35

En la granja, la tarde del viernes siguiente, Tom estaba allanando el campo que había al otro lado del arroyo, tratando nivelar los agujeros dejados por la recogida del heno. Mientras giraba el tractor en uno de los extremos del campo, cerca del arroyo, el rodillo se enganchó en un trozo de metal oxidado que sobresalía de la tierra. Echó el freno y bajó para inspeccionarlo. Tiró de él pero el trozo de metal se negó a salir. Tom profirió una imprecación porque sabía que tendría que excavar. Apagó el motor del tractor y se dirigió al puente de madera para ir a buscar una azada pero al pisar el puente su pie atravesó el extremo de un tablón de madera podrida.

Profirió un segundo juramento. Se volvió hacia la granja y vio a Cassie, Frank, Una y las gemelas en el patio. Cassie y Frank se iban a quedar una semana con ellos. Se dirigió a la casa.

Tardó una hora en desenterrar la gran plancha de metal oxidado y ni siquiera después de haberla sacado fue capaz de identificarla. Tras llevarla a la zanja que había en el extremo de los campos, volvió a subirse al tractor y terminó de nivelar la tierra. Hecho esto, volvió a la casa para buscar un martillo y un nuevo tablón con que reparar el puente.

Primero arrancó los restos resecos de zarzas y ortigas que lo rodeaban. A continuación levantó el martillo y golpeó con él uno de los tablones podridos.

Alguien dio un golpe en la puerta. Un golpe tan fuerte que pareció sacudir la casa hasta los cimientos. Martha, sola desde que Cassie se llevara a Frank a pasar el fin de semana en la granja, estaba dormitando delante del fuego. Aunque la historia de Aida sobre el cadáver sentado en la mesa de embalsamamiento había divertido a todos, también había instalado en sus mentes un miedo a la morbidez y la idea de que Frank podía estar tomándose demasiado interés en el embalsamamiento como entretenimiento nocturno. Martha estaba urdiendo planes para poner fin a la fase de Frank en el camino de Binley. De hecho estaba meditando sobre el problema cuando se produjo el golpe.

Se puso en pie con dificultades. Últimamente le costaba respirar y para cuando logró apartar la cortina y abrir la puerta, estaba un poco mareada. Tuvo que retroceder un paso.

Había un piloto en la puerta. Con los tacones juntos y los brazos muy rígidos a los lados, orgullosamente erguido. Llevaba un gorro acolchado y unas gafas de aviador pero sus ojos resultaban perfectamente visibles, incluso un poco magnificados, detrás de los cristales. Martha supo por su insignia que era un piloto alemán.

El piloto alemán la miraba fijamente. Dijo:

Wir, die wir einst herrlich waren. Wir falen Immernoch aus den Walken.

—No le entiendo —dijo Martha.

El piloto parecía confuso, perdido y empezó a frotarse las manos. Lanzó una mirada atrás. Entonces, con un movimiento brusco, la saludó y se marchó. Martha tenía miedo. Sabía que estaba viendo un fantasma así que no trató de seguirlo. Cerró la puerta, echó el cerrojo, volvió a correr la cortina y regresó a su asiento junto al fuego.

Tom levantó el martillo una segunda vez y la plancha se partió. La arrancó y la arrojó al arroyo. Puesto que las demás planchas no parecían en mejor estado que la primera, se dio la vuelta y las golpeó desde abajo. Dos o tres golpes bastaron para arrancar la segunda plancha de la tierra en la que estaba alojada y su último golpe la hizo volar. Al ver un montón de plumas de gallina y otras aves, Tom supuso que un zorro habría hecho allí su madriguera. Además de plumas de gallina, las había de cernícalo, paloma y cuervo. Entonces Tom se dio cuenta de que muchas de ellas estaban clavadas en la tierra y formaban filas ordenadas. Había también otras cosas. Castañas, bellotas, cáscaras de nuez; guijarros, pedazos de brillante alquitranado y pequeñas rocas; trozos de cristal verde, fragmentos de loza y pequeños cristales; un cuerno de vaca, una tetilla de goma y otras cosillas que habían desaparecido en la granja.

