Arkady despertó a Nick una hora antes de que saliera el sol. Se puso quisquilloso como un ayuda de cámara con el vestuario de Nick, y luego nervioso como una adolescente con el suyo, pero al final, cuando las primeras luces teñidas de gris se filtraron a través de las ventanas, estaban listos y arreglados, con su ropa interior y sus botas de piel, sus chaquetas ajustadas y sus pañuelos almidonados al cuello. Con mucha cautela, asomaron por la puerta las cabezas, cubiertas por sendos sombreros de castor, y luego salieron al exterior como dos pavos reales nerviosos. Estaban completamente solos.
—Vamos hacia aquella curva del camino —dijo Arkady—. Cuando nos hayamos alejado lo suficiente de la casa, saltaremos y volveremos andando. Como si viniéramos de la carretera principal.
—No tiene sentido —protestó Nick—. Deberíamos llegar en un carruaje, o al menos en un faetón.
—Diremos que nos ha traído un amigo que iba de paso.
—¿Sin equipaje?
—Nos han robado.
—Mi familia no es tonta.
—Tu familia estará encantada de volver a verte. No se les ocurrirá hacer preguntas. ¿Y la verdad? Es tan extraña que nunca la adivinarán. Créeme, lo he hecho un montón de veces.
—Y aun así no inspiras ni un ápice de confianza, Arkady.
El ruso se quitó una mota de polvo de la manga y levantó la nariz. Con cada paso que daba, era como si se olvidara del siglo XXI a marchas forzadas. Su aspecto se correspondía con el del conde ruso, elegante y un tanto salvaje, que en realidad era. Resultaba impresionante. Nick intentó estar a la altura de su amigo y rescató sus andares propios del siglo XIX, mucho más rígidos.
—Arkady —dijo Nick, tras un minuto de silencio.
—Mmm.
—No me abandonarás allí… aquí, ¿verdad?
Arkady miró a Nick de reojo, se detuvo y le puso una mano en el hombro.
—Somos amigos, Blackdown. Sé que te resulta frustrante que no te haya enseñado a saltar ni a detener el tiempo. Solo te he explicado las bases del juego para que luego puedas reconocerlas. Créeme, hay una razón de peso por la que es mejor que no aprendas a usar esas habilidades. Es muy peligroso. Los ofan pueden percibir la manipulación del tiempo como lo hacemos nosotros. Si se dieran cuenta de que estás retrocediendo en el tiempo, sabrían que formas parte del Gremio. Necesitamos que estés limpio, listo para infiltrarte, que puedas acercarte a ellos y conseguir información desde dentro.
—Y ¿cómo se supone que voy a hacer eso?
Arkady sonrió.
—Tendrás que utilizar tu… ¿Cómo se dice? ¿Encanto? Eso, tu encanto personal, el mismo que hace que seas tan bueno en lo que haces.
—¿Lo que hago? —Nick apartó el hombro de la mano de Arkady—. No sé de qué me estás hablando. Deambulo por Nueva York seduciendo mujeres y comiendo en restaurantes caros. Ayudo a algunos granjeros en Vermont. En general, me lo paso bien.
—De acuerdo, pero incluso esas pequeñas cosas, esas acciones un tanto descuidadas que a ti te parecen insignificantes, las haces con tu encanto personal.
—No soy descuidado. Me esfuerzo mucho para pasármelo bien.
Arkady soltó una carcajada.
—Sí, sí, seguro que te esfuerzas mucho. Pero ¿sabes qué? Nosotros necesitamos mucho más que eso. Cualquiera puede trabajar duro. En 1815 eres lord Blackdown, un héroe de guerra, un marqués rico y dotado de un encanto especial. Y encima la casa Falcott es tuya. Eres perfecto para nuestros planes, el único que puede llevarlos a término.
—¿Qué tiene que ver la casa con todo esto?
La expresión del rostro de Arkady se endureció.
—Algo está pasando cerca de la casa Falcott y también en Londres. En Devon necesitamos que seas el marqués que ha reaparecido por arte de magia, pero siempre alerta: ¿qué están haciendo los ofan aquí? En Londres tu misión será incluso más importante. Tendrás que ser realmente encantador con los ofan, lograr que te quieran entre sus filas. Tienes que conseguir unirte a ellos.
—Creía que queríais que luchara contra ellos.
—Luchar, espiar, es todo lo mismo. Tú no te preocupes. Yo siempre estaré cerca de ti interpretando mi papel; y cuando todo esto termine, seré yo quien te traiga de regreso a este siglo.
—¿Y si no quiero volver?
—Debes volver. —La voz de Arkady estaba teñida de remordimiento—. No tienes otra elección. El Gremio no permite que nadie se quede en el pasado, ni siquiera aunque mueras. Si eso pasara, yo traería tu cuerpo de vuelta al siglo XXI. Como en esa película, la has visto, ¿verdad? Pasa durante la Primera Guerra Mundial. Un soldado se adentra en tierra de nadie para recuperar el cuerpo destrozado de su amigo. La música sube y los disparos arrecian, pero él sigue adelante en busca de su amigo…
Nick levantó una mano.
—No la he visto.
—Pero si aún no te he dicho el título.
—Da igual. No me gustan las películas bélicas. —La voz de Nick sonaba un tanto brusca—. Tienes permiso para abandonar mi cadáver en tierra de nadie, Arkady. Por favor.
El ruso se encogió de hombros.
—Nunca. ¡Soy tu hermano! Pero lo importante no es la puñetera película, sino que, cuando todo esto termine, volverás.
