A finales de septiembre de aquel mismo año, mientras las grandes hojas doradas caían al suelo, la vida era una plenitud para Frank. A la vera de la muerte había abundancia. Por muchos cadáveres que Gordon tiñera de rosa llenándolos de formaldehído, las estaciones no dejaban de transcurrir ni los niños dejaban de nacer. En la granja, Una volvió a quedarse embarazada. Y también Betie.
Cundió una alegría desbordante, pero entre las Vine las celebraciones nunca se precipitaban. Todas las hermanas sabían lo mismo que Martha, que nueve meses es un largo tiempo en cuestiones de política, dinero y partos. No hay que hacer cuentas hasta el final. Pero costaba disimular la alegría reinante y Betie y Una empezaron a intercambiar miradas de especial complicidad. Hasta las hermanas que no habían tenido hijos propios, Aida, Evelyn e Ina, estaban encantadas.
—Esto calmará un poco a Betie —decían entre risillas—. ¡Ya verá! —prometían. Y—. Es lo que ha querido desde el principio.
Con lo que secretamente querían decir que si se hubiera quedado embarazada antes, no habría estado tan comprometida con esa absurda política suya.
En esto se equivocaban. La idea del embarazo añadió fuego a las ambiciones de Betie. Si iba a traer niños a este mundo, primero haría cuanto pudiera para mejorarlo. La sanidad y los servicios públicos eran una desgracia. Hacía tiempo que tanto Bernard como ella se habían afilado al Partido Laborista con el propósito de presentarse a las elecciones municipales. El embarazo cambió las cosas. Ahora sólo uno de ellos se presentaría.
—¡Es una locura! —dijo Aida—. ¡Debes de estar majareta! —dijo Una—. ¡Estáis los dos mal de la cabeza! —añadió Olive—. ¡Criminal! —dijeron al unísono las gemelas.
Sólo Betie, había anunciado Bernard, se presentaría a las elecciones en lugar de los dos.
Algunas veces les parecía a los miembros de la familia Vine que Bernard y Betie hacían las cosas al revés premeditadamente: decir blanco cuando los demás decían negro y decir tartán cuando los demás decían las dos cosas; derribar los carros de manzanas; causar conmoción. No tenía el menor sentido que una mujer preñada quisiera meterse en política.
—¿Y quién se ocupará del niño cuando tú estés en el ayuntamiento? —quiso saber Martha.
—Yo, obviamente —dijo Bernard con orgullo.
Cuando dio comienzo la campaña propiamente dicha, las hermanas, a pesar de haber prometido que votarían por Betie (y eso que William, Olive y Aida eran ultraconservadores), se negaron a colaborar en el reparto de folletos, las visitas a las casas y el pegado de carteles que se asociaban generalmente con la política local. No es que esto supusiera un gran problema; tanto Betie como Bernard eran muy populares en su distrito y el Partido puso a su disposición muchos colaboradores la semana antes de las elecciones. De todas las Vine, sólo Cassie participó, tras haber vuelto de la granja con un celo evangélico y casi demente, dispuesta a meter panfletos en el buzón del infierno si eso servía para algo. Bernard temía que su presencia fuera contraproducente: hablaba con la gente en las puertas de sus casas como si fuera Juana de Arco y su intensidad balbuciente y de mirada salvaje perturbaba al electorado. Así que la persuadieron para que cambiara las visitas a domicilio por el reparto de folletos por los buzones, tarea en la que Frank podía acompañarla.
Frank también se divertía entrando a la carrera en los patios de las casas para meter la nota de Vote Vine en los buzones, aun cuando lo detenían los ladridos de un perro o la voz de un hombre sin afeitar con un chaleco amarillento. Era consciente de que estaba haciendo algo de adultos y que además tenía como objetivo ayudar a Tía Betie a hacer un mundo mejor.
No todos creían que Betie fuera a hacer del mundo un lugar mejor. En una ocasión, de vista en un barrio con Bernard, Betie, Cassie y algunos miembros más del Partido, Frank cogió uno de los panfletos para introducirlo en el buzón de un pub —cerrado en aquel momento— llamado El Hacha y la Brújula. El buzón tenía los muelles oxidados y mientras Frank trataba de introducir el folleto, se abrió la puerta del pub y el propietario se lo arrancó de la mano. El propietario, un sujeto fornido y calvo, con aspecto de matón, con diminutas floraciones de pelo gris acero detrás de las orejas y las fosas nasales llenas de pelos, miró el panfleto, lo estrujó, apretó el puño y le propinó a Frank un golpe tan fuerte en un lado de la cabeza que cayó de espaldas a la calle.
Sólo Betie vio lo que había ocurrido. Inmediatamente corrió hacia Frank y lo levantó. El niño estaba demasiado aturdido hasta para llorar. Betie se volvió hacia el propietario del pub.
