En la estrecha calle empedrada que era la avenida Bayley, entre la iglesia medieval de Santa María y los rotos arcos góticos de la catedral bombardeada, el capataz de una fábrica regresaba a casa tras haber trabajado en el turno de noche. Normalmente salía a las seis de la mañana, dejando las cosas en manos del capataz que recibía a los trabajadores a las ocho. Mientras se dirigía a su casa, situada en la calle Gosford, caminando entre la Santísima Trinidad y el cascarón de la vieja catedral, lo alentaba la perspectiva de un desayuno de bacon y setas y un té tan fuerte como para poner en pie una cuchara.
La mañana del 7 de octubre de 1953 estaba envuelta en una niebla densa digna de leyenda. El humo de las chimeneas de carbón de las casas se había posado sobre el suelo como una capa espesa después de que, tras unos días templados a principios de otoño, la temperatura hubiera bajado repentinamente. La niebla de color amarillo fósforo y gris ostra se arremolinaba en la estrechez de una de las pocas calles medievales que quedaban en Coventry e irrumpía por los severos y ennegrecidos vanos de la catedral destrozada. El capataz del turno de noche tosió y el vaho de su tos se arreboló en la niebla.
Pero el sonido de su tos remitió y dio paso a otro, un sonido que al capataz se le antojó fuera de lugar y al mismo tiempo familiar. Era el golpeteo de los cascos de un caballo avanzando de forma imprecisa por la avenida empedrada que se abría frente a él. Se detuvo y escudriñó la niebla esperando a que un caballo emergiera de sus misteriosos pliegues. El paso del caballo era lento e irregular. El eco de unos pasos resonó en la niebla pero entonces volvió a detenerse. Fuera lo que fuese, dondequiera que estuviese, no se manifestó en medio de aquel sudario gris. Aguzando el oído, casi un poco asustado, el capataz no parecía deseoso de reanudar su camino.
Un momento después el sonido del metal golpeando los adoquines de piedra volvió a levantarse en el callejón y esta vez la cabeza convulsa de un caballo blanco emergió de la niebla encarada en su dirección por el perfil vago de su jinete. Cuando el jinete se hizo visible y pasó junto a él, el capataz sintió que las tripas se le hacían cristal. Se le puso la carne de gallina, se le erizó el vello de la nuca y la lengua se le pegó a la bóveda del paladar. Nunca había visto un fantasma pero supo en su sangre y en sus huesos que en aquel momento estaba viendo a uno.
El jinete era una mujer. Estaba desnuda. No dio señales de reparar en su presencia al pasar. Tenía la cabeza gacha y sujetaba las riendas con holgura, dejando que el caballo blanco eligiera su camino por las nieblas arremolinadas del empedrado callejón. El caballo parecía respirar humo mientras avanzaba, sacudiendo la cabeza, piafando, asaltando el frío aire de la mañana con su aliento hinchado. Al cabo de unos momentos, la aparición fue engullida por la niebla del dragón y no quedó más que el lento y regular traqueteo del metal contra la piedra para convencer al capataz de lo que había visto.
—Dios mío —susurró para sus adentros—. Dios mío.
En Broadgate, un autobús de dos pisos ataviado con librea publicitaria de vino de Burdeos y mantequilla ascendía gruñendo la pendiente que unía la plaza con la calle Trinity. Estaba recogiendo a los conductores del turno de mañana para llevarlos a la central de autobuses. Los conductores, aún dormidos algunos de ellos, intercambiando bromas los otros, se vieron sorprendidos cuando, al entrar el vehículo en Broadgate, uno de ellos, con la mirada puesta en la calle, fue presa de repente de una gran excitación.
—¡Acabo de ver una mujer desnuda!
Vítores, silbidos, gritos de «¡Estás soñando!», y «¡Que alguien le dé un buen tortazo!».
—¡Por allí! ¡Iba en dirección a la calle Hertford! ¡Montada en un caballo! ¡Por allí! ¡Desnuda!
A causa de la estatua ecuestre que dominaba el centro de la isleta ajardinada de Broadgate, nadie se tomó muy en serio aquella afirmación. ¿Cómo no iba a ver su compañero una mujer desnuda a caballo? Pero cuando se puso en pie tratando de echar otro vistazo por la ventana cubierta de humedad, se limitaron a sacudir la cabeza.
En el cruce entre el camino Market y Smithford, un policía vio también la aparición. Había encontrado entreabierta la puerta de un estanco y, temiendo un robo, se encontraba dentro del establecimiento cuando oyó el ruido de los cascos de un caballo. Miró por la ventana de la tienda, entre las cajas de Red Burley y Marlin Flake y Rough Shag y vio algo que se parecía mucho a una mujer desnuda montada en un caballo. Cuando logró salir de la tienda, la mujer había desaparecido. La hubiera perseguido de no haber sido porque no quería dejar la puerta del estanco desguarnecida y cuando recobró del todo la calma ni siquiera sabía muy bien lo que había visto.