—Vivo o muerto.
—Sí.
Nick se estremeció en su rígida vestimenta y pensó en el cuerpo cálido y lleno de vida que se escondía debajo: lleno de cicatrices, sí, pero fuerte y todavía bastante joven. No quería sacrificar su vida por la causa de Arkady. Había viajado doscientos años hacia el futuro para no morir por la causa inglesa. «Cobardía», «traición», palabras que utilizaba para fustigarse a sí mismo. ¿También era cobardía lo que sentía ahora? ¿Por eso se resistía a seguir a Arkady por el Río del Tiempo, a involucrarse en la guerra contra los ofan? Nick apartó la idea de su mente. No era el momento de recordar ni de dudar de uno mismo. Estaba a punto de dejarse caer al fondo de un abismo de siglos de profundidad. Estaba a punto de volver a casa.
Siguieron la curva del camino hasta perder de vista la casa. Arkady se detuvo y miró a su alrededor.
—Detrás de ese árbol —dijo—. En tu época, ¿hay algo por allí, una casa o algo desde donde puedan vernos?
—Seguramente habrá gente por aquí cortando la hierba, cuidando las ovejas, paseando o montando a caballo.
—Mmm. En ese caso, quizá será mejor que saltemos a la noche.
—Sí, mejor, pero no muy tarde. No quiero despertar a mi madre. —Nick se echó a reír—. Nunca pensé que volvería a decir esa frase.
—Estás a punto de decir muchas cosas que nunca creíste que volverías a decir. No solo decir, sino también hacer.
Nick no respondió. Estaba pensando en los ojos oscuros, intentando mantener la calma.
—Venga, va —dijo Arkady, y salió del camino, con cuidado de no mancharse de barro las botas, negras y brillantes—; ¿estás listo? —Estiró las manos y se las ofreció—. Cógete con fuerza.
Nick sujetó las manos del ruso.
—¿Qué se supone que debo hacer? ¿Estirarme y pensar en Inglaterra?
—No tienes que hacer nada —respondió Arkady, que no había entendido la broma—. Yo me ocupo de pensar en Inglaterra. En tu mente consciente, no sabes cómo saltar, pero sí en tu interior, en tu corazón. No podría tocarle el hombro a un Natural y arrastrarlo conmigo a través de la historia, pero a ti sí. Tú ya eres un viajero del tiempo.
—Está bien —dijo Nick, un tanto inseguro.
—Mi querido monaguillo, tienes que confiar en mí. —La sonrisa de Arkady pretendía infundir confianza, pero era demasiado amplia; con el cabello blanco y alborotado asomando bajo el sombrero de castor, parecía un poco alterado, como Christopher Lloyd en Regreso al futuro, una película que Nick había dejado de alquilar cuando la chica del videoclub empezó a llamarle Marty McFly—. Cuando intente contactar con el pasado, lo haré con el corazón, lo sentiré en el corazón, y cuando lo encuentre, me dejaré llevar por la corriente. Tú también lo sentirás a través de mis manos. Tu corazón se abrirá a esa sensación. Será como si nos arrastrara la corriente. ¿Lo entiendes?
Nick asintió, aunque lo más probable era que ambos hubieran perdido la cabeza: dos adultos disfrazados de señor Darcy, cogiéndose de la mano detrás de un árbol e intentando viajar al pasado guiándose por los impulsos de su corazón. Una locura.
—Amigo mío, cierra los ojos. Eso es, así.
De pronto, Julia Percy apareció tras sus párpados, como si estuviera esperándole. Más cerca de lo habitual, saliendo de entre los árboles con su vestido amarillo… Nick sintió un pequeño tirón y luego otro más violento, esta vez hacia atrás. Por un momento creyó que el estómago le atravesaría la columna. Abrió la boca para respirar y descubrió que no podía. Solo el contacto con las manos de Arkady y la imagen de los ojos de Julia evitaron que se pusiera a gritar. Y entonces, de repente, tan repentinamente como había empezado, se acabó. Antes de abrir los ojos, cogió aire, y ya no pudo contener las lágrimas. El aire era dulce, más dulce que cualquier aire que hubiera respirado en los últimos diez años, y olía tanto a su casa que sintió que se le doblaban las rodillas.
—Maldita sea. —Arkady lo obligó a levantarse del suelo—. ¿Es que quieres destrozarte los pantalones? Haz el favor de tranquilizarte. —Lo cogió por los hombros y lo zarandeó—. ¡Ahora mismo!
Nick respiró de manera entrecortada y abrió los ojos a una noche tan sumamente oscura que apenas podía ver a Arkady, de pie a su lado. Estiró una mano para apoyarse en el tronco del árbol, pero solo encontró vacío y a punto estuvo de caer de bruces al suelo; el tronco del árbol era mucho más pequeño. Ya no era invierno; las hojas del árbol, todas nuevas, se mecían al compás de una suave brisa. Olía a tierra removida, y a hierba recién cortada y a madera quemada… Respiró profundamente varias veces seguidas.
Esta vez la voz de Arkady sonó mucho más amable.
—¿Te encuentras bien?
Nick asintió.
—Sí, lo siento. Ha sido la impresión.
—Debo admitir que lo has hecho mejor que la mayoría. —El ruso permitió que una nota de orgullo tiñera su voz—. De hecho, has sido el mejor. La mayoría de la gente se derrumba; menos yo, claro. La primera vez que viajé al pasado ni me inmuté. Podría haberme sentado a cenar sin ningún problema.
