—Desesperación —respondió finalmente.

—Sí. Era como si se estuviera metiendo en mi cabeza para vaciarla de mis emociones y rellenarla con las suyas.

—Control mental —dijo Meg—. El Gremio utiliza el control mental.

—Seguro que no —replicó Nick—. Es bastante fácil leer las emociones de la gente cuando te miran directamente a los ojos. Aquel hombre no era más que un tipo extraño e infeliz con una imaginación perturbada. No era un oficial del Gremio. Pensad en todos los oficiales que conocemos aquí, en el complejo. Pensad en la regidora, Alice Gacoki. Es una persona normal, una mujer muy agradable. Aquel tipo no hablaba en nombre del Gremio. Te habrían citado en uno de los edificios del Parlamento si quisieran saber algo sobre… —Intentó recordar las tribus que Leo había mencionado, pero no pudo—. Tu cultura.

Leo se mordió los carrillos por dentro.

—Pero esa no es la cuestión —continuó Nick—. La cuestión es que aquel tipo no es más que un hombre raro. La gente rara también viaja en el tiempo.

—A veces me sorprende lo ingenuo que eres, Nick. —Meg levantó la sombrilla de papel de su bebida por encima de la cabeza e imitó el acento de Nick—. ¿Está lloviendo fuego y azufre? ¡Santo Dios, no me había dado ni cuenta!

—Si yo soy ingenuo, tú eres una «conspiranoica» —murmuró Nick.

Meg se encogió de hombros.

—A mí lo del control mental no me parece tan improbable. Todo lo que rodea al Gremio es demasiado bueno, demasiado perfecto. Como el hecho de que aquí no haya ningún rarito, y como tú mismo has dicho, seguro que los raritos también viajan en el tiempo. Entonces ¿dónde están? —Meg se terminó su sex on the beach con un sonoro último trago—. Algo falla. Tiene que haber una trampa.

—Meg tiene razón. —Leo hizo girar su panda para poder mirar a Nick cara a cara—. El Gremio es demasiado perfecto y aquel hombre era demasiado siniestro para ser un tipo asocial cualquiera de la era moderna. Lo sentí, había algo muy oscuro en él y en lo que me estaba preguntando.

—¡Sensaciones! —Nick frunció el ceño—. ¿Podemos dejar de hablar de sensaciones? ¡Dios!

—Como quieras. —Leo parecía cansado—. Siento haber sacado el tema.

—Creo que estáis sacando conclusiones precipitadas, los dos. El Gremio ha sido perfectamente transparente y más que generoso con nosotros.

—El Gremio es rico y poderoso —dijo Leo— y nos cuenta solo lo que quiere que creamos.

De pronto, Nick sintió frío sentado en su rana. No estaba acostumbrado a discutir. En el mundo del que procedía, la gente daba su opinión o escuchaba la de los demás. Durante mucho tiempo, primero como marqués de Blackdown y luego como líder de una compañía de soldados, se había acostumbrado a estar en la cima de la pirámide jerárquica o muy cerca de ella.

—Está bien —respondió finalmente, después de respirar hondo—, supongamos que tenéis razón. ¿Con qué opciones contáis? ¿Abandonar el Gremio?

—¿Por qué no?

—Vamos, hombre. ¿De verdad creéis que os las arreglaríais vosotros solos ahí fuera?

Leo cerró los ojos y deslizó los dedos sobre la superficie del agua.

—No creo que el Gremio sea capaz de interceptar a todos los que saltan en el tiempo. Seguro que ahí fuera hay gente que aún no ha encontrado su lugar.

A Nick se le escapó una risa burlona, pero ni Meg ni Leo respondieron, de modo que inclinó la cabeza hacia atrás y contempló el cielo estrellado.

Solo tuvieron un día bueno más. Dos semanas después de la situación desagradable que se había producido en la piscina (situación a la que no volvieron a hacer referencia, pero que se quedó flotando en el ambiente como una niebla insistente), Meg, Leo y Nick viajaron hasta Santiago en coche para pasar un par de días de vacaciones lejos del complejo. Recorrieron la ciudad en un descapotable amarillo, uno de los BMW del Gremio. Fueron de compras, comieron en un restaurante y vistieron su ropa nueva sin ningún contratiempo importante. Por la noche, decidieron salir a bailar para celebrar lo bien que se lo estaban pasando.

