—¿Adónde vamos, mamá? —Frank había hecho la misma pregunta varias veces sin recibir una respuesta satisfactoria.
Cassie sólo le había dicho que iban a «la parte alta de la ciudad» y que tenía que enseñarle algo. De modo que habían ido en autobús hasta el centro y luego habían subido por la calle Trinity hasta llegar a Broadgate. Frank pensaba que había algo raro en su madre. Para empezar, llevaba un perfume diferente; y andaba de otra manera, más vivaz; y parecía como si no pudiera reprimir una sonrisa.
Cassie atravesó Broadgate con Frank. Los ojos del niño volaron sobre la preciosa isleta de césped dispuesta en forma de cruz para subrayar el transepto de la catedral bombardeada, y fueron a posarse en la hermosa estatua de lady Godiva que simbolizaba el sacrificio de la ciudad. La resuelta modernidad del lugar —aquella estatua, aquella isleta verde a la cabeza de la zona peatonal— había terminado por convertirlo en el centro de la ciudad y, como tal centro, en una especie de símbolo de concordia tras los años del desastre.
Cassie subió a continuación los escalones de piedra blanca del pórtico de columnas del banco.
—¿Es aquí donde venimos? —preguntó Frank.
—No exactamente —dijo Cassie al fin—. Te he traído para decirte algo, Frank. Y espero que lo comprendas.
Frank la miró pestañeando.
—Frank, hace menos de trece años subí un día estos escalones con un bebé entre mis brazos. Verás, todo el mundo sabía que no iba a ser la mejor madre del mundo para esa niña. Así que buscaron a una buena persona para que se la llevara y pudiera proporcionarle una buena vida. Aunque a mí me partiera el corazón. Aunque aún me lo parta todos los días.
Cassie tuvo que parar para abrir el bolso. Sacó un pañuelo de su interior y se sonó la nariz. A continuación volvió a cerrar el bolso y prosiguió con su historia.
—Luego, Frank, todo volvió a ocurrir varios años después. Aquí estaba yo de nuevo, esta vez con un niño. Se suponía que tenía que entregarlo. Pero ¿ves esa aguja de ahí? ¿La de San Miguel? La miré y vi que era como un alfiler perforando el cielo. Pensé que podía oír cómo se desgarraban las nubes alrededor de aquella aguja. Bueno, pues era mi corazón lo que se estaba desgarrando. Ese niño eras tú y no fui capaz de entregarte. No pude volver a hacerlo.
»De modo que tu abuela buscó la manera de que pudiera quedarme contigo, cosa que no fue fácil para nadie porque yo soy un poco rara y, vaya, como suelo decir, no soy la mejor madre del mundo.
—¡Sí que lo eres, mamá! ¡Lo eres! —protestó Frank, más alarmado por el estado emocional de su madre que por su confesión.
—No, soy tonta y soy irresponsable y tengo ataques de melancolía pero ¿sabes una cosa, Frankie? Te quiero tanto como la que más. Te quiero y quiero a mis hermanas y quiero a mi madre, tu abuela. Y nunca haría nada que tú no quisieras. Así que te he traído aquí para preguntarte algo. Es sobre George, el chico de Ravenscraig.
—Sí.
—Te gusta, ¿verdad?
—Sí.
—Bueno, Frank, pues me ha pedido que me case con él.
—Sí.
—George me ha dicho que se casaría conmigo y que cuidaría de los dos. Y que no le importa que sea una loca. Dice que tendríamos nuestra propia casa aquí en Coventry, cerca de la familia y que sería como un padre para ti y que te querría como si fueses hijo suyo.
—Sí, lo sé. Ya lo sé.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué significa que ya lo sabes?
—George me pidió permiso para casarse contigo.
—¿De veras?
—Sí. Cuando estábamos en Ravenscraig. Se suponía que tenía que enseñarme algo sobre Karl Marx, pero no hacía más que hablar sobre el amor. Me dijo que estaba escribiendo un libro y que si lo vendía te pediría que te casaras con él para que pudiéramos vivir todos juntos y yo le dije que sí, que estaría bien, así que debe de haber vendido su libro.
—¿Entonces no te importa que me case con George?
—Me gustaría. Es una persona decente. Así que ya le he dado mi permiso. Pero me pidió que no te lo dijera. Está bien, mamá, él me gusta.
—¿De verdad?
—De verdad.
Cassie se echó a llorar y rodeó a Frank con los brazos. El muchacho se encogió ligeramente, consciente de las miradas de los transeúntes. No le gustaba ser un espectáculo público en las escaleras del banco, en lo más alto de la ciudad.
—Mamá —se quejó—. Todo el mundo nos está mirando.
Mientras Cassie lloraba y abrazaba a Frank en las escaleras del banco, en Broadgate, Martha estaba disfrutando de su vaso de cerveza tostada de rigor, por cortesía de la Seguridad Social. No todos los médicos de cabecera eran tan sabios pero el de Martha sí y siempre repetía que con semejante compendio de achaques era asombroso que se conservase tan bien.
Martha dio un trago a la untuosa cerveza y se limpió con el revés de la mano la cremosa espuma que se había trasferido a sus labios. La cerveza le asentaba el estómago y le calmaba la mente. Últimamente le faltaba el aliento y las tareas domésticas se habían vuelto muy fatigosas para ella. Dejó el vaso sobre la mesa baja que tenía delante y se reclinó en su asiento.
La casa estaba tranquila. Ahora que Betie se había marchado y Cassie había aceptado la oferta del extraño pero decente y divertido sujeto de Oxford, sabía que le esperaba mucha más tranquilidad. Martha no sabía con seguridad si era eso lo que deseaba.
Sentada en su silla, prestó atención al balanceo regular del péndulo sobre su cabeza. Lanzó una mirada nostálgica a la cerveza, a las diminutas burbujas de aire que estallaban en la superficie. En ese momento alguien llamó a la puerta.
No con fuerza. No fue una llamada que sacudiera la puerta. Fue un golpeteo suave, un nudillo huesudo apoyado en la madera, ligeramente musical, rap-de-raprap. Martha suspiró y se puso trabajosamente en pie.
Cada vez le costaba más llegar a la puerta y antes de que hubiera tenido tiempo de correr la cortina, volvieron a llamar.
—Ya va, ya va —dijo Martha.
A pesar de que estaban a finales de otoño y el aire era muy frío, en la puerta había un hombre en mangas de camisa. No resultaba una figura especialmente impresionante: de estatura baja, desaliñado y sin afeitar. Su piel era muy morena, casi parecía cuero. Martha supuso que se trataría de un gitano o un vendedor ambulante.
Pero tenía buenos modales.
—Discúlpeme —dijo con una sonrisa—. He venido a cortarle el césped.
Traía un cortacésped viejo y oxidado, sin motor. Era un trasto de aspecto penoso. Martha pensó que debía de estar desesperado. Asintió.
Tenía un pequeño césped en la parte de atrás de la casa pero casi había llegado el invierno y ya no crecía.
—¿A cortarme el césped, dice? No es época. ¿De dónde viene?
Era un hombrecillo triste con ojos amables.
—Sólo busco trabajo —su sonrisa brillo un instante y desapareció demasiado deprisa.
—No me hace falta —dijo Martha.
El hombrecillo se acercó un pasito.
—No le cobro.
A Martha se le erizó el vello de los brazos.
—Oh, no —dijo mientras retrocedía un paso—. Oh, no. Hubiera preferido que no hubiera dicho eso.
—Lo siento —dijo el hombre—. Tenía que mencionarlo. —Volvió a acercarse un pasito—. Lo siento.
Martha le cerró rápidamente la puerta en las narices. Tenía la respiración entrecortada y todo le daba vueltas. Tuvo que luchar para llegar hasta su silla y se dejó caer pesadamente sobre ella, derribando la mesa y tirando el vaso de cerveza. La gruesa alfombra que había frente a la chimenea absorbió el espumoso y parduzco líquido.