31

Un mal sueño despertó a Cassie en mitad de la noche. Un sueño sobre Frank. En él se veía a Frank rodeado por muertos y los muertos lo llamaban pero él no podía oírlos porque no tenía orejas. Se las habían quitado unos funcionarios del gobierno con sombreros de hongo. Los muertos empezaban a sentir frustración, incluso enfado y Cassie quería decirles que no era culpa de Frank; la culpa era del gobierno. Entonces uno de los muertos, una mujer pelirroja y gorda que había muerto recientemente le preguntó, no sin parte de razón, cómo era que Cassie podía oírlos si tampoco tenía oídos. Cassie buscó sus orejas a tientas y descubrió que habían desaparecido y eso hizo que despertara.

Cuando bajó a la cocina se encontró para su sorpresa con que Martha estaba preparando un cazo de cacao. Hacía algún tiempo que Martha había empezado a dormir en la habitación delantera del primer piso, para ahorrarle a sus huesos artríticos el tener que subir las escaleras todas las noches. Entre William y Tom habían bajado su cama de hierro y la habían montado en su nuevo dormitorio.

—Hace frío aquí abajo —se quejó Cassie.

—Coge una manta de mi cama y envuélvete en ella. Te prepararé algo de beber.

Cassie le contó su sueño. Martha asintió y no dijo nada. A ella la había despertado un sueño casi idéntico, pero decidió no decírselo. Removió el cacao antes de dárselo a su hija.

—¿Crees que Frank está bien? —quiso saber Cassie.

—¿Te refieres con Aida y Gordon? No dejarían que le pasara nada, Cassie.

—Sólo era una pregunta, mamá. Sólo era una pregunta. ¿Crees que alguna vez podré tener mi propia casa? Ya sabes, para proporcionarle un hogar estable. ¿Crees que podré?

—Eso depende de ti, Cassie, ¿no te parece? Si quieres una casa tendrás que conseguir un trabajo o encontrar marido, o ambas cosas. ¿Qué me dices de ese chico de Oxford? Es bastante simpático pero por lo que sé tampoco él tiene trabajo. Es pobre, ¿no? Bueno, es bastante decente pero un pobre no puede sacarte de pobre.

—Es escritor, mamá.

—Lo que yo decía, un pobre.

—Pero me dijo que encontraría un trabajo por mí. Me dijo que daría clases, como Bernard.

—Bueno, entonces ve y pégate a él. La juventud no vuelve. No serás guapa para siempre.

—No sería justo para él, mamá. Por lo de mi cabeza. No sería justo. Ojalá fuera diferente. A veces me entristezco al pensar que Aida e Ina y Evelyn y Olive y Una tienen todas la cabeza en su sitio y han conseguido casas propias.

Díselo, pareció decir una voz en la cabeza de Martha. Dile que no puede tener lo mismo que las demás. Pero no podía. No en aquel momento. Así que decidió cambiar de tema y dijo:

—Cassie, ¿qué piensas que podemos hacer con Olive y Aida? Ya sabes que he tratado de no interferir y dejar que la naturaleza siguiera su curso pero ahora estoy preocupada por estas dos.

—No lo sé, mamá. Si tú no puedes conseguir que se reconcilien, nadie podrá.

—Es un gran peso sobre mis hombros, ya lo creo. Yo sé bien lo que pasa cuando la gente deja de hablarse. Sé lo que le pasó a tu padre. Al principio es una actitud y puede quebrarse con unas pocas palabras pero antes de que te des cuenta se ha endurecido y el silencio se ha convertido en algo parecido al hueso y entonces es mucho más difícil de romper. Me apena haber permitido que ocurriera con tu padre. Pienso en ello todos los días.

Cassie vio con asombro que una lágrima se formaba en el ojo de Martha. Una vida entera de estoicismo, una vida entera de disimulo, una vida de contención, y ahora el cántaro se había roto.

—¡Oh, mamá!

Quizá por vez primera, Cassie vio la fragilidad de los años de su madre. Durante tanto tiempo había estado acostumbrada a que lo hiciera y resolviera todo, lo arreglara y separara, que nunca se le había ocurrido que podía estar cansada. Pero ahora lo veía y se daba cuenta con vergüenza de que su propia debilidad no había hecho más que añadirse al peso de la carga de Martha.

—Soy una inútil, mamá.

—¿Qué? ¿Qué? —repuso Martha—. Ni se te ocurra decir eso. Eres la alegría de esta casa cada día de tu vida, Cassie. Podrías ser un cisne negro pero eres toda alegría. Y aunque nunca os hubiera tratado de manera diferente a ninguna de vosotras, tú siempre has sido mi preferida. Ahora ven a sentarte en el suelo y tómate el cacao mientras te cepillo el pelo.

Hablaron largo y tendido aquella noche. Hablaron sobre Aida y Olive, y sobre cómo romper su disputa y su silencio, el corazón endurecido, la vieja arma de hielo y piedra de Coventry. También hablaron sobre Frank y sobre lo que el futuro podía depararle. Cassie dijo en broma que sería un buen médium. Pero eso hizo que Martha se pusiera seria. Le dijo a su hija que cuando Ina y Evelyn lo habían tenido a su cuidado le habían dicho lo mismo, sólo que habían pasado por alto una cosa importante.