En la discoteca, la misma chica intentó ligar con Nick y con Leo, aunque ninguno de los dos aceptó su oferta. Leo había dejado atrás a una mujer y, tal como les había dicho en más de una ocasión a Astride y a unas cuantas mujeres más del Gremio, aún no estaba «preparado». Pero ¿Nick? Miró la hermosa cara de la chica, ligeramente maquillada, y descubrió que, simplemente, no le apetecía. Era como si el joven marqués liberal y disoluto de comienzos del siglo XIX aún siguiera dormido en aquel horrible hospital donde todo era blanco. O muerto entre los restos de la batalla de Salamanca.

Aquella noche, Meg fue la única que regresó acompañada al hotel para júbilo de sus compañeros, que estuvieron hasta el amanecer en el bar del hotel, bebiendo vino y echándose unas risas a su costa.

Al día siguiente, los aventureros salieron a la calle por la tarde en busca de algo que comer antes de montarse en el coche y regresar al complejo. Terminaron en el Mercado Central comiendo marisco y admirando la estructura del edificio, construido en 1872 a partir de una estructura de hierro fundido.

—Cualquiera de los tres es más viejo que este sitio —dijo Meg, apurando su tercera copa de champán.

Nick se encogió de hombros.

—No somos más viejos que aquellas montañas.

—¿Cómo lo sabes? —Leo partió una pinza de cangrejo y frunció el ceño mientras intentaba sacar la tierna carne del molusco con un ridículo tenedor de plástico amarillo—. Es posible que las colocaran ahí el año pasado a modo de atracción turística.

—Mirad —dijo Nick, y señaló a través de la ruidosa multitud que pasaba junto a su mesa—. Es Alice Gacoki.

Meg y Leo se dieron la vuelta en sus asientos. La regidora estaba sola y parecía absorta observando una enorme pila de pasteles de pescado. De pronto, miró su reloj y avanzó hasta el siguiente tenderete.

Leo se levantó de la silla.

—Sigámosla.

A Meg le bastó un segundo para ponerse en pie.

—Rápido, Nick. Es bajita, la perderemos entre la multitud.

—¿Alguien sabe por qué estamos haciendo esto?

Nick se metió un último trozo de langosta en la boca, dejó un fajo de pesos sobre la mesa y corrió tras sus amigos.

Siguieron a la regidora entre la multitud, escondiéndose detrás de columnas de hierro demasiado finas para ocultar sus cuerpos y riéndose a carcajadas cada vez que parecía evidente que Alice Gacoki los había descubierto. Pero no fue así y consiguieron seguirla con éxito hasta el lavabo de mujeres, en cuyo interior desapareció.

—Voy a entrar —dijo Meg.

—No lo hagas. Es una tontería. Volvamos. —Nick hizo sonar las llaves del coche dentro del bolsillo de sus pantalones—. Me gustaría hacer una parte del trayecto mientras aún sea de día.

Pero Meg ya había abierto la puerta del lavabo y, dándose la vuelta, le estaba haciendo una señal con el dedo para que guardara silencio.

Nick y Leo esperaron fuera durante al menos diez minutos. Iban entrando y saliendo mujeres, pero no había ni rastro de Meg o de la regidora.

—¿Deberíamos entrar a buscarla?

Nick frunció el ceño.

—Deben de estar hablando.

Un minuto más tarde vieron aparecer a Alice Gacoki por la puerta, la cual los descubrió inmediatamente.

—Hola —los saludó, acercándose a ellos. Vestía un traje hecho a medida que se adaptaba como un guante a su cuerpo atlético. Era kikuyu y llevaba el pelo blanco y rapado casi al cero. Lucía un anillo con una gema de color amarillo pálido en una de sus largas y elegantes manos, que siempre movía con la gracia de una bailarina mientras hablaba. Había saltado tres siglos hacia el futuro cuando solo tenía trece años, y hacía décadas que era la regidora del Gremio—. Eres Nick, ¿verdad? Nick Davenant.

