15

Al día siguiente, Nick bajó al establo antes de que amaneciera. Había dado órdenes de que le ensillaran un caballo de caza y se alegró al descubrir que era Contramaestre el que esperaba en el patio, con un mozo de cuadra a su lado. Cuando el animal oyó sus pasos, levantó la mirada y movió la cabeza emocionado, sin dejar de relinchar y de desplazarse hacia un lado con tanta energía que el mozo tuvo que sujetarlo.

—Le ha echado de menos, milord.

Nick cogió las riendas de las manos del muchacho, acarició el cuello del semental y dejó que el olor especiado del caballo y del cuero le colmaran los sentidos.

—¿Cómo estás, viejo cascarrabias? —Metió una mano en el bolsillo y sacó una zanahoria. Contramaestre se la cogió con delicadeza a su amo y, al ver que Nick se daba la vuelta para darle las gracias al mozo, resopló y le llenó la mano de mocos. Nick aceptó el pañuelo que le ofrecía el mozo y miró al animal a los ojos—. Me había olvidado de ti y de tus trucos.

Contramaestre relinchó, orgulloso de sí mismo.

—Ya tiene dieciséis años, milord, pero siempre será un potro de corazón.

—Eso espero. Gracias por preparármelo.

Nick montó a Contramaestre. Hacía años que no estaba a lomos de un caballo y la sensación era muy agradable, aunque sabía que más tarde sufriría las consecuencias.

—Y bien, Contramaestre —dijo—, veamos qué puedes hacer y, más importante aún, qué puedo hacer yo.

Partieron al trote y Nick se relajó con el ritmo constante del animal. Contramaestre era mayor y pesaba más; Nick podía sentir la diferencia en los andares del caballo. El día había amanecido frío y nublado, no tan agradable como el anterior. Arreó a su montura y sintió que se le aceleraba el corazón al pensar en la misteriosa mujer de negro. Quería estar en el camino que se abría entre los árboles cuando apareciera. Un inocente coqueteo sería la distracción perfecta para suavizar la transición de regreso a aquella época y para evitar que se ahogara. Contramaestre aceleró el trote hasta convertirlo en un ligero galope, y Nick cambió la posición de su cuerpo para adaptarse al nuevo ritmo.

«Como montar en bicicleta», le había dicho Arkady refiriéndose a las mujeres. Sin embargo, Nick estaba nervioso como un quinceañero; ¿cómo sería aquella desconocida? Había partido hacia España con veinte años; hasta entonces, siempre había pescado en el río revuelto de las mujeres mundanas y de las sirvientas especialmente dispuestas. Luego, durante años, todas sus amantes había sido mujeres del siglo XXI.

Las fuerzas de Contramaestre empezaban a flaquear, así que Nick aminoró la marcha hasta un suave trote. ¿Por qué estaba pensando en aquella mujer? No podía acostarse con la amante de otro hombre; sería impropio de un caballero. Y si no era la amante de Darchester, seguro que era la esposa de otro hombre, o virgen, en cuyo caso su falta de educación se convertiría directamente en villanía.

Al final, se convenció a sí mismo de que no había salido a montar para ver a la misteriosa mujer de negro. Estaba inspeccionando su hacienda, reencontrándose con su viejo caballo y, si por casualidad se topaba con algún vecino, pues mucho mejor. Sin embargo, cuando llegó al camino que se abría paso entre los árboles, se bajó del caballo y dejó que Contramaestre pastara mientras él descansaba apoyado en un árbol y… Si fuese sincero consigo mismo, reconocería que estaba esperando, pero no lo era. No estaba esperando, de ninguna manera. Estaba descansando.

Aquella mañana, Caléndula estaba más tranquila y aceptó su zanahoria con dignidad. Apenas se distrajo mientras se alejaban de la casa para adentrarse en el bosque. Sin embargo, antes de que los árboles se convirtieran en prados y campos, la yegua sacudió las orejas. De pronto, se oyó un relincho; Caléndula respondió y echó a correr al trote.

Julia tiró de las riendas y la obligó a detenerse. Había alguien más adelante, donde el camino se adentraba en la propiedad de los Falcott. Quizá era su nuevo administrador, el señor Jemison. ¿O serían los Falcott, que ya habían regresado de Londres? Julia deseó con todas sus fuerzas que fueran ellos. Tal vez podría sacarles una invitación para quedarse en su casa, y eso demostraría a la gente del pueblo que aún era merecedora de la amistad de la familia. En caso contrario…

Frunció el ceño y levantó la mirada hacia las hojas de los robles, sintiendo que se le llenaban los ojos de lágrimas. En caso contrario, tendría que dejar el castillo Dar, abandonar Stoke Canon, para marcharse… ¿Adónde? ¿A Escocia, con la familia de su madre? Ni siquiera sabía cómo encontrarlos.

