Julia avanzó lentamente por el bosque a lomos de su yegua. Blackdown había regresado de entre los muertos y justo a tiempo para ayudarla.
Lo había reconocido inmediatamente, pero cuanto más hablaban, más le costaba reconocer al muchacho de su infancia en el hombre que tenía delante. Hacia el final de la conversación, se había sentido como si charlara con un desconocido. Cuando sonreía, le salían arrugas alrededor de los ojos, y lo que antes eran hoyuelos se habían convertido en dos profundas líneas. También tenía una cicatriz que le cruzaba la ceja.
Bueno, había luchado en la guerra, ¿no? Y luego había desaparecido durante tres largos años. Las heridas tuvieron que ser terribles para que ni siquiera se reconociera a sí mismo. Las experiencias traumáticas podían hacer envejecer a un hombre de golpe.
El nuevo marqués de Blackdown le resultaba un tanto inquietante. La distancia que expresaban sus ojos se había convertido de repente en una cercanía que parecía abrasarla. Y la fuerza que había sentido entre sus brazos mientras la ayudaba a subir a lomos del caballo… Había crecido.
Y ella también. Veintidós años. A punto de quedarse para vestir santos, así de crecida estaba.
En otras palabras, los años habían volado. El tiempo pasaba inexorable. No había nada raro en ello.
Y, sin embargo, había algo que no cuadraba. El tiempo había pasado, sí, pero lo había hecho de una forma equivocada. Blackdown aparentaba más edad de la que debería. Y ella, que no había visto mundo, que el único baile al que había asistido era un minueto espontáneo en casa de algún vecino, había sido consciente en su presencia de que todavía no había cruzado el dintel de la edad adulta, a pesar de que ya era demasiado mayor para ser considerada joven.
Todos sus problemas parecían relacionados con el tiempo.
Agachó la cabeza para evitar una rama baja. «No tomes prestados los problemas del mañana», ese había sido el lema de su abuelo, y de qué poco le había servido. Ahora se daba cuenta de que los problemas del pasado se habían estado cociendo a fuego lento en Stoke Canon desde el mismo día de su llegada. Las sospechas sobre la honra de su madre, largamente enterradas pero listas para estallar en cualquier momento. El eterno dilema del huevo y la gallina. ¿Era mala porque su madre también lo había sido o sus problemas actuales eran el origen de las terribles acusaciones contra su difunta madre?
Julia se rió amargamente porque ahora sí estaba haciendo honor a su reputación. No en vano había accedido a reunirse al día siguiente con Blackdown. Ella era la primera en reconocer que la suya no había sido una educación especialmente estricta, pero no estaba bien que una mujer joven se escapara de casa a hurtadillas para reunirse con un hombre en el bosque. Hasta ella conocía las normas más básicas del decoro.
En cuanto a Falcott, tampoco podía decirse que fuera un modelo a seguir. Le había tocado la mano, sin llevar guantes, cuando ella había apoyado la suya sobre el lomo de Caléndula, y luego la había dejado allí una eternidad. También la había ayudado a montarse en la silla y había aprovechado para rozarle la pierna. Ella se había quedado mirando su mano, las dos veces. El anillo que, cuando era pequeño, parecía demasiado grande ahora le quedaba perfecto. Tenía unas manos muy bonitas, más que el resto de su persona.
¿Podía ser que creyera que era la amante de Eamon?
Caléndula emergió de entre los árboles y, sin que se lo pidiera, echó a correr al trote. Julia agradeció el cambio de ritmo; quizá así se le despejaría la cabeza. Porque daba igual qué pensara el marqués. Lo importante era que por fin tenía una invitación de la casa Falcott, la invitación que necesitaba tan desesperadamente. La grandeza del título del marqués y de su casa, la virtud incuestionable de su hermana y su supervisión como carabina; su honor sería restaurado. Lo único que tenía que hacer era encontrar una manera de salir del castillo Dar.
—Así que me has desobedecido.
Eamon estaba de pie frente a la puerta de entrada, viéndola subir la escalera.
—Buenos días, primo.
Julia descubrió que la visión de su carcelero ya no le provocaba náuseas.
—Entra ahora mismo.
Esperó a que llegara a los últimos escalones para sujetarla por el brazo.
—Suéltame —exclamó Julia, y apartó el brazo de las garras de su primo—. Esto es innecesario. Puedo entrar yo sola. —Pasó junto a él y se adentró en la oscuridad de la entrada. Se quitó los guantes y el sombrero, lo dejó todo sobre una silla y se dio la vuelta para mirar a su primo, que la estaba fulminando con la mirada—. ¿Qué quieres de mí?
