El olor que siempre había desagradado a Frank, el olor que despedía la ropa de Gordon, flotaba por toda la casa. Era el tufo de un fluido de embalsamamiento con base de formaldehído y se introdujo en sus sueños desde la primera noche que pasó en la casa. Era el hombre rata que se sentaba sobre su cama en mitad de la noche y cuyas manos humanas estaban cubiertas por guantes de goma y que en lugar de una cabeza de rata tenía la cabeza de Hombre-Tras-el-Espejo parloteando en un idioma que no entendía. Le ponía aquellos guantes con peste a formaldehido sobre la nariz y le impedía respirar, hasta que despertaba.
Al lunes siguiente lo llevaron de nuevo al colegio, donde se produjo una agradable reunión con sus dos antiguos camaradas, Chaz y Clayton. El estrabismo