17

Julia, a lomos de su yegua. Julia, vestida con unos vaqueros y una camiseta, acurrucada frente a la chimenea de su casa de Vermont. Julia, entre sus brazos… Nick se dio la vuelta y se tapó la cara con una almohada. Eran las tres de la madrugada y no podía sacarse a Julia de la cabeza. Tenía el cuerpo y el alma en llamas.

El día anterior, junto al bosque, el marqués le había ganado la partida, y su idea era muy simple: casarse con ella. Sentar la cabeza y tener pequeños marquesitos. Nicholas Falcott vivía en una comedia; Nick Davenant, por su parte, estaba ligado al Gremio y por eso su vida era una tragedia. Sin embargo, aquella escena en la que el héroe se ve atormentado por un deseo incontrolable era común a los dos guiones.

Era la imagen de su cintura, la sensación de sujetarla entre las manos cuando la había ayudado a subir de nuevo a la silla. Julia, poniéndose de puntillas para besarlo. Él, deslizando las manos lentamente hacia abajo siguiendo la línea de su cintura…

Santo Dios.

Es una dama, se dijo Nick. Una señora. Educada para preservar su virginidad, e incluso sus besos, hasta el matrimonio. Incluso sus besos, Nick, se repitió desde debajo de la almohada. Si mañana se reúne contigo, no puedes besarla. Ni siquiera deberías cogerle la mano. Son las reglas y lo sabes.

—Y lo sabes —repitió en voz alta—. Aves. Naves. Acabes.

Apretó la almohada con fuerza y gruñó. La última vez que había probado con el juego de las rimas, había terminado pensando en Julia. En el siglo XXI, cuando aún creía que Julia le ayudaba a calmarse. Ahora, en cambio, el efecto era exactamente el contrario.

Julia probablemente lo veía como carne de matrimonio. Puede que incluso intentara provocar un beso. Así era como funcionaba. Un beso y una proposición. Una joven de su posición social esperaba casarse, ofrecerle su virginidad a su marido en la noche de bodas, tener hijos y ser una mujer respetada. Para ella, casarse con el chico de la puerta de al lado sería lo más parecido a un final feliz. Maldita fuera, realmente lo era.

Nick volvió a gruñir mientras su mente imaginaba los detalles de la noche de bodas, como Cleopatra saliendo de una alfombra enrollada.

Al día siguiente por la mañana se quedaría en casa. Por la mañana se quedaría en casa. Se quedaría en casa.

La mañana lo sorprendió caminando hacia el bosque; la lluvia caía por el ala de su sombrero de castor y las capas del abrigo. Gore-Tex, pensó para sus adentros. Tela impermeable. Tenía el armario de la entrada de su casa de Vermont lleno de ropa especial para la lluvia. Y, sin embargo, allí estaba, vestido con aquella ropa que olía cuando se mojaba. Lana y lino y cuero y piel y algodón. Animales y vegetales. Tintes naturales. Cosido a mano. Inhaló el aire limpio de la mañana a través de la boca. Podía sentir el sabor puro de la lluvia en la lengua. Tal vez Julia decidiría quedarse en casa y le solucionaría el problema. De hecho, no había dicho que pensara acudir a su cita con él. Sería lo mejor para ella. Si era una buena chica, una dama…

No era ni una buena chica ni una dama. Era Julia, sin más.

Acudiría.

Nick levantó la mirada, casi esperando verla en el límite del bosque, esperándolo, pero la línea de árboles, oscurecida por la lluvia, cortaba el horizonte como un muro.

Julia esperó bajo las ramas mientras Nick se dirigía hacia ella. Tenía un porte severo con el sombrero y el abrigo, y caminaba con decisión, como si se dirigiera hacia un duelo. O quizá iba a decirle que había cambiado de opinión y ahora sí se creía los rumores.

Julia retrocedió uno o dos pasos entre los árboles. No estaba segura de poder escuchar semejantes recriminaciones de boca de Nick. Aún estaba a tiempo de dar media vuelta y regresar por donde había llegado. Sin embargo, el marqués estaba cada vez más cerca. Vio que levantaba la mirada y se preguntó si la habría visto. Llevaba su capa roja, porque no tenía ninguna de color negro. Pero si la vio, no dio muestras de ello y siguió avanzando inexorablemente hacia ella.

Dios, qué tonto era. Aquello tenía que ser cosa de la edad. Se suponía que solo le sacaba unos años a Julia y, contando desde el año de nacimiento, era totalmente cierto. Sin embargo, al mismo tiempo se sentía como si tuviera doce años, y también como si fuese inmensamente viejo, tanto que ni siquiera debería haber nacido aún. Sin embargo, y a pesar de todo, allí estaba, abriéndose paso entre el barro de los campos como el admirador que acude a reunirse con su admirada pastora. Afortunadamente, ella no estaba allí, y eso que Nick había llegado más tarde que el día anterior. Quizá sabía lo que era mejor para ella; estaba bien que al menos uno de los dos lo tuviera claro. A pesar de la lluvia que le empapaba el pañuelo y le anegaba las botas, a pesar de la certeza de que era un completo idiota y a pesar del hecho de que claramente iba camino de perder por completo la cabeza, se moría de ganas de verla.