Los dientes de Eamon, grandes y torcidos como lápidas, brillaron bajo la luz tenue de la entrada.
—He encontrado el talismán —dijo.
Julia arqueó las cejas.
—¿De veras? ¿Has detenido el tiempo?
—No, pero no creo que tarde mucho. Ven. Quiero ver si lo reconoces.
La guió hacia el estudio y, al entrar, Julia tuvo que reprimir una exclamación de sorpresa. Las pilas de objetos extraños que el servicio había ido recopilando para Eamon ya no estaban allí. Todo lo que había sido de su abuelo, las piedras y los libros y las baratijas, había desaparecido. La estancia estaba vacía y la mesa totalmente despejada, a excepción de una pequeña caja de colores que descansaba en el centro del escritorio.
Era la caja china y lacada en cada una de sus caras que el abuelo le había enseñado hacía años. Eamon la cogió y se la dio.
—¿Habías visto esta caja alguna vez?
—No —mintió Julia, mientras la sujetaba entre las manos—. ¿Qué es?
Eamon la miró fijamente y ella le devolvió la mirada. Aparentemente satisfecho, sacó un trozo de papel de uno de sus bolsillos. Julia pudo ver un par de líneas escritas con la caligrafía de su abuelo.
—«Veintiuno de julio de 1803» —leyó Eamon en voz alta—. «Resuelto en cuarenta y ocho segundos».
Julia hizo girar la caja entre las manos.
—¿Hay que resolverla? —preguntó, con la esperanza de que su voz sonara suficientemente inocente.
Eamon se la arrancó de las manos.
—Claro, estúpida. Es evidente que se trata de una especie de caja mágica de algún tipo. Tiene que tener algo dentro o puede que el mecanismo de apertura active el tiempo. La he encontrado en un compartimiento secreto de la mesa, muy bien escondida, pero la he encontrado. La caja y una miniatura inservible de una mulata.
Eamon volvió a meter la mano en el bolsillo y sacó otra nota de papel. Se la pasó y Julia contempló una pintura muy realista, suave como el hielo. En ella aparecía el rostro sonriente de una mujer. Tenía la piel más oscura que la de una inglesa, el cabello de un negro más intenso y los ojos de un azul más claro. Julia nunca había visto unos colores más vivos que aquellos, desde el azul del cielo que rodeaba la cabeza de la mujer hasta el amarillo de su vestido. Le dio la vuelta a la imagen, pero no había nada escrito en el reverso. El papel era brillante; Julia no tenía ni idea de cómo podía adherirse la pintura. Se la devolvió a su primo, pero él la rechazó con la mano.
—Puedes quedártela.
—¿Y no podría ser que esta imagen fuera el talismán?
—¡Dámelo! —Le arrancó la pintura de la mano y la estudió detenidamente—. Podría ser, podría ser… pero ¿cómo?
—Si el abuelo la escondió con la caja, quizá es que se tienen que usar juntas.
Eamon frunció el ceño con recelo.
—De pronto, pareces muy interesada en ayudar.
—Como bien sabes, primo, no creo en la existencia de un talismán. Creo que el don del abuelo murió con él. Pero si esta baratija puede servir para satisfacer tus ansias de aventura, estaré encantada de ayudarte.
—El talismán existe. —Eamon se guardó la imagen en el bolsillo, ajeno al sarcasmo de su prima—. Estoy seguro de ello. Y es esta caja. Pero la nota es confusa. ¿La caja debe ser manipulada de cierta manera durante cuarenta y ocho segundos exactos? ¿Podría ser esa la solución?
Julia sabía muy bien a qué hacía referencia la descripción de la nota. El abuelo la había estado observando con un cronómetro en la mano mientras ella intentaba resolver el puzle, creyéndose derrotada porque la caja nunca se abría. Sin embargo, ahora comprendía que en realidad había resuelto el enigma de la caja y que el conde estaba comprobando en cuánto tiempo podía hacerlo. ¿Por qué?
Eamon estaba haciendo girar la mitad de la caja hacia un lado y luego hacia el contrario, preocupado por si la desmontaba.
—¿Cómo funciona? —murmuró entre dientes, hablando consigo mismo—. ¿Cuál es el secreto?
Julia se aclaró la garganta.
—Primo, ¿puedo ausentarme, por favor?