Tom volvió a levantar el martillo y rompió la tercera y luego la cuarta plancha, y todo salió a la luz. Había balones de goma, soldaditos de plomo y cochecitos; había cromos y febeos; había huesos de gallina y cráneos de ratón. Había una campana. Había un pequeño plato de oro; había algo más, cristal y metal. Tom trató de sacarlo de la tierra pero no pudo. Se inclinó para examinarlo.

—¡Por las campanas del Infierno! —susurró para sus adentros—. ¡Por las malditas campanas del Infierno!

Una media hora más tarde de su encuentro con el piloto alemán, Martha despertó en la silla bajo el reloj y miró parpadeando los rescoldos del fuego. Se puso en pie y vació la carbonera en la chimenea. A continuación llenó un cazo de agua y lo puso a hervir.

La visión del piloto —y estaba convencida de que no era más que una visión, a pesar de que la verosimilitud de aquellas apariciones llegaba en ocasiones a hacer que dudara— la había perturbado más que de costumbre. Mientras hervía el agua fue a la puerta. La cortina estaba abierta así que volvió a correrla. El cerrojo estaba echado. Abrió y salió.

Era ya tarde y un sol de color cobrizo estaba hundiéndose tras los tejados de pizarra y despedía un brillo apagado sobre los ladrillos rojizos de las casas. Al oír un extraño y agudo pitido Martha dirigió la mirada hacia la calle vacía. Un extraño armatoste a motor, con tres ruedas, apareció doblando la esquina. Era muy pequeño y no parecía ni una moto ni un coche, sino un híbrido, una especie de cabina de avión sostenido sobre tres ruedas y conducido por una figura encorvada.

La figura encorvada apartó una cortina y salió. El conductor de la máquina llevaba una chaqueta de aviador y unas gafas. Apretaba los dientes.

—Otra vez no —susurró Martha para sus adentros.

Pero la figura le estaba sonriendo de forma estúpida. Además, no iba de uniforme, al contrario que la anterior aparición. Éste vestía unos vaqueros desgastados.

—¡La admirable señora Vine! —exclamó jovialmente el hombre con un acento cincelado.

—Hola —dijo Martha con voz neutra. Seguía estando en guardia.

El hombre se quitó el gorro y las gafas y dijo:

—¿No me reconoce, señora Vine? George. El amigo de Cassie de Oxford.

Martha estaba enormemente aliviada. Por fin reconoció a George. Señaló con un dedo el armatoste que lo había traído.

—¿Qué es eso?

—¿Eso? Vaya, es una Burbuja Messerschmitt, señora Vine. Preciosa, ¿no le parece? Mire, señora Vine, he venido raudo como el viento. Quiero casarme con su hija si ella me acepta.

—¿Qué?

—Cassie. Si ella quiere. ¿Qué me dice? ¿Es su hervidor eso que pita, señora Vine? Té, maravilloso. Justo a tiempo, ¿verdad?

—Frank —dijo Tom—. Quiero que me acompañes al campo. Tú también, Cassie, quiero que veas una cosa.

—¿Qué pasa? —dijo Una.

—Tú quédate aquí con las gemelas por el momento. No sé si quiero que ellas lo vean.

—¿El qué?

Tom no respondió. Frank lanzó una mirada pensativa hacia el puente de madera. Sabía que Tom había estado trabajando allí toda la tarde. Cuando su tío se volvió y empezó a caminar en aquella dirección, se limitó a ir tras él, lo mismo que Cassie, Una y las gemelas, a pesar de las palabras de Tom.

Cuando llegaron al arroyo, Tom le preguntó a Frank:

—¿Esto es cosa tuya?

Frank asintió. Sentía un extraño alivio por el hecho de que su viejo escondrijo hubiera sido descubierto.

—Pero yo no lo puse ahí —dijo señalando la gran estructura de cristal y acero con forma de burbuja—. Ya estaba.

—Lo sé —dijo Tom.

Cassie se arrodilló y acercó el ojo a la parte expuesta de la burbuja de cristal.

—Buen Dios —dijo.

Una quería mirar. Se arrodilló también, miró y vio al Hombre-Tras-el-Espejo.

—¡Oh, Dios! —dijo—. Esto no me gusta.

Las gemelas alargaron el cuello. También ellas querían echar un vistazo. Tom tuvo que ponerse serio con ellas. Las mandó a jugar junto al granero. Se alejaron mirando atrás.

—Antes solía hablar con él —dijo Frank—. Aunque hace mucho, mucho que no lo hago.

—Conque cayó aquí —dijo Cassie.

—¿Qué? —preguntó Una—. ¿De qué estás hablando, Cassie?

Cassie no respondió. Estaba mirando la burbuja de cristal.

—Esto explica por qué no se encontró nunca el cuerpo —dijo Tom.

—¿Qué vas a hacer? —quiso saber Una.

—Hay que sacarlo. Habrá que decírselo a Snowie.

Snowie era el rubicundo y canoso jefe de policía local que patrullaba por el vecindario en su bicicleta. Había estado en el lugar la noche en que el avión se había estrellado. Aquel día le dijo a Tom que tuviera la escopeta cargada por si la tripulación había sobrevivido.

—Todo este tiempo —dijo Una.

Tom se inclinó para recoger algo entre los restos de plumas y monedas y guijarros y cristales. Era la campana.

—¿Y qué me dices de esto, joven Frank?

En el seno de la familia Vine estaba aún por decidirse qué acontecimiento era más asombroso: si el que un bombardero alemán HE 111 que se había estrellado en los campos de Tom la noche del gran ataque de Coventry hubiera hundido el morro de plexiglás y parte de la cabina bajo el puente de madera, o que Frank hubiera robado la campana de la iglesia o que George hubiera venido desde Oxford para pedir la mano de Cassie Vine.

—No sabes lo que dices —le había dicho Martha.

—¡Claro que sí, señora Vine, lo sé! —había exclamado George—. He oído lo de que se fue a la ciudad a caballo pero…

—¡Baja la voz, idiota! ¿Quieres que se entere todo el vecindario?

—Cuando me lo contaron —continuó George en voz más baja— me decidí.

—¿Te decidiste? ¿Cómo que te decidiste?

—Eso es lo que quiero. ¡Cassie! Es la chica perfecta para mí. ¡Cualquier persona capaz de hacer algo así tiene que ser maravillosa! Daría un mes de miseria por una hora de la diversión que Cassie es capaz de proporcionar. Quiero casarme con ella a cualquier precio.

—¡Quieres sentar la cabeza! ¡Y con ella! George se llevó las manos a las gafas.

—¡Con ella, sí! ¡Quiero que me lleve a la prisión del matrimonio! —Entonces se arrojó al suelo delante de Martha y trató de cogerle el pie para ponérselo sobre la cabeza—. ¡Mire, señora Vine! ¡Estoy rendido a sus pies! ¡Es el código del amor cortés, señora Vine! ¡Me humillo! ¡Dígale a su hija que se case conmigo! ¡Líbreme de esta miseria!

—¡Suéltame el pie, pedazo de inútil! ¿Qué diría tu madre si te viera así?

—¡Soy un pedazo de inútil, sí, pero debo tener a Cassie!

Martha extendió el brazo para coger el atizador y le propinó a George un fuerte golpe en las costillas. Con un gemido, George soltó el pie de Martha y rodó por el suelo.

—¡Y ahora levanta y deja de hacer el idiota! —Martha se dejó caer sobre su silla, roja de cansancio—. ¡Si de verdad tienes que tenerla, hagamos las cosas bien! Mira cómo estás.

Mientras esta escena dramática tenía lugar en el salón de Martha, una discusión bastante más sombría se desarrollaba en la granja. Snowie llegó resollando en su bicicleta, se rascó los escasos cabellos blancos que aún conservaba, declaró que nunca había visto nada semejante y admitió que no sabía qué hacer. ¿A quién debían informar? Ya no había una oficina local del Ministerio de la Guerra como la noche en que el bombardero había caído en los campos. No estaba seguro, según dijo, de a quién debían notificárselo, pero tenía la sensación de que debían decírselo a alguien.

Тоm y él decidieron seguir cavando alrededor del morro de cristal y acero del avión para poder echar un buen vistazo al interior. La cabina se había resquebrajado y cuando lograron desenterrar el morro de cristal descubrieron que el cráneo, con su gorro de aviador, era la única parte intacta del piloto.

—Bueno —dijo Snowie mientras seguía cavando sin esforzarse demasiado—, no tiene un solo hueso entero.

—Mira, todavía lleva su chapa de identificación —dijo Tom—. ¿Estás seguro de que debemos hacer eso?

—No tengo ni idea —dijo Snowie—. No me gano la vida desenterrando esqueletos alemanes, ¿sabes? Mira, es sólo una caja torácica, nada más.

—No podemos dejarlo ahí —dijo Tom.

Snowie arrugó la nariz y reflexionó un momento.

—¿No puedes guardarlo en la granja o el granero hasta que vengan a llevárselo?

—No, maldición, claro que no.

—Un esqueleto alemán no le va a hacer daño a nadie

—Vete a freír espárragos, Snowie. Snowie se rascó de nuevo la cabeza.

—Muy bien, entonces volvamos a dejarlo donde estaba hasta que pueda traer a alguien. Ayúdame a levantar esto.

Regresaron a la casa. Tom sirvió dos vasos de whisky mientras Snowie, tras chupar la punta de un lápiz, tomaba notas en su cuaderno. Le recordó a Tom que cuando el avión se había estrellado, los fragmentos habían quedado desperdigados en varios kilómetros a la redonda y algunos de ellos habían terminado a varios acres de distancia del fuselaje principal concluyeron que la cabina se había partido en dos, junto con el torso del piloto, y había caído en el barro de la orilla del arroyo. Las crecidas y descensos del agua habían enterrado parte del morro hasta que Frank lo había encontrado. Snowie cerró el cuaderno de notas y decidió que informaría al consejo local y a la Oficina de la Milicia. Alargó el vaso ahora vacío hacia el otro lado de la mesa, con el fin de que se lo llenara.

Snowie no fue informado de que Frank había robado la campana de la iglesia. Cassie mandó al muchacho a casa de Annie Trapos para que confesara y se disculpara. Sería ella la que decidiría lo que iban a decirle a la policía.

—¿Pero por qué querías meter en líos a una vieja como yo? —le dijo Annie Trapos una vez en su casa—. ¿Qué te había hecho yo?

—¡No lo pretendía! —dijo Frank casi llorando—. ¡No pretendía meterle en ningún lío!

—Puede que no, pero lo hiciste. Y ellos creyeron que era una ladrona. Y el ladrón eres tú.

—Una me ha pedido que le diga —dijo Cassie, mirándola, fascinada por las botellas y los tarros y los frascos y las hierbas secas de Annie— que decida usted lo que le vamos a decir a la policía.

—¿Qué? ¿Y dejar que ese viejo inútil de Snowie meta la narizota en nuestras cosas? ¿De qué serviría eso? No, deja que lo piense.

Y mientras «lo pensaba», Annie lanzó una mirada como de pájaro al lloroso Frank, y era una mirada tan furibunda que el muchacho no tuvo más remedio que bajar la vista.

—No —dijo al fin—, no se lo vamos a decir a la policía. Se lo diremos a las abejas, ¿eh?

Frank levantó la mirada. Cassie dijo:

—¿Qué es eso?

Annie le dio unos golpecitos en la nariz.

—El chico lo sabe. Una puede decir que ha encontrado la campana en el arroyo y devolvérsela a la iglesia. En cuanto a ti, Frank, por lo que me has hecho tendrás que pagar algo y no tengo leña para el invierno. Puedes cortar un montón de madera para mi chimenea. ¿Qué me dices a eso?

Frank no dijo nada. Se limitó a mirar a Annie Trapos como si fuera un elfo recién salido de los bosques.

Cassie dijo:

—Yo que tú diría que sí. Y deprisa.

—Sí —dijo Frank.

—Un buen montón, ¿eh? —dijo Annie—. Va a ser un invierno muy largo. Te llevará las tardes de varios sábados.

—Si yo fuera tú diría que sí —dijo Cassie.

—Sí —dijo Frank.

—Bueno, pues ya está. ¿Sabes usar un hacha, Frank?

—No.

—¿No? ¿Un chico tan mayor como tú? Ya va siendo hora de aprendas, ¿no te parece?