—Maldición.

Maldijo en voz alta. Luego volvió a levantar la cabeza y allí estaba ella, con la capa roja como una enseña frente a la corteza negra de los árboles y el rostro levantado hacia la lluvia. Era tan hermosa que Nick se detuvo en seco. No pudo evitarlo. Frunció el ceño, pero dio un paso adelante con la mano levantada, buscando las de ella.

Julia podía ver la contrariedad en el rostro de Nick; extrañamente, eso fue lo que la hizo salir de entre los árboles. Levantó la barbilla y la capucha de su capa se deslizó hasta caerle sobre los hombros. No se la volvió a poner. Le gustaba sentir la lluvia fría en la cara. No sabía por qué se dirigía hacia ella con aquella expresión salvaje en el rostro pero, si creía que así podía asustarla, mejor que se lo pensara dos veces. De pronto, Nick levantó la mirada y, al encontrarse con la suya, frunció todavía más el ceño. Recorrió el espacio que los separaba con unas pocas zancadas cortas y alzó la mano, cubierta por un guante de piel marrón, en busca de las manos de ella.

—Julia —dijo, y su voz sonaba áspera.

Ella aceptó la mano que Nick le ofrecía y se inclinó en una reverencia, la espalda totalmente recta.

—Milord.

Él la miró fijamente desde arriba, sujetándole la mano con delicadeza. Ahora que lo tenía tan cerca, Julia se daba cuenta de que estaba enfadado consigo mismo, no con ella.

El marqués permaneció en silencio.

—Está pensando que no debería haber venido —dijo ella.

—Sí.

—Fue usted quien me invitó. Me correspondía a mí aceptar su invitación o declinarla. Si usted no se hubiera presentado, estaría rompiendo las reglas más básicas de la buena educación.

Nick sonrió con gravedad.

—Ya rompí todas las reglas de la buena educación al invitarla y lo sabe.

—Sí, es cierto —replicó ella.

Permanecieron un instante en silencio, contemplando sus manos unidas, los dedos marrones de él sujetando los negros de ella. Julia podía sentir la energía que se acumulaba en aquellos dedos, a pesar de que sujetaban los suyos como si fueran una taza de porcelana china. Levantó la mirada. Quería decirle que sabía que si estaba allí era solo para trazar un plan, pero las palabras que salieron por su boca fueron otras.

—Me alegro de que haya venido. Yo…

De repente, la estaba besando. No pudo contenerse. Los labios mojados por la lluvia, la capa roja, los árboles, el olor a tierra mojada y, sobre todo, aquellos ojos oscuros clavados con tanta candidez en los suyos, los mismos ojos por los que llevaba siglos obsesionado… Antes de que Julia pudiera terminar lo que estaba diciendo, la atrajo hacia su pecho y sus labios se encontraron con los de ella.

Al principio fue algo inocente, aunque solo fuera por las gotas de lluvia que les empapaban la cara. Los labios de Julia temblaron bajo los suyos como las hojas que el viento mecía sobre sus cabezas. Su nariz encajaba perfectamente con la de él. La apretó aún más fuerte contra el pecho y le pareció que podía sentir los latidos de su corazón a través de las capas de ropa mojada; pero quizá no era el corazón de Julia, sino el suyo propio, o la sangre que se le subía a la cabeza.

Entonces se echó hacia atrás, solo un poco. El dulce aliento de Julia le acarició la cara y ya todo dejó de ser inocente. Estaban de nuevo entre los árboles, Julia con la espalda contra el tronco liso de una vieja haya y los brazos alrededor de su cuello mientras Nick la besaba con la boca abierta y deslizaba las manos bajo la capa y alrededor de su estrecha cintura para atraerla hacia él. El sombrero había volado de su cabeza; a Julia el cabello le caía sobre los hombros como una cascada. La besó en la cara, en los ojos cerrados, en la barbilla y por todo el cuello. Ella murmuró su nombre; sonaba tan perfecto en sus labios… Nicholas.

—Dilo otra vez —le susurró al oído, y sintió que Julia se estremecía y se apretaba aún más contra su cuerpo.

—Nicholas —susurró ella de nuevo.

Nick le acarició el lóbulo de la oreja con la lengua y Julia se tambaleó y, por un momento, pareció que iba a perder el equilibrio. Él rodeó sus deliciosas nalgas con las manos y la atrajo contra sus muslos, arrancándole una exclamación de sorpresa en el proceso.

Y entonces, casi como si se hubieran puesto de acuerdo, la pasión se fue apagando lentamente. Quizá fue el cambio en la luz, ahora que había dejado de llover, o tal vez que solo tenían dos opciones y una de ellas era impensable. Fuera como fuese, se apartaron el uno de la otra como dos personas que despiertan lentamente de un profundo sueño, hasta estar frente a frente, el guante negro de Julia en el guante marrón de Nick, ambos con la mirada fija en sus dedos entrelazados.

