18

A las tres cuarenta y cinco, Julia ya esperaba en el salón amarillo de la primera planta, donde normalmente se recibía a las visitas. Dividía el tiempo entre el sofá y los paseos por delante de la ventana, esperando ver la señal del primer carruaje acercándose. ¿Acudirían? Eso le había dicho Nick, aunque justo después de besarla. Quizá se lo había pensado mejor al regresar a casa, y es que Julia se había escapado para reunirse con él y le había devuelto el beso cuando se suponía que debían estar planeando cómo salvar su reputación. ¿A qué había quedado reducida su reputación ahora? Julia cerró los ojos. El mundo era un sitio muy pequeño en el que era fácil tropezar con las cosas, cerrar puertas para siempre. Quedarse atrapada sin salida.

Por eso le había pedido a Nick que no dijera nada. No quería que el beso se convirtiera inmediatamente en deudas, obligaciones o incómodas explicaciones de por qué no podía, por qué no quería. Quería que permaneciera en silencio, que el beso fuera solo eso, un beso, un momento suspendido en el tiempo sin más consecuencias.

Pero Nick había hablado. «No soy libre». Era extraño, pero al oír aquellas palabras de su boca la noción de libertad se había convertido en un concepto sórdido. Julia se había sentido como si el libre fuese él y ella la culpable, la deshonesta, la mentirosa. Y quizá ahora Nick estaba convencido de que no era mejor que su reputación, que al final sí era una libertina.

Bueno, pues mejor no tomar prestados los problemas de aquella mañana. Julia suspiró e intentó concentrarse en asuntos más urgentes. Si al final aparecían, era importante que el plan funcionara y no estaba segura de que el esnobismo y las referencias al decoro bastaran para convencer a su primo. Últimamente Eamon estaba más interesado en la caja lacada que en ella. Quizá estaba deseando quitársela de encima. O tal vez la pomposidad de sus vecinos solo consiguiera provocar su ira y se negara.

Julia oyó un ruido y se acercó a la ventana. Todavía no podía ver el carruaje, pero sí oía los cascos de los caballos y las ruedas sobre la gravilla. Se dio la vuelta y miró a su alrededor. En unos minutos, Nick estaría en aquella misma estancia. El hombre al que había besado bajo la lluvia. El deseo la había levantado entre sus manos y ella se había rendido, como se rinde un melocotón maduro a los dientes de quien lo muerde. Quería volver al bosque con Nick, sentir su mejilla áspera sobre la de ella, su cabello deslizándose entre los dedos, sus besos cálidos y húmedos en el cuello.

Cerró los ojos y respiró profundamente. Su temperamento siempre había sido el mayor de sus pecados. Ahora sabía que la ira y el deseo bebían de la misma fuente. Nick la había abrazado, la había besado con dureza, y ella le había pagado con la misma moneda. Luego se había enfadado, y ese enfado le había resultado agradable, casi tanto como la pasión.

El ruido del carruaje se oía cada vez más cerca. Julia abrió los ojos y por un momento solo miró por la ventana; luego se echó a reír. Entre los árboles, acababa de asomar un ostentoso carruaje de color rojo y sendos escudos de armas en cada puerta. El cochero vestía la librea negra de los Blackdown y gobernaba a cuatro caballos zaínos exactamente iguales. Todo era tan espléndido que resultaba ridículo para una visita entre vecinos a aquella hora de la tarde. Julia se rió de nuevo al ver que el cochero evitaba uno de los baches del camino de entrada. Sin embargo, la risa murió en su garganta al ver que los caballos se detenían frente a la casa y, cuando el cochero saltó al suelo, abrió la puerta del carruaje y desplegó el escalón con una floritura, ella ya se estaba mordiendo el labio.