—Me alegro de verla otra vez —la saludó Nick, inclinando la cabeza en una reverencia.

—Ten cuidado con esa reverencia —le advirtió la regidora, y luego le ofreció la mano. Nick se puso colorado mientras se la estrechaba. Tenía la piel fría, pero el anillo que llevaba en el dedo desprendía una calidez agradable. Se volvió hacia Leo—. Y tú eres… —Guardó silencio mientras lo miraba a la cara. Él esperó a que recordara su nombre. Y lo hizo—. Leo Quonquont.

Nick estaba verdaderamente impresionado. ¿Cuántos miles de nombres y rostros tendría almacenados en la cabeza? La regidora dio un paso atrás y cruzó los brazos sobre el pecho.

—¿Qué estáis haciendo aquí?

Leo señaló con la barbilla hacia la puerta del lavabo.

—Estamos esperando a nuestra amiga Meg.

—Ah, la que siempre tiene hambre. He de regresar cuanto antes al complejo, así que, por favor, saludadla de mi parte. Nos vemos a la vuelta.

Se despidió de los dos con un gesto de la cabeza y luego se alejó entre la multitud.

Meg salió del lavabo unos segundos más tarde. Su boca se había convertido en una línea fina y tenía los ojos muy abiertos, como si estuviera asustada.

—¿Qué ha pasado?

Leo la cogió por el hombro. Ella los miró fijamente, primero a uno y luego al otro.

—¿La habéis visto?

—Sí. —Nick nunca había visto a su amiga tan alterada como entonces—. Nos ha pedido que te saludáramos de su parte. Parece que tenía prisa. ¿Se puede saber qué demonios ha pasado ahí dentro?

—Mejor os lo cuento en el coche.

Sin embargo, cuando llegaron junto al descapotable, Meg ya no estaba tan segura de querer montarse.

—No deberíamos hablar dentro del coche. Seguramente le han instalado alguna clase de dispositivo de grabación.

—Está pinchado —la corrigió Leo—. Se dice así.

—Dudo mucho que… —empezó Nick, con la mano sobre la manilla de la puerta.

—Lo que tú digas. —Meg no dejaba de mirar a ambos lados de la calle—. Vámonos de aquí.

Se cogió a los brazos de sus amigos, que tenían que inclinarse para poder susurrarle al oído mientras ella avanzaba a toda velocidad.

—Me he metido en el cubículo contiguo al suyo —explicó finalmente Meg—, me he subido en la tapa del váter y he mirado por encima del separador.

—¡No habrás sido capaz! —Nick se rió a carcajadas, horrorizado por el comportamiento de su amiga.

—Pues claro que sí. ¿Por qué no? Bueno, pues allí estaba ella, con el móvil en la mano. Por un momento he pensado que en cualquier momento levantaría la mirada y me sorprendería. De pronto, su teléfono ha empezado a vibrar y ella ha respondido a la llamada. —Meg levantó la mirada hacia sus compañeros, primero hacia Leo, después hacia Nick—. Apenas podía oírla, pero me ha parecido entender que decía: «Ha desaparecido. Ignatz ha huido. De momento, la resistencia brasileña está fragmentada. Tenemos que aprovechar mientras se reorganizan para prepararnos».

Los dos amigos pararon en seco y la miraron.

—Lo que os estoy contando es la verdad. Que me parta un rayo aquí mismo si os estoy diciendo una mentira.

Se pasaron todo el trayecto de vuelta al complejo hablando de lo sucedido, sin importarles si el coche estaba pinchado o no. Meg discutía en voz alta, Leo más calmadamente y Nick con un escepticismo un tanto condescendiente hacia las opiniones de sus amigos. Meg y Leo sostenían que aquello confirmaba sus sospechas. El Gremio era una organización corrupta. Estaban matando gente. Ahí fuera, en algún lugar, probablemente Brasil, existía un movimiento de resistencia.