Eamon la miró sin llegar a verla realmente; la caja lacada desprendía un brillo enfermizo entre sus dedos pálidos.
—Sí, sí. Puedes irte. Largo. De hecho, no quiero verte en lo que queda de día.
Y yo espero no volver a verte nunca más, pensó Julia mientras salía del estudio.
Nick se bajó del caballo de un saltó, le tiró las riendas a un mozo de cuadras y corrió hacia la casa, gritando el nombre de su hermana cuando aún ni siquiera había entrado.
Clare apareció a la carrera, con el rostro pálido.
—¿Qué ocurre? ¿No te encuentras bien?
—Yo estoy perfectamente bien —respondió él—, pero ¿se puede saber qué te pasa a ti?
—¿A mí? —Su hermana se detuvo en seco—. ¿Te has vuelto a golpear la cabeza? —preguntó, y se acercó a él con las manos levantadas para tocarle la frente.
—A mí no me pasa nada. —Pasó junto a ella y se dirigió hacia el salón, se dio la vuelta y la señaló con el dedo—. Será mejor que me expliques por qué no has ido a ver a Julia Percy, sabiendo que su reputación está en peligro. El nuevo lord Darchester la tiene encerrada como si fuera su prisionera. ¿O es que te has creído los rumores?
—Santo Dios. —Clare se dejó caer en el sofá—. Temía que algo fuera terriblemente mal en el castillo Dar. Se comenta entre los sirvientes que el nuevo conde quizá está loco. Su lacayo está prometido con una de las muchachas de nuestra cocina y dice que…
—Ya veo. Temías que algo no fuera bien y oíste al servicio decir que el conde no está bien de la cabeza. Por eso, en lugar de ayudar a una vecina y amiga de la familia, has preferido invertir tu tiempo en urdir planes con Jem Jemison para destruir Blackdown.
Clare frunció los labios y se tomó unos segundos antes de responder.
—Te alegrará saber que el señor Jemison ya no está en Blackdown. Se ha marchado a Londres.
Por alguna extraña razón, la noticia no hizo más que empeorar el humor de Nick.
—Así que encima ahora tengo que buscarme un nuevo administrador, ¿no? ¡Maravilloso! Y ¿por qué no me ha comunicado su decisión de marcharse? Soy el marqués…
—Fui yo quien lo contrató cuando creíamos que estabas muerto —lo interrumpió Clare, incapaz de seguir controlando su temperamento—. Por eso esta mañana ha hablado conmigo y me ha comunicado que se iba. Está en Londres, intentando encontrar otra manera de cuidar de los soldados de su regimiento, que si no me equivoco también es el tuyo.
—Ah, claro, mis soldados, ¿los mismos que iban a invadir mis tierras como una plaga de langostas? Eso ayer se te olvidó decírmelo. ¡Y ahora insinúas que soy como el rico de la parábola, que los echo de mi puerta como a Lázaro, el leproso! Te entiendo, hermana. Presupones de mí que soy un patán negligente, y puede que tengas razón, pero tú no eres mucho mejor. ¡Explícame lo de Julia Percy y por qué la has abandonado!
Clare permanecía inmóvil, dejándose engullir por la ira de su hermano con una expresión rígida en la cara.
—Has pasado demasiado tiempo lejos de aquí. Olvidas que no se puede irrumpir por las buenas en casa de un conde y exigirle que te entregue a un miembro de su familia basándote únicamente en las habladurías del servicio.
Nick levantó las manos al cielo.
—Por supuesto que no. Dios no quiera que rescatemos a Julia de las garras de un loco. Y todo porque él es un lord del reino y los que le acusan, simples sirvientes. Y también porque es mujer, sin ninguna clase de derechos. —Se volvió de nuevo hacia su hermana y la señaló con el dedo—. Escúchame, Clare, el mundo tiene que cambiar. Las mujeres no podéis seguir comportándoos como si fuerais simples muebles.
Al escuchar aquello, Clare se llevó las manos a la cadera y se echó a reír.
—Definitivamente, el golpe en la cabeza te ha cambiado, Nick. Me acusas de destruir Falcott por un sueño de igualdad y hermandad entre los hombres ¡y resulta que tú te has transformado en un godwinita!
—¡Pues puede que sí! Y tú también deberías probarlo.
Clare dejó de reír, pero sus ojos seguían sonriendo.
—¿Qué te pasó en España?
—Nada que te importe —respondió Nick, y cruzó los brazos—. Ahora haz el favor de explicarte, mujer.