El pie de Clare fue lo primero en salir, protegido por un zapato de satén y seguido de cerca por el resto de su persona. Se había cogido a la mano del cochero para no perder el equilibrio y tenía el rostro sereno y la mirada fija en la casa. Vestía una chaqueta spencer de color chocolate encima de un vestido rojo con la falda bordada en tonos marrones, azules y dorados. El tocado, también rojo, iba decorado con una preciosa pluma de avestruz teñida de azul oscuro y sujeta con un broche dorado. Estaba tan espectacular que resultaba un tanto melodramática. Por suerte, Julia sabía que ese era el objetivo.

El siguiente en bajar del carruaje fue un hombre mayor y muy alto, con el cabello revuelto y completamente blanco. Tenía que ser el conde Lebedev. Se colocó junto a Clare y observó la casa con una leve sonrisa en los labios, una mano en la cadera y la otra sujetándose el sombrero, que iba rematado con una cinta de un color rojo estridente.

Finalmente, después de lo que a Julia le pareció una eternidad, Blackdown se apeó del carruaje. Era unos centímetros más bajo que el conde ruso, pero vestía exactamente igual que él, con un abrigo azul de botones claros, pantalones de ante y botas Hessian con borlas. Los dos llevaban el mismo pañuelo blanco al cuello, atado siguiendo el mismo e intrincado estilo oriental.

Julia apoyó una mano sobre el cristal de la ventana y tapó al grupo de visitantes durante un instante; cuando la dejó caer, el trío volvió a aparecer. Casi como si hubiera notado su presencia, Nick levantó la mirada y la dirigió directamente hacia la ventana en la que estaba Julia; ella alzó la cabeza y Nick inclinó la suya a modo de saludo.

Los tres recién llegados contemplaron la casa como si fueran tres generales sopesando sus fuerzas sobre el campo de batalla: Clare con una certeza serena, el ruso con cierto desdén y el marqués con una determinación impasible. Sin mediar palabra, se dirigieron hacia la puerta, fuera del campo de visión de Julia. Ahora solo tenía que esperar y confiar en que Eamon recibiera a sus invitados en el salón amarillo.

Pringle intentó deshacerse de ellos en la misma puerta, tal como se le había ordenado que hiciera. Sin embargo, la obediencia a su señor flaqueó al ver a Nicholas Falcott, que había regresado milagrosamente de la guerra. El joven marqués estaba un tanto ajado tras los años que había pasado bajo el sol de España, pero vestía con una elegancia innegable, y su amigo ruso era un auténtico dandi, de eso Pringle estaba seguro. Tras cierto debate, el mayordomo accedió a intentar persuadir al conde para que recibiera a sus invitados.

Regresó cinco minutos más tarde. El conde los recibiría en la sala azul.

—Es un auténtico milagro, milords y milady. Por desgracia, la señorita Julia no puede venir; el conde quiere que espere arriba. No podrá reunirse con ustedes.

—¿Dónde está la señorita Julia? —Clare puso una mano en el brazo de Pringle—. Nos está esperando.

—En el salón amarillo, milady.

—¿Sabe ya que no podrá reunirse con nosotros? —preguntó Clare.

El mayordomo negó con la cabeza.

—En ese caso, subiré a verla —dijo Clare, siempre tan eficiente—. Puede explicarle al conde que he insistido en ver a mi vieja amiga y que me he negado a aceptar un no por respuesta. Luego bajaré con ella al salón azul. Yo misma le diré a lord Darchester que no soportaba la idea de estar aquí y no poder verla. —Se volvió hacia Nick y Arkady—. Buena suerte, caballeros. Bajaré con Julia en un periquete.

Se recogió la falda con la mano y se dirigió con brío hacia la escalera.

Pringle guió a los hombres hacia el otro extremo, pero cuando solo habían dado unos pasos, Arkady levantó una mano.

—Silencio. —Inclinó la cabeza a un lado como si intentara escuchar algo—. ¿Lo sientes?

Arkady formó la palabra con la boca para que Pringle no la oyera.

—Tiempo.

Nick se concentró. Quizá sí sentía un pequeño temblor, una sensación casi indetectable, pero nada definido. Arqueó una ceja y Arkady asintió.

