Julia se escabulló de la casa al amanecer y ensilló a su yegua, a la que hacía una semana que no veía. Caléndula relinchó al verla entrar en su casilla, le mordisqueó los dedos mientras le ponía las bridas y le ofreció el flanco cuando Julia se subió al taburete para montar. Luego recorrió todo el camino que discurría frente a la casa balanceando la cabeza arriba y abajo, y relinchando.
—¿Quieres hacer el favor de no hacer ruido? —Julia volvió la mirada hacia la casa, pero no vio la figura de Eamon, irascible y en camisón, asomado a ninguna de las ventanas de la primera planta. Se inclinó sobre el cuello de Caléndula para acariciarla, y el animal respondió relinchando de nuevo—. Yo también me alegro de verte, tonta. Ahora deja de hacer ruido.
Caléndula se tranquilizó y Julia la guió hacia el camino que se adentraba en el bosque. La mañana era fría y clara, y a lo lejos podía oírse el canto de los pájaros. El bosque nada sabía de abuelos fallecidos y primos desagradables y un poco locos. Era como si allí no pasara el tiempo. ¡El tiempo! Sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Sus poderes seguían pareciéndole irreales.
Levantó la mirada hacia las copas de los árboles y escuchó el susurro de sus hojas nuevas. Los robles eran árboles cargados de magia, todo el mundo lo sabía, aunque no mucha gente se atrevía a admitir que creía en ello. En la noche de San Juan, los hombres del pueblo se dirigían al castillo Dar a pedirle un tronco de roble al conde, que no podía negarse. Luego seguían hacia la casa Falcott y le pedían otro tronco de roble al marqués. Aquella noche, en el pueblo, se encendía una hoguera en honor del cambio de estaciones. No era más que eso, una simple hoguera, todo el mundo lo decía: una celebración de una sola noche. Pero los troncos tenían que ser de roble y muy antiguos o no servían; así lo marcaba la tradición. Era magia, o al menos lo que quedaba de ella.
Julia, en cambio, estaba convencida de que, fuera o no fuera el talismán, su habilidad para manipular el tiempo no tenía nada de mágico. Lo que era capaz de hacer, lo que su abuelo había sido capaz de hacer antes que ella (retorcer los hilos del tiempo), no le parecía sobrenatural, ni siquiera un poco extraño. Era como tocar un instrumento, un don, un talento que había que practicar para poder utilizarlo en todo su esplendor. Julia no había recibido ninguna clase de entrenamiento, porque su abuelo no sabía que poseía su misma habilidad. Él creía que Julia era un talismán, un instrumento a través del cual su propio poder se magnificaba. El conde pensaba que tenía que protegerla para que nadie pudiera utilizarla. Si hubiera sabido que ella también podía manipular el tiempo, le habría enseñado a hacerlo, a desarrollar sus habilidades al máximo. La habría entrenado para que pudiera defenderse ella sola.
A menos que… Julia consideró la posibilidad que no dejaba de rondarle por la cabeza desde el día en que había paralizado a Eamon durante la cena. A menos que su abuelo sí lo supiera y simplemente hubiera decidido guardarse sus conocimientos para sí mismo. Si eso fuera verdad, significaría que llevaba toda la vida engañándola.
Expulsó las dudas de su cabeza. No podía creer algo así, no proviniendo de su abuelo, con lo mucho que la quería.
Caléndula emergió de entre los árboles y ambas sintieron que el sol les acariciaba la piel. Yegua y amazona contemplaron los campos que rodeaban la casa Falcott, una elegante estructura palladiana que brillaba bajo el sol de primera hora de la mañana, con el río Culm discurriendo junto a los magníficos jardines de la casa. La residencia Falcott, donde tantas horas felices había pasado con Bella, su amiga de la infancia. Pero Bella se había ido a Londres y Julia no podía cabalgar hasta aquella casa vacía para pedir refugio.
Miró a su alrededor y sintió que un recuerdo la asaltaba en forma de escalofrío. Justo allí, en el límite del bosque, había visto al hermano de Bella llorando. Nicholas Falcott, el joven marqués.
