—¿Qué te parece este? —Arabella Falcott sostenía en alto un sombrero de mimbre que conseguía el extraño efecto de parecer muy femenino e inquietantemente pagano al mismo tiempo. La curva entre la corona y el ala era tan pronunciada, y las guarniciones tan profusamente florales, que parecían los cuernos de un venado emergiendo de entre las ramas de un rosal.
Julia le enseñó su elección. Era una sombrilla de proporciones tan minúsculas que ni un duendecillo podría usarla. Después de mucho discutir, el sombrero de mimbre de Bella se alzó con la victoria. El juego al que llevaban jugando toda la mañana entre los puestos del mercado de Western Exchange se llamaba «encuentra el objeto más absurdo». Con la victoria del sombrero de mimbre, Bella ganaba ya por siete puntos. Julia dejó la sombrilla con un suspiro.
—Acepto la derrota. He de reconocer que tienes mucho más ojo que yo para lo vulgar. Ahora tendré que invitarte a un helado en Gunter.
Bella se jactó de su triunfo y las dos amigas se alejaron del puesto del mercado entre risas, para alivio del ofendido tendero.
Media hora más tarde, estaban sentadas en Berkeley Square viendo al camarero de Gunter esquivar caballos y peatones para llevarles sus helados. Tras varias semanas en la ciudad, Bella se había convertido en una experta en todo lo relacionado con la heladería, y se comía su helado de pan de centeno con cierto aire displicente. Sin embargo, para Julia todo aquello era nuevo y la primera cucharada del suyo, que era de bergamota, fue toda una revelación. Era dulce y ácido, frío y cremoso al mismo tiempo. Su sabor exótico y el delicado perfume eran el complemento perfecto para aquel día glorioso en Londres.
Habían pasado tres semanas desde la muerte de su abuelo y una desde que ya no era prisionera de su primo. Estaba en Londres por primera vez en su vida, sentada junto a Bella, su mejor amiga de siempre, en el centro de aquel mundo diseñado para deleitar los sentidos y disfrutando de las golosinas más deliciosas creadas por la mano del hombre. Julia iba vestida a la última moda, aunque aún no había dejado el luto. El vestido era un regalo de la marquesa, la madre de Nick. Al recibir la noticia de que su hijo estaba vivo y de que pensaba llevar a Julia a Londres junto con su otra hermana y un noble ruso, la marquesa le había encargado tres vestidos, uno de paseo, otro para el carruaje y un tercero para la noche.
Julia tomó otra cucharada de helado y, acomodándose en la silla, se dejó llevar por el placer de la contemplación. Borró cualquier pensamiento de su mente y se entregó a la observación casi mística del día más hermoso de toda la primavera. El sol arrancaba destellos blancos de las casas que rodeaban la plaza. Los faetones, pintados de colores alegres y tirados por los mejores caballos, se dirigían veloces hacia Hyde Park. Tras las riendas, atractivos caballeros y hermosas mujeres ataviadas con ropas coloridas como un jardín. El parque estaba lleno de madres y niñeras y niños correteando, algunas parejas de paseo, los clientes habituales de Gunter y, por supuesto, abriéndose paso entre todos ellos, los veloces camareros con sus bandejas plateadas y cargadas de todo tipo de helados. Julia suspiró y deseó que aquel instante no acabara nunca, pero las sombras que los árboles proyectaban sobre el suelo le daban a toda la escena un aspecto irreal, casi onírico, y ella tenía que comerse el helado cuanto antes si no quería que se derritiera.
Bella sacó la lengua y lamió las últimas gotas de helado de la cuchara.
—¿Qué podríamos hacer ahora?
—Lamer la cuchara es de mala educación, Bella.
Julia miró la suya de reojo, tentada, pero la dejó sobre el plato vacío.
—Aún tienes miedo de Londres. En el tiempo que llevo aquí, he aprendido que las reglas están para romperlas. Claro que hay que escoger cuáles se rompen y cuándo.