Nick no estaba prestando atención a las fanfarronerías de Arkady, y era porque le había parecido ver luz de velas a través de las sombras. La casa Falcott, donde sus hermanas y su madre seguramente estarían a punto de sentarse a cenar…
De repente, no pudo aguantarse más y echó a correr.
—¡Espera! —Oyó el sonido de las botas de Arkady corriendo detrás de él—. ¿Es que quieres romperte una pierna?
Le daba igual. El aire, limpio y denso, le llenó los pulmones mientras corría. La gravilla del camino de entrada a la casa salía volando detrás de sus talones. Subió la escalera de piedra de un salto y llamó a la puerta.
—¡Madre! ¡Clare! ¡Arabella!
La puerta se abrió y al otro lado apareció el rostro sorprendido del mayordomo.
Nick entró sin esperar una invitación, pasando el brazo alrededor de los hombros del mayordomo.
—Winthrop, viejo depravado. ¿Dónde está mi madre?
Una hora más tarde, la casa ya había recuperado parte de su cordura habitual. Resultó que su madre y Arabella estaban pasando la temporada en Londres, pero Clare se había lanzado a los brazos de su hermano y no se había movido de allí en los siguientes quince minutos, llorando y riendo y acariciándolo y llamándolo por todos los motes que utilizaban cuando eran niños, mientras los sirvientes se acercaban desde todos los rincones de la casa para darle la bienvenida por su regreso. Arkady se había mantenido al margen en todo momento, en silencio, observando. Ahora se dirigía hacia una habitación de invitados. Habían sido víctimas de un robo, explicó. ¿Sería posible coger prestadas algunas cosas del armario de lord Blackdown? ¿O lo habían tirado todo?
La madre de Nick no había vaciado su dormitorio tras la «muerte» de su hijo; la ropa seguía como él la había dejado antes de partir hacia la guerra.
—Asegúrese de coger lo mejor —dijo Clare, mirando a su hermano por encima del hombro con una sonrisa en los labios, mientras Arkady se inclinaba sobre su mano.
—Haré todo lo que esté en mi mano para satisfacerla, milady —replicó el ruso, tras incorporarse, aún con la mano de Clare en la suya.
Nick tuvo una intensa sensación de ira al verlos coquetear y frunció el ceño, más por su propia reacción que por lo que la provocaba. Le pareció una emoción tan… antigua.
Arkady se dirigió hacia los aposentos de Nick para saquearle el armario y Clare se cogió al brazo de su hermano.
—Te quiero para mí al menos durante las próximas tres horas —le dijo—. Quiero que me cuentes todas tus aventuras.
—Y yo quiero saber de las tuyas.
—Dos segundos serán más que suficientes —bromeó su hermana—. En invierno, me quedo en casa sin hacer nada, y en verano tampoco hago nada, pero esta vez al aire libre. Esas son todas mis aventuras.
—No me lo creo.
Clare sonrió.
—Y haces bien. En realidad, trabajo muy duro. ¿Te apetece un coñac o una taza de té?
En cuestión de minutos, Nick se encontró sentado junto a su hermana mayor en el delicado sofá de la salita azul de la casa.
—Seguro que en España no pudiste tomar ni un solo té decente —dijo Clare, con las tenacillas en la mano a punto para echar un terrón en la taza de su hermano.
Nick levantó una mano.
—Sin azúcar, por favor.
Clare levantó la mirada.
—Tus gustos han cambiado.
—Han cambiado muchas cosas desde que partí hacia España.
—Cinco años son muchos —dijo ella—, aunque la guerra te ha envejecido, hermano. —Frunció los labios mientras lo miraba con aquella expresión tan suya que Nick había olvidado, y luego le dio su taza, sin apartar los ojos de la cicatriz que le partía la ceja—. Debe de haber sido horrible. La guerra, quiero decir. Y también perder la memoria.
—Lo ha sido.
Clare removió el azúcar en su taza de té.
—Lloramos tu muerte, hermano, no imaginas cuánto. Hay un monumento en tu honor en el cementerio de Stoke Canon.
—Habrá que derribarlo.
A Nick le sorprendió la decisión que transmitía su voz. Y no haría falta derribarlo, porque en cuanto completara su misión, volvería a desaparecer y les rompería de nuevo el corazón.
—Sí, mañana mismo. —Clare sonrió—. Lo reduciremos a escombros, tú y yo.
—Si quieres, puedes guardar un trocito en un medallón para no olvidar nunca cómo vencí a la muerte.
—¡Cuánta arrogancia! Como si pensara llevarlo encima como si fuera un fragmento de la cruz.
—No veo por qué no habrías de hacerlo.
La sonrisa de Clare se transformó en una carcajada.
—Tenemos que informar a madre de tu regreso.
—Enviaré a alguien por la mañana.
—Sí… —Clare guardó silencio, pero Nick conocía a su hermana y supo que ya había ideado un plan—. Sin embargo, sería una lástima arruinar la temporada de Bella, ¿no crees?
Nick se encogió de hombros.
—Créeme, lo sería, aunque tú, como hombre que eres, seas incapaz de verlo. Si madre supiera que estás aquí, metería a Bella en el carruaje en menos de una hora y mataría tres relevos de caballos para poder verte cuanto antes. Será mejor informarle de que, para cuando esté leyendo nuestra carta, nosotros ya estaremos de camino para reunirnos con ella. Necesitaré unos días, quizá cuatro, para preparar la casa, y a mí misma, para un viaje a Londres. ¿Crees que el conde Lebedev se sentirá decepcionado por tener que dar la vuelta y regresar tan pronto a Londres?