—¿Y cuál es, Mamá?

—¿Quién estaba con él en aquella época?

—Sólo yo, mamá.

—Exacto. Frank tiene un poco de eso. Es un niño precioso pero no lo tiene como tú. ¿Crees que le dejaría ir a casa de Aida si pudiera hacer que los muertos se levantaran como tú? No. Eres tú, Cassie. Las cosas ocurren a tu alrededor. Ina y Evelyn creen lo que quieren creer pero ni siquiera saben lo que está ocurriendo delante de sus mismas narices. Eres tú, Cassie. Tú eres la que hace que ocurran las cosas. Siempre has sido tú.

Después de estas palabras de Martha, las dos quedaron en silencio. Cassie porque oír a Martha hablar de manera tan abierta la ponía nerviosa. Era como si le estuviera indicando algo, como si le estuviera revelando que creía que se le acababa el tiempo. Un carbón se movió en la chimenea y Cassie contempló el fuego.

Al día siguiente Cassie fue a ver a Aida en bicicleta, con la intención de hablar sobre su disputa con Olive. Le fue imposible. Al llegar a la casa de su hermana le dio un terrible dolor de cabeza. Cuanto más se acercaba al edificio más empeoraba la migraña hasta que, delante de la puerta, fue como si un centenar o más de voces estuvieran tratando de llamar su atención a gritos dentro de su cabeza. Conforme se alejaba de la casa, la perturbación fue remitiendo. Al volver a intentarlo, el griterío volvió a repetirse. Se alejó en la bicicleta, sintiéndose mejor cuanto más lejos se encontraba.

Así que decidió ir a ver a Olive. Olive le ofreció té con leche y un trozo de pastel de Dundee pero no dejó de hablar ni para coger aliento. Parloteaba con celo neurótico sobre las numerosas cosas que ocupaban sus pensamientos, los negocios de William, los niños, la salud de su madre y una docena de cosas más, y al final consiguió que Cassie quedara reducida al silencio.

Desalentada por su fracaso, Cassie regresó a casa en su bicicleta.

—Mamá —dijo al entrar—. Creo que mañana voy a ir a la granja. Me quedaré con Una y Tom un par de días. Creo que el aire puro me sentará bien.

—¿Qué te preocupa, chiquilla?

—No lo sé. Me voy a mi cuarto a dormir un poco. Estoy cansada.

Martha la observó mientras se marchaba. Era capaz de leer a su hija como si fuera un barómetro. Si le va a dar uno de sus ataques, pensó Martha, al menos en la granja podrá hacer menos daño.

Mientras tanto, en la casa del camino de Binley, la televisión había sido sustituida por un ritual nocturno en el que Frank y su tía Aida se sentaban juntos, a menudo con un vaso de leche y una taza de té, y veían trabajar a Gordon.

Era la delicadeza, la suave elegancia con la que trabajaba lo que hacía que quisieran presenciar el proceso una vez tras otra. Llegado un momento de los toques finales, Aida dejaba la taza y el platillo y se unía a su marido en las rutinas que seguían al embalsamado. Esperaba de pie junto al cadáver, con las manos unidas en un gesto de infinita paciencia y obedeciendo a una señal de Gordon daba comienzo a lo que ella llamaba el acicalado de eso a lo que siempre se refería como «los restos».

Había mucho que hacer: fuera femenino o masculino el cadáver, había que lavarle y peinarle el cabello; había que vestir los cuerpos con ropa proporcionada por la familia; había que meter «los restos» en el ataúd, un trabajo complicado si se trataba de un cadáver pesado; y por fin había que aplicar el maquillaje y los cosméticos, también a ambos sexos.

Frank sólo vio amenazada en una ocasión su posición de privilegio. Había estado informando cumplidamente a sus camaradas del colegio de lo que veía todas las noches. Presionado por ellos, una noche, mientras Aida lavaba el cabello negro azulado de un muerto reciente, balbució:

—¿Y podrían venir mis amigos del colegio un día a verlo?

Gordon dejó caer el escalpelo y Aida soltó la cabeza enjabonada. Chocó con un ruido sordo contra los azulejos de porcelana de la mesa de embalsamamiento. Los dos miraron a Frank con la boca abierta, horrorizados. Frank bajó la mirada. Nadie dijo nada, ni una palabra. No volvió a preguntarlo.

Al final de cada trabajo, con los restos ya en su ataúd esperando a que los transportaran a la capilla ardiente o, en otros casos, al salón de su casa para el velatorio, Aida y Gordon se alejaban un paso y examinaban su obra. Este momento era coronado siempre por las palabras de Aida:

—Bueno, yo creo que está precioso/a.

—Sí —decía Gordon—. Sí.

Y con eso Frank sabía que era hora de bajar de la silla y salir el primero de la sala, seguido siempre por Aida y por fin por Gordon, que apagaría las luces del taller de embalsamamiento y cerraría la puerta tras ellos con el más suave de los crujidos.