—Julia.

Ella no levantó la mirada, pero apartó la mano de la de él.

—No digas nada.

—¿Cómo sabes lo que iba a decir?

Julia se alisó los pliegues de la capa hasta que el vestido negro que llevaba debajo desapareció.

—No quiero que digas nada más. —Levantó la mirada—. Déjalo estar.

—No soy libre —dijo Nick. Enseguida vio la sorpresa en sus ojos e intentó explicarse—. No quiero decir…

Ella levantó una mano y se dio la vuelta.

—Te he pedido que no digas nada.

Nick intentó detenerla, pero lo único que pudo coger fue un extremo de su capa roja. Julia lo miró por encima del hombro.

—¿Sí?

—Tienes razón. Me has pedido que no hable y yo no he podido evitar intentar explicarme. Te pido disculpas por ello.

—Acepto tus disculpas.

—Sin embargo, no me disculpo por haberte besado, Julia. Tenía que hacerlo y no me arrepiento de ello.

Ella se dio la vuelta de nuevo para mirarlo cara a cara y le arrancó la capa de entre los dedos.

—Si te hubieras disculpado por eso, Nicholas Falcott —le dijo—, ahora mismo tendrías un ojo morado.

Aquellas palabras avivaron la llama del deseo en Nick.

—Eres muy valiente, Julia —le dijo, la voz otra vez ronca—. Una triunfadora. Has de saber que algún día volveré a besarte.

—Vaya, ¿de veras?

—Sí, me temo que sí.

Ella lo miró fijamente durante un instante y, cuando habló, su voz sonaba grave y vibrante.

—El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones, milord. En cuanto a las mías, puedes tener por seguro que no permitiré que esto se repita.

Se dio la vuelta y echó a andar.

—Espera —la llamó Nick—. Tengo que informarte de otro asunto.

Ella se detuvo sin darse la vuelta.

—Habla.

—Siento retenerte, pero creo que debes saberlo. Mi hermana y yo hemos ideado un plan para sacarte del castillo Dar. Clare, mi amigo el conde Lebedev y yo iremos a tu casa esta tarde a las cuatro para enfrentarnos a tu primo. El plan es ser absolutamente arrogantes. Yo seré el gran marqués y Clare, la indignada guardiana de la virtud. Lebedev intervendrá solo si es necesario. Se trata de avergonzar a tu primo y de convencerlo de que te deje marchar.

Julia volvió la cabeza y le dedicó una mirada altiva.

—Gracias, milord —dijo, con una formalidad exagerada—. Estaré preparada.

Le dio la espalda de nuevo y se alejó; la capa roja brillaba sobre las hojas verdes que cubrían el suelo.

Nick la siguió con la mirada con la esperanza de que se diera la vuelta, cosa que, por supuesto, Julia no hizo. Cuando la vio desaparecer tras una curva del camino que se abría paso entre los árboles como si fuera un túnel, recogió su sombrero del suelo y, con gesto ausente, empujó la copa desde dentro para que recuperara la forma y se lo puso. Bueno, al final se había lanzado y la había besado. Porque era lo único que podía hacer. Porque las reglas están para romperlas.

Oyó un ruido por encima de su cabeza, entre las copas de los árboles, y vio que caía algo y rebotaba en su sombrero. El pequeño misil cayó al suelo y se detuvo cerca de sus pies. Nick se agachó y lo recogió. Era una bellota, pequeña y perfecta, intacta con su simpática caperuza. Había aguantado en el árbol hasta que la lluvia la había hecho caer. Era como Julia, pequeña y adorable. Henchida por una promesa compacta y apasionada. Nick decidió guardársela en el bolsillo.

Tomó el camino de regreso a casa, pateando el suelo y maldiciendo al soldado francés cuyo sable amenazante lo había enviado hasta el siglo XXI. Maldijo al Gremio por partida doble, primero por impedirle regresar y luego por impedirle quedarse. Si en lugar de saltar hubiese sobrevivido a la guerra y luego hubiera regresado a casa, en ese mismo momento podría estar felizmente casado con Julia y ocupando el lugar que le correspondía por ser quien era. En vez de eso, había saltado al futuro, lejos de la vida de Julia, y luego de nuevo hacia el pasado y de lleno en su vida, como un rayo salido de la nada. Con sus acciones, había herido el orgullo de aquella mujer maravillosa, si no su corazón, y seguramente también había acabado de un plumazo con cualquier posibilidad de ser feliz a su lado.

Le propinó una patada a un trozo de barro del suelo y maldijo al darse cuenta de que era una boñiga de vaca.

—Me odio —murmuró, mientras saltaba sobre un pie e intentaba limpiar la punta de la otra bota en la hierba—. A veces es que simplemente me odio.