Nick se recolocó los puños de la camisa.
—Lebedev hará lo que se le diga.
—Ah, ¿de verdad, hermano?
—Sí, de verdad.
Clare le sonrió por encima del borde de su taza. La había echado de menos y hasta ahora no se daba cuenta de cuánto.
—Clare.
—¿Te parece que estoy más ajada?
Lo dijo sin darle mayor importancia, pero Nick sabía que para ella era una pregunta importante. Tenía veintinueve años. Aún era joven, al menos según los parámetros del siglo XXI, pero ahora se consideraba que ya había superado con creces la juventud. Llevaba su hermosa cabellera recogida bajo una cofia de encaje blanco: su hermana era, oficialmente, una solterona.
—¿Desde cuándo llevas cofia?
Clare tomó un delicado sorbo de su taza.
—Desde el año pasado.
Nick permaneció en silencio, sin saber qué decir. ¿Su antiguo yo también se habría quedado callado? Clare le confirmó que sí.
—Ya sé lo que estás pensando, Nick, y te aseguro que no quiero saber nada al respecto.
Él asintió.
—Sobre si te veo más vieja o no —dijo él—, siempre pienso en ti como la cría que me arrastraba en todas sus fechorías.
—¿La cría?
—Lo siento —se disculpó Nick, consciente de su primer desliz—. Un crío es… la palabra con la que los soldados se refieren a los niños. Lo que quería decir es que, cuando te miro, veo a la niña pequeña con la que crecí.
—Eres muy amable, hermano, pero sé la edad que tengo. Y ya no tengo esperanzas de encontrar marido. —Lo miró fijamente—. Al menos me queda el consuelo de que mi hermano menor aparenta más edad que yo.
Nick sabía que su rostro revelaba su propia historia. Cuando partió hacia la guerra, era tres años menor que ella; ahora, en cambio, le sacaba cuatro.
—La cicatriz, ¿cómo te la hiciste?
—¿Esto?
Se acarició la ceja; las murallas de Badajoz aún estaban muy presentes en su memoria.
—Sí.
—Una discusión en una cantina.
Clare frunció el ceño pero no dijo nada.
—Creo que eres hermosa —le dijo Nick a su hermana, para romper el silencio y porque además era verdad.
—Gracias. Ya debería saber que, cuando se pide un cumplido, la respuesta suele sonar un tanto forzada.
—Antes no eras tan insegura.
—Tu muerte lo cambió todo. Hace tres años que no sabemos qué es la felicidad.
Y, de repente, Clare se puso a llorar.
Nick abrazó a su hermana, le quitó la cofia de la cabeza y le acarició el cabello.
—Tranquila —le dijo—. No llores.
Clare se cogió a los hombros de su hermano y lloró durante unos segundos. Luego se retiró y, apartando la cara para que no la viera, volvió a colocarse la cofia con sumo cuidado.
—¡Vaya! —exclamó, mientras se enjugaba las lágrimas con un pañuelo—. Lo siento. Ha sido todo tan repentino… —Miró a su hermano de nuevo con los ojos ligeramente enrojecidos por el llanto—. No sabes cuánto me alegro de que estés aquí, Nick. Supongo que he perdido el control.
—Me alegro de haber presenciado tus lágrimas. Me hacen sentir…
De pronto, guardó silencio, sorprendido al descubrir que lo que sentía era orgullo. Estaba relacionado con la emoción que lo había sorprendido hacía apenas unos minutos, cuando Clare había coqueteado con Arkady, solo que ahora no estaba enfadado.
—¿Como si estuvieras en casa? ¿Es eso lo que sientes al ver que tu hermana se deshace en lágrimas por ti como una boba?
Sí, tenía que ver con estar de nuevo en casa, ahora se daba cuenta. Todos aquellos sentimientos habían estado esperándolo allí, en aquella casa, como fantasmas del pasado. Eran las emociones del hombre en el que se habría convertido si no hubiera viajado al futuro. Se había ido de casa muy joven, primero a la guerra y luego al futuro, y en el proceso se había convertido en alguien totalmente diferente. Un hombre moderno, medio americano. Y, sin embargo, allí estaban, las emociones de aquel otro hombre, revolviéndose en su interior. El marqués de Blackdown. Orgulloso. Inflexible. Un competidor nato. Como su padre.
Lo cierto era que no le importaba lo más mínimo aquella versión decimonónica de sí mismo, pero procuró sonreírle a su hermana mientras ignoraba al marqués.
—Sí. Siento que estoy de nuevo en casa.
—Lamento recibirte así. No he llorado desde hace, qué sé yo, ¡años! Madre no es la misma sin ti. Perdió toda la energía. Apenas socializa; necesité todo mi ingenio y el de Bella para convencerla de que se la llevara a Londres.
—Y ¿por qué no has ido con ellas? También habrías disfrutado de la temporada, como ellas. No eres tan mayor, hermana, por mucho que escondas el cabello bajo esa cofia. Si no recuerdo mal, los únicos hombres del vecindario que no están casados son el cura y el viejo lord Percy. Deberías estar en Londres.
—Lord Percy ha muerto. Lo enterraron hace dos semanas. El nuevo conde parece un ser despreciable, todo el mundo lo dice.
—Siento oír eso. —Nick pensó un momento en lord Percy, el viejo y rimbombante conde de Darchester. Había sido un hombre poderoso, fuerte como un toro, y tan parte del castillo Dar como las propias piedras de las paredes—. No sabía que Percy tuviera un heredero. Recuerdo haberle oído decir que era el último de su familia.
