Dos semanas más tarde, Arkady y Nick viajaban a bordo del MG Midget de 1972 del ruso. Nick había ironizado con el hecho de que fuera el primer coche del Gremio que veía que no era un BMW, pero Arkady le había explicado, un tanto a la defensiva, que durante unos años, en la década de los noventa, MG había sido propiedad del fabricante alemán. Ahora cruzaban Devon por la A396 y Arkady no dejaba de cantar canciones tradicionales rusas a pleno pulmón. Habían salido de Londres al amanecer; Alice se había despedido con dos sonoros besos en la mejilla para cada uno de ellos, casi como si fuera una tía orgullosa de sus sobrinos.
—¿Y ya está? —preguntó Arkady.
—Tendrás que conformarte con esto hasta que vuelvas. —Alice acarició la barriga de su marido—. Puede que así te portes bien.
—Nunca.
La regidora se volvió hacia Nick.
—Es todo de boquilla.
—Eso no es lo que decías ayer por la noche —replicó Arkady, y con un movimiento cargado de teatralidad, se pasó la bufanda por encima del hombro.
—Y usted, lord Blackdown —continuó Alice, ignorando por completo a su marido—, haga el favor de portarse muy, pero que muy bien.
Sonreía, pero Nick notó su advertencia.
—Sí, milady —respondió, dibujando una reverencia perfecta.
Durante las últimas dos semanas, se había sometido a un curso intensivo con Arkady como tutor. El objetivo era eliminar todo lo que había aprendido en el complejo del Gremio en Chile y durante los años que había pasado en Estados Unidos. Tenía que recordar su antigua personalidad y meterse de nuevo en la piel del marqués de Blackdown. En el estudio de Arkady volvía a ser 1815 desde que amanecía hasta que se ponía el sol: cada palabra que salía de sus bocas, cada gesto que hacían, toda la comida, la bebida, la ropa. Nick había desaparecido en 1812, pero viajarían hasta 1815 porque, según le había dicho Arkady con un secretismo exasperante, ese era el año en el que el Gremio necesitaba sus servicios, no antes. Sin embargo, esos tres años eran un problema. Su excusa sería un golpe en la cabeza y una presunta amnesia posterior. Así, cualquier cosa que no recordara podría achacarla a su problema de memoria. En realidad, la dificultad residía más en lo que recordaba que en lo que había olvidado: las expresiones y los hábitos del siglo XXI eran ahora los suyos, y por eso Arkady no había tenido piedad con él. Historia, política, modales. Cómo expresar contrariedad o aprobación. Cómo ponerse en pie y cómo sentarse. Boxeo, esgrima, esnifar rapé. Casi todos los músculos de su cuerpo tenían que acostumbrarse de nuevo a la tensión arrogante de la Regencia. A Nick todo aquello le parecía un tanto afeminado, y lo que no, tan agresivo que rayaba con lo criminal. Era, sin duda, una mezcla muy extraña, pero por suerte no tardó en ver los primeros resultados.
—Sé que no me costará recordar todo lo relacionado con este mundo de hombres —dijo Nick, tras solo dos días de trabajo. Por fin se habían dejado caer en sendas butacas de piel después de una tarde gris dedicada en exclusiva a jugar a los dados y a compartir cotilleos sobre escándalos políticos y sexuales de hacía doscientos años—. Lo que me preocupa son las mujeres —dijo Nick, mientras se afanaba en deshacer el nudo del pañuelo que llevaba al cuello—. Tengo que repasar pasos de baile y el lenguaje de las flores, y los nombres de todos los nietos de lady Corinna Alistair.
—Bah —exclamó Arkady, quitándose también el pañuelo del cuello y tirando del talón de una de sus botas—. No pienso fingir ser una mujer y hacer florituras por la estancia colgado de tu brazo.
—¿Por qué no? Por el amor de Dios, pero si ya parecemos idiotas así. Deja que te ayude. —Arkady levantó la pierna y Nick tiró de la bota hasta sacarla—. Joder, Arkady, te apestan los pies.
—¡Ese lenguaje!