—Mmm. ¿Y qué reglas has roto hasta el momento, si se puede saber?
—Nada especialmente grave. —Bella se levantó y se alisó la falda de batista verde con las manos—. Acabo de lamer una cuchara. He ido sola a los jardines Vauxhall. Me he atado el liguero en público.
—No bromees.
—¿Cómo sabes que estoy bromeando? —Bella le ofreció una mano y la ayudó a levantarse de la silla—. Demos un paseo por la plaza y te lo cuento todo.
Bella era una joven menuda y tenía el cabello negro y los ojos castaños. No se parecía en nada a sus hermanos, que eran altos y rubios los dos. Por fortuna, guardaba un parecido sorprendente con una tía abuela por parte de padre. La marquesa, siempre preocupada por «lo que la gente pudiera pensar», había rescatado un retrato de aquella antepasada, por lo demás largamente olvidada, y lo había colgado en un lugar privilegiado de la casa Falcott; nadie podría acusarla de haberle sido infiel a su marido. Aun así, el apodo familiar de Bella siempre había sido «la niña cambiada» desde que era pequeña.
Era una joven voluble y casi siempre muy divertida, aunque de vez en cuando asomaba algún que otro hilo oscuro entre la tela brillante que conformaba su personalidad. Romántica declarada, Bella se sabía de memoria diálogos enteros de la ópera Werther, y en alemán, idioma del que apenas tenía algunas nociones. Era habitual encontrársela pintando a la luz de la luna o sentada al piano, tocando la triste melodía de un lied con un dedo y pasando las páginas del diccionario de alemán con la otra para intentar descifrar el significado de la letra. En ocasiones resultaba imposible encontrarla, y era porque a Bella le gustaba salir a pasear sola de vez en cuando, sobre todo cuando el tiempo era especialmente amenazador. En Londres tenía prohibido salir sola de casa, pero, tal como le estaba contando a Julia, aquella era una regla imposible de obedecer.
—Tú ya sabes que tengo espíritu viajero —dijo—. No puedo evitarlo. Algunos días me levanto por la mañana y sigo mis propios pasos para ver adónde me llevan.
—Viniste a Londres a encontrar un marido, Bella, no a explorar los bajos fondos de la ciudad.
—Lo sé. —Bella se cogió al brazo de su amiga y lo apretó contra el costado—. Y lo encontraré. La temporada es tan divertida, Julia… Los hombres son ridículos y las mujeres, todavía más, pero… —Miró a su amiga de reojo, levantando repetidamente una sola ceja—. Hay algunas manzanas buenas entre las malas.
Julia estaba intrigada.
—¿Has encontrado alguna manzana especialmente buena?
—Depende de si las prefieres dulces o ácidas.
Julia recordó a Blackdown subiendo por la colina bajo la lluvia con gesto severo.
—Creo que es posible encontrar una manzana que sea dulce y ácida al mismo tiempo —dijo.
—Oh. —Los ojos de Bella siempre se arrugaban en los extremos cuando se reía, como sucedía con los de su hermano—. Lo dices como si la hubieras encontrado. Quiero que me lo cuentes todo de él.
Julia frunció los labios. No le gustaba recordar los besos de Blackdown bajo la lluvia, no desde aquella escena en el salón azul del castillo Dar.
—Ah —exclamó Bella, asintiendo efusivamente—. Y, de pronto, Julia se transforma en una ostra.
Estaban rodeando la esquina norte de Berkeley Square, justo donde se encontraba la casa de los Falcott. Bella levantó una mano para saludar, aunque Julia no vio a nadie (las ventanas reflejaban el cielo y los árboles de la calle). Luego vio asomarse una mano pálida tras una de las ventanas de la segunda planta.
—¿Es tu madre?