—¿Nos permite un momento, Pringle?

Nick miró al mayordomo, que se apartó discretamente a un lado para dejarlos solos.

—¿Eso es alguien jugando con el tiempo? —susurró Nick—. Pero es tan débil… Es como si algo no estuviera bien.

—Sí. —Arkady miró a su alrededor—. Alguien está pensando en jugar con el tiempo. Todavía no lo ha hecho, pero está haciendo vibrar la superficie del río con el poder de sus sentimientos. —Guardó silencio de nuevo y arrugó la nariz como si hubiera percibido un mal olor—. Pero es como tú dices, hay algo que no está bien, algo muy extraño.

—Y ¿qué hacemos?

—Mantener los sentidos alerta. Alguien está metiendo los dedos en el río. Quizá logremos descubrir de quién se trata. Quizá nuestro amigo el conde acabe siendo más interesante de lo que parece.

Arkady se dirigió hacia Pringle, que con una floritura abrió las puertas dobles de caoba que llevaban a la zona noble del castillo Dar.

—Marqués de Blackdown. Conde Lebedev de San Petersburgo.

Pringle los nombró en la oscura inmensidad del salón azul.

¿Dónde se habían metido? Julia no podía dejar de pasear de un lado a otro del salón amarillo, tratando de controlar el impulso de salir en su busca. Estaba considerando la posibilidad de detener el tiempo y bajar a ver qué estaba pasando cuando oyó pasos en la escalera. Julia abrió la puerta justo cuando Clare se disponía a hacer lo mismo. Ambas gritaron de emoción (sobre todo Julia, que por fin veía una cara conocida) y Clare abrazó a su amiga.

—¡Oh, pobre Julia! —Clare retrocedió y sujetó a Julia por los hombros—. Nick me ha contado lo mal que lo has pasado. No me había dado cuenta de que las habladurías fueran tan crueles, pero eso no es excusa para mi negligencia. Espero que puedas perdonarme.

—Por favor, no es nada. No sabes cuánto me alegro de verte y de saber que crees en mí. —Julia abrazó a su amiga de nuevo—. ¿Dónde están los demás?

—Ha habido un cambio de última hora. Están abajo con tu primo en el salón azul.

—Pero si nunca usamos esa estancia. Es poco más que un granero con las paredes forradas de seda. No creo que las sirvientas hayan limpiado allí por lo menos en un mes.

—No importa, ahí es donde están los hombres. Tu primo no quería que supieras de nuestra visita.

De repente, la ira se apoderó de Julia.

—Es un sapo —se lamentó, escupiendo las palabras—. Me tiene aquí prisionera, permite que los rumores empeoren… y todo para satisfacer su deseo de verme sufrir.

Julia apenas escuchó las condolencias de Clare ni sus disculpas. Necesitaba parar el tiempo, sabía que podía hacerlo. Sentía el deseo creciendo lentamente en la base del cráneo. Bajaría al salón azul y saludaría a lord Blackdown y a su amigo ruso, ambos inmóviles como estatuas, con su reverencia más elaborada. También podía aprovechar para coger carrerilla con la mano y…

Pero ¿y si los hombres despertaban y descubrían que Eamon tenía la marca de una mano en la cara donde un segundo antes no había nada? Su primo era estúpido, pero no tanto, y no tardaría en descubrir lo que Julia era capaz de hacer.

Con un esfuerzo titánico, Julia mantuvo su temperamento bajo control. Y, de repente, tuvo una idea.

—El cuarto oculto —dijo lentamente, recordando el armario secreto junto a la escalera construido durante la Disolución para esconder, no a un cura, como era habitual, sino a una abadesa. Tenía varios agujeros desde los que se podía ver el salón azul desde la pared este. Se levantó de un salto y tiró de Clare para que hiciera lo mismo—. Si Eamon quiere hacer el papel de guardián malvado y pretender que estamos todos encerrados en una novela de horror, ¡sigámosle la corriente!

