A principios de la primavera de 1954, Frank, Cassie y George estaban de visita en Wolvey cuando la granja recibió una visita inusual. George había alquilado una casita para ellos tres en Withybrook, bastante cerca, y Cassie iba a menudo a la granja para montar. Annie Trapos había levantado el castigo de Frank en Navidades pero él seguía ayudándola con las tareas. Una amistad extraña había nacido entre la anciana y Frank, y no se debía sólo a que éste se sintiera culpable por lo de la campana.
Frank acababa de regresar a la granja cuando vio aparecer un coche al otro extremo del camino. El coche traía a un hombre alto y entrado en años pero lleno de dignidad. Una anciana de pelo cano se quedó dentro mientras el hombre salía. Se acercó a Frank y, sin mediar palabra, le mostró un nombre y una dirección escritos en un pedazo de papel. El nombre era el de Tom y la dirección la de su granja.
—Es ahí. La granja Tufnall. Sí.
Desde la cocina, Una veía lo que estaba ocurriendo. Salió con el niño en brazos y seguida por las dos gemelas como si fueran una camada de gansos.
—¿Qué ocurre?
—Vengo de Alemania —dijo el hombre con un acento muy marcado. Señaló el coche—. Ésta es mi esposa. Querríamos ver el lugar donde está el avión.
Siguió un momento extraordinario en el que nadie habló. El hombre inclinó la cabeza un instante y levantó una mirada entornada hacia el sol. A continuación volvió a mirar a Frank.
—Creo que debe de ser el padre —dijo Frank.
—¿Puedes ir a avisar a Tom? —preguntó Una, aturdida.
Frank fue corriendo a los corrales y regresó trayendo a Tom. Éste, con un mono y botas wellington, saludó al visitante con un gesto de la cabeza.
—Quiero ver el lugar del avión —volvió a decir el hombre—. Mi hijo estaba en ese avión.
—Ya veo. —Tom se frotó la barbilla y miró a Una. Ella levantó las cejas a modo de respuesta—. Bueno —dijo Tom mientras se volvía hacia los campos—. No hay gran cosa que ver.
El caballero alemán esbozó una sonrisa triste.
—Yo lo llevaré —dijo Frank.
Tom le dijo al anciano:
—El muchacho les llevará. Él fue quien encontró la cabina.
—Gracias —dijo el caballero alemán—. Voy a buscar a mi esposa.
Abrió la puerta del copiloto para que su mujer saliera. Parecía muy frágil y tuvo que apoyarse en el brazo de su esposo mientras se dirigía hacia Frank.
Cuando no podían oírles, Tom le dijo al chico:
—Enséñaselo, pero no entres en detalles.
—Ya sé lo que tengo que decirles.
Mientras Frank y la pareja alemana se dirigían lentamente hacia los campos, Una le dijo a Tom.
—Bueno, ¿qué opinas de esto?
—No lo sé. Las autoridades deben de haberse puesto en contacto con ellos.
—Un día te bombardean y al día siguiente están llamando a tu puerta.
—Es raro, ¿no?
—Yo diría que sí. Nosotros perdimos mucha gente aquella noche, ¿no? Y ahora se presentan éstos.
—Pero ¿qué podemos hacer?
Una suspiró.
—Es agua pasada. Pondré el hervidor. Les ofreceré una taza de té y un poco de pastel. Eso es lo que vamos a hacer.
Al cabo de media hora Frank regresó con la pareja de ancianos. Le estaban muy agradecidos por haberles mostrado el lugar en el que se había estrellado el avión. Eran personas discretas pero se dejaron invitar a la cocina, donde tomaron una taza de té bajo la atenta mirada de las dos gemelas. Contaron que estaban visitando Coventry como parte de un proyecto de reconciliación impulsado por su iglesia y que pretendía financiar la construcción de una nueva catedral. Habían albergado la esperanza de poder ver el lugar en el que su hijo, piloto de la Luftwaffe, había muerto. Las autoridades británicas le habían devuelto la chapa de identificación del joven junto con toda la información disponible a la administración alemana y así era como ellos se habían enterado de dónde había ocurrido. Se relajaron un poco en la cocina de la granja pero se mostraron en todo momento formales y educados. El hombre, que hacía las veces de intérprete para su esposa, les contó que se había criado en una granja que se parecía tanto a aquélla que podría haber sido la misma.
Después de que se hubieran marchado, Una dijo:
—Vaya.
—¿Qué me dices de esto, Frank? —dijo Tom.
—Es raro —dijo Frank—. Pero me alegro de que les hayáis dado una taza de té. No cuesta nada ser amable, ¿verdad?
Tom sonrió a su esposa, porque podría haber sido la propia Martha la que pronunciara aquellas palabras.