—Sí. Se pasa todo el día esperando junto a la ventana cada vez que salgo sin ella. Ahora que Nick ha vuelto, es todavía peor. Lo normal sería que se hubiera recuperado tras el regreso de mi hermano, pero se siente aún más atormentada porque teme perderlo otra vez. Ayer por la noche se quedó levantada hasta las tres de la madrugada, esperando a que Nick volviera del club.
—¿Tu hermano estuvo fuera hasta las tres?
Julia aminoró la marcha.
—Lo sé —replicó Bella, y suspiró—. ¿No te consume la envidia? ¡Imagina tener tanta libertad! Pero lo cierto es que estuvo fuera hasta más tarde, ¿o debería decir más temprano? Madre se cansó de esperar y se fue a la cama a las tres. Apareció llorando por el pasillo, convencida de que Nick había muerto otra vez; tuve que acompañarla hasta su habitación y arroparla como si fuera una niña pequeña. Me sorprende que no te despertáramos.
Julia no había oído nada. Se había quedado despierta hasta poco antes de las dos pensando en sus cosas.
—¿Crees que el marqués volvió a casa?
Bella le dio una patada a una piedra con su zapato de seda y la mandó rodando hacia el césped.
—Puedes llamarle Nick, Julia, como solías hacer cuando éramos pequeños. Es deprimente oír su título de tus labios, como si de pronto fuera algo especial. Dios, espero que pasara toda la noche fuera. Imagina que eres un hombre que vuelve a su casa después de tres años. Y no tres años cualesquiera, sino años en los que ni siquiera sabías quién eras. De repente, resulta que no eres un soldado sin hogar ni un penique en el bolsillo, sino un importante lord con una vasta fortuna. Descubres que tienes una casa en la ciudad, en el corazón de la metrópolis, y que todo lo que ves está a tu disposición. ¿Pasarías tu primera noche en casa? No sé si sabes a qué me refiero.
Julia sabía exactamente qué quería decir su amiga con aquello, pero no quería admitirlo, al menos no de momento.
—No estoy segura.
—Boba. —Bella le propinó un pellizco en el dorso de la mano—. ¿Es que no tienes sangre en las venas? Quiero decir que seguramente se habrá reunido con sus amigos para beber y comer, e irse de fulanas el resto de la noche. Esta mañana, durante el almuerzo, lo ha negado. Ha dicho que había estado con el duque de Kirklaw recordando viejos tiempos, pero yo no me lo creo. Kirklaw es terriblemente aburrido. Nick estaba de jarana, me apuesto lo que quieras. Imagínatelo: la felicidad, el alegre desenfreno, las risas y las canciones. Ojalá yo también hubiera nacido hombre o… o…
Bella guardó silencio.
—¿O qué?
—No sé. O mujer, pero una que pudiera hacer todas esas cosas.
—¿Una mujer de dudosa reputación? ¿Un miembro más del demimonde?
—Y ¿por qué no? —replicó Bella.
Lanzó aquella afirmación sin darle mayor importancia y observando la reacción de su amiga de reojo. Julia sonrió ante la osadía de la joven Falcott, pero estaba demasiado distraída para seguirle la corriente. No podía sacarse de la cabeza la imagen de Nicholas Falcott con el brazo alrededor de una hermosa mujer. Se estaban besando, ella ataviada con un vestido que apenas contenía la exuberancia de su cuerpo, y Nick sostenía una botella de champán con la otra mano. ¿Era de esa clase de hombres? ¿Un libertino? Lo cierto era que, antes de partir hacia la guerra, había sido un joven revoltoso y, por lo visto, su hermana Bella creía que seguía siéndolo.
Libertino, vividor, un dandi… En realidad, no importaba qué clase de hombre fuera Blackdown. Sabía algo de él mucho más importante, algo terrible, y era que de alguna manera estaba involucrado en una trama de manipulación del tiempo mucho más vasta de lo que Julia habría creído posible. Y de alguna forma estaba ligado a su terrorífico amigo, el conde ruso.