—No me lo creo. —Nick cruzó los brazos y observó su reflejo en el cristal de la ventanilla. El sol se había puesto; era la tercera o cuarta vez que discutían sobre el mismo tema—. Todos los miembros del Gremio se convierten en millonarios al instante sin ninguna contrapartida a cambio. ¿Por qué querría alguien resistirse a eso?

—¿Sin ninguna contrapartida? ¿Sin ninguna contrapartida? —La voz de Meg sonaba atronadora en el interior del coche—. ¡A veces creo que tienes menos luces que una cabra!

—Me alegro de que estés satisfecho, Nick —intervino Leo, mirando tranquilamente por encima del hombro antes de girar el volante para cambiar de carril—, pero no puedes obligarnos a… —Guardó silencio un instante, buscando en su memoria prodigiosa la frase perfecta—. No puedes obligarnos a tomar la pastilla azul. Las pruebas son irrefutables. Alguien ha desaparecido y otra persona, ese tal Ignatz, está escondido. Gacoki ha hablado de «la resistencia brasileña». Meg se lo ha oído decir.

—No —replicó Nick. Era consciente de que su voz estaba cambiando de registro, trasladándose a la parte delantera de su boca, adoptando la precisión entrecortada de un aristócrata ofendido, pero se sentía demasiado frustrado para intentar contener su desdén—. Todo esto no es más que una paranoia, un delirio salido de la mente de Meg.

—¿Me estás llamando mentirosa?

Técnicamente, Meg estaba sentada en la parte de atrás del coche, pero estaba tan furiosa que había introducido sus esqueléticos hombros entre los asientos delanteros.

Nick volvió la cabeza y la miró a los ojos.

—No te estoy llamando mentirosa, Meg. Te estoy llamando católica borracha.

Después, nadie volvió a hablar.

Al día siguiente, Meg y Leo ya no estaban. Habían desaparecido del complejo.

Durante un par de días, su ausencia se convirtió en la comidilla del lugar. La opinión más extendida era que habían sido escogidos por el Gremio para trabajar en el cuartel general, en Londres, donde vivirían una vida de ensueño.

Nick no estaba tan seguro.

Solo se le ocurrían dos posibilidades: o iban camino de Brasil, en busca de un supuesto movimiento de resistencia, o estaban muertos. En el ejército del duque de Wellington, la infracción más pequeña resultaba en la pena capital. Robo. Insubordinación. Lo que Meg y Leo habían discutido la noche anterior de regreso al complejo era mucho peor que eso: equivalía a traición. Habían violado la cuarta regla: «Obedece las reglas». Sin preguntas. Sin infelicidad. Sin deslealtad. Puede que sí que hubiera micrófonos en el coche. Quizá el precio de la discrepancia era la muerte. Tal vez el Gremio los había sacado del complejo para ejecutarlos.

Nick dejó de asistir a clase, dejó de socializar. Se sumió en una profunda tristeza, en parte por Meg y Leo, y en parte nuevamente por todo lo que había perdido desde que saltó en el tiempo. Por toda la gente que había conocido a lo largo de su vida. Por todo su mundo.

Habría estado completamente solo si no fuera por la chica de los ojos oscuros. Era la única que no lo había abandonado. Sus ojos, su sonrisa… tenían el poder de redimir todos sus pecados, igual que la primera vez y cada una de las veces que la había imaginado desde entonces. Nick se pasaba las horas en su piscina, flotando sobre el panda de Leo y visualizando aquella mirada, tan cálida y reconfortante.

Justo un año después de su llegada, Nick abandonó el complejo de las afueras de Santiago de Chile y empezó una nueva vida en Estados Unidos. Nueve años después, todavía seguía allí. Cuando le preguntaban, decía que tenía treinta y tres años, pero si contaba para sí mismo, la suma ascendía a varios siglos.