Habían pasado diez años desde el día en que el séptimo marqués de Blackdown perdió la vida. Aquella tarde recibieron la noticia de que John Falcott se había roto el cuello al caer de lomos de su caballo. El abuelo había acudido enseguida a casa de sus vecinos para ofrecerles sus condolencias y la ayuda que pudieran necesitar, no sin antes ordenar a Julia que se quedara en casa.
—¡No es lugar para una niña!
Pero ella se había escapado, qué otra cosa podía hacer. Bella también era una niña y estaba en la residencia Falcott, sufriendo. Necesitaba a su mejor amiga. Julia casi podía oír que la llamaba. Así pues, salió de casa a hurtadillas y se dirigió hacia el bosque.
Cuando finalmente apareció entre los árboles, justo en aquel punto, vio al hermano mayor de Bella de pie a la sombra de los árboles. Era un muchacho larguirucho y huesudo. Tenía los brazos alrededor del cuello de su caballo y la cara apretada contra sus crines.
Julia retrocedió un par de pasos para intentar cobijarse bajo la penumbra de los árboles y regresar por donde había llegado. Sería terrible que la viera; se suponía que había ido allí para estar solo. Pero cuando el caballo sacudió las orejas y relinchó, el hermano de Bella también levantó la cabeza y Julia ya no pudo esconderse. Así pues, dio un paso adelante y dejó que el sol cayera sobre ella. Él la miró fijamente, sin que le importara tener las mejillas empapadas de lágrimas. Julia le sonrió, hizo lo primero que le vino a la cabeza. Intercambiaron algunas palabras. Ella le dio el pésame por la muerte de su padre. Él respondió que le agradecía su simpatía.
Luego montó en su caballo y se alejó en dirección al río, y Julia regresó al castillo Dar.
Ahora aquel joven larguirucho y desgarbado llevaba tres años muerto. Sus huesos se habían quedado en España y en el cementerio de Stoke Canon había una estatua en su honor, junto a la de su padre.
Julia dirigió la mirada a través de los campos hacia Blackdown. Podía ver el humo que salía por las chimeneas de la casa; los Falcott no estaban, así que seguramente eran los sirvientes intentando combatir el frío. Con los años, se habían convertido en una familia triste, sobre todo desde que el marqués había pasado a mejor vida. Cuando eran pequeñas, Bella solía contarle las hazañas de su hermano, primero en Oxford y más tarde en Londres. Después el joven se alistó en el ejército y Bella le enseñaba las cartas que les enviaba desde España, repletas de detalles y descripciones de los campos. Le gustaba escribir sobre las cacerías de conejos, sobre cómo él y sus amigos recorrían los páramos con jaurías de galgos españoles y luego cenaban estofado de conejo bajo la luz de la luna y las estrellas. Se autoproclamaba ferviente defensor del galgo como perro de caza, aunque no estaba seguro de que pudiera funcionar tan bien con el zorro. Escribía sobre lord Arthur Wellesley y sobre la dureza de acampar en pleno invierno, pero nunca había ni una sola descripción de la batalla, lo cual a Bella le resultaba sumamente frustrante, puesto que ella se moría por saber los detalles más escabrosos.
Y un buen día las cartas dejaron de llegar.
Julia suspiró y acarició el cuello de Caléndula.
—¿Te apetece correr? —le susurró al oído.
Caléndula levantó la cabeza y Julia puso al animal primero a un trote rápido y luego al galope. La yegua celebró el cambio con un relincho agudo y estridente, y se lanzó colina abajo, cubriendo la distancia con zancadas largas y poderosas. Julia se echó a reír y se relajó con el ritmo constante del galope.
Nick se despertó antes que el resto de la familia e inmediatamente recordó dónde se encontraba. Estaba de nuevo en casa. Apartó las sábanas de lino a un lado. ¿Cómo había podido olvidar aquella sensación, aquel peso tan agradable? Nunca más volvería a utilizar sábanas de algodón. Cuando regresara al futuro, se encargaría de encontrar un par de juegos como aquel, con su tejido grueso y maravilloso. Si regresaba, claro.