—Godwinita, pero ¡con la cabeza bien dura! Pues claro que he ido a visitar al nuevo conde y a ver a Julia. ¿Es que acaso crees que no tengo corazón? Julia adoraba a su abuelo y tenía que estar destrozada por su pérdida. Llegué de Londres un día después de la muerte del conde y me dirigí inmediatamente hacia el castillo Dar. No pude ver a Julia, pero volví al día siguiente y al otro. Y no fui la única. Dejamos tarjetas, invitaciones, incluso nos reunimos todas las mujeres de la zona e intentamos que nos permitieran entrar. Los hombres también lo intentaron, pero el bueno de Pringle no nos dejó entrar, aunque era evidente que no le gustaba hacerlo.
Nick miró a su hermana fijamente, se dirigió hacia la otra punta del salón y regresó sobre sus pasos.
—Palabras, palabras, palabras —dijo finalmente—. Habladurías y palabras. La buena gente de la parroquia, ansiosa y preocupada: «Oh, pobre Julia». ¿Y luego, querida hermana, sabes qué hacen cuando llegan a casa? Se inventan historias terribles y disfrutan con cada palabra. ¿Sabías que todo el mundo cree que es la amante de Darchester? ¿En apenas quince días? —Nick asintió—. Ah, sí. Supongo que no eres ajena a los rumores más procaces que rondan por el pueblo, teniendo en cuenta que eres… Que estás…
De pronto, guardó silencio, sin saber cómo terminar la frase.
Clare volvió a sentarse.
—¿Teniendo en cuenta que soy una solterona? ¿Es eso lo que intentas decir? Llevas diez minutos despotricando como un lunático ¿y ahora te acuerdas de medir tus palabras? Soy una solterona, sí, y pertenezco a una familia de la nobleza, por lo que nadie me cuenta nada. ¿Por qué no te bajas del pedestal, te sientas a mi lado y tratamos el problema como dos personas civilizadas? Me entristece saber que nuestros vecinos piensan tan mal de Julia, y me avergüenzo de no haber hecho más para intentar verla y descubrir la verdad sobre su situación, pero no perdamos la cabeza. Cuéntame lo que sabes y juntos encontraremos la manera de liberarla.
Nick echaba chispas por los ojos.
Clare dio unas palmadas en el asiento que tenía al lado y luego arqueó las cejas con el típico gesto de las hermanas mayores.
—Siéntate —le dijo.
—Como quieras. —Nick se dejó caer junto a ella, le pasó un brazo alrededor de los hombros y estiró las piernas. Inconscientemente, intentó quitarse una deportiva con la punta de la otra, hasta que se le ocurrió desviar la mirada hacia los pies y vio la chaqueta, los pantalones y las botas altas de montar—. Estoy cubierto de barro —dijo, recordando de repente que debería haberse cambiado antes de conversar con una dama, por mucho que esa dama resultara ser su hermana.
—Sí, eres un bárbaro —replicó Clare—. Ahora cuéntamelo todo.
Nick apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y habló mirando al techo.
—He salido a montar por el bosque y me he encontrado con Julia, que venía del castillo Dar —empezó.
—Creí que la tenían prisionera.
—Y así es a todos los efectos.
Clare suspiró.
—No quiero dudar de tus palabras, Nick, pero ¿estás seguro de que su situación es tan grave como crees? Después de todo, ha podido salir a montar. Es más, ¿cuándo has tenido tú oportunidad de escuchar las habladurías de la gente del pueblo? Si solo llevas un par de días aquí.
—El conde Lebedev oyó a un grupo de gente hablando de ello en la posada, ni más ni menos. Y sé que Julia está en peligro porque ella misma me lo ha dicho y yo la creo.
Clare asintió.
—A Julia siempre le ha gustado el drama —dijo—, pero no es una mentirosa.
—¿Qué quieres decir con eso de que le gusta el drama?
Nick se incorporó y se volvió hacia su hermana.
—Oh, nada, solo que cuando era más joven, Bella y ella siempre se estaban inventando todo tipo de cosas. Seguro que lo recuerdas, Nick. Siempre andaban por aquí, tiradas por el suelo. Hicieron cosas terribles.
Nick recordaba vagamente a su hermana pequeña y a la amiga de esta subiendo y bajando las escaleras a la carrera y aullando como animales, pero por aquel entonces no le interesaban lo más mínimo aquel par de niñas traviesas a las que les sacaba tres años.
—¿Tan malas eran? Si no eran más que dos mocosas.
A Clare se le escapó una sonrisa de incredulidad.