Dividía su tiempo entre el loft del Soho y la casa de Vermont, y se esforzaba por mantener al Gremio lejos de sus pensamientos, casi siempre con éxito. Obedecía las cuatro reglas y asistía sin falta a la convención bianual que el Gremio organizaba, en Santiago o en Bombay, y que básicamente era una fiesta tipo cóctel de una semana de duración y asistencia obligatoria. Nick la odiaba con todas sus fuerzas. En ella se reunía gente procedente de cualquier momento de la historia y lo único que sabían hacer era fanfarronear sobre cómo se gastaban el dinero. La mayoría eran coleccionistas: cofres antiguos, armas clásicas o instrumentos musicales históricos, siempre antigüedades; y cuando no se dedicaban a recuperar todo tipo de cachivaches, acumulaban artilugios de Apple o BMW. El Gremio invertía el mismo fervor en ambas marcas, sin distinciones.

Nick no coleccionaba antigüedades y conducía una vieja camioneta Chevrolet LUV que, en cierto modo, era el fiel reflejo de sus emociones: anticuada y un tanto falta de espacio. Sin embargo, sabía que, a pesar de sus reservas, era como cualquier otro miembro del Gremio. Le gustaba su vida, teñida en las esquinas de soledad, pero colmada de toda clase de lujos. Por supuesto que su historia habría sido diferente si hubiese sobrevivido a la guerra, si no hubiera viajado en el tiempo. Tal vez habría vuelto a casa y se habría instalado allí. Se habría enamorado. Habría dado con la joven de los ojos oscuros, convertida en toda una mujer. Se habría casado con ella y habría vivido el resto de sus días rodeado del agradable ajetreo de sirvientes, niños y esposa, perros, caballos, arrendatarios y el devenir de las estaciones del año. No habría vuelto a salir de Devonshire, entregado a comer asado, a beber burdeos y a hacer saltar sobre sus rodillas a una retahíla de bebés sanos y gordos.

Por desgracia, aquella vida solo existía en su imaginación. Ahora estaba en Vermont, en el año 2013, y no había vuelta de página.

Nick estiró las piernas para calentarse los pies al calor de la lumbre, cruzó las manos detrás de la cabeza y observó fijamente la carta que descansaba sobre la repisa de la chimenea. En lugar de la chica de los ojos oscuros, tenía el Gremio. La generosa madre adoptiva de los pequeños huérfanos del tiempo. Generosa y controladora. Pensó en Meg y en Leo. Controladora y puede que incluso asesina.

El sobre parecía devolverle la mirada. ¿Qué demonios querrían? Todas sus habilidades estaban obsoletas: masacrar franceses, ignorar el hedor de las cloacas al aire libre, vestir ropas increíblemente ajustadas o seducir a las hijas de los posaderos, de mirada cándida y pecho generoso. Aptitudes, todas ellas, inservibles en los tiempos modernos. Ahora los franceses eran gente educada y agradable, poco proclives a la masacre. Las mujeres hermosas estaban en los huesos y miraban a los hombres solteros como Nick con una intensidad famélica, como si fueran trozos de queso bajo en calorías.

Nick se puso en pie y dejó que la manta con la que se había estado tapando cayera al suelo. El fuego ardía con ganas; a medida que se acercaba a la chimenea, podía sentir el calor cada vez más intenso. Cogió el sobre de la repisa.

Con el peso de la carta en la mano, recordó el sueño que lo había despertado. Las ganas incontenibles de matar, la imposibilidad de detenerse, de parar. La cara del chico, muriendo a cámara lenta. Quizá era un sueño premonitorio y el Gremio necesitaba los servicios de un sicario. Pues ya podían buscar en otra parte. Él ya había presenciado demasiadas muertes.

Deslizó el dedo bajo la solapa del sobre y lo fue abriendo con lentitud, siguiendo el pliegue. El sonido del papel al romperse le puso los nervios de punta. Sacó la única hoja que encontró en su interior y la desdobló.

Las palabras estaban impresas en letras grandes y negras en la parte superior de la hoja, bajo el emblema del Gremio, el tulipán: «Citatorio directo». Y debajo, escrito en un ángulo informal con la letra de Alice Gacoki, podía leerse: «Olvida las reglas. Coge un avión. Nos vemos en Heathrow».