Lo que estaba claro era que tenía que marcharse de allí, a menos que sucediera un milagro, y pronto. Le había quedado claro la víspera, mientras recorría las calles de Stoke Canon con la esperanza de poder hablar con la gente, de hacerles saber que seguía siendo la Julia Percy de siempre.

Sin embargo, lo único que había recibido habían sido algunos saludos desde la distancia y ni un solo intento de entablar conversación. Aun así, recorrió High Street de punta a punta, tragándose el orgullo y saludando a quienes le volvían la cara como si aún fueran los vecinos sonrientes que conocía de toda la vida. Cuando por fin salió del pueblo y se encontró de nuevo rodeada de campos, dirigió a Caléndula de vuelta a casa y la dejó galopar durante todo el camino.

Cuando llegó al castillo Dar, preparó dos sombrereras con un cambio de ropa y sus joyas, y acto seguido las volvió a vaciar; si las dejaba a la vista, los sirvientes no tardarían en descubrir lo que estaba planeando. De momento, que la gente del pueblo disfrutara de su orgía de recriminaciones, nuevas y antiguas. «Y si alguno no os recibiere, ni oyere vuestras palabras, salid de aquella casa o ciudad, y sacudid el polvo de vuestros pies». Julia recitó el pasaje frente al espejo, con mucho aplomo al principio, pero terminó llorando desconsoladamente. ¿Cómo podía sacudirse el polvo de aquella casa de los pies cuando sentía que ella misma se estaba desmoronando por momentos y acabaría confundiéndose entre las piedras de las paredes? Después de todo, era el único polvo que conocía.

Así pues, aquella mañana había salido a montar, no muy lejos, solo un paseo por la zona, para intentar aclarar sus pensamientos y trazar un plan.

El otro caballo volvió a relinchar y Julia relajó las riendas para que Caléndula pudiera avanzar. Levantó la cabeza bien alta y mantuvo la espalda recta; quienquiera que fuera, Julia Percy estaría preparada.

Él estaba exactamente en el mismo sitio, junto al mismo semental. Su cabello, que entonces era claro, había oscurecido varios tonos. El adolescente larguirucho era cosa del pasado: había crecido al menos una cabeza y tenía los hombros mucho más anchos. En lugar de llorar, estaba apoyado contra el tronco de un árbol. Tenía una mirada distante en los ojos y parecía a punto de sonreír.

Julia tuvo la extraña certeza de que la estaba esperando a ella y la idea no le gustó, así que detuvo su montura, lo miró directamente a los ojos e hizo la pregunta más descortés que le vino a la cabeza:

—¿No estaba muerto?

Él abrió los ojos como platos, sorprendido, y Julia constató, satisfecha, que le había borrado la suficiencia del rostro.

De pronto, fue él quien la reconoció a ella y su reacción dejó a Julia completamente desconcertada. La sonrisa desapareció de su boca y se le arrugó la piel alrededor de los ojos, de los que también había desaparecido aquella mirada distante de antes.

—Julia —dijo.

Tenía la voz diferente, más profunda, más de hombre, y también un acento extraño, más plano, como el de alguien que ha regresado a casa después de vivir en el extranjero. Y eso era exactamente lo que había pasado, había estado en España. Pero ¿había vuelto de España o de entre los muertos? Todos habían llorado su muerte y, sin embargo, allí estaba, fuerte como un roble, mirándola sorprendido mientras sus ojos cambiaban del azul grisáceo de los días de lluvia a un color más oscuro, más cálido, más inquietante. Era más un sentimiento que un color.

Julia notó que Caléndula se agitaba nerviosa bajo su peso. Estaba sujetando las riendas con demasiada fuerza mientras observaba a lord Blackdown desde lo alto. Intentó relajarse.

—Milord —le dijo, inclinando la cabeza—, bienvenido a casa.

Era Julia Percy. Al principio no la había reconocido, pero era ella. Nick sintió que se le aceleraba el pulso. La chica que tanto lo había ayudado. Dio un paso al frente con la boca abierta para decir Dios sabía qué, pero ella se le adelantó.