—Maldita sea, te apestan los pies —repitió Nick—. Aunque para tu información, «joder» es una palabra muy antigua que ya se usaba a principios…
—Cierra la boca y ayúdame con las mierdas botas —le interrumpió Arkady, levantando la otra pierna.
Nick tiró del talón de la bota con una sonrisa en los labios.
—La fluidez se demuestra maldiciendo con corrección, Arkady. Te recomiendo que cuides tu vocabulario.
—¿«Mierdas botas» no es correcto? Pero «putas botas» sí puedo decirlo, ¿verdad?
La bota salió por fin del pie del ruso y Nick tuvo que retroceder unos pasos para no caerse de culo al suelo.
—Sí —respondió, recuperando el equilibrio y lanzando la bota a un lado—. Así es. Vete a saber por qué.
El ruso frunció los labios y archivó la información en su memoria. Luego sonrió.
—Sobre lo de las mujeres —dijo—, soy capaz de hablar de ellas en cualquier idioma. Y no quiero que tú, mi querido monaguillo, te preocupes por eso. Es ¿cómo se dice? Como montar en bicicleta.
Nick estaba bastante seguro de que no se parecía en nada a montar en bicicleta. Se retorció hasta que consiguió quitarse la chaqueta, que le apretaba por todas partes, mientras Arkady observaba la escena con una sonrisa burlona en los labios y los pies cómodamente instalados frente a la chimenea.
Desde el día del Lamb, Nick se había mostrado muy correcto en todo momento y especialmente reservado, sobre todo en lo concerniente a cómo pensaba comportarse cuando estuviera de vuelta en su época y en su antigua personalidad. No tenía la menor intención de obedecer ciegamente las directrices del Gremio, ni de matar a ningún ofan solo porque el Gremio se lo ordenara. A pesar de sus reservas, estaba impaciente por volver y las dos semanas de práctica le habían abierto las compuertas de la memoria. Ni siquiera había querido salir de nuevo a la calle, al Londres contemporáneo, y no porque le tuviera miedo al señor Mibbs, que, según Alice, había desaparecido en el río sin dejar un rastro que el Gremio pudiera seguir. No, la próxima vez que caminara por Pall Mall, quería ver la mansión Carlton iluminada por decenas de luces.
La mansión Carlton, las Caballerizas Reales y Hungerford Street, todo tal como lo recordaba. La suntuosidad y la miseria, el brillo y la mugre. Ahora que podía pensar en ello sin sentirse abrumado por el dolor, se permitió a sí mismo desear que llegara el momento, vivir los días que faltaban para su regreso sumido en una cálida sensación de añoranza.
Y ahora por fin había llegado el momento y se dirigía hacia el pasado a bordo de un deportivo. Se habían terminado las prácticas, el juego estaba a punto de empezar. Pronto llegarían a la mansión Falcott. Los nuevos propietarios la habían dividido en apartamentos que los visitantes podían alquilar; Arkady había escogido el que ocupaba la zona de la cocina. El plan era pasar un par de días en la propiedad para que se acostumbrara de nuevo a la casa, y luego hacer el salto a 1815 cuando el ruso creyera que Nick estaba preparado.
Arkady dio la canción por terminada con un gorgorito largo y agudo. Miró a Nick en busca de aprobación, pero su compañero de viaje tenía los labios apretados y la mirada perdida a lo lejos. La corriente de aguas cálidas se había congelado de repente… ¿Qué demonios estaba haciendo? No hay retorno… no hay retorno… y, sin embargo, allí estaba la curva de Stoke Hill, y se dirigía hacia ellos a toda velocidad…
—¿Reconoces algo? —preguntó Arkady levantando la voz por encima del rugido del motor del pequeño deportivo.
—Sí. Todo.
Nick apretó los dientes; sentía que el coche iba a toda velocidad, aunque el velocímetro solo marcaba cincuenta kilómetros por hora.
—Sé cómo te sientes, amigo mío. Es extraño, pero no te preocupes. Pronto estarás de vuelta en casa y todo esto —señaló la carretera y los coches— será como un sueño.
—No quiero que sea un sueño. Me gusta el siglo XXI.