El beso parecía algo muy lejano, como un sueño que se desvanece hasta desaparecer. Ciertamente, si miraba a su alrededor, todo parecía sacado de un sueño: Berkeley Square, Gunter, los helados, los vestidos bonitos… Todo era una visión pasajera que el tiempo acabaría arrastrando.
El tiempo.
Blackdown y su amigo era capaces de manipularlo, igual que ella.
Apenas lograba comprender lo que había visto y escuchado desde su escondite en el cuarto secreto. Era el ruso el que había opuesto resistencia mientras ella intentaba parar el tiempo, pero, gracias a Dios, él no se había dado cuenta de que era ella su adversaria. El conde estaba convencido de que se trataba de Eamon, y Julia tenía que conseguir que siguiera creyéndolo. Todo el tiempo que fuera posible.
El conde estaba buscando «ofan», gente con habilidades como la de Julia, con la intención de detenerlos. De hecho, quería acabar con sus vidas. Blackdown compartía el mismo propósito; incluso se había ofrecido a matar a Eamon allí mismo.
Pero Nick y el ruso no eran precisamente amigos del alma, al menos por parte de Blackdown. Aquella tarde en el castillo Dar, se había enfadado con el conde, frustrado por la actitud del ruso. Incluso había llegado a forcejear cuando Lebedev había insultado el honor de Julia, que había descubierto que no era agradable ser el motivo de una discusión entre dos hombres, sobre todo cuando el que te defiende es el perdedor. El conde había superado a Blackdown fácilmente, a pesar de que este era alto y fuerte, un antiguo soldado.
Julia sintió un escalofrío. Había conseguido escapar de Eamon, pero ahora tenía un enemigo mucho más formidable. Intentó concentrarse en el ruso. Era un hombre enjuto y fuerte, y medía no menos de metro ochenta, pero su fortaleza física no era lo que más miedo le daba. El ruso parecía poseer una inteligencia calculadora, y era implacable. Cuando descubriera los poderes de Julia, no habría tiempo para explicaciones. La mataría.
Seguramente, Blackdown también era un asesino. Le había dicho a su amigo que estaba allí para matar ofan. Gente como ella. Y seguro que se le daba bien matar; no en vano había sobrevivido a la guerra en España. Tenía una cicatriz en la cara. Sus besos habían pasado de dulces a salvajes, y Julia no era tan tonta para creer que las pasiones del amor y las de la guerra no estaban conectadas.
Sin embargo, el amor era algo que no podía plantearse, no después de lo que había visto a través de la mirilla. Gracias a Dios que Blackdown solo veía en ella a Julia Percy, una chica más con la que había compartido una hora deliciosa junto al bosque. Ni siquiera una hora. Que la hubiera besado quizá funcionaría a modo de protección, y seguramente ahora solo era una más en una larga lista de conquistas. Un rostro entre la multitud.
Desde aquel día, Blackdown parecía haber perdido el interés por ella. Se la habían llevado del castillo Dar a bordo de aquel ridículo carruaje de viaje, y Nick y el ruso se habían quedado para ocuparse de Eamon. No habían regresado hasta tarde. El marqués le había dicho, en un tono formal, que tras cierto debate su primo había accedido a permitirle que viajara a Londres con los Falcott.
Desde aquel momento, Blackdown había guardado las distancias. Nunca se quedaba a solas con ella ni le dirigía la palabra directamente. Mientras la caravana de carruajes cubría lentamente la distancia entre Devon y Londres, el marqués había preferido ir a lomos de su caballo que compartir uno de los vehículos con las mujeres. Es más, cuando Julia decidió montar a Caléndula durante una hora, él cambió a Contramaestre por el carruaje porque, según él, el caballo necesitaba un descanso. En realidad, fue un alivio; Julia no podía pensar con claridad cuando estaba cerca del marqués.
Ahora él había pasado la noche fuera, haciendo Dios sabía qué, mientras ella daba vueltas en la cama hasta el amanecer, preocupada por el futuro. Por el futuro, el pasado y el presente, por el paso del tiempo en general. Preocupándose por su propia vida.