Apoyó los pies en el suelo y miró por la ventana del dormitorio hacia el río que discurría más allá de los jardines cubiertos de niebla; su cauce tranquilo reflejaba la luz plateada que anunciaba la llegada del amanecer.
Arkady tenía razón: era agradable volver a ser el marqués, y también muy curioso; aquella mañana apenas recordaba cómo se había sentido unas semanas antes, doscientos años hacia el futuro, ni sus sospechas sobre el Gremio o el enfado por tener que viajar al pasado. Ni siquiera recordaba cómo se había sentido el día anterior, mientras hablaba con Clare. La vehemencia con que había rechazado el título, el deseo de renunciar a él. Tenía que ser una especie de versión del mal del buceo por haber entrado demasiado deprisa en el pasado. Sus emociones se mezclaban en un batiburrillo indescifrable. Por suerte, ya se encontraba mejor. ¿Y si la misión consistía en espiar a alguien, o incluso en matar? ¿Qué pasaría con Jem Jemison, el nuevo administrador nombrado por su hermana? Ya se las arreglaría. Al fin y al cabo, era un Blackdown, había vuelto y aquello era su casa. Se desperezó y sintió el calor que se extendía por sus extremidades.
Arkady apareció por la puerta de su dormitorio justo cuando Nick pasaba por delante de camino al desayuno.
—Hoy empezamos a investigar —le dijo—. Tienes que quitarte a tu hermana de encima.
Nick miró al ruso de arriba abajo. El camisón que le habían prestado apenas le llegaba a las rodillas y las mangas se quedaban a medio camino de las muñecas.
—Pareces una niña a la que se le ha quedado pequeño el mandil, Arkady.
—Bah. La ropa de dormir de esta época es, cuanto menos, indigna.
—Totalmente de acuerdo. Te recomiendo que te vistas antes de abandonar tu guarida. —Nick tiró de los puños de su camisa—. En cuanto a tus planes, siento decepcionarte. Acabo de reunirme con mi hermana, el aire huele de maravilla por primera vez en doscientos años y tengo la intención de olvidarme de tu existencia al menos durante unos cuantos días. Hoy voy a inspeccionar la propiedad y si en algún momento me parece verte el pelo, ten por seguro que te cortaré la cabellera. ¿Qué día es hoy? ¿Lunes? No quiero pensar en el Gremio ni en los ofan hasta el viernes. Ah, conde Lebedev, y el viernes nos vamos a Londres. —Levantó una mano para acallar las protestas de Arkady—. No puedes traerme de vuelta y esperar que no me preocupe por mi familia. Mi hermana pequeña está disfrutando de su primera temporada en Londres y mi madre se encuentra con ella. Iremos a Londres y nos uniremos a ellas. Dijiste que los ofan también operan en Londres; empezaremos por allí y luego terminaremos el trabajo en Devon. ¿Entendido?
—Veo que te has acostumbrado rápido a la arrogancia aristocrática, Blackdown.
—Fuiste tú quien dijo que la disfrutaría.
Arkady lo miró fijamente durante un instante y luego le dio una palmada en la espalda.
—Cierto, eso dije. Y me alegro de tener razón. Hasta cierto punto. Disfruta de tu libertad. Londres será un buen lugar por el que comenzar. En cuanto a mí, tranquilo, que no te molestaré. Saldré a cazar ofan. Quizá disfrute de la compañía de tu adorable hermana.
Antes de que se diera cuenta de lo que estaba haciendo, Nick cogió a Arkady por la pechera del fino camisón de algodón y tiró de él hasta que sus rostros estuvieron a escasos centímetros el uno del otro.
—Si no supiera la devoción que sientes por Alice, Arkady, te retaría en duelo por lo que acabas de decir.
El ruso levantó las cejas y bajó la mirada hasta los puños cerrados de Nick.
—Mi viejo amigo Nick Davenant era un tipo despreocupado —dijo con la voz un tanto alterada—, pero veo que lord Blackdown tiene genio.
Nick soltó el camisón y dio un paso atrás.
—Te pido disculpas —se excusó—, pero…
—¿Pero?
Arkady se recolocó el camisón con el mismo cuidado que si fuera una chaqueta de las más caras.