—Te gustan los diez primeros años de ese siglo —dijo Arkady—. ¿Y las otras nueve décadas?
—Solo conozco la primera —replicó Nick.
Arkady respondió con un gruñido, y Nick miró hacia la izquierda, hacia los suburbios de Exeter que, poco a poco, iban dando paso a un paisaje invernal. Todo le resultaba familiar, a pesar de que los setos se habían convertido en explotaciones agrarias y los pueblos ocupaban cinco veces su extensión del siglo XIX.
Una curva más y por fin podría ver el castillo Dar, la residencia del conde de Darchester. Sin embargo, cuando el MG trazó la curva, no había rastro de la casa, como si nunca hubiera existido, y en su lugar se levantaba un cobertizo lleno de cosechadoras combinadas.
Nick cogió aire por la nariz y luego lo expulsó lentamente.
La chica de los ojos oscuros pertenecía al castillo Dar. Era allí donde la había visto, paseando por las inmediaciones, el mismo día en que había muerto su padre.
Ahora Dar no existía, había desaparecido de la faz de la tierra.
Nick cerró los ojos y vio el cuerpo de su padre claro y nítido, como sacado de una fotografía, desplomado en el suelo y con la cabeza y las extremidades en ángulos extraños, como una muñeca de trapo abandonada por su propietaria.
Nick, a lomos de Contramaestre, iba en cabeza y tenía que ser el primero en saltar, pero su padre se le había adelantado en el último momento. Ni una palabra, ni una última mirada; solo el caballo saltando, el ladrido del perro agazapado tras el seto y luego una confusa cacofonía de sonidos mientras el caballo aterrizaba mal y se precipitaba violentamente al suelo. Después de eso, silencio.
El caballo y el perro fueron sacrificados: el primero, por caridad, para liberarlo del sufrimiento; el segundo, por justicia. Por alguna razón, Nick aún recordaba el animal, joven y con manchas. El perro de la esposa de uno de los arrendatarios.
El cuerpo de su padre fue trasladado de vuelta a la casa. Sus hermanas le salieron al encuentro a medio camino, llorando desconsoladas. ¿Cómo lo habían sabido? Y, sin embargo, allí estaban. Nick recordaba los dedos de Bella acariciando la mejilla de su padre. Habían cargado el cuerpo sobre un tablón que descansaba contra el seto y luego lo habían asegurado con sus propias riendas. Al llegar a la casa, los cuatro habían permanecido durante horas en la sala de estar, esperando a que el cuerpo estuviera limpio y arreglado, y escuchando al cura leer de la Biblia: «Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo; y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios». Nick recordaba a su madre con la mirada perdida en el rostro del cura, rascándose el dorso de la mano hasta hacerse sangre.
En algún momento de la tarde, consiguió escaparse del ambiente cargado que reinaba en la casa, ensilló a Contramaestre y partió al galope hacia los prados en los que había jugado desde que era un niño. Quería perderse bien lejos, tal vez con la esperanza de caerse él también de lomos del caballo y romperse el cuello. Sin embargo, al parecer no deseaba tanto la muerte porque al llegar al bosque que delimitaba las tierras de su padre (ahora sus tierras), detuvo su caballo y desmontó para apretar la cincha de la silla. Y, sin saber muy bien cómo, se encontró abrazado a Contramaestre, sollozando contra su cuello y sujetando las crines del animal en sus puños.
Nick nunca había sentido un cariño especial por su padre, un hombre que vivía en una eterna competición: el caballo más veloz, el mejor coñac, la caja de rapé más cara. Aun con el rostro escondido en el cuello de Contramaestre, Nick sabía que en realidad lloraba por sí mismo y no por aquel hombre, séptimo marqués de Blackdown. Lloraba por el dolor que no sentía, por el sentimiento de culpa y por su propia soledad. Nick no quería el título de su padre, nunca lo había querido; y, sin embargo, en un abrir y cerrar de ojos, o en el tiempo en que tardaba en romperse un cuello, se había convertido en lord Blackdown.