—Eso es lo peor de todo —dijo Clare—. Al parecer, existía un vínculo legal sobre la herencia que lord Percy había intentado anular sin éxito desde la muerte de su hijo. Imagínate si odiaba a su sucesor.
De pronto, Nick se dio cuenta de que no le importaba el conde lo más mínimo. Julia Percy ya estaría casada y ella era lo único que le interesaba del castillo Dar. Tampoco quería saber con quién se había casado o cuándo.
—Siento oír eso. Seguro que un vecino desagradable acaba siendo una carga para todos.
—Sí. —Clare dejó la taza sobre la mesa—. Sin embargo, hay cuestiones más urgentes de las que ocuparse.
—¿Ah, sí? ¿De qué se trata?
Clare permaneció en silencio.
—¿Clare?
Su hermana cogió de nuevo su taza y la volvió a colocar en el plato sin llevársela a los labios.
—Quizá ya has pensado en ello. Se trata de la sucesión de la casa Falcott.
—¿Qué pasa con ella? Ya estoy aquí.
—Y no sabes cuánto me alegro, Nick. —Los ojos de su hermana parecían tan tristes y tan llenos de felicidad, todo al mismo tiempo, que por un momento Nick creyó que su hermana se iba a poner a llorar otra vez—. Pero eres consciente de que te creímos muerto y procedimos en consecuencia. Dejaste testamento.
Nick se quedó inmóvil. Era cierto. Antes de partir hacia España, había redactado sus últimas voluntades, legando todo Blackdown (la casa y las tierras, el sistema de arrendamientos, todas las cargas y los ingresos) a su hermana mayor. Hasta aquella misma noche, Clare era, a todos los efectos, una mujer independiente.
—Oh —dijo Nick.
Ella asintió.
—Sí. Y como creía que estabas muerto… Digamos que llegas justo a tiempo, Nick.
¡Qué elección de palabras tan acertada! Nick ahogó una carcajada.
—¿Estabas a punto de venderlo todo para mudarte a Bath? ¿He jodido los planes con mi regreso?
—¿Qué es eso? ¿Más jerga de soldados? No hace falta que te rías de mí por tener sueños, Nick.
—Oh, Dios. —Ahora se sentía como un canalla. Y no podía explicarle por qué se reía o su forma de hablar, no sin contarle una verdad que parecía imposible—. Lo siento, Clare. No me río de ti. Cuéntame qué ha pasado.
—Con tu muerte, el marquesado quedó extinto y Blackdown pasó a ser una propiedad vendible como cualquier otra. Y yo… —Clare cogió aire y Nick se percató, no sin cierta sorpresa, de que le temblaban las manos—. Oh, Dios. Bueno, es mejor que no me lo piense y te lo cuente cuando antes, ¿verdad?
—¿Intentas decirme que has vendido Blackdown? ¿Que ya es demasiado tarde?
—No, todavía no. Y tampoco pensaba venderlo todo. El plan era crear un fideicomiso con una parte importante de las tierras. Los papeles se iban a firmar la semana que viene, así que ya ves, has llegado justo en el momento oportuno.
Se irguió y echó los hombros hacia atrás, casi como si se preparara para recibir el impacto de una explosión inminente.
Y sí, ciertamente Nick podía sentir la ira creciente del marqués, podía incluso notar en el paladar el sabor metálico de su indignación de aristócrata ultrajado. Era precisamente eso, la reacción del hombre que había sido en el pasado, a lo que Clare creía estar a punto de enfrentarse. Nick posó la mirada sobre su hermana mayor y lo que percibió en aquella mujer de aspecto calmado y sereno fue mucha valentía. Clare, que había aprendido aritmética e historia escuchando las sesiones de su hermano con el tutor a través de la cerradura de la puerta, y luego haciéndole los deberes todas las tardes; Clare, que encima se había llevado una buena azotaina por ayudar a su hermano cuando se descubrió que Nick no sabía en cuántas partes se dividía la Galia. Nick sintió que la ira se disipaba con la misma celeridad con la que había aparecido.
—Debería ser tuyo de todas formas —dijo dejando su taza con estrépito. Una sensación de alegre rebeldía estalló en su corazón con el ruido—. Tú eres la mayor, puedes tener por seguro que te lo donaré en vida como lo hice estando muerto. Blackdown ha de seguir siendo tuyo, que es como siempre debería haber sido.
Clare miró a su hermano con los ojos abiertos como platos.
—No te entiendo, Nick. No puedes regalármelo. Has vuelto. Blackdown te pertenece y no puede ser de otra manera.
—Te estoy diciendo que no lo quiero, ¿es que no me escuchas? —Las palabras salieron de su boca como un torrente—. Acéptalo, véndelo si quieres. Me da igual lo que hagas. Renunciaré al título y te cederé todas las propiedades.
Nick tuvo que morderse la lengua para aguantarse las ganas de contárselo todo. Había una vez un hombre que viajó y vivió en el futuro. En esa época, la raza humana había pisado la luna, los edificios rozaban el cielo, los carruajes mecánicos corrían cuatro veces más rápido que el caballo más veloz y no existía el concepto de primogénito.
Pero no podía contárselo. Clare tenía razón: la elección no le correspondía a él. La tensión desapareció de repente, como un hombre al que le acabaran de volar los sesos. Observó el rostro pálido y ausente de su hermana, consciente de que el suyo tendría el mismo aspecto.