—¿No estaba muerto?

Se quedó petrificado por un instante, por tenerla delante y por la sorpresa ante semejante pregunta. Imposible explicarle que había regresado desde un futuro inimaginable, así que se limitó a decir su nombre.

—Julia.

Era maravilloso volver a decirlo en voz alta después de tantos años, la forma en que la lengua tocaba ligeramente el paladar, una sola vez, en medio de la palabra.

Se acercó a su caballo y le ofreció las manos para ayudarla a desmontar. Julia aceptó el ofrecimiento y saltó al suelo, ligera como una pluma. Tenía el cabello del color del licor de nueces.

—Está muy crecida —le dijo, sintiéndose ridículo al instante.

—Y usted ha vuelto de entre los muertos. Diría que tiene más cosas que explicar que yo.

—Tiene toda la razón —replicó Nick—, es toda una historia, pero antes permítame que le dé el pésame por la muerte de su abuelo. Era un buen hombre.

—Gracias, milord. Ha sido una gran pérdida. Él también lloró su muerte, ¿sabe? Como todos.

Nick giró su anillo en el dedo.

—Resulta extraño regresar y saber que la gente ha llorado tu muerte. Y no es que me queje, al contrario; es reconfortante saber que tantas personas han sentido tu pérdida. Pero lo del monumento del cementerio…

Se calló; no estaba diciendo más que tonterías.

Se hizo el silencio, a excepción del canto ensordecedor de los pájaros y de los movimientos de los caballos, que no hacían más que evidenciar que no tenía ni idea de qué decirle. ¿Qué temas de conversación eran considerados adecuados entre un hombre y una mujer joven? Se había quedado en blanco.

—Contramaestre también está vivo —dijo finalmente, y enseguida deseó poder tragarse la lengua.

—Eso parece. —Julia se volvió hacia su yegua negra—. Esta es Caléndula.

Nick acercó una mano y la yegua le olisqueó los dedos.

—Es preciosa.

El animal resopló y, clavando un casco en el suelo, giró la cabeza hacia Contramaestre.

—Es una coqueta incorregible —dijo Julia.

—Me temo que Contramaestre no es especialmente caballeroso.

Nick se sintió avergonzado por la actitud de su caballo, que seguía pastando tranquilamente sin mostrar más interés por Caléndula que un esporádico movimiento de orejas.

Caléndula levantó el morro, relinchó y pateó el suelo.

—Ya basta —le dijo Julia, y sacó una zanahoria del bolsillo—. No le gustas. A veces es mejor aceptar las decepciones de la vida desde el primer momento.

—¿Le apetece que demos un paseo a caballo, señorita Percy?

Nick se acercó a ella y cogió una de las manos enguantadas de Julia sin apenas darse cuenta de lo que estaba haciendo. Hacía tanto tiempo que no sujetaba la mano de una mujer con una capa de piel de por medio que se le había olvidado lo que se sentía, aquella extraña mezcla entre la frustración y la emoción intensa. Sin duda era de un erotismo escandaloso la forma en que se podía sentir el calor de la mano de una mujer a través de sus guantes.

—Me echarán de menos en casa. —Julia bajó la mirada hasta sus manos unidas—. Mi primo, el conde…

Su primo. Julia todavía vivía en el castillo Dar.

Nick se quedó helado.

Así que Julia era su amante. Ella era la mujer de la que hablaba la gente del pueblo, la que creían que se acostaba con su primo.

Julia le miró a los ojos y enseguida lo comprendió.

—Ah, veo que ya ha oído los rumores.

Retiró la mano de la de Nick y se apartó.

—Los he oído y no me creo una sola palabra. Nadie que la conozca se creería algo así.

Ella levantó la cabeza bien alta.

—Usted no me conoce en absoluto. Y los que difunden los rumores me conocen de toda la vida.

Pero, para él, Julia siempre había estado ahí, a su lado…

—¡Crecimos juntos!

—Apenas, milord. Usted nos evitaba, a Bella y a mí, como a la peste.

—En cualquier caso, sé que la conozco lo suficientemente bien para saber que no es su amante.

—No, no lo soy —replicó Julia, mirándolo directamente a los ojos.

Por un momento, le hizo pensar en las mujeres de la era moderna. La seguridad con que se comportaba, la forma en que lo miraba a los ojos de igual a igual, la franqueza con la que hablaba del sexo que no estaba teniendo con su primo, sin ni siquiera ruborizarse. Sin embargo, era evidente que la situación empezaba a afectar a su coraje, lo veía en la forma en que abría y cerraba la mano izquierda.