Clare se echó a reír.

—La última vez que jugamos en el cuarto oculto, yo había accedido a ser la reina cautiva en la torre. Bella y tú teníais que rescatarme.

—No era una torre —dijo Julia—. Por favor, Clare. Estabas encerrada en la bodega de un barco pirata.

—¿De veras? Me temo que me pasé todo el rato leyendo a la luz de una vela. Si no recuerdo mal, estuve una hora entera en ese armario esperando a que me liberarais.

—Ah, sí, puedo explicártelo. Verás, tú accediste a ser la reina siempre y cuando no te distrajéramos de tu lectura, pero el juego dependía de que Nick aceptara hacer de pirata. Una vez que te tuvimos posicionada, fuimos a convencerlo a él y su negativa acabó con el placer del juego, así que…

—Me abandonasteis allí.

—Sí —respondió Julia entre risas—. Me temo que sí.

Clare se levantó y se alisó la falda del vestido con las manos.

—¿Podríamos completar la escena hoy, pero cambiando algunas partes? Te sorprenderá descubrir que ahora Nick se muere por jugar.

Unos minutos más tarde, Clare y Julia ya se había refugiado, con la ayuda de una vela, en el cuarto oculto, y cada una de ellas tenía el ojo puesto en una de las mirillas de la pared.

Al principio les costó ver algo porque las gruesas cortinas estaban corridas para proteger la sala del sol y apenas había unas cuantas velas diseminadas por la estancia. Cuando sus ojos empezaron a adaptarse, unas figuras aparecieron de entre la penumbra. Por lo visto, Nick y Arkady acababan de entrar, porque aún seguían de pie y mostraban su mejor perfil hacia la pared este de la estancia, que era donde estaban los agujeros. Eamon iba vestido con un traje negro óxido y la suya era una figura horrible en comparación con la de los otros dos hombres. Tenía los dedos manchados de tinta, y lo mismo ocurría con el pañuelo que llevaba alrededor del cuello, atado con el nudo más sencillo posible. Los tres se mantenían a distancia, sin decir una sola palabra, y Nick y Arkady lucían sendas expresiones de sorpresa en el rostro.

—Parece que Eamon no ha perdido el tiempo y ya se ha ocupado de ofenderlos —susurró Julia—. Mira lo enfadados que parecen.

—Clare asintió, sin apartar el ojo de la mirilla.

Eamon había adoptado su actitud más beligerante, la que le otorgaba el aspecto de un cerdo agraviado. Tenía la cabeza tan inclinada hacia delante que parecía que se le fuera a caer de los hombros en cualquier momento, y los pies plantados con firmeza en el suelo, señalando uno a las diez y el otro a las dos, como en un reloj. No dejaba de abrir y cerrar los puños a ambos lados del cuerpo, y la cara le iba cambiando de color, de un rosa bastante desagradable a un tono rojo aún más alarmante. El ruso, que esperaba con porte elegante, con un pie más adelantado que el otro, estaba visiblemente fascinado; se llevó el monóculo al ojo, repasó a Eamon de arriba abajo y luego sonrió con tanta efusividad que ambas mujeres pudieron ver la curva de sus labios desde donde estaban.

Finalmente, fue Nick quien rompió el silencio.

—¿Cómo ha dicho?

—La mujer. —Eamon escupió las palabras—. ¿Dónde está? Pringle me ha dicho que eran tres. Dos gallos y una gallina. Dos jabalís y una jabalina. Dos perros y una perra. ¿Dónde está la maldita perra? —Su voz sonaba cada vez más alta—. ¿Me está espiando? ¿La han enviado a descubrir mis secretos?

Clare cogió a su amiga de la mano y la miró con los ojos abiertos como platos.

—Te lo dije —dijo Julia, formando las palabras con los labios.

—Pero es horrible, Julia. Horrible —susurró Clare, con la voz constreñida por la urgencia de la situación—. Tenemos que sacarte de aquí cuanto antes.