Seguro que estaba pensando que su hermano se había vuelto loco.
—Nick…
—Por favor, Clare. Dame un momento.
Se dio la vuelta en su asiento, de espaldas a ella, mirando hacia la ventana. Fuera, la suave noche protegía el lento despertar de la tierra. Casi podía sentir el ancestral deseo de la tierra de librarse por fin de él.
—¿Nick?
Se dio la vuelta lentamente, tratando de recomponerse.
—¿Te sirvo otra taza de té? —preguntó Clare como si nada hubiera pasado, con la tetera en la mano, el arma civilizadora más benigna de todas, y suspendida sobre las tazas de porcelana.
Nick cogió aire, lo expulsó e intentó esbozar una sonrisa.
—No, gracias, hermana. Siento si… —Contuvo las palabras «te he estresado» y buscó en su memoria una expresión más apropiada—. Siento si te he importunado. Durante mi estancia en España, olvidé cualquier forma de cortesía, literalmente, y creo que acaba de volver a sucederme. Por supuesto que no renunciaré al título de marqués; no podría aunque quisiera. Me alegro de estar de vuelta en casa y de poder coger de nuevo las riendas. —Inclinó la cabeza hacia su hermana—. Me encantaría poder aprender de tus conocimientos sobre cómo gobernar esta condenada propiedad. ¿Te gustaría ser mi administradora? Junto con el señor Cooper, por supuesto.
Clare dejó la tetera sobre la mesa.
—El señor Cooper huyó con una costurera de Tavistock. La señora Cooper es ahora el ama de llaves del castillo Dar.
Nick permaneció en silencio mientras asimilaba la información.
—¿Y cuál es el motivo por el que querías vender tierras? ¿Necesitabas dinero? La tierra… ¿no es productiva? ¿Cuál es el problema?
—No, no es por el dinero —respondió Clare, negando con la cabeza—. O sí, quizá también es por el dinero, pero sobre todo es porque las cosas han cambiado, incluido el propio dinero. Toda la plata acabó en China o en la India, y luego en la guerra. ¡Apenas quedan monedas en Gran Bretaña para hacerle un sonajero a un niño! Ahora han empezado a imprimir libras sobre monedas extranjeras, y nos piden que aceptemos trozos de papel y pequeñas fichas sin valor que no representan nada.
Nick arqueó las cejas.
—Discúlpame, pero no tengo ni idea de qué me estás hablando, Clare.
Ella lo miró con curiosidad, la cabeza inclinada a un lado.
—Supongo que estás más familiarizado con el plomo que con la plata, pero, sinceramente, Nick, tendrás que empezar a fijarte en el funcionamiento de las cosas si quieres que Blackdown sea una hacienda con éxito. Por el peso de una moneda en tu mano sabrás si tenemos problemas o no. Y no solo aquí, en toda Gran Bretaña. Los tiempos están cambiando.
—Lo sé —asintió Nick—, créeme. Y quiero aprender de ti.
—¡Qué humilde por tu parte!
Pero la sonrisa que iluminaba sus ojos desprendía un destello de tristeza.
—Cuéntame qué ha pasado —dijo Nick—. Y dime la verdad.
—Está bien. —Clare bajó la mirada y luego la volvió a subir—. ¿Sabes? Vuelves a ser el antiguo Nick, el de antes de que padre muriera. Nunca hubiera imaginado que la guerra podría tener ese efecto sobre la personalidad de un hombre, devolverle la amabilidad de antaño, abrirle el corazón.
Nick le devolvió la mirada, desconcertado.
—Creí que estábamos hablando de la devaluación de la moneda británica. ¿Qué tiene eso que ver con mi corazón? ¿O con Blackdown, si me apuras?
—Nada. Nada en absoluto —respondió Clare, y suspiró—. Solo quería que supieras que me alegro de que vuelvas a ser el de antes. Así me será más fácil explicarte cómo están las cosas por aquí. ¿Has oído hablar de las revueltas de hace unos años? ¿De los luditas? Pero me estoy adelantando a los acontecimientos. Después de que te marcharas, empezamos a perder arrendatarios. Partían hacia América o a la guerra. Dos de ellos no volvieron de España. Ben Tucker y Red Wycliff. Jonas Hill sí regresó, y parecía que estaba bien físicamente, pero…
—No podía trabajar.
—Exacto. Un buen día, simplemente se marchó.
Clare contempló el rostro de su hermano, deteniéndose nuevamente sobre la cicatriz. Nick levantó una mano y la acarició, y Clare apartó la mirada.
—Solo es una cicatriz. No importa el cómo ni el dónde ni el por qué.
—La guerra…
—Fue terrible, sí. Entonces ¿la tierra está infraexplotada? —preguntó Nick, reconduciendo el tema con firmeza, como un arado al llegar al final del surco.
—Sí. Hemos perdido más hombres con las fábricas que con la guerra. Iban viniendo de uno en uno a anunciar que se iban, y no porque aquí no recibieran un trato adecuado. Tenía más que ver con el hecho de que tú estuvieras muerto, o eso creíamos, y el marquesado disuelto. De pronto, Blackdown no era más que una extensión de tierra. Los campesinos se sentían libres de las tradiciones de sus padres y se marchaban a buscarse la vida llenos de esperanza. Pero entonces estallaron las revueltas y uno de nuestros hombres, que se había marchado al norte a trabajar, murió. En realidad, fue ejecutado. —Respiró profundamente y luego exhaló un suspiro tembloroso—. John Stock.