Nick levantó la mirada hacia los árboles, preguntándose qué más podía decir y saboreando el aire gélido que le llenaba los pulmones. Luego bajó de nuevo la mirada y observó a la mujer que tenía delante. Era orgullosa. Y estaba secretamente desesperada.

La última vez que se habían visto, en aquel mismo lugar, los dos aún eran unos niños. Aquel día, el más desesperado, el más pequeño de los dos, era él, y de alguna manera Julia había conseguido tranquilizarlo. Desde entonces la había llevado siempre consigo como un recuerdo borroso.

Ahora eran los ojos de Julia los que parecían sumidos en una tormenta. Necesitaba su ayuda.

—Estoy a su servicio —dijo Nick, y se inclinó en una reverencia—. Dígame cómo puedo ayudarla.

Una sonrisa iluminó el rostro de Julia y Nick se dio cuenta de que hasta entonces solo había visto una pálida sombra de la mujer que era en realidad, escondida tras su propia actitud siempre a la defensiva.

—Gracias, milord —respondió Julia con las mejillas encendidas por la emoción—. Son tiempos difíciles…

Se dejó llevar por su voz. Allí estaba de nuevo, donde nunca creyó que volvería a estar, y Julia Percy estaba viva. Estaba luchando contra las ridículas restricciones de su edad, pero sin duda era ella. Mientras hablaba, Nick contempló su rostro: la expresión alegre, los ojos y el cabello oscuros…

¡Dios! El río lo estaba arrastrando con tanta fuerza que tuvo que luchar para poder remontar las aguas. Julia seguía hablando y Nick se aferró a su voz hasta que volvió a tener sentido.

—… pero Eamon es un hombre problemático. No me permite relacionarme y hacer vida social, y no he sido capaz de convencerle de que necesito una carabina si quiero mantener mi reputación intacta.

—No lo entiendo. ¿No la deja salir? ¿Ha perdido la cabeza?

—Creo que sí.

—¿Y por qué Clare no la ha invitado a quedarse en Blackdown?

—¡Clare está en Blackdown! —Julia frunció el ceño—. Pensé que estaría en Londres con Bella y su madre.

—Las ayudó a instalarse, pero ella prefiere el campo. Está aquí desde justo después de que muriera su abuelo. Me sorprende que no haya intentado ponerse en contacto con usted.

El rostro abierto de Julia volvió a cerrar las puertas de nuevo (de un portazo).

—Oh. —Julia apoyó las manos en el lomo de su yegua—. Habrá oído los rumores. Y se los habrá creído.

—No. Estoy seguro de que no ha sido así, imposible. —Nick le cubrió las manos con las suyas—. No saque conclusiones tan rápido, Julia.

—Pues claro que se lo ha creído todo, Nick… milord —replicó ella susurrando, y Nick supo que era porque si levantaba un poco más la voz, se pondría a gritar o se le escaparían las lágrimas—. Ayer estuve en el pueblo. Vi las caras de la gente, lo que piensan de mí, de mi madre…

—¡Y qué! —exclamó Nick—. Esa gente solo necesita un hombre, una mujer y una situación mínimamente irregular para cocinar un buen escándalo. Tan pronto se mude a Blackdown, verá qué rápido cambian de opinión. En cuanto a Clare, no es tan tonta para creérselo, y si resulta que lo es, tendrá que cambiar de opinión. Sea como sea, se viene ahora mismo conmigo a Blackdown. No pienso permitir que vuelva al castillo Dar.

Nick observó maravillado que en los ojos tristes de Julia brillaba un destello de ironía.

—Así habla el gran marqués.

Recurría a la provocación desde las profundidades de su miedo. Nick sonrió.

—¿Y por qué no debería opinar el gran marqués? Para algo tenía que valer. Además, una de mis obligaciones más venerables es tratar a mis hermanas como trapos.

El brillo desapareció de los ojos de Julia.

—Le agradezco la invitación. Es usted muy amable, milord, y créame, la acepto encantada, pero ahora mismo no puedo irme con usted. A pesar de que el escándalo carece de fundamento, Eamon tiene razones para quererme encerrada en el castillo Dar. Si me voy ahora con usted, sencillamente me exigirá que vuelva.

—¿Le exigirá que vuelva? Ya es una mujer adulta. Puede hacer lo que quiera…

Incluso antes de que las palabras salieran por su boca, Nick se dio cuenta de que aquella frase solo tendría sentido tras los doscientos años de lucha que aún no habían tenido lugar.

—¿Exactamente dónde ha pasado los tres últimos años, milord? ¿En una tribu del Amazonas?

—Sinceramente, no lo sé —respondió él, y casi era verdad—. He… he tenido amnesia.

—Seguro que era un lugar muy distinto a Inglaterra.

—Lo era.

Julia lo miró a los ojos. Ella, que lo conocía desde que era un niño y ahora lo veía como un adulto. Nick no daba crédito a lo increíble que era saber que esa brecha había sido superada, que los ojos de Julia, oscuros como la tinta, descansaban por fin en los suyos, aunque fuera con aquella mirada de incredulidad.

—Pues lo mataré —dijo, y fue como si las palabras tuvieran vida propia—. Si no le permite venir a Blackdown conmigo ahora mismo, lo mataré.

Julia se echó a reír.

—Tendrá que decidirse entre las dos opciones que usted mismo me está planteando. ¡O yo hago lo que me venga en gana o usted mata a mi primo y me lleva a rastras como quien roba un saco de harina!

Julia tenía razón, hablaba como si hubiera perdido la cabeza. Tenía que recuperar el control, el suyo y el del marqués, pero no quería hacerlo. Su risa era encantadora, la misma que había oído el día antes mientras ella galopaba hacia el río. Quería besarla. Él, Nick Davenant, y él, Nicholas Falcott. Por una vez, los dos querían lo mismo.

Apartó la mano para no caer en la tentación de coger la suya y atraerla hacia su pecho.

—Entonces ¿qué propone?

Julia dirigió la mirada más allá de los campos, hacia Blackdown.

—Había planeado escaparme. Podría fingir que he huido a Londres y refugiarme en Londres.

Nick se mordió los carrillos.

—Pero eso no haría más que alimentar su mala reputación y, si le soy franco, también salpicaría la mía. —Nick sonrió—. Y ya que soy puro como la nieve e inocente como una paloma…

A Julia se le escapó una carcajada.

—Ah, pues claro que sí.

Aquella carcajada fue como si activara un resorte. Estaba perdido. La miró fijamente, como un loco. ¿Por qué no se arrodillaba allí mismo y le pedía que se casara con él? Por algo era el marqués de Blackdown, al menos en parte, y ella, la nieta de un conde. Si el Gremio no existiera, ni siquiera se lo habría pensado. Era lo que se esperaba de él. Se casaría con ella y luego vivirían felices y comerían perdices, un día tras otro.

—¿Milord?

Nick parpadeó.

—¿Ocurre algo?

—Necesito… necesito pensar —respondió, y se acercó aún más a ella—. Necesito pensar y necesito consultarlo con Clare. No huya. No haga nada. Reúnase conmigo mañana aquí mismo.

Julia abrió los ojos como platos y Nick se dio cuenta de que se había inclinado sobre ella y le estaba pidiendo que se reuniera otra vez con él, sin una carabina. ¡Por el amor de Dios, maldito siglo XIX! Todo aquello era ridículo.

—Para hacer planes —añadió, y retrocedió un par de pasos.

—Por supuesto. —Julia levantó la cabeza bien alta e intentó fingir que no había malinterpretado sus palabras—. Siempre que Clare no se oponga a que su hermano se reúna a solas con la fulana de Stoke Canon.

—Estaré aquí mañana, Julia, no tema. Ahora deje que la ayude a montar.

Al sujetarla por la cintura, sintió la deliciosa curva de su cadera y, a pesar de que el instinto le decía que atrajera aquel maravilloso trasero hacia su cuerpo, resistió la tentación y la colocó con cuidado sobre la silla, y luego se permitió posar una mano sobre su muslo, aunque solo fuera durante una fracción de segundo.

Julia lo miró fijamente desde lo alto del caballo y de repente, sin mediar más palabras, hizo girar a Caléndula y la guió hacia el sendero que se adentraba en el bosque. La yegua se abrió camino entre los árboles y desapareció entre las sombras cambiantes del bosque. Nick permaneció inmóvil, siguiéndolas con la mirada. Luego tiró de las riendas para que Contramaestre levantara la cabeza de la hierba, se montó en la silla de un salto y regresó a Blackdown al galope.