Las lágrimas fueron remitiendo. Podía sentir el intenso olor que despedía Contramaestre. Y, de repente, lo notó. Había alguien cerca. Levantó la mirada y allí estaba ella, a la sombra de los primeros robles del bosque, los ojos cándidos y hermosos. Le estaba observando, le había visto llorar; pero, en lugar de avergonzarse, Nick vio que la muchacha sonreía y sintió una extraña sensación de paz. Era una sonrisa que parecía existir más allá de cualquier regla, de cualquier juicio, una sonrisa capaz de ahuyentar el dolor y el pánico que le atenazaban el corazón.
De pronto, la desconocida salió de entre los árboles y, al ver su rostro bajo la luz del sol, Nick la reconoció. Era Julia Percy, la mejor amiga de su hermana Arabella. Y vivía en el castillo Dar con su anciano abuelo, el conde.
Nick no recordaba qué se habían dicho, si se habían dicho algo. Solo conservaba la imagen de aquella sonrisa y el momento en que ella había salido de entre las sombras y había avanzado hacia él, ahuyentando cualquier sentimiento negativo con su sola presencia, cuando ni siquiera se había dado cuenta de quién era. Seguramente se habían vuelto a ver después de aquel día, pero Nick tampoco lo recordaba. Con quince años dejó la casa familiar y se fue a vivir a Oxford, de donde había evitado volver. De Oxford se trasladó a Londres y de allí, a España. Y luego al futuro.
La calma que irradiaba con su sola presencia y el sentimiento que se había apoderado de él al ver la sonrisa que emanaba de los ojos y la boca de la chica… Los mismos ojos y la misma boca que lo habían seguido casi doscientos años hacia el futuro.
Nick se preguntó si estaría enterrada en el cementerio de Stoke Canon. Probablemente no. Era una muchacha muy guapa y, con el tiempo, se habría convertido en una mujer aún más hermosa. Seguro que con diecisiete o dieciocho años el viejo lord Percy le había buscado un buen marido, un barón o un conde que viviera en la otra punta del país. Estaría enterrada con el apellido de su marido, en su cementerio, en su condado, y haría mucho tiempo que el liquen de la lápida habría cubierto su nombre. Espero que fueras feliz, Julia de los ojos oscuros. Que tu marido te quisiera y tus hijos estuvieran sanos, y que tú vivieras para verlos crecer, pensó Nick para sus adentros
—Suspiras como una olla a presión, amigo mío —dijo Arkady, pero Nick no abrió los ojos—. ¿Te entristece saber que el castillo Dar ha desaparecido?
—Supongo que me da pena que ya no esté, sí, pero más bien estaba pensando en la gente que vivía en él.
—Castillo Dar —repitió Arkady—. Un buen nombre, casi parece ruso. Ya tengo ganas de visitarlo, y será pronto, en 1815. Espero poder verlo por dentro. ¿Te gusta la idea de poder volver a ver a esa gente?
Nick no tenía ningún deseo de volver a ver el castillo Dar, porque eso significaría verlo en el siglo XIX, y aún no había conseguido hacerse a la idea de lo que estaba a punto de hacer. Nunca le había importado demasiado el viejo conde, y Julia, con veintidós años, seguro que estaría casada y ya no viviría allí. Aun así, le resultaba más sencillo pensar en visitar el castillo Dar que la residencia de los Falcott, que aún existía y que pronto podría volver a ver de cerca. La idea hizo que se sintiera un poco indispuesto.
—Ya hemos llegado —dijo Arkady, y redujo la velocidad mientras giraba el volante.
Nick mantuvo los ojos cerrados mientras sentía el asfalto bajo las ruedas del coche. Aquello tenía que ser el camino de entrada de la casa. Lo imaginó tal como lo recordaba: las hayas que su abuelo había plantado, el extenso prado salpicado de ovejas, las ventanas reflejando el sol de la tarde…
—Ya basta. —Arkady le propinó un manotazo en el muslo—. ¿Quieres hacernos saltar desde el interior de un coche en movimiento?
—¿Qué? —Nick abrió los ojos y allí estaba. La casa Falcott, con su simetría palladiana intacta y su hermosa cúpula de mármol brillando con un tono casi rosado bajo la luz de la tarde. Los árboles eran mucho más grandes y en el prado no quedaba ni una sola oveja, pero por lo demás…—. Para el coche.