—¡Santo Dios!
Por un instante, Nick creyó ver el rostro de John flotando ante sus ojos.
—Sí. Fue ejecutado en York junto a dieciséis hombres más, hará cosa de un año. Por dañar una máquina. Su hermano Asa fue deportado, y sus esposas e hijos regresaron con nosotros.
—¿Y no quedó ningún hombre?
—Debería, pero hace dos años la cosecha fue espléndida, así que, cuando John fue ejecutado, los arrendatarios tenían la moral tan baja que ocho familias partieron al mismo tiempo hacia América.
Nick tuvo que devanarse los sesos para entender por qué una cosecha espléndida había destruido la moral de los agricultores. La respuesta se le ocurrió al cabo de unos segundos.
—Los alquileres —dijo finalmente.
—El maíz, Nick, ojalá lo hubieras visto. En julio, las mazorcas pesaban tanto que habían doblado los tallos de las plantas. Era como si Inglaterra fuese el Edén y los frutos de la tierra brotaran por doquier, alabando la creación. Sin embargo, cuanto más espectacular estaba el campo, cuanto más fecunda y rica era la tierra, más desesperados parecían los arrendatarios. Recogieron las cosechas atenazados por el miedo. La situación era la misma en toda Inglaterra y las consecuencias, claras como el agua: el precio del maíz tenía que bajar. En junio estaba en ciento diecisiete chelines el cuarto. Un año más tarde, había bajado hasta los sesenta y nueve ¡y no se ha movido de ahí! Imagínate la situación, Nick. Los campesinos no podían pagar los alquileres, así que los bajé, pero con la ejecución de John, el final de la guerra y los rusos decididos a asfixiarnos en nuestro propio maíz, todos sabíamos que el precio no subiría, al menos no de momento. Y Blackdown no puede sobrevivir con rentas tan bajas, no si queremos que siga siendo lo que es ahora.
—Así que los hombres se fueron.
—Sí. Los mejores granjeros, los más fuertes, obviamente. Reunieron todo lo que tenían y compraron tierras en América, en un lugar llamado Ohio, y se marcharon casi sin despedirse. Le han puesto «Blackdown» a su nuevo pueblo, pero es suyo, Nick.
Nick levantó las cejas. Blackdown, Ohio. Qué gracioso. Se preguntó qué centros comerciales se levantaban en el siglo XXI en los plácidos pastos de sus arrendatarios.
—¿Quién queda?
—Unos doce hombres que puedan trabajar duro. Luego están los ancianos, claro, y las mujeres también trabajan en el campo cuando es necesario, aunque no les gusta.
—¿Has cargado con este peso tú sola? No creo que madre te haya sido de mucha ayuda.
—No —respondió Clare, y ambos permanecieron en silencio, pensando en su madre—. Todo ha cambiado, y no solo porque tú estés muerto. Porque estuvieras muerto. —Sonrió ante lo raro de la situación—. Es como si te hubieras ido hace cien años.
—Sí —asintió Nick—, lo sé.
—La guerra nos permitió seguir siendo ricos, Nick. Ahora me doy cuenta. —La voz de Clare sonaba vacilante, indecisa, como si estuviera contándole un secreto vergonzoso—. Los hombres que fueron a luchar a España murieron sacrificados por Mammón. Y por las fábricas. Se comen a la gente, Nick, se la comen y luego piden más. Alimentan los telares con hilo de oro, pero nunca tienen suficiente dinero, y la gente es muy desgraciada. Y nosotros, ¡nosotros cultivamos oro aquí! En 1813, recogimos suficiente maíz para alimentar a todo el planeta, y aun así la gente no tiene para vivir. —Bajó la mirada y la posó en los dedos de sus manos, fuertemente entrelazados; los separó con una lentitud deliberada, apoyó las manos sobre los muslos y luego levantó la cabeza bien alta—. Al menos Napoleón está encerrado en Elba y la guerra ha terminado. Quizá seamos más pobres, pero vivimos en paz.
Nick contuvo una carcajada. ¡Por el amor de Dios, sabía que Napoleón escaparía en apenas unas semanas! Conocía el nombre de la siguiente batalla, su desenlace, el nombre de cada una de las guerras que asolarían el mundo en los siguientes doscientos años, guerras que harían que aquella pareciera un juego de niños. ¡Waterloo! Cuarenta y siete mil bajas en unas pocas horas. Cuarenta y siete mil personas, y ¿para qué? ¿Para que Suecia pudiera ganar Eurovisión en 1974? Nick se mordió el interior de los carrillos para que no se le escapara la risa. Sí, Clare, ¡mira tras de ti! El pasado se desvanece cada vez más deprisa y el futuro te está atrapando en su pantomima.
—¿Te encuentras bien?
Su hermana tenía otra vez la mirada desconfiada de antes.
Nick sonrió y volvió a guardar en algún recoveco de su mente aquel futuro apocalíptico y en Technicolor.
—Sí. Estoy pensando en Napoleón, en la guerra, pero dime: ¿cómo se traduce todo esto a la hora de vender Blackdown?
Clare se arregló la cofia y juntó las manos sobre el regazo.
—Cuando supimos que habías muerto —empezó con un hilo de voz—, fue como si alguien descorriera unas cortinas y, de pronto, allí estuviera la verdad. En Francia y en América lo saben. Nuestros días son cosa del pasado.
—¿Nuestros días?
Ella asintió. Nick permaneció en silencio.