Julia apretó la mano de su amiga y ambas se asomaron de nuevo a las mirillas.

—Si creyera que tiene amigos —estaba diciendo Nick en aquel preciso instante, con un tono de voz tan calmado como histérico era el del conde—, le pediría que nombrara a su segundo cuanto antes y nos batiríamos en duelo. Nadie habla de mi hermana en esos términos. Sin embargo, puesto que no tiene amigos y es evidente que desconoce las responsabilidades inherentes a su nuevo título, me limitaré a exigirle que controle el tono de su voz cuando hable conmigo, señor. —Cruzó los brazos sobre el pecho—. Espero una disculpa.

Eamon lo miró fijamente, con los ojos a punto de salírsele de las cuencas y sin dejar de formar palabras mudas con la boca.

—Este hombre —intervino Arkady, y señaló a Eamon con un gesto de desprecio— gruñe como un jabalí. En Rusia, matamos a esos animales como a alimañas y, sin embargo, aquí está, y conde, ni más ni menos.

—Tenga en cuenta que apenas hace unas semanas que es conde, Lebedev —dijo Nick, hablando con su amigo como si Eamon fuera la pieza central de una exposición particularmente interesante, y no un hombre de carne y hueso cuya cólera no hacía más que crecer con cada segundo que pasaba—. Por lo visto, no es el auténtico heredero. El viejo conde perdió a su hijo y este personaje salió de debajo de una piedra. Tendremos que padecerlo, qué remedio.

Fue entonces cuando los acontecimientos se precipitaron. Eamon se dirigió hacia la repisa de la chimenea y cogió una figura de porcelana que representaba a Shakespeare apoyado en un árbol en actitud contemplativa; la rompió contra una mesa y blandió la base de la figura, de la que ahora brotaban dos graciosas piernas y un tocón, todo ello rematado en puntas afiladas como cuchillas.

—¡Salgan de mi casa! —gritó el conde, y se abalanzó sobre ellos con aquella arma improvisada en la mano.

Clare ahogó una exclamación de sorpresa y Julia reaccionó sin pensar. Empezó a ralentizar el tiempo, concentrando todo su poder y orientándolo a través del agujero de la pared y hacia los hombres que ocupaban el salón, pero inmediatamente sintió que algo o alguien intentaba detenerla. ¡Eamon! Seguramente ya sabía que ella era el talismán y había encontrado la manera de utilizar sus poderes contra ella. Era el peor escenario posible. La estaba usando en su contra. Julia concentró toda la atención y forcejeó con él hasta que creyó que le iba a estallar la cabeza.

Eamon estaba bloqueando la fuerza de su voluntad. Miró a través de la mirilla y vio que los movimientos de su primo se volvían más pesados, pero, por mucho que se esforzara, no conseguía parar el tiempo por completo y le dolía la cabeza de tanto intentarlo. Logró ralentizar la escena una fracción de segundo más, pero no pudo soportarlo y su concentración se partió como una rama seca. Se apartó de la mirilla tambaleándose y sujetándose la cabeza.

El dolor desapareció casi al instante. Julia se volvió hacia Clare, que seguía mirando por la mirilla. Tenían que marcharse de allí lo antes posible, a algún lugar mucho más lejano que la mansión de los Blackdown. Tenía que salir del país. ¡Eamon lo sabía!

Cogió a Clare del brazo y susurró su nombre, pero su amiga no respondió; estaba congelada en el tiempo. Sus manos, apoyadas sobre la pared a cada lado de la mirilla, parecían inmóviles. Julia buscó la vela con la mirada. La llama no se movía.

Eamon había detenido el tiempo. La había derrotado para poder utilizar sus poderes a su antojo. Ella era el talismán y Eamon estaba canalizando su voluntad a través de ella.

—Oh, Dios mío —susurró Julia, y volvió a poner el ojo en la mirilla, sin apartar los dedos temblorosos de la muñeca impasible de Clare.