—¿Julia? Julia. —Bella la estaba mirando fijamente—. ¿Tanto te han escandalizado mis palabras?
—¿Qué? —Julia descubrió que había ralentizado el ritmo de sus pasos hasta quedarse casi inmóvil—. ¿Qué has dicho?
—Te estaba hablando de convertirme en una dama de virtud laxa y tú, absorta en tus pensamientos. ¿Qué clase de amiga eres? ¿Tan poco te importa que sacrifique mi buen nombre?
Julia frunció el ceño. Convertirse en un habitante más de los bajos fondos, del demimonde; era la fantasía de una niña inmadura.
—No seas ridícula. Y no deberías bromear sobre eso. Hace apenas unos días, yo misma me preguntaba qué me vería obligada a hacer si tuviera que escaparme del control de mi odioso primo, y la respuesta me dejaba peligrosamente cerca de esa vida.
—Pero ¿lo harías? —Bella no podía disimular la emoción que le provocaba tratar aquel tema—. ¿Ejercerías la prostitución si la alternativa fuera la muerte?
—No. —Julia levantó la barbilla—. Por supuesto que no. Jamás.
Desvió la mirada de Bella y la dirigió hacia la plaza. La joven Falcott apretó el brazo de su amiga con fuerza.
—A mí no me engañas, Julia Percy. Lo harías; todas lo haríamos.
—No me apetece seguir con esta conversación, Bella —replicó Julia, con la expresión de su rostro cada vez más seria.
—Oh, por favor. —Bella tiró del brazo de su amiga con energía—. Deja de hacerte la mojigata, sé que tú no eres así. ¿Quién espió a los muchachos de las cuadras mientras se lavaban, y luego se rompió un brazo al caerse desde lo alto del pajar porque se había asomado demasiado para verle tú-ya-sabes-qué al bueno de Martinson?
—La verga —murmuró Julia—. Esa palabra me la enseñaste tú, Arabella Falcott. ¿Quién es ahora la mojigata? Además, déjame que te diga que Martinson no tenía nada que mereciese la pena ver.
—¡Ja! Bien dicho. Me alegro de que vuelvas a ser tú misma, Julia Percy. Esta es exactamente la clase de conversación que solíamos tener todos los días desde que cumplimos los trece años.
—Ya no tenemos trece años, Bella.
—No —respondió su amiga—, tienes toda la razón. Por eso debemos tratar estos temas sin ruborizarnos. —Miró fijamente a Julia—. Significa «medio mundo», ¿lo sabías?
—¿El qué?
—Demimonde.
Julia se detuvo, obligando a su amiga a hacer lo propio.
—Por supuesto. No se me había ocurrido. Qué interesante. Medio mundo.
Volvían a estar en el lado de la plaza en el que se encontraba la heladería. Había una hilera de carruajes frente a la tienda; los hombres compraban helados para sus esposas y luego se apoyaban contra la verja del parque y conversaban entre ellos, mientras las mujeres comían tranquilamente.
—Míralas —dijo Bella.
Julia hizo lo que le pedía su amiga. De pronto, se dio cuenta de que todas comían su helado de una manera distinta. Algunas rascaban la superficie con la cuchara y otras directamente la hundían. Unas llenaban mucho la cuchara, otras poco. A algunas se les iluminaba la cara, otras parecían aburridas o incluso disgustadas. Un buen número de ellas, descubrió Julia no sin cierta sorpresa, parecían haber escogido el sabor de sus helados para que hiciera juego con sus vestidos.
—La gente siempre se ve ridícula cuando come.
Su amiga la miró en silencio y luego se echó a reír.
—Oh, Julia.
—¿Qué?
—Estás viéndolas comer.
—Pues claro. Mira todos los sabores que me quedan por probar.
—¿Sabes qué veo yo cuando las miro?