—¡Eres un cobarde asqueroso y feo! ¡Gusano! ¡Escroto! ¡Basura!
Bernard llegó en cuestión de segundos y no tardó en colegir lo que había ocurrido. Betie seguía gritándole al dueño del pub. Se interpuso entre los dos.
—Tú te presentas a las elecciones —susurró—. No te metas.
Se volvió hacia el dueño del pub.
—Se te da bien pegar a niños. Prueba conmigo.
El otro miró a Bernard y sonrió. Le sacaba casi medio metro pero Bernard era mucho más fornido. Después de un segundo regresó al interior de su establecimiento y cerró dando un portazo.
—¿Creéis que hemos conseguido su voto? —dijo Cassie.
Betie fue elegida concejala por una mayoría holgada. Aunque no era la primera concejala que tenía la ciudad, desde luego era la más joven. Bernard, ella y unos pocos amigos de la sección local del Partido celebraron una reunión matutina para planear lo que iba a hacer para tratar de «marcar una diferencia».
La fiesta de la victoria se celebró, cómo no, en casa de Martha. Estaban todas las hermanas y numerosos activistas del Partido Laborista, todos bebiendo cerveza y comiendo sándwiches. Hasta Lilly había venido desde Oxford para participar en las celebraciones. En medio de la diversión y las canciones y el griterío, nadie pareció reparar en la ausencia de Cassie, que pasó la mayor parte de la fiesta en su cuarto, mirando por la ventana. Las notas de la «Serenata de Luz de Luna» que sonaban en su viejo gramófono apenas llamaron la atención.
Cassie estaba decepcionada por dos cosas. Para empezar, tras enterarse de la victoria de Betie, había llamado a Olive y Aida para implorarles que pusieran fin a su mutua hostilidad y rompieran su silencio. Las dos se habían negado y la complicada ingeniería de horarios a la que se recurría para que las fiestas no fueran escenario de confrontaciones ni incomodidades se llevó a la práctica como de costumbre. La segunda causa de la decepción de Cassie era que George, que debía de haber venido con Lilly desde Oxford, no se había presentado. Cuando, a una hora bastante razonable, Una y Tom se marcharon con las gemelas, Cassie se fue con ellos.
Durante las celebraciones, Martha, que había sabido del incidente en la puerta de El Hacha y la Brújula, sacó un artículo recortado del Evening Telegraph de Coventry. El propietario de El Hacha y la Brújula había perdido su licencia. El pub había sido cerrado por las autoridades sanitarias. En el transcurso de una inspección de su sótano se había descubierto el cadáver medio podrido de una rata. Las autoridades habían rechazado las absurdas alegaciones del propietario de que alguien había irrumpido la noche anterior por la escotilla de entregas y la había puesto allí para que la encontrara la inspección.
Martha se abrió camino entre los festivos activistas para llamar la atención de Bernard sobre el artículo.
—Bueno —dijo él—, no vamos a derramar lágrimas por ese caballero, ¿verdad?
—Algunas veces, Bernard —dijo Martha— no sé si eres un caballo negro o un pony cojo.
—No sé de qué está hablando usted, señora Vine.
—No —dijo Martha mientras doblaba el periódico—. Ni yo.
* * *
A la mañana siguiente, en la granja, Tom despertó temprano y bajó a la cocina en calcetines para prepararse un té. Una finísima neblina que parecía azúcar glaseado se había posado sobre los campos y el gallo cantaba lánguidamente en el corral. Tom miró por la ventana y se dio cuenta de que el camión del ganado había desaparecido.
Tom poseía un viejo vehículo que utilizaba para transportar media docena de cabezas de ganado entre el mercado y la granja. No lo utilizaba para nada más y por tanto lo normal era que estuviera criando polvo en el patio. Le subió una taza de té a Una.
—¿Quieres levantarte? —dijo, con cierta brusquedad—. Alguien se ha llevado el camión.
Sin esperar una respuesta bajó, se puso las botas y salió para ver qué más se habían llevado los ladrones aparte del camión. No era algo insólito que unos ladrones entraran en plena noche en una granja para llevarse maquinaria, herramientas o incluso animales. Tom guardaba una escopeta en un armario debajo de las escaleras por si alguna vez tenía que enfrentarse a unos ladrones. En aquel momento, sin embargo, lo que más lo irritaba era que el perro no hubiera ladrado para avisarlo.
En una primera inspección no echó nada en falta. No faltaba ninguna de sus Blancas Británicas ni de las Frisonas; ningún cerdo; no sabría hasta más tarde si le faltaba alguna oveja. Entonces reparó en que faltaba algo más.
Cuando volvió a entrar, Una ya había bajado en camisón.
—No te lo vas a creer —le dijo Tom—. Se han llevado al penco gris.
—Iré a despertar a Cassie —dijo Una—. Le pediré que vaya a la comisaría en la bicicleta.