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La tarde siguiente Una hizo dos visitas, primero a Aida y luego a Olive. En la casa de Aida seguía reinando cierta confusión pues según parecía, uno de los cadáveres de Gordon se había levantado de la mesa de embalsamamiento. Hubo que informar al juez de que un forense de la zona —un notorio alcohólico— había certificado por error la muerte de la víctima de un ataque al corazón. Gordon no era culpable en modo alguno: no era su responsabilidad determinar quién estaba muerto y quién no lo estaba. A él sólo le competía preparar los cadáveres para ser enterrados; aunque el desgraciado ciudadano no estaba en absoluto complacido por el tratamiento deparado a su labio sobre la mesa de embalsamamiento. Desde entonces Gordon había estado ocupado con el papeleo y con la investigación que estaba en marcha.

Frank no parecía demasiado traumatizado por la experiencia y había vuelto al colegio con una historia estupenda para contar a sus compañeros, aunque de sus primeros comentarios pudo extraerse que el entusiasmo que sentía por las sesiones de embalsamamiento se había reducido considerablemente.

Aida seguía agitada y tenía algunas magulladuras que se había hecho al desmayarse y caer al suelo. Le contó a Una que casi había perdido el apetito. Sin embargo, para su sorpresa no encontró simpatía alguna en su hermana. Una tenía otras cosas en que pensar, concretamente la locura de Cassie.

—Cassie dice que lo hizo porque Olive y tú no os habláis.

—¡Menuda tontería!

—No es ninguna tontería, Aida. Es la verdad. Cassie dice que lo hará de nuevo dentro de una semana como Olive y tú no resolváis vuestras diferencias. Y yo no tengo la menor duda de que lo hará. Vas a venir a casa de mamá esta noche y Olive también. Hay que ponerle fin a esta estupidez.

—No tengo nada que decirle a Olive. No pienso estar en la misma habitación que ella. Me da igual que Cassie vuelva a hacerlo una vez tras otra. No pienso…

—¿Te da igual? —Una se levantó para marcharse—. No, siéntate, Aida. Yo misma cogeré el abrigo. A las siete de la tarde. No tengo ganas de discutir, Aida, pero confío en que no sea la última vez que nos vemos hoy. Si no estás allí esta tarde, atente a las consecuencias. Y será mejor que Frank vaya también.

En la casa de Olive Una encontró la misma resistencia pétrea. Olive preparó sándwiches y habló sin cesar sobre las dolencias de los niños y la tienda de William y el centenar de pequeñas pruebas a las que tenía que enfrentarse. También había apartado algo de ropa vieja para ella. Pero cuando Una le explicó lo ocurrido, se quedó helada.

—Mira, Cassie lo está pasando mal. Y es por vuestra culpa. Ésta es su manera de decirnos lo dolida que se encuentra.

—Lo siento, Una, quiero a Cassie tanto como tú pero no tengo nada que hablar con Aida. Ya no es mi hermana y… ¿adónde vas?

De nuevo Una se había puesto en pie a mitad del discurso.

—He estado en casa de Aida y le he dicho exactamente lo mismo que te digo ahora. No estoy de humor para tonterías. Si no venís las dos a las siete, el resto de la familia ha decidido ya lo que hará y tendréis que ateneros a las consecuencias.

Y se marchó.

Había sido muy astuto por su parte no hacer más que una amenaza velada, la siniestra mención a unas «consecuencias» sin especificar. Sabía perfectamente que una sanción más concreta sólo hubiera conseguido que las dos hermanas se atrincheraran en sus posiciones. Las amenazas precisas sólo producían una testaruda resistencia en todas las Vine. Era mejor dejar la cosa abierta, para que Olive y Aida especulasen sobre las consecuencias. Una sabía que las dos llegarían a la conclusión de que se refería a lo que más temían, que era recibir el mismo tratamiento que se estaban dispensando la una a la otra. Su mayor temor era dejar de hablarse no sólo con una hermana sino con las seis y además con la madre. La vieja maldición de Coventry, hermana de la maledicencia: aquélla era la peor perspectiva. Exiliadas a un desierto emocional. Arrancadas de la raíz de la familia, se marchitarían. Se encogerían. Se secarían.

Y las dos sabían que las demás Vine eran muy capaces de cumplir aquella fría promesa.

Tom, Una y la apagada y desarreglada Cassie almorzaron en casa de Martha. A las seis y media se presentaron Betie y Bernard. Betie seguía entusiasmada con su debut en el ayuntamiento. Era como si hubiera crecido quince centímetros, y si alguien había salido escaldado por la experiencia no había sido ella, desde luego. Ahora, sin embargo, sabía algo que no había sabido al invocar el fantasma de Lady Godiva en su primer discurso.

Saludó a Tom y Una con un gesto de la cabeza.

—Hola, Cassie —dijo.

—Hola, Cassie —siguió Bernard.

Poco después aparecieron las gemelas. Saludaron a todos los presentes con pequeñas sonrisas pero se dirigieron directamente a su hermana descarriada.