—Mi hermana no es una mujer moderna.
—¿Y tú? Tú eres un hombre moderno, Nick Davenant.
—¿Lo soy? Yo no estoy tan seguro de eso.
—Si coqueteo con tu hermana, ¿qué vas a hacer?
—Te azotaré con un látigo.
—Ah. —Arkady se inclinó en una reverencia—. Ya podemos decir que nos hemos amenazado mutuamente por culpa de una mujer, milord.
—¿De veras?
—Sí. —La sonrisa de Arkady desprendía una nota de tristeza—. ¿Recuerdas cuando flirteaste con mi mujer? Te dije que te mataría. Era broma, pero tú… lo del látigo lo dices en serio. No importa. Ahora somos amigos de verdad. Ven aquí. —El ruso le propinó un fuerte abrazo y luego le plantó sendos besos en las mejillas—. Mi hermano.
Y sin más explicaciones, entró de nuevo en su dormitorio y cerró la puerta.
Nick se quedó mirando la puerta cerrada mientras flexionaba los dedos de las manos. El marqués estaba triunfante y tenía motivos para estarlo: Nick había vuelto a ser el marqués desde el mismo momento en que se había despertado aquella mañana. Tal vez era mejor así. Hacía apenas un mes, era un neoyorquino con casa en Vermont, un casanova del siglo XXI sin responsabilidades más allá de ocuparse de su propio placer. Ahora, en cambio, era un aristócrata de la época georgiana, señor de una vasta hacienda. Sus preocupaciones incluían arrendatarios, ciclos agrícolas, inversiones, hermanas virginales y nobles rusos obsesionados con el sexo. Quizá para enfrentarse a los problemas del siglo XIX necesitaba sentimientos propios del siglo XIX. No podía renunciar a su título, ni legal ni emocionalmente. Pues que así fuera. Ya tendría tiempo de volver a ser Nick Davenant cuando regresara al siglo XXI.
Puede que antes encontrase la forma de quedarse en el pasado. Arkady le había dicho que el Gremio lo llevaría de vuelta al futuro aunque fuera a rastras, pero las reglas del Gremio parecían flexibles. Quizá podría ser el marqués siempre.
Media hora más tarde, Nick estaba de pie en la escalera de entrada a la casa con la barriga llena de jamón y de huevos de su propia granja. Llevaba una bolsa con comida robada de la cocina y unos pantalones de ante, nuevos y un poco rígidos, que le proporcionaban un calor muy agradable en las piernas. Los dedos de los pies descansaban en el interior de unas viejas botas de montar hechas a medida. Había cogido su escopeta favorita por si encontraba alguna pieza que cazar por el camino. Su intención era dar un largo paseo por los límites de la propiedad, saludar a los arrendatarios que aún quedaran y, quizá también, pasar por el pueblo para presentarle sus respetos al cura.
—Milord.
La voz sonó detrás de él. Era una voz del norte, la de Jem Jemison. Nick se dio la vuelta y allí estaba.
Iba vestido de civil, no de soldado, pero aun así a Nick le sorprendió el cambio, seguramente porque se lo había imaginado ataviado con el uniforme del regimiento, polvoriento y gastado por el sol. Lo único que le quedaba escarlata era la zona de las axilas y bajo las tiras blancas que les cruzaban el pecho. Una X haciendo las veces de diana.
—Jemison.
Nick le ofreció la mano.
Cabello castaño y ojos negros como los de los españoles. Solía ser motivo de burla entre sus compañeros, pero Jemison era inmune a las pullas. Nick lo recordaba sentado al calor de la hoguera, rodeado de hombres que no dejaban de hacerse bromas crueles los unos a los otros, siempre entre risas. Recordaba su cara delgada y siempre alerta iluminada por la luz tenue de las llamas, como la del zorro cuando se da la vuelta y ve la manada de perros que lo persiguen de cerca.
Jemison encajó la mano en la de Nick y fue entonces cuando este se dio cuenta: él era marqués y Jemison un simple plebeyo. Rápidamente, apartó la mano y lo saludó con la cabeza.
Jemison frunció la boca. ¿Aquello era una sonrisa reprimida? Pero entonces se inclinó en una reverencia.
—Bienvenido de vuelta a casa, milord.
—Gracias.
Nick lo miró de arriba abajo. El último hombre que había visto antes de saltar. Bueno, el penúltimo. Nick estaba seguro de haber visto al francés, la mirada asesina en sus ojos.
—Lo maté —dijo Jemison.
Nick parpadeó confuso.
—¿Perdón?
—¿Por qué?
Jemison parecía contrariado.
—Quería decir que qué ha dicho.
—Al dragón. Lo maté.
—Entiendo. Gracias… supongo.
—No tiene por qué dármelas. No le salvé la vida.
—No, por supuesto que no.
Deberle la vida a otro hombre era una deuda demasiado importante que Jemison no le estaba reclamando. Sin embargo, se llevaba algo entre manos.
—Se cayó, ¿sabe? Después de que usted desapareciera —explicó Jemison, imperturbable—. Se lanzó sobre usted y, al no encontrar resistencia, tropezó y cayó al suelo. Le aplasté el cráneo con la culata del rifle.
Nick asintió sin apartar los ojos de él. Tras aquella descripción descarnada de la muerte de un hombre se ocultaba lo que en realidad Jemison intentaba decirle: le había visto desaparecer y no tenía intención de fingir lo contrario.
—¿Fue usted quien se dedicó a hablar de mi desaparición?
—Fue Peel. Todo el mundo pensó que estaba loco.
—Y entiendo que usted no corroboró su historia.
—Prefiero ocuparme de mis asuntos.
—¿Qué ha sido de Peel?
—Murió de unas fiebres.
Nick apoyó el peso del cuerpo sobre los talones y levantó la mirada hacia el cielo.
—Me está diciendo que usted es la única persona con vida que vio lo que sucedió. Peel y el francés están muertos.
Jemison se encogió de hombros.
—No le estoy diciendo nada.
No se lo cuentes a nadie. La tercera regla del Gremio. Y, sin embargo, allí estaba aquel hombre, aquel enigmático Natural del norte que había luchado a su lado en Badajoz. Nick hizo una mueca mientras recordaba una escena que había sucedido en el tercer día del saqueo. Jemison y él habían subido a la muralla de la ciudad; abajo, en la plaza, dos soldados de su regimiento acababan de sacar a rastras a una joven de su escondite y estaban llamando a sus camaradas, que descansaban, borrachos como cubas, a la sombra del patíbulo que Wellington había mandado levantar para intentar asustar a sus hombres y acabar con la locura que se estaba viviendo allí. Hasta ese momento, las amenazas no habían servido de nada. Jemison se volvió hacia Nick, con los ojos llenos de astucia, y le dijo, como quien habla del tiempo: «Apuesto cinco guineas a que podemos derribarlos desde aquí de un tiro sin hacerle un solo rasguño a la mujer».
Aquellos mismos ojos negros eran los que ahora lo observaban fijamente con la misma mirada de entonces. Nick oyó su propia voz como si llegara a sus oídos desde algún lugar lejano.
—Cuando desaparecí…
—Milord. —Jemison levantó una mano larga y estrecha, y Nick cerró la boca—. No intento decirle nada. Y usted tampoco debería decirme nada a mí.
Nick arqueó las cejas. Debía reconocer que era valiente.
Jemison asintió una única vez, como si pudiera leerle la mente. A continuación, se inclinó en una reverencia, dio media vuelta y se alejó atravesando el césped.
Nick avanzaba siguiendo la línea de los árboles que delimitaban las tierras de Darchester. Aún era temprano; el rocío brillaba sobre las briznas de hierba y el cielo estaba despejado. Sin embargo, la agradable caminata que había planeado había terminado convirtiéndose en una penitencia. Maldita fuera, ¿por qué había tenido que encontrarse precisamente con Jem Jemison? No era que le desagradara él como persona, pero se trataba del único que conocía su secreto. Había estado en Badajoz y más tarde lo había visto desaparecer en Salamanca. Sí, estaba en deuda con él, sin duda, aunque no porque le hubiera salvado la vida. La suya era una deuda singular, mucho más poderosa que el vínculo más potente que pudiera existir entre dos personas. Jemison le había protegido de sí mismo, había contenido la necesidad de compartir lo que le había sucedido con él. Sin secretos, sin promesas, sin compromisos. Sin retorno.
Caminaba con la mirada fija en el suelo, en la tierna y verde hierba inglesa que las ovejas se ocupaban de mantener bien corta y que tan diferente era de la americana, mucho más gruesa y de un verde azulado. Nick había creído que nunca volvería a sentirla: esa forma tan particular de hundirse bajo los pies, dándote la bienvenida, para luego levantarse de nuevo bajo los talones y empujarte hacia delante.
En todos los años que había pasado en Estados Unidos, apenas había experimentado un solo sentimiento complicado; veinticuatro horas en casa y ya nada le parecía sencillo. El marqués estaba intentando controlarlo todo. Clare, que se disponía a vender Blackdown en solo unos días, de repente se veía desposeída de cualquier derecho por su regreso. Y Jemison. Aquella mano levantada, rechazando la historia de Nick. Aquel gesto con la cabeza, y la forma en que había dado media vuelta y se había alejado, como si la tierra sobre la que caminaba con tanta ligereza le perteneciera.
De pronto, un sonido le hizo levantar la cabeza. Un caballo acababa de asomar la cabeza por el pequeño sendero que se abría entre los árboles, un poco más adelante. Al principio solo pudo verle la cabeza, pero luego el animal avanzó con delicadeza hacia la luz del sol y Nick pudo ver a quien lo montaba.
Gracias a Dios. Una mujer. Algo con lo que distraerse de sí mismo.
Vestía un traje de montar completamente negro, a excepción de un toque blanco en el cuello. El sol de primera hora de la mañana brillaba justo detrás de ella, por lo que no podía verle la cara ni determinar el color de su cabello, que llevaba recogido y sujeto con una redecilla. Estaba mirando en dirección contraria a él, por la pendiente de la colina hacia la casa Falcott, y Nick pudo distinguir las líneas puras de las mejillas, el cuello y el pecho. Lo demás estaba disimulado bajo la falda.
La joven misteriosa sujetaba las riendas del caballo con una mano enguantada. La yegua agitó la cabeza, pero ella no movió la otra del pomo de la silla. Nick sintió un repentino placer erótico: aquella mano tan pequeña en comparación con el poderoso animal. Resultaba evidente que la joven confiaba en el caballo y en su propio dominio sobre él. Nick había pasado los últimos diez años de su vida en la república de los vaqueros ajustados y los biquinis, y había acabado gustándole como al que más, pero aquello tampoco estaba nada mal. Dio un paso al frente con la intención de presentarse, pero la chica, que no se había percatado de su presencia, agitó las riendas del animal y se alejó al galope en dirección al río.
La yegua relinchó una vez, como si celebrara la emoción que le producía la velocidad, y Nick oyó que la amazona respondía con una risa clara y cristalina. Se quedó allí plantado, con las manos en las caderas, siguiéndolas con la mirada. Las hermosas patas traseras de la yegua se movían a una velocidad de vértigo y los cascos levantaban trozos de tierra a su paso. La mujer se mantenía sobre el animal como una reina, elevando ligeramente su hermoso trasero (del que ahora Nick tenía una panorámica mejor) al ritmo de las zancadas de la yegua. ¿Volvería en aquella misma dirección? Nick vio que yegua y amazona se iban haciendo cada vez más pequeñas hasta llegar junto al río. Allí aminoraron la marcha y continuaron avanzando en paralelo a las aguas hacia la línea de árboles, donde se abría un camino que llegaba hasta el pueblo, siempre siguiendo el curso del río. Aún podían volver por donde habían llegado, así que Nick esperó, pero la desconocida y su caballo desaparecieron entre los árboles. No importaba. Aquel era, claramente, el paseo de la mañana.
Estaría allí al día siguiente, quizá también montado a lomos de un caballo. No le apetecía demasiado pasar por el proceso de acostumbrarse de nuevo a la silla. No quería pensar en el intenso dolor que le esperaba a su querido trasero.