—Seguramente te fijas en sus maridos.
—En absoluto. —Bella abarcó la escena con la mano, como si estuviera comentando la belleza de una pintura en un museo—. Mira a aquella mujer de rosa, la del rostro angelical y el bonnet más alto.
—La veo.
—¿Hay alguna otra mujer mirándola? Ahora fíjate en aquella otra, la de la chaquetilla spencer azul marino. Es una criatura hermosa, ¿no crees? ¿Ves alguna otra mujer mirando en su dirección?
Julia siguió las miradas de todas ellas. Una mujer observaba a otra, pasando por encima de una tercera como si ni siquiera la hubiera visto. Dos conocidas intercambiaban saludos esquivando el cuerpo de una joven que tenía la mirada perdida a lo lejos como si estuviera en la cima de una montaña.
—Oh —exclamó Julia.
De pronto, sintió que su visión se aclaraba y podía ver con nitidez, como si alguien hubiera levantado el velo que cubría la escena. Todas las presentes comían tranquilamente de sus helados, pero era como si solo existieran algunas, mientras que las otras eran sutilmente… despreciadas, convertidas en seres invisibles, aunque Julia sí pudiera verlas. Parecía magia.
—Exacto —dijo Bella—. Medio mundo. Ahora lo puedes ver con tus propios ojos.
Julia miró a su amiga con asombro y con cierto orgullo.
—¿Cómo te has dado cuenta? Seguro que tu madre no…
A Bella se le escapó una carcajada.
—Mi madre cree que una joven debería llegar a su noche de bodas siendo más pura que la mismísima Virgen.
—Lo sé. ¿Recuerdas aquella vez, cuando teníamos dieciséis años, que nos dijo que os había encontrado a los tres dentro de tres repollos?
—¿Cómo olvidarlo? Cuando tú le pediste que te explicara cómo se recolectaban los bebés, respondió que se trataba de algo peligroso porque, al parecer, los repollos crecen en los árboles.
—Adoro a tu madre —dijo Julia—, pero su inocencia, al menos en cuanto a la vida vegetal se refiere, no deja de asombrarme. —De pronto, la sonrisa desapareció de su rostro—. Te he echado de menos, Bella.
Bella apretó la mano de su amiga.
—Lo sé. Cuando nos casemos, lo más probable es que solo nos veamos de año en año. Tendríamos que buscar maridos con haciendas colindantes. No creo que sea tan difícil.
Siguieron caminando en silencio. Julia no se refería a la distancia física cuando le había dicho a Bella que la echaba de menos. Vivir en haciendas colindantes no disminuiría la distancia que se había abierto entre ellas. Podían hablar de hombres y de sexo y de prostitutas hasta hartarse, pero no del tiempo, ni de su abuelo, ni del problema de saberse el talismán, ni de Blackdown y el ruso y la misteriosa tribu que parecían estar persiguiendo…
«Finge —le había dicho el abuelo—. No se lo cuentes a nadie».
Julia sintió la calidez del brazo de su amiga en el costado. Parecía fuerte, y su amiga también, pero Bella, Londres, aquel día… Todo a su alrededor eran luces y sombras. No podía confiar en nadie.
Cuando llegaron a la esquina en la que se levantaba la residencia de los Falcott, Bella volvió a hablar.
—Tengo que presentarte a una amiga. La conocí durante uno de mis paseos. Fue ella quien me abrió los ojos sobre lo que te he enseñado hoy.
—¿Es una prostituta?
Bella bajó la voz.
—Por supuesto que no, pero cree en la educación. De todo tipo.
—Yo misma empiezo a creer en la educación —asintió Julia. Miró a Bella a los ojos y deseó con todas sus fuerzas que su amiga fuera capaz de leer la mente—. Gracias —le dijo—. Me has enseñado algo muy valioso.
—No tienes por qué dármelas —respondió Bella—. ¿Volvemos a casa con madre?