El conde estaba suspendido en el aire, blandiendo su absurda arma como si fuera la mismísima Excalibur.

—Esto no formaba parte del plan —dijo Nick. Se volvió hacia Arkady y descubrió sorprendido que su amigo estaba cubierto de sudor y temblando—. ¿Se puede saber qué te pasa? —preguntó mientras le ayudaba a sentarse.

Arkady señaló a Darchester.

—Ese hombre es todo un portento. Está más loco que el rey Jorge, pero es poderoso. ¿No lo has notado?

—He notado que parabas el tiempo, aunque te ha llevado tu tiempo. Por poco raja mi cara con la bragueta de Shakespeare.

Arkady se enjugó el sudor de la frente.

—Eres demasiado inexperto para comprender lo que ha pasado aquí. Ha sido él quien ha intentado parar el tiempo, y yo me he visto obligado a plantarle cara. He ganado porque no tiene la fuerza suficiente. Muy poca gente es lo suficientemente fuerte para ganarme en un duelo. Pero, aun así, es muy fuerte. He sentido… que habría podido derrotarme si tuviera la formación necesaria. Quizá es por la falta de experiencia, o porque está loco, o una combinación de las dos cosas.

—De acuerdo… —Nick no estaba seguro de entender lo que Arkady le estaba explicando, pero era evidente que se habían metido en un buen lío—. ¿Y ahora qué demonios vamos a hacer?

Arkady no era un hombre al que se le pudiera meter prisa. Parecía que se había tranquilizado y observaba al conde con mirada de experto.

—No lo entiendo. ¿Por qué está congelado? Si es capaz de manipular el tiempo, también debería ser inmune a sus efectos. ¿Recuerdas cuando te enseñé a detectar las manipulaciones en el flujo del tiempo? ¿Y cómo a partir de entonces fuiste capaz de evitar que te congelara a ti también? Y, sin embargo, míralo a él. Incluso las babas son como hielo adherido a sus labios. —Levantó la mirada desde la silla en la que se había sentado y observó al conde, suspendido en pleno salto—. No puede ser un ofan. El objetivo de los ofan, la razón por la que se oponen al Gremio, es el conocimiento, la educación. Un ofan lo sabría todo sobre su poder y sobre cómo usarlo. —Apoyó la cabeza en las manos y volvió a mirar al conde inmovilizado—. Este hombre sin control. Me pone nervioso. Nunca había visto algo así. Un don tan poderoso en un hombre tan ignorante. —Se acercó a Darchester y lo observó de cerca—. ¿Eres un ofan?

El rostro contraído del conde no dijo nada.

—Déjame matarlo. —Nick escuchó las palabras que salían de su boca y se dio cuenta de que lo decía en serio—. ¡Quiero hacerlo!

Arkady se dio la vuelta, riéndose.

—¡El guerrero monaguillo! ¿Por qué quieres matarlo? ¿Tú, que eres tan remilgado?

Nick se pasó las manos por el pelo, visiblemente frustrado.

—Me trajiste aquí para matar ofan. Me arrancaste de mi vida para traerme aquí, para cumplir una misión. Bueno, pues estoy dispuesto a empezar aquí y ahora, y aplastar a esta serpiente por el bien de todos.

Arkady se balanceó sobre los talones, con la mirada de experto puesta ahora en Nick.

—Ah, ya veo. Es por esa mujer. Estás dispuesto a matar por una mujer, pero no por el Gremio. Esa Julia, capaz de atraerte con su belleza y convertirte en un hombre desleal.

—No hables así de ella.

—¿Así cómo? —Arkady lo miró de arriba abajo—. ¿No quieres que hable de ella como una mujer? ¿Ni de ti como un hombre? —El ruso sonrió y, por primera vez, Nick sintió una profunda aversión hacia él—. Ahora eres el gran marqués, ¿verdad? El protector de vírgenes. ¿Tú, que hasta hace dos días eras un mujeriego? —Sacudió lentamente la cabeza—. Me temo que no me lo creo, mi querido monaguillo. Esta misma mañana te he visto salir hacia el castillo Dar. He visto el destello de la capa roja de una mujer entre los árboles. Ya es tuya.