—Hola, Cassie —dijo Evelyn.

—Hola, Cassie —repitió Ina, aunque con menos convicción.

A las siete en punto no había llegado nadie más. Martha cogió el atizador y golpeó con él un gran trozo de carbón humeante que había en la chimenea. A continuación se reclinó en su asiento. Sobre su cabeza el reloj proseguía con su tic tac. A las siete y cuarto se había apoderado el silencio de la habitación. A las siete y veinte oyeron un coche que aparcaba en la calle. Betie fue a ver si era el de Gordon. No lo era.

El péndulo sobre la cabeza de Martha se balanceaba de un lado a otro y la anciana parecía menguar con cada ida y venida. Una estaba abatida. Betie y las gemelas tenían aire pensativo.

Entonces, a las siete y media, se abrió la puerta trasera de repente y entró Frank. Todos salvo Martha se levantaron, como si fuera un príncipe real.

—¡Mamá!

El niño corrió hacia Cassie, quien salió de su trance para abrazarlo.

—¿Dónde está la tía Aida? —preguntó Martha.

—En el coche. Dice que vendrá en un minuto.

Esperando a que la otra llegue primero, pensó Martha. Al cabo de unos momentos apareció Olive, seguida por William y sus niños. Olive se acercó a su madre, la besó y después de unos instantes se volvió hacia Cassie.

—Hola, Cassie —dijo con voz severa.

—Hola, Cassie —dijo William.

Sólo pasaron uno o dos minutos antes de que entraran Aida y Gordon. Volvió a hacerse el silencio en la casa. Alguien trajo una silla para Olive y otra para Aida. Fue ésta quien rompió el silencio:

—Hola, Cassie —dijo.

Entonces Gordon, con los ojos muy abiertos y su vieja y fea sonrisa de carroñero, se acercó a Cassie y le cogió las mejillas con sus grandes, blancas y huesudas manos.

—Eeeeeeeeeeeeee sí eeeeeeeeeee Cassie, eres una florecilla salvaje. Una orquídea salvaje. Una flor de la ladera de la montaña.

—¿De veras lo crees? —dijo Cassie mientras lo miraba con los ojos ahora despejados.

—¡Eeeeeeeeeeeeee sí! ¡Sí! ¡Heheheheheeeeeeeeee! ¡Deja que te dé un beso, orquídea salvaje! ¡Quiero saber por qué lo hiciste!

Debe de ser un verdadero lío, pensó Martha, si Gordon es el único que puede romper el hielo del estanque. Entonces Gordon cogió una silla. Todos los demás adultos estaban sentados. Todos los nietos de Martha estaban de pie, atentos, sintiendo la inminencia, la proximidad de la fractura, silenciados por ella mientras los adultos preferían ocultarla detrás de una charla intrascendente. Martha cogió el atizador y golpeó con él la carbonera.

—¡Martha tiene la palabra! —dijo Bernard—. No nos hubieras venido mal en la sala de juntas del ayuntamiento, Martha.

Su tentativa de elogio quedó sin respuesta. Martha dijo:

—Aida, tú eres la mayor. Hablarás la primera.

—¿Hablar? —dijo Aida—. ¿Hablar de qué?

—Vas a hablarle a Olive y ella te hablará a ti.

—¿Hablar con Olive? —dijo Aida mirando directamente a su hermana—. Ya no tengo ningún problema con Olive.

—Entonces díselo a ella y no a nosotros. ¿Quieres?

El pecho de Aida subía y bajaba. Al cabo de unos instantes levantó la mano y dijo:

—Olive, ya no tengo ningún problema contigo. Ya está.

Olive tuvo que enjugarse una lágrima del ojo.

—Y yo tampoco contigo, Aida. Nunca te he causado ningún problema.

—Pues no seas tan mandona —dijo Aida.

—No seré tan mandona si tú no eres tan brusca —dijo Olive.

Y así parecía que todo iba a empezar de nuevo, pero Frank se acordó de los caramelos de limón. Aida le había traído una bolsa de caramelos de limón a cada uno de los hijos de Olive y se los había confiado a él. Se adelantó para dárselos y su acto recordó a William que había traído un gran repollo y un kilo de peras Conferencia para Aida. Le dio la bolsa de fruta y verduras a Betie, quien se la entregó a Una, quien a su vez se la pasó a Aida.

—Parece bueno —dijo Aida refiriéndose al repollo.

—Ya puede serlo —dijo Tom.

—Y ahora, Aida —dijo Martha cuando el incómodo ritual de entrega de regalos y enterrado del hacha de guerra hubo terminado— cuéntale a Olive lo del cadáver que se levantó de la mesa la otra noche. Así nos reiremos un poco.

—Menuda familia —dijo Bernard en voz baja.

Pero no lo bastante baja para Martha.

—¡Oye! ¿Qué has dicho? Y tú, Cassie; ¿por qué lloras?

—De felicidad, mamá.

—Bien. ¿Podemos decir que el caballo se quedará en el establo?

—Sí, mamá.

—Muy bien. Ahora, Aida, adelante con la historia.