Decidió no informar del incidente por el momento.
No fue el único que lo vio. En la avenida Ironmonger un hombre que trabajaba para el Departamento de Aguas y que aprovechaba la quietud de la mañana para tratar de detectar posibles fugas en las conducciones subterráneas, vio pasar al fantasma de Lady Godiva. Lo mismo que una señora de la limpieza que marchaba a su trabajo por la calle Priory.
A mediodía el difuso sol de octubre había limpiado la neblina y corrían por toda la ciudad los rumores del fantasma de Lady Godiva que había recorrido las calles aquella mañana. La edición matutina del Evening Telegraph incluía en portada un artículo sobre la aparición de la patrona de la ciudad. Daba cuenta de siete testigos confirmados y afirmaba, a pesar de que en el centro de la ciudad no podía haber a esa hora de la mañana más de dos o tres docenas de personas, que más de un centenar aseguraba haberla visto. Era «preciosa». El cabello «le caía en cascada por toda la espalda». El corcel era «blanco como la leche». Parecía «triste» y «abatida». Pero por encima de todo, en la niebla arremolinada, era «radiante» y «dorada» e incluso estaba «vestida con un halo de luz».
Al atardecer de aquel mismo día, Betie Vine se dirigía al Consejo Municipal, sito en la calle Earl, para dar su primer discurso. Por un momento parecía que su notoriedad hubiera sido anegada por el rumor creciente de la fantasmal aparición de aquella mañana. Pero no había de que preocuparse. Su reputación de guapa radical la precedía y la noble sala de debates estaba llena a rebosar de sus compañeros concejales, hombres en su mayoría, de todos los partidos.
En el orden del día figuraba el debate sobre los impuestos de Coventry, el sistema fiscal que determinaba sobre quiénes debía recaer el peso de la financiación municipal. Algunos decían que la responsabilidad era de los propietarios. Otros, que los comerciantes locales, que eran quienes más se beneficiaban de la administración municipal, debían costearla. El asunto llevaba aplazado mucho tiempo y Betie iba a hablar sobre ello.
En la cámara estaban tanto sus aliados naturales como los lógicos adversarios del partido de la oposición y estos últimos estaban decididos a humillar a Betie a toda costa en su primer día. Si lograban que se trabucara al hablar, que balbuceara, que tropezara o que perdiera el hilo, lo habrían conseguido. Dado que era una de las pocas mujeres que había en la cámara, tenían razones adicionales para practicar el tradicional deporte de machacar al orador novato. El hecho de que fuera joven, atractiva y de evidentes inclinaciones marxistas le daba a la oposición un ímpetu especial.
Cuando el Presidente del Consejo la invitó a hablar, Betie se puso en pie, un poco temblorosa. Hubo algunos murmullos, no pocos silbidos e incluso se escuchó un grito de «vete a casa a hacer la cena», reprimidos como era de rigor por el imparcial y honesto Presidente. Betie se irguió en toda su estatura y esperó a que se hiciera un silencio absoluto para empezar a hablar.
—Camaradas —dijo con voz clara y calmada.
La solitaria palabra se vio seguida al instante por vítores, rechiflas y aullidos de burla a partes iguales. Rechiflas de la Derecha porque aquel saludo excluía y desdeñaba a casi la mitad de los presentes. Vítores de la Izquierda porque suponía la afirmación inequívoca de que, primeriza o no, Betie no estaba dispuesta a aceptar simpatía condescendiente de falsos amigos ni pretendía suplicar la indulgencia de nadie. Más aún, estaba decidida a revolverse contra ellos si era necesario.
Pasaron varios minutos antes de que la ruidosa reacción ante su primera palabra como concejala se apagara. En medio del griterío, Betie permaneció en pie, paciente y ajena aparentemente a la conmoción. En un momento permitió que sus ojos se dirigieran a la galería del público, donde se encontraba Bernard con las manos unidas sobre la cabeza en un gesto de triunfo y aliento.
El Presidente dio varios golpes con el mazo y pidió orden en la sala, pero hasta que no se hizo un silencio absoluto Betie no continuó, y lo hizo diciendo:
—Un fantasma recorre Coventry.
Esta vez los vítores y las burlas fueron aún más ruidosos. La referencia a la famosa línea inicial del Manifiesto Comunista tuvo el deliberado efecto de enfurecer a sus adversarios y galvanizar el apoyo de sus simpatizantes. El Presidente volvió a utilizar el mazo y dijo que el debate no terminaría nunca si los concejales de ambos bandos estaban decididos a seguir comportándose como colegiales excitados a cada palabra que pronunciara la Concejala Vine.
Una vez más, Betie no continuó hasta que todo el mundo se hubo callado y regresado a sus asientos.