—Ni siquiera me voy a molestar en responder a esa pregunta. Solo te recordaré aquella vez, unos años antes de la muerte de papá, en que metieron los cerdos en el huerto de la cocina. A Arabella no le gustaban las zanahorias y les pareció buena idea destruir la cosecha de aquel año.
De repente, Nick recordó a la pequeña Bella sentada alrededor de la mesa del té, llorando desconsolada mientras el resto de la familia disfrutaba de su pastel favorito y ella solo tenía una mísera zanahoria en su plato.
—¿Julia estaba detrás de aquella travesura?
—Oh, no sé de quién fue la idea, pero lo que sí sé es que la sorprendieron con las manos en la masa, como a Bella, azuzando a los cerdos para que acabaran con el duro trabajo del jardinero. Los pobres animales no hacían otra cosa que correr de un lado a otro intentando escapar de ellas.
—Supongo que papá montó en cólera.
—A veces me sorprende que sobrevivieran a la infancia —dijo Clare—. Cuando las sorprendían en plena fechoría, Bella mentía o lloraba como una niña normal, pero Julia aceptaba su castigo impasible como una reina. Si creía que la acusación era justa, tenía el detalle de disculparse por sus acciones; pero si creía que no lo era, el desprecio que desprendían sus ojos resultaba devastador. Si no hubiera sido una niña tan adorable y necesitada de una figura materna, seguro que madre le habría cogido miedo. —Clare suspiró—. Me horroriza la idea de que alguien con su espíritu se vea privada de libertad… o algo peor. —Miró a Nick con una expresión de inquietud en el rostro—. ¿Crees que puede haber algo de verdad en los rumores? ¿Que está…?
—No. —Nick se levantó del sofá y caminó por el salón—. No. La joven que he conocido esta mañana no es la amante de nadie, ni con su consentimiento ni contra su voluntad. Estaba preocupada por su propia seguridad y le pareció buena idea venir con nosotros a Blackdown. Por lo visto, no puede marcharse sin más; parece que su primo tiene algún tipo de poder sobre ella. Lo cierto es que estoy muy preocupado por Julia.
Clare observó a su hermano detenidamente, con los labios fruncidos.
—Mmm —murmuró.
—¿Mmm, qué?
—Solo mmm.
Nick se colocó bien los puños de la camisa. Nunca había sido capaz de ocultarle nada a Clare y su visión omnisciente de hermana mayor. Por supuesto, el proceso funcionaba igual en los dos sentidos, por lo que Nick sabía exactamente qué quería decir su hermana con «mmm». Y tenía toda la razón. Aquella mañana Julia le había arrancado el corazón como si fuera poco más que una fresa oculta entre las hojas del suelo. La amaba. Él, Nick Davenant, nacido Nicholas Falcott. ¿O era Falcott nacido Davenant? En cualquier caso, no podía negarlo. Estaba enamorado de una mujer que pertenecía al pasado.
Por supuesto, no tenía la menor intención de admitir sus sentimientos, ni a Clare ni a nadie, de modo que frunció el ceño.
—Por favor, ¿podemos concentrarnos en cómo traer a Julia desde el castillo Dar hasta aquí?
De pronto, Nick y Clare oyeron un delicado carraspeo procedente del otro extremo del salón, y el conde Lebedev apareció de detrás de la butaca de piel que descansaba de cara a la chimenea.
—¿Puedo ofrecerles mis servicios?
La benevolencia paternal que expresaba su sonrisa los incluía a los dos.
—Por el amor de Dios, Lebedev. ¿Es que no sabe que es de mala educación escuchar las conversaciones ajenas?
—Les ruego que me perdonen —respondió Arkady, mientras se examinaba las uñas—, pero yo estaba cabeceando alegremente en esa misma butaca cuando ustedes han irrumpido en la estancia con esa conversación tan interesante.
—Clare, te pido disculpas en nombre del conde. Si alguien es un bárbaro, ese es él.
Clare se volvió hacia el conde con la mirada brillante.
—¿Le importa unirse a nosotros, conde Lebedev? Seguro que sus sugerencias nos serán de gran ayuda.
—Muchas gracias. —Arkady se inclinó en una reverencia, no sin antes lanzar una mirada triunfante a su amigo, y luego cruzó la estancia—. Los problemas de sus vecinos son un tanto tediosos. Yo he venido aquí a, ¿cómo decirlo?, pescar peces más grandes.
Nick puso los ojos en blanco.
