Había ocurrido hacía diez años. También había pasado dos siglos antes, en las colinas del sur de Salamanca. Mientras el muy honorable Nicholas Falcott (lord Nick para sus hombres) guiaba a su división de caballería nuevamente a la carga, su caballo recibió un disparo que lo derribó al instante. Nick sacó los pies de los estribos mientras el animal se desplomaba, y se apartó de él rodando sobre sí mismo, ileso y levantando la mirada hacia su izquierda. Allí estaba Jem Jemison, enfrentándose a un corpulento soldado francés de infantería. Sus miradas se encontraron y Nick supo que Jemison tenía problemas; podía verlo en el nerviosismo que desprendían sus ojos negros. Nick se disponía a incorporarse cuando vio que un caballo retrocedía directamente sobre él, comandado por un dragón francés que sostenía su sable en alto. Jem no era el único que tenía problemas, pensó Nick, mientras las pezuñas del animal se precipitaban sobre él.
Un segundo estaba viendo su propia muerte y al siguiente se encontraba en plena trayectoria de una luz increíblemente potente que se abalanzaba sobre él a una velocidad imposible, y que le hizo gritar con todas sus fuerzas al sentir el rugido de mil hornos impactando contra él.
Cuando volvió a abrir los ojos, seguía cegado por aquella horrible luz blanca, pero en lugar de descender sobre él, parecía proceder de tres grandes rectángulos adheridos al techo de la estancia blanca e impoluta en la que se encontraba. Le dolían los ojos (en realidad, toda la cabeza) por culpa de la luz.
Así que aquello era la muerte, pensó con un gruñido.
—¿Nicholas Falcott?
Nick volvió la cabeza lentamente. Un hombre mayor esperaba sentado junto a la cama.
—¿Dónde demonios estoy?
—Está en Londres. —El hombre hablaba con un ligero acento extranjero y llevaba unos anteojos enormes, aunque extrañamente delicados—. Está al cuidado del Gremio. Estamos en el año 2003.
Nick se echó a reír, pero su rostro no tardó en contraerse en una mueca de dolor. Reírse no había sido buena idea.
—Muy divertido. Para morirse de la risa —susurró—. Casi literalmente.
—Me temo que no es una broma.
Nick cerró los ojos. La claridad de la luz era hasta despiadada.
—Si de verdad estamos en 2003, ¿qué le ha pasado a mi madre? ¿Y a mis hermanas?
—Imagíneselo.
Nick mantuvo los ojos cerrados. Estaba muerto, seguro, pero el dolor parecía muy real. O tal vez seguía vivo, pero atrapado en una pesadilla cruel y descabellada. Qué triste que sus sueños se burlaran de él, con lo tétrica que era la guerra ya por sí misma.
Cuando abrió los ojos, el anciano seguía allí, observándolo con una mirada llena de compasión. Tenía que tranquilizarse. No quería que lo trataran con aquella especie de ternura empalagosa, ni siquiera en sueños. Interpretaría su papel.
—Muy bien. —Intentó hablar como un caballero o un soldado, seguro de sí mismo y calmado incluso en plena crisis—. En 2003 están muertas, pero no en 1812. Me necesitan. Debe enviarme de vuelta.
El viejo se mordió el interior de las mejillas y miró a Nick por encima de sus peculiares anteojos.
—No se puede volver atrás.
—Si he venido hasta aquí desde el pasado, seguro que puedo regresar.
—Me temo que eso es imposible. Solo se puede progresar hacia delante. Nadie ha conseguido volver.
—En ese caso, supongo que seré el primero.
—No puede hacerlo. —El anciano extendió las manos, como un mesonero disculpándose por haberse quedado sin carne asada—. Lo siento, pero nadie regresa. Es imposible.
—Yo no soy «nadie».
Nick se disponía a colocarse bien los puños de la camisa, un gesto que nunca fallaba si trataba de intimidar a alguien, cuando descubrió que apenas llevaba ropa.
—Mucho me temo que, a este respecto, usted es «nadie». Aunque fuera físicamente posible, que no lo es, el Gremio se rige por unas reglas y usted debe obedecerlas.
—¿El Gremio? ¿Qué control puede tener un gremio sobre mí? Soy Nicholas Falcott, marqués de Blackdown. No soy un artesano.
—Por favor, escúcheme. —El hombre se inclinó hacia delante, apoyó los codos en los muslos e introdujo las manos entre las rodillas. Tras aquellos anteojos tan peculiares, se escondía una mirada de enormes y serios ojos castaños, como los de un viejo caballo de labranza—. Sé que es difícil de comprender, pero haga el favor de prestar atención.
—¿Qué rey ostenta el poder ahora? Debo hablar con él inmediatamente…
—¡Joven! —Los ojos marrones del viejo resplandecieron, incendiados por un intenso fuego interior—. ¡Escúcheme!
Nick arqueó las cejas pero cerró la boca.
—Gracias. —El anciano se acomodó de nuevo en su asiento y respiró hondo—. Ahora escuche. Está en el año 2003. Han pasado casi dos siglos desde que se le dio por muerto en España. No dejó herederos. El marquesado de Blackdown murió con usted.
El marquesado… desaparecido. Había pasado de padres a hijos desde que lord Clancy Falcott expulsó a las monjas y arrasó el convento que se levantaba junto al río Culm; para agradecerle su trabajo, Enrique VIII le nombró primer marqués de Blackdown. Nicholas nunca había visto una monja hasta que viajó a España, y luego en Badajoz… Cerró los ojos. Aquel sueño ya era suficientemente inquietante por sí solo para añadirle más horrores recordando lo sucedido en Badajoz. Y, sin embargo, qué conveniente habría sido que el marquesado, nacido de la destrucción de un convento, desapareciera en Badajoz, mientras defendía a aquellas pobres mujeres.
Pero eso no era lo que había sucedido. Lord Blackdown y su título habían partido de Badajoz con el resto del infame ejército de Wellington. Ambos, título y marqués, deambularon por España durante unas cuantas semanas más bajo un sol de justicia, solo para acabar muriendo, los dos, por ninguna causa en concreto, revolcándose en el polvo, observados por los monótonos ojos negros de Jem Jemison…
El viejo se aclaró la garganta y Nick abrió los ojos.
—Estoy muerto.
—No está muerto —dijo el hombre—. Tampoco está soñando. El marquesado ya no existe. La casa Falcott pertenece ahora al National Trust. Y el rey es una reina.
—¿El National Trust? ¿Se puede saber qué demonios es eso?
—En pocas palabras, significa que su antigua residencia tiene quien cuide de ella. Es una organización benéfica.
—Mi antigua residencia.
Nick apretó los labios y resopló sonoramente.
—Sí. Ya sé que es una sorpresa para usted, pero me temo que tengo otras noticias que le costará digerir aún más. Es una regla muy dura, pero el Gremio insiste en que debe abandonar el país que lo vio nacer. Abandonarlo para no regresar. Jamás. Mientras siga con vida.
Fue entonces cuando el sueño se convirtió en una auténtica pesadilla. A Nick le dolía tanto la cabeza que por un momento creyó que el cráneo se le abriría en dos. Se le oscureció la vista y le pareció que la sala se llenaba de gente. Escuchó su propia voz, pero no sabía si lo que salía por su boca eran palabras. De repente, sintió una punzada en el hombro y el sueño se desvaneció lentamente hasta desaparecer en una nada reconfortante.
Cuando se despertó de nuevo, el dolor había desaparecido. Seguía en la misma sala de antes, demasiado blanca e iluminada, y el anciano todavía esperaba junto a la cama, aunque llevaba una camisa distinta, de color naranja claro y con la palabra GAP impresa en letras gruesas y negras. Nick la observó, desconcertado, y luego miró al hombre a la cara.
—¿Usted otra vez? ¡Dios, concédeme la gracia de tener un sueño diferente!
—Buenos días.
—Supongo que aún estoy en el futuro.
—Me temo que sí.
Diez minutos más tarde, Nick se había paseado por la estancia; había aporreado la puerta, que seguía cerrada; había observado a través de la ventana el extraño tráfico sin caballos que discurría por las calles quince pisos (¡quince!) más abajo; y lo mismo había hecho con la extensión irreconocible que, al parecer, era Londres, con el río sin apenas una sola embarcación que surcara sus aguas y atravesado una y otra vez por una retahíla de puentes. Por la posición de la catedral de San Pablo, con los muros sorprendentemente blancos, y de algunas torres (muy pocas), dedujo que estaba en algún punto de Southwark.
—¿La abadía ha desaparecido?
—La abadía de Westminster sigue en pie. La tapan los edificios nuevos, por eso no puede verla.
Nick apartó la mirada de la ventana.
—Pero estoy en Londres. En el Londres del futuro.
—Sí.
—¿Por qué? ¿Qué hago aquí?
—Me alegra que por fin me haga una pregunta racional. Está en Londres porque esto es el hospital del Gremio en Europa. Permanecerá aquí hasta que se haya recuperado por completo de la conmoción, pero luego tendrá que irse. Para siempre.
Miró a Nick con cautela.
—¿Así que cuando me cure me meterán en un barco y me mandarán lejos de aquí? ¿A donde me lleve el viento? ¿Al exilio?
—Oh, no. —El viejo sonrió—. El Gremio se encargará de escogerle un nuevo país y de prepararle a conciencia para que pueda vivir en él. En otras palabras, cuidará de usted. Primero pasará un año en uno de nuestros complejos, preparándose para incorporarse a la vida moderna. Mucha gente recuerda su año en el complejo como uno de los más felices de su vida.
Nick se preguntó si el brillo que desprendía la mirada del anciano era la luz del fanatismo.
—¿Y luego?
—Cuando termine el año, se mudará a su nuevo hogar. El Gremio le proporcionará dinero, propiedades, lo que necesite para empezar una nueva vida de cero. Lo demás es cosa suya. Puede buscar un empleo si quiere. Muchos terminan trabajando para el Gremio. Como yo. —Se cuadró de hombros—. Me encargo de recibir a los recién llegados.
Nick apoyó la espalda contra el marco de la ventana y miró al hombre de arriba abajo. Su camisa, misteriosamente declaratoria, tenía las mangas cortas y sin puños, por lo que se le veían los antebrazos, como si fuera un simple peón. GAP. ¿Sería una especie de código? ¿O le habían marcado como a un delincuente?
—Resulta muy impactante, ¿verdad? —preguntó el hombre, tratando de mostrarse más comprensivo—. La ciudad, mi ropa, todo. Le aseguro que, si me viera con el atuendo que solía vestir en mi época, le parecería tan peculiar o más que este.
—¿Quién era?
—Soy, era… —Dudó un instante—. A veces todavía me cuesta no equivocarme con los tiempos verbales, a pesar de los años que han pasado desde que salté. Era franco, del gremio de carniceros, y vivía en Aquisgrán. Salté en el año 810 y aterricé en 1965. Un salto inusualmente largo. —Su voz desprendía una nota de orgullo—. Me enviaron a Londres y desde entonces no he regresado a Austrasia. Ni a lo que hoy se conoce como Alemania. Está prohibido.
—¿Y siempre obedece las reglas?
—Sí. Usted también lo hará.
Nick pensó que, en todo caso, eso tendría que decidirlo él.
—¿Cómo ha sabido quién soy?
—Llevamos un registro de la gente que desaparece súbitamente y de la que aparece de la nada.
—Seguro que se pierde gente todos los días.
Nick se dio la vuelta y observó nuevamente la ciudad a través de la ventana. Sus ojos se posaron en una figura diminuta, un hombre (no, ¡una mujer!, a pesar de que llevaba pantalones) que se dirigía hacia la confluencia de dos calles. Con gesto decidido, la desconocida se interpuso en el camino de un carruaje rojo, enorme y perfectamente rectangular, que se dirigía hacia ella sin una fuerza motora visible que tirara de él. Nick contuvo la respiración, pero la horrible máquina se detuvo a escasos centímetros de la mujer. Ella ni siquiera se inmutó y siguió caminando con aire masculino hasta desaparecer tras la pared de cristal de otro edificio. Nick se dio la vuelta lentamente para enfrentarse de nuevo a la habitación blanca y al hombre que era su único nexo con aquel extraño mundo de ensueño.
—Por favor, dígame que estoy soñando, o que he muerto. Y esto es el cielo o el infierno, qué más da.
—No. —El carnicero negó con la cabeza—. No le puedo decir eso porque no es verdad. Este es el mismo mundo que usted ha dejado atrás, solo que un poco más viejo y también más gris.
Nick levantó la mirada hacia los rectángulos del techo de los que salía luz. Eran un auténtico prodigio, aunque la claridad que desprendían no resultaba agradable ni reconfortante. ¿Estaría en el infierno?
—Aquel soldado francés estaba a punto de atravesarme.
—Se dio cuenta de que iba a morir y por eso saltó. Es la causa más común. Yo salté justo antes de que una viga en llamas me aplastara cuando intentaba salvar del fuego a mi burro. —El carnicero suspiró—. Estoy seguro de que murió, pobre Albia.
—¿Intenta decirme que lo que me ha pasado es algo habitual?
—No, en absoluto, pero, cuando ocurre, el Gremio procura estar preparado. Tenemos una red mundial de investigadores que se encargan de documentar casos como el suyo. Contamos con una biblioteca enorme en Milton Keyes y otra en Chongqing. Nuestros registros se remontan cientos de años. Al menos un hombre presenció su desaparición en pleno campo de batalla, un camarada de armas que luego se ganaría fama de loco contando la historia a diestro y siniestro durante años. A su madre le dijeron que usted había muerto, pero el rumor según el cual usted había desaparecido sin dejar rastro acabó llegando a oídos del Gremio. Y, cómo no, volvió a aparecer, la semana pasada para ser más exactos, de una manera bastante dramática: atropellado por un coche.
Nick frunció el ceño. Entonces se había encontrado en la vorágine del combate. Nada podía ser más agotador, más puramente sensual, que la experiencia de luchar por la propia vida contra las de otros en una masa indistinta de hombres y caballos, cegado y sin poder respirar por culpa del humo, y sordo por el estruendo de los disparos y de los gritos… En un momento como aquel, no se podía simplemente desaparecer sin más. Solo cabía… la muerte.
Pasaron unos minutos antes de que el carnicero hablara de nuevo, esta vez con más delicadeza.
—Saltó desde la batalla de Salamanca, el 22 de julio de 1812.
—La batalla de Salamanca. —Nick repitió lentamente las palabras. Así que tenía un nombre. Había ocurrido y formaba parte del pasado—. ¿Y cómo…?
De pronto, decidió que era mejor dejar la pregunta a medias. Le daba reparo preguntar cómo había terminado la jornada. La batalla acababa de empezar cuando él perdió su caballo, por lo que muchos hombres aún tendrían que luchar para sobrevivir o sacrificar su vida.
—Fue una victoria gloriosa. Y en 1815 su ejército no solo ganó aquella batalla, sino también la guerra.
La guerra. Había terminado, y ahora descansaba entre las páginas de los libros de historia como el vestido que la novia guarda con mimo en uno de los baúles del desván. Salamanca, una victoria gloriosa… Pero ¿qué se contaba del sitio de Badajoz y de sus consecuencias? ¿Todo? ¿Nada? Nick negó lentamente con la cabeza.
—Esto es una locura —dijo.
—Lo siento.
—¿Lo siente? —Nick se frotó la cara con las palmas de las manos y luego se pasó los dedos por el pelo. Notaba la rabia acumulándose en su interior—. ¿Y qué se supone que he de responder yo a eso? ¿«No pasa nada, mi querido maese carnicero»? ¿«No tiene por qué preocuparse»? Santo Dios, me acaba de explicar cómo se enteró mi madre de que su hijo había muerto. Claro que yo no estoy muerto y ella sí. Lleva así dos siglos.
El carnicero se recostó en su silla y observó a Nick en silencio, tal y como lo habría hecho con una pata de cerdo antes de cortarla en trozos más pequeños. Luego se volvió hacia la mesilla de noche y cogió un sobre blanco y grande repleto de papeles. Metió la mano y sacó otro sobre, este más pequeño.
—El Gremio quiere que tenga esto —dijo—. Su uniforme y la localización exacta del salto parecían reforzar la tesis de que usted era lord Blackdown, pero no estuvimos seguros hasta que vimos esto.
Introdujo los dedos en el interior del sobre y sacó un anillo con forma de sello.
Al verlo en la mano del carnicero, Nick no pudo evitar palparse el dedo en un gesto totalmente irracional. Estaba desnudo, desnudo del anillo que había llevado desde el día en que murió su padre. Bajó la mirada y vio que tenía la piel de la mano bronceada por el sol excepto en el dedo donde solía llevarlo.
Su dedo era real. El anillo era real. ¿Por qué no lo llevaba puesto? ¿Cómo había acabado en poder del carnicero? Nick regresó a la cama tambaleándose y se sentó.
—Está… diciendo la verdad —susurró, y mientras las palabras salían de su boca, por primera vez supo que era cierto.
—Sí.
—Estamos en el año 2003.
—Sí.
Nick cerró los ojos durante unos segundos y luego los volvió a abrir.
—¿Puede darme mi anillo? —preguntó con un hilo de voz.
El carnicero se lo entregó y Nick lo sostuvo un momento en la palma de la mano. Pesaba mucho, tanto como el día en que su madre lo había cogido del dedo inerte de su padre. Luego, de espaldas al cuerpo (roto tras precipitarse al suelo desde lo alto de un caballo), había mirado a su hijo a los ojos durante unos segundos. Iba ataviada con un vestido de montar y llevaba la cola colgando del antebrazo. Se inclinó en una reverencia casi hasta el suelo y la cola se deslizó hasta la muñeca como si fuera el ala de un pájaro. Le ofreció el anillo para que lo cogiera y Nick, que por aquel entonces tenía quince años, deslizó el metal aún caliente por uno de sus dedos hasta el nudillo, sin apartar la mirada de la parte superior de la cabeza de su madre, que seguía postrada ante él.
Ahora volvía a ponerse de nuevo aquel mismo anillo. Era el símbolo de sus privilegios, de su origen noble. Y, sin embargo, no existía ni una sola persona viva que supiera quién era él.
—Me temo que es el único objeto que podrá conservar de su vida anterior —dijo el carnicero—. La mayoría de nosotros no tenemos tanta suerte y no se nos permite quedarnos nada, pero las instrucciones del cuartel general del Gremio aquí en Londres son muy claras: tendrá derecho a conservar el anillo.
La voz del carnicero delataba una cierta envidia, y Nick no pudo evitar que le invadiera una sensación de orgullo.
—Me gustaría ver cómo intentan quitármelo —dijo, y enseguida se avergonzó de lo infantiles que habían sonado sus palabras.
Los ojos castaños del anciano lo observaron impertérritos por un instante, antes de posarse sobre su mano.
—Tenga cuidado con eso. Nadie debe adivinar su significado. O, debería decir, su antiguo significado.
Nick frotó el anillo con el dedo pulgar y juró que nunca nadie volvería a quitárselo.
—¿Cuál es su nombre, carnicero?
El hombre sonrió sin demasiado convencimiento.
—Gracias por su interés —dijo—, pero se considera de mala educación preguntarle a un miembro del Gremio por su nombre real. Nunca lo haga; de todas formas, no se lo dirán. Mi nombre en el Gremio, y el que utilizo desde que salté, es Ricchar Hartmut. El suyo depende de usted. Solo puede contener un elemento del original. Yo preferí deshacerme de él por completo. Me resultó mucho más sencillo.
El pulgar de Nick se detuvo sobre la superficie lisa del anillo. El hombre que tenía frente a él había dado un salto de más de mil años hacia el futuro. Su rostro transmitía tranquilidad, pero sus ojos desprendían un destello sombrío.
—Por todos los santos —murmuró Nick en voz baja.
—Sí. —Ricchar asintió—. Veo que ya empieza a entenderlo. El camino es muy duro. —Se puso en pie, poseído por una repentina prisa—. Pero no tiene por qué preocuparse. El Gremio cuidará de usted, le educará, le proporcionará todo el dinero que necesite para construirse una vida nueva. Queremos que sea feliz.
La felicidad era un sentimiento que Nick no creía que volviera a experimentar nunca más. Sentía que estaba al borde del abismo, un abismo tan profundo que, si se precipitaba al vacío, lo más probable era que nunca llegara a tocar el fondo.
Sin embargo, no dijo nada y Ricchar continuó:
—Una vez que haya escogido su nuevo nombre, y deberá hacerlo antes de abandonar esta estancia, nunca nadie volverá a dirigirse a usted por su nombre de nacimiento ni por su título. —Hizo una pausa y luego añadió, como si la palabra le dejara un mal sabor de boca—: Milord.
Así que tenía que renunciar a su nombre y a su nacionalidad. Consideró todas las posibilidades un instante antes de decidirse por fin.
—Nicholas Davenant.
Eran su nombre de pila y el apellido de soltera de su abuela paterna.
—Encantado de conocerle, señor Davenant —dijo Ricchar, y le ofreció la mano.
—Llámeme Nick —dijo él mientras estrechaba la mano del carnicero.
De pronto sintió que el cambio empezaba a producirse. Estoy estrechando la mano de un carnicero franco, pensó. Le acabó de pedir que me llame Nick. Los dos deberíamos ser poco más que un montón de polvo.