—El fantasma de Lady Godiva —dijo e hizo una pausa dramática para que todos los presentes pudieran absorber la alusión al espectacular rumor del día— recorre las calles de esta ciudad. Y todos los presentes sabemos por qué. Lady Godiva cabalgó desnuda por las calles para protestar por un sistema impositivo injusto. Y ha vuelto a aparecer. Porque los tipos fiscales impuestos por el último consejo municipal son injustos e injuriosos… no sólo para los más débiles e incapaces de protegerse sino para todos los miembros de nuestra comunidad. Los impuestos locales son la obra maliciosa de hombres corruptos, perniciosos y perversos cuya única contribución a la ciudad es traer la desgracia a esta asamblea.
Escándalo en la sala.
Otro acontecimiento extraño tuvo lugar aquella misma tarde en el camino de Binley. Al llegar del colegio, Frank se encontró con que Gordon y Aida estaban empezando a trabajar con un cadáver. Gordon preparó el cuerpo —un hombre robusto de unos cuarenta años— de la manera habitual, limpiándolo con la esponja. Mientras tanto, Frank contó a Aida cómo le había ido en el colegio.
Frank seguía muy orgulloso de sus dos compañeros, Clayton y Chaz y aunque era lo bastante listo como para contar versiones censuradas de sus historias, a menudo mencionaba las dificultades en que se metía Chaz con los maestros.
—No estoy muy segura de si me gustan las cosas que me cuentas de ese tal Chaz —dijo Aida—. ¿A ti qué te parece, Gordon?
A Gordon le preocupaba más ajustar la sonrisa del rostro del muerto. Levantó el escalpelo y dijo:
—Sí, bueno, parece un poco salvaje.
A continuación cortó la comisura del labio del cadáver con el escalpelo.
—¡Au! —dijo el cadáver, al tiempo que se incorporaba y se llevaba una mano a la boca—. ¿Qué demonios está haciendo?
Aida se desvaneció. Frank salió del cuarto corriendo y chillando. Gordon, temblando, levantó el escalpelo frente a sí, como si fuera una cruz y el otro un vampiro.
—¡Eeeeeeeeeeeeeeee!
Aunque se decía que los muertos caminaban por el centro de Coventry y estaban levantándose los cadáveres en la casa del camino de Binley, las cosas estaban más tranquilas en la granja. Antes del provocativo discurso de Betie ante el consejo municipal de Coventry, antes de los asombrosos acontecimientos de la mesa de embalsamamiento de Gordon, Tom había abierto la cancela de la granja para que pudieran meter su camión de ganado en el patio.
Tom y Una no habían tenido que recurrir a la policía para encontrarlo. Cuando Una había ido a despertar a Cassie aquella mañana, había descubierto que no estaba en la cama. Al enterarse, Tom había ido a buscar las llaves del camión, que guardaba junto a la puerta de la cocina. Tampoco estaban. Tom y Una habían decidido esperar.
Cuando Cassie regresó, antes del mediodía, todavía no estaban al corriente del rumor escandaloso que corría por la ciudad. Tom le había preguntado a Cassie dónde había estado y por qué se había llevado el camión pero como no había obtenido una respuesta inteligible, lo había dejado pasar. Cassie se había mostrado apagada, distante incluso, durante los últimos días y tanto Tom como Una la conocían lo bastante bien como para reconocer los síntomas. Cassie había guardado el caballo en el establo y, tras quitarle la silla y los estribos, se había ido a la cama diciendo que estaba muy cansada.
—Tu hermana tiene una de sus crisis —dijo Tom.
—Eso está claro —había respondido Una con brusquedad.
Pero hacia mediodía, la noticia había llegado a Wolvey y más allá. Un repartidor de piensos le contó a Tom lo que había oído. Tom no había juntado todavía las piezas. La historia de un corcel blanco como la leche y una mujer de lustroso cabello negro no encajaba con lo que sabía. Después de todo, su penco era… gris y ninguna mujer de su familia tenía el cabello tan largo. Pero a última hora de la tarde la historia se había complicado y otro granjero que había venido para prestarle una rueda trilladora les contó que era posible que la aparición de Lady Godiva no fuera tan espectral después de todo, puesto que dos testigos aseguraban haber visto a una mujer completamente vestida metiendo un caballo en un camión de ganado en la calle Priory poco después de la última aparición.
Esta vez Tom conectó los hechos, aunque no le dijo nada a su vecino. Tras guardar la rueda y despedirse del granjero, volvió a entrar en la casa.
—No —dijo Una—. ¡No puede ser!
—¿Sigue durmiendo?
—Sí. Pero no, Tom, honestamente no. ¿Cuándo dicen que pasó?
—Será mejor que la hagas bajar.
—No, Tom, por el amor de Dios. Es imposible. Ella no lo haría. ¿Dónde dices que fue? ¿En la ciudad? ¿En el centro de la ciudad?
—¡Ve a buscarla, Una! Me da igual que esté durmiendo. ¡Ve a buscarla y dile que baje de una maldita vez!