—Lloré tu pérdida, no puedes ni imaginarte cuánto, Nick. Pero entonces pensé que si algo bueno podía salir de tu muerte, era lo siguiente: a partir de ahora, Blackdown era…
—Libre.
La voz de Nick sonó un tanto dura.
—Yo iba a decir «libre de responsabilidades».
—Seamos claros, hermana. Sin mí, Blackdown se libera de casi tres siglos de servidumbre, bastantes más si cuentas el tiempo que perteneció al Papa.
—Eres muy duro. Yo no habría utilizado esas palabras.
—Pero es lo que querías decir.
Clare frunció los labios y miró a su hermano en silencio.
—Pensé que tenía que haber una manera de utilizar la tierra para atraer a hombres libres que quisieran cultivarla, sin tener que supeditarlo todo al control de un amo. ¿Has leído algo acerca de las fábricas de Robert Owen en New Lanark? Es posible tener ganancias sin sacrificar la dignidad humana y él lo ha demostrado. La agricultura no es tan distinta de las manufacturas. ¿Por qué no hacer algo parecido en Blackdown? Se me ocurrió invitar a marineros y a soldados retirados del servicio…
—Querías fundar una comunidad modelo —la interrumpió, y de repente se le escapó una carcajada—. ¡Por Dios, te has convertido en una benthamita!
—¿Es que no has visto a los soldados y a los marineros que regresan de la guerra? —Clare se inclinó hacia él y lo cogió de la mano—. Nick, han luchado por nuestro país, pero no tienen casa, ni trabajo, ni comida. Lo que sí tienen son cicatrices como la tuya; también están heridos por dentro. Lo único que saben hacer es luchar contra los franceses. Ahora luchan entre ellos y contra nosotros… Se pelean en las calles por los restos.
—Son como perros. —Nick retiró la mano y cerró los ojos ante el silencio de estupefacción de su hermana—. No quería decir eso. Algunos son hombres buenos. —Sin saber muy bien por qué, pensó en Tom Feely y sus quesos, tan lejos de allí, en el futuro. Abrió los ojos—. Pero no son huérfanos, Clare. No puedes traértelos a todos y hacer de madre.
—No, por supuesto que no, Nick. —Clare se acomodó de nuevo en su asiento—. Y no pensaba convertir Blackdown en una especie de casa de beneficencia. Nada más lejos de la realidad. Quería transformarla, conseguir que se adaptara a la era moderna. Cuando el señor Cooper se fugó, contraté a un nuevo administrador y con su ayuda tracé un plan que pondría toda la tierra arable en un fideicomiso. Los nuevos arrendadores tendrían que trabajar la tierra durante veinte años tanto como los demás, pero el dinero que me pagaran serviría para comprar la tierra, ¿lo entiendes? Pasados esos veinte años, compartirían la propiedad de la tierra entre ellos. La granja principal produciría todo lo que una familia necesita para sobrevivir, y lo que sobrara podría venderse para luego repartir las ganancias entre los hombres de forma equitativa.
—Sí, ya veo —dijo Nick—. ¿Y cuando pasen esos veinte años? Tus nobles soldados vivirían la buena vida, pero ¿de dónde sacarías tú el dinero? ¿Qué pasaría con la casa Falcott?
Clare frunció el ceño.
—Eso ya da igual; al fin y al cabo, no va a pasar. Has vuelto y contigo, la vinculación de la herencia. —Sonrió tímidamente—. ¡Por fin podré dedicarme otra vez a la costura!
Nick se colocó bien los puños de la camisa y con aquel gesto despertó al marqués que llevaba dentro, que estaba furioso y muy alterado. Él sí sabía cómo sentirse en aquella situación y qué decir exactamente. Nick dejó que se explayara.
—Robert Owen es un visionario, pero ¿quién eres tú, Clare? ¿Qué experiencia tienes? Ninguna. Pretendes entregar tus tierras, mis tierras, a un puñado de buscavidas recién llegados de la barbarie de la guerra. ¿La misma gente que saqueó Badajoz va a poner las manos en mis tierras?
La expresión del rostro de Clare fue cambiando a medida que su hermano iba hablando y, cuando por fin respondió, su voz estaba vacía de todo sentimiento.
—No, Nick, ya no. Ahora que has vuelto, la continuidad del marquesado está garantizada. Hasta la séptima generación, etcétera, etcétera.
—Soy el octavo marqués, hermana. —Nick sonrió, sin saber muy bien si era a sí mismo o a Clare—. ¡El octavo marqués en la inopia! Con suficiente maldad en el cuerpo para maldecir a siete generaciones más. Así pues, tu sueño tendrá que esperar al menos tres siglos más.
Ella no dijo nada. Su rostro mostraba una calma absoluta y la misma expresión vacía que utilizaba cuando su madre la condesa perdía los nervios. Pero ahora era el marqués el que estaba desatado y Nick era incapaz de dominarlo.
—¿Quién es ese radical que has contratado como nuevo administrador, Clare, que quiere entregar Blackdown a los perros? Porque es él quien te ha metido todas esas ideas en la cabeza, ¿verdad?
Clare respondió sin ninguna emoción en la voz, pero Nick, que la conocía muy bien, pudo captar la ira que crepitaba en los bordes de las palabras.
—Creo que os conocéis. Sirvió contigo en España. Su nombre es Jem Jemison.
Vaya, mierda. Nick se derrumbó en su asiento y se pasó una mano por el cabello, mientras que el marqués se evaporaba como si nunca hubiera cogido las riendas de la conversación.