Nick consiguió lanzar un puñetazo antes de que Arkady se abalanzara sobre él y lo sujetara con fuerza contra la silla.

—Ah, Nick —dijo el ruso—. Eres un romántico y me gusta, pero no puedes golpearme, no a mí, tu viejo amigo.

—¿Qué te convierte en mi amigo Arkady? —El rostro de Nick estaba tan cerca del de Arkady que se veía reflejado en sus pupilas—. Esperas que muera por una causa de la que prácticamente no sé nada. Te burlas de una mujer por la que yo siento una gran estima. Haces comentarios soeces sobre ella delante de mí. ¿Y luego pretendes ser mi amigo?

Cuando Nick terminó de hablar, los ojos de Arkady brillaban emocionados. Se puso de pie de un salto, arrastrando a Nick consigo.

—¡Sí! Eres un hombre muy apasionado. Casi pareces ruso. Por fin el monaguillo ha pasado a mejor vida. Déjame que te abrace. —Y lo hizo—. Ningún hombre lo es hasta que una mujer le hace sentirse débil. —Arkady se apartó, sujetó a Nick por los hombros y lo miró a los ojos—. Bésame.

—Ninguna mujer me ha hecho sentir débil y no tengo la menor intención de besarte.

—Bah, mientes. —Arkady apretó los labios contra la boca impertérrita de Nick. Luego se apartó, sonriendo—. Eres un hombre. La salvaremos. ¿Por qué? Porque hacerlo será bonito y romántico. Nos enfrentaremos a este loco como los hombres que somos, con los puños. ¿Por qué? Porque hacerlo será bonito y romántico. —Soltó a Nick y se dio la vuelta hacia Darchester—. ¿Estás preparado? Voy a reiniciar el tiempo. ¡Prepárate para defenderte, Nicholas Davenant!

Nick no pudo contener la risa.

—¡Has perdido la cabeza por completo!

El ruso le devolvió una mirada salvaje y vital; y, de pronto, el conde estaba encima de ellos, gritando y cargando con la estatua rota en la mano. Arkady y Nick se defendieron con los puños. Nick vio que la saliva de Darchester, que ya había vuelto a su estado normal, salía despedida de su boca y, a continuación, sintió que chaqueta, camisa y piel se abrían justo por encima del codo.

—¡Maldito seas!

Cargó con todas sus fuerzas, con la cabeza inclinada a modo de ariete y los puños volando de un lado a otro. Arkady aprovechó para acercarse al conde por detrás y sujetarlo, momento que Nick empleó para tirarlo de espaldas al suelo. Darchester tuvo tiempo de atacar una última vez antes de que Arkady lo sujetara por la muñeca y apretara hasta hacerle soltar el arma. Nick se rió en la cara de Darchester, que aprovechó para propinarle una violenta patada en la espinilla.

—¡Maldito saco de mierda! —exclamó Nick, y esta vez fue Darchester quien se rió de él.

Le apartó el brazo hacia el otro lado y luego le propinó un derechazo en plena mandíbula. La cabeza del conde salió disparada hacia atrás y todo él se desplomó, inconsciente, sobre el suelo. Nick se frotó el puño.

—Qué maravilla —dijo—. Hacía siglos que no lo hacía.

—Silencio. —Arkady empujó el cuerpo inconsciente del conde con un pie—. El tiempo vuelve a correr. Eres el marqués. No sabes nada de siglos.

De pronto, el salón se llenó de sirvientes, y Clare y Julia también estaban allí. Clare abrazó a su hermano. Él miró por encima de su hombro y se encontró con los ojos oscuros de Julia posados en él. No tenía ni idea de qué era lo que vio en ellos.