Arkady frenó en seco. Nick abrió la puerta, asomó la cabeza y vomitó la comida sobre la tierra de sus ancestros.
—Muy bonito —dijo Arkady—. Cuánta clase.
Nick se incorporó y cerró la puerta del coche, cogió el pañuelo que Arkady le ofrecía y se limpió la boca. Luego agitó la mano en un gesto muy propio de un lord.
—Arranca.
Arkady aparcó el MG y los dos subieron los peldaños de la escalera señorial que llevaba hasta la impresionante entrada de la casa. Antes de que pudieran llamar al timbre, una mujer de unos setenta años y cabello cano les abrió la puerta.
—Ustedes deben de ser los señores Davenant y Altukhov. Yo soy Caroline. Tengo aquí sus llaves, pero acabo mi turno en media hora, así que si quieren visitar la casa, tendrá que ser ahora.
—Queremos visitarla —dijo Arkady, justo al mismo tiempo que Nick decía: «No, gracias, no queremos visitarla».
Caroline los miró fijamente, primero a uno y luego al otro.
—Bueno, ¿qué van a hacer? ¿Quieren visitarla o no?
—Sí queremos —dijo Arkady, con un tono de voz implacable.
Nick suspiró.
—La visita no está tan mal —se excusó Caroline, dirigiéndose a Nick—. Solo serán ustedes dos. Me temo que el interés por la Segunda Guerra Mundial está de capa caída.
¿La Segunda Guerra Mundial? Caroline los invitó a pasar al imponente recibidor de la casa y Nick no pudo contener una mueca de alivio. La escalera estaba intacta, pero parecía otra cosa, flanqueada como estaba por vitrinas repletas de todo tipo de recuerdos de la guerra. La mujer empezó a hablar con una intensidad un tanto exagerada sobre el papel crucial que la casa había jugado durante las hostilidades (por lo visto, había funcionado como centro de inteligencia), y cuando abrió las puertas altas que delimitaban la zona noble, Nick sintió que podía relajarse. Las paredes y las molduras estaban pintadas de un verde menta empalagoso con la típica pintura industrial que se había usado en los cuarenta, y las estancias estaban ocupadas por una serie de exposiciones sobre espionaje, implicación local en los esfuerzos de la guerra y cosas similares.
Arkady y Nick escucharon educadamente mientras Caroline les hablaba de la visita de Churchill en 1942, del paracaidista alemán que había aterrizado cerca de allí y había terminado encerrado en la bodega y de la fiesta anual en la que se reunían todos los que habían trabajado en la casa a lo largo de los años, que cada vez eran menos. Arkady hizo un par de preguntas sobre el castillo Dar. ¿Había sido demolido antes de la guerra o también había sido utilizado por el gobierno? A Nick las respuestas no podían importarle menos, y pronto las voces de Caroline y de Arkady se convirtieron en un parloteo distante e incomprensible.
Prefería escuchar lo que tuvieran que decir las estancias, que le susurraban al oído con sus voces ancladas en el tiempo. Las proporciones, la calidad de la luz, las molduras profusamente decoradas y todavía hermosas a pesar de las capas de pintura, todo parecía suplicarle que reconociera que, por fin, volvía a estar en casa. Mientras Caroline explicaba que el castillo Dar había sido demolido en 1955 para reutilizar la piedra, Nick desvió la mirada hacia la repisa de mármol de la chimenea. A una esquina seguía faltándole la esquirla que le había arrancado un día jugando con su catapulta. Cerró los ojos y sintió que la sangre le subía a la cabeza, y luego un dolor agudo en el pie producto del pisotón, lento y deliberado, que Arkady acababa de propinarle. Abrió los ojos de golpe. Caroline seguía hablando, esta vez sobre las técnicas del gobierno para reclutar espías. Nick apoyó el peso de su cuerpo en un solo pie y escuchó las explicaciones atentamente.
La mujer les explicó que las estancias del primer piso estaban dedicadas a la historia de la casa en los siglos XVIII y XIX, y que incluso tenían algunos objetos de la época que habían pertenecido a la familia Falcott.
—No sé si puedo hacerlo —susurró Nick mientras subían los primeros escalones.
—Claro que puedes. —Arkady apoyó una mano en el hombro de su compañero—. Tienes que acostumbrarte.
Nick dejó que sus dedos se deslizaran por el pasamanos mientras subían lentamente hasta la primera planta. En lo alto de la escalera, bajo la cúpula decorada con nubes brillantes y querubines rechonchos, estaba la espectacular ventana palladiana que constituía el punto central del diseño de toda la casa. Nick sabía que desde allí podía verse el famoso jardín de los Blackdown, que se deslizaba con suavidad hasta la ribera del río Culm. Sin embargo, cuando miró por la ventana, no vio ningún jardín. La intrincada sucesión de parterres interconectados habían desaparecido y, en su lugar, ahora había un amplio prado de hierba verde que se extendía sin interrupción hasta el río. Justo en el centro del prado, la torre griega de su padre, antes siempre cubierta de rosas, se erigía solitaria como un único diente en una boca. Pero siempre había estado más bien a la derecha. ¿De quién habría sido la idea de colocar la torre justo en el centro de una panorámica como aquella?
Caroline se le acercó por detrás.
—Bonito, ¿verdad?
—¿Eran…? —Nick se aclaró la garganta—. ¿Eran jardines?
—Ah, sí, unos jardines espectaculares, pero tras la muerte de la última marquesa se marchitó todo y ya no pudo recuperarse. Cuando la casa fue requisada durante la guerra, lo levantaron todo con un arado. Por lo visto, era un reclamo demasiado evidente para los bombarderos. También pintaron el techo para camuflarlo. Aún hoy es difícil encontrar la casa desde el aire —explicó Caroline con orgullo.
—Ya… ya veo. ¿La torre siempre ha estado ahí? Es decir, ¿en el sitio en el que está ahora?
—¡Vaya! ¡Un aficionado a los jardines! No, tiene toda la razón. Las pinturas y los dibujos que se conservan del jardín muestran que la torre estaba por allí —indicó Caroline, señalando hacia la derecha—. La desmontaron durante la guerra, para evitar bombardeos. Cuando el National Trust se ocupó de la propiedad en la década de los setenta, encontraron las piedras junto al límite del bosque y la levantaron de nuevo. No sé por qué decidieron ponerla ahí. ¿Quizá para respetar la simetría palladiana?
—Mmm.
Arkady volvió a posar una mano sobre el hombro de Nick.
—Deja de molestar a Caroline con tus aficiones —le dijo—. Veamos el resto de la casa.
Por un momento, pareció que Caroline se ofendía.
—Yo respondo a las preguntas encantada —le aseguró a Nick, mientras le daba la espalda a Arkady—. Si le interesa el tema, en la guía de la casa encontrará dibujos de los jardines. Eran uno de los temas favoritos de la hermana menor de la última condesa, que solía pintarlos en sus acuarelas allá hacia el siglo XIX. Son imágenes muy evocadoras, aunque como le gustaba pintar bajo la luz de la luna, a veces parecen más tétricas que bonitas. Si lo desea, puede comprar la guía en la tienda de regalos.
Nick le dio las gracias con la voz estrangulada por la emoción.
—Sigamos —rugió Arkady.
Caroline miró al ruso de arriba abajo con una expresión de desaprobación en la cara.
—Como quiera.
Nick consiguió sobrevivir a los minutos siguientes clavando los ojos en el suelo y tarareando en voz baja una marcha militar, pero cuando Caroline abrió la puerta de la gran suite del marqués y anunció con orgullo que estaban a punto de ver la posesión más preciada de la casa Falcott, sintió que una fuerza superior a él tiraba de sus ojos hacia arriba y le obligaba a levantar la mirada. Allí estaba, ocupando casi una pared entera, sin una cama cerca, sin un mueble que pudiera distraer la atención del visitante: el enorme retrato de su familia que colgaba en el salón de la casa que los Falcott tenían en Berkeley Square. Lo habían pintado poco después de la muerte de su padre, aunque él también aparecía junto al resto de la familia. El pintor había representado al séptimo marqués de Falcott entre penumbras para simbolizar que había pasado a mejor vida. Estaba de pie detrás de su esposa, cuyo cuerpo también aparecía oscurecido, pero cuyo rostro, triste y a la vez hermoso, emergía bañado por la luz del sol. Padre y madre contemplaban, a caballo entre el orgullo y la aflicción, a Nicholas, a Clare y a Arabella, que aparecían en primer plano, bañados por la luz del sol y sonriendo despreocupados alrededor de la torre del jardín; las hermanas se decoraban mutuamente el cabello con rosas.
Nick se detuvo frente al cuadro, atrapado por las miradas de sus hermanas, que llevaban tanto tiempo muertas. Apenas podía oír la voz de Caroline, pero prestó más atención al escuchar su propio nombre en boca de la mujer.
—… Nicholas, el octavo y último marqués de Blackdown, es este joven de aquí. Es triste pensar que solo unos años más tarde moriría durante una batalla y el título desaparecería con él. Aquí pueden ver el anillo con forma de sello perfectamente representado. La mano del padre está en la misma posición que la del hijo, ¿lo ven? Pero el sello ha desaparecido de la mano del padre. Ese detalle y el gorro rojo rematado en piel blanca que Nicholas lleva en la mano simbolizan que él es el nuevo marqués…
—Disculpe. —Nick escuchó su propia voz como si sonara a lo lejos—. ¿Dónde está el baño?
Caroline lo miró con una sincera expresión de preocupación en la cara.
—¿Se encuentra bien?
—Está bien —intervino Arkady.
Caroline le lanzó una mirada de desprecio que el ruso le devolvió con la misma intensidad.
—Está abajo, cruzando la tienda de regalos —le explicó a Nick—. Ya casi hemos terminado aquí, así que, si le parece bien, nos reuniremos con usted abajo.
—Sí, de acuerdo. Gracias.
Nick bajó la escalera a toda prisa, casi corriendo, y por el camino provechó para quitarse el anillo y guardárselo en el bolsillo. Cruzó la tienda, que estaba en lo que antes había sido su estudio, sin prestar atención a la mujer joven y de aspecto anodino que estaba sentada detrás del mostrador. Empujó la puerta del lavabo y abrió el grifo para echarse agua en la cara; al menos a Kumiko le había funcionado hacía dos semanas.
La dependienta lo miró extrañada al verle cruzar otra vez la tienda en dirección a la explanada de entrada a la casa, donde Caroline y Arkady ya le estaban esperando. Caroline posó una mano sobre el brazo de Nick y dejó que Arkady caminara delante de ellos en dirección al apartamento que habían alquilado.
—Solo quería decirle que todo irá bien —le dijo—. Mi marido es como el señor Altukhov, un hombre difícil, pero a veces los más difíciles luego en secreto son los más encantadores. Mientras estaba en el baño, su amigo me ha contado que usted ha perdido a su familia y que siempre había querido ver el original de ese retrato porque las chicas se parecen mucho a sus hermanas. —Lo miró a la cara—. Sí, el parecido es más que evidente. Me pregunto si no serán familia lejana.
Nick la miró sin comprender de qué le estaba hablando. De pronto, una enorme sonrisa afloró en sus labios. Todo era demasiado absurdo.
—No tenemos relación —explicó—, pero gracias igualmente. Gracias por sus palabras de aliento.
Aceleró el paso hasta atrapar a Arkady y le pasó un brazo alrededor de los hombros.
—Parece que a Caroline le caes algo mejor de lo que parece —bromeó—. Cree que debería quedarme contigo.
—No entiendo nada —replicó Arkady—. Hace un momento estabas hundido y ahora te ríes.
—Pues envíame de vuelta a casa.
—Ya estás en casa. —Arkady sacó una llave del bolsillo y abrió la puerta del apartamento—. Saltaremos al amanecer. No ha sido una buena idea pasar unos días aquí en el futuro.
—En el presente.
Arkady sujetó la puerta para que Nick pudiera entrar y luego la cerró tras ellos.
—Mañana, milord, este presente que tanto adoras se convertirá en el futuro lejano.