—No sabe cuánto me apena saber que nuestra sociedad le parece tediosa y nuestros problemas, indignos de su interés.
Arkady pasó junto a su amigo.
—¿Me permite? —Señaló el asiento que Nick había ocupado hasta hacía un instante y Clare asintió; se acomodó en él con su gracia habitual y miró primero a un hermano y luego a la otra—. El rango de marqués es superior al de conde, ¿me equivoco?
—¿Y qué?
Nick cruzó los brazos sobre el pecho.
—Esa frase, «y qué» —replicó Arkady—, no sé por qué pero no parece correcta —dijo, y fulminó a Nick con la mirada.
—Me importa un comino —exclamó este—. Me ha entendido perfectamente. Se lo repito: ¿y qué?
Clare se echó a reír.
—Cálmate, Nick, e intenta hablar como un caballero. El conde solo trata de ayudarnos y tú te comportas como un oso.
Arkady extendió las manos.
—Se ha olvidado de sí mismo durante tres largos años, lord Blackdown. Su hermana asegura que lo encuentra cambiado. Admira a Godwin y a su esposa Mary… Mary…
—Wollstonecraft —masculló Nick entre dientes.
—Ah, sí. ¿Es que acaso se ha rodeado de revolucionarios? ¿Y, digámoslo así, mujeres liberales? Lo cierto es que estos hombres y mujeres que sueñan con el futuro suelen tener pensamientos excitantes, pero no olvide lo siguiente: ¿qué hay en el cerebro de un aristócrata normal y corriente? Digamos que va a una cena. ¿Cree que está pensando en que las mujeres son iguales a los hombres? ¿O en acabar con la esclavitud? No. Le preocupa quién se sienta a la mesa por debajo de él. A ese hombre lo mira por encima del hombro. ¿Y quién se sienta por encima? A ese otro le sonríe y le sonríe y le sonríe.
—Por favor —dijo Nick—, vaya al grano.
Arkady inclinó la cabeza.
—Si la aristocracia inglesa se parece en algo a la rusa, su vecino el conde no tendrá problema en abrirle las puertas de su casa al señor marqués y en hacerle una reverencia hasta el suelo, si es necesario. El pobre creía que usted estaba muerto, lo cual lo convertía a él en el aristócrata más influyente en muchos kilómetros a la redonda. Hasta ahora podía mirar a todo el mundo por encima del hombro. Sin embargo, usted ha vuelto y, aunque no le guste nada, ahora es él quien tiene que levantar la mirada. Estoy convencido de que aceptará una visita suya y de su hermana.
—Por supuesto. —Clare giró sobre sí misma en el sofá. Estaba prácticamente sentada en el regazo de Arkady—. Tiene usted razón. Nos pondremos nuestras mejores galas, apestaremos a almizcle y a descontento, y nos quedaremos solo quince minutos. Le insinuaremos que si no deja de pisotear la reputación de su prima, nos veremos obligados a hacerle el vacío.
—¿Qué les parece si me uno a ustedes? —preguntó Arkady, sonriendo a Clare—. Siento un gran interés por el castillo Dar. He oído muchas historias sobre él. Está rodeado de una atmósfera muy interesante, casi… ¿atemporal?
Arkady dirigió la vista a Nick por encima de la cabeza de su hermana y le lanzó una mirada significativa.
Nick tenía que admitir que era un buen plan. No implicaba plantarse en las puertas del castillo a lomos de un corcel blanco, ni enfrentarse al conde con una espada, ni montar a Julia en el corcel y alejarse hacia la puesta de sol, pero podía funcionar. Y si además Arkady conseguía cazar algún ofan en el proceso, mejor que mejor.
—Sí —dijo finalmente—. Iremos mañana por la tarde.
—¿Por qué no esta tarde? —preguntó Clare.
Nick pensó en Julia y en la posibilidad de reunirse con ella a la mañana siguiente, en el bosque. En cuanto se instalara en Blackdown, ya no podría verla a solas; siempre estaría con Clare, bordando o haciendo cualquier otra cosa por el estilo.
—He dicho mañana por la tarde; está decidido.
Clare lo miró fijamente y luego se volvió hacia Arkady.
—¿Quiere que le diga una cosa, conde Lebedev? Creo que mi hermano corre el peligro de enamorarse de nuestra indefensa señorita Percy.
Arkady se cruzó de brazos.
—Creo que tiene usted razón —replicó el ruso y, al igual que su hermana, le dedicó una mirada larga y fría—. Y no me gusta.
Nick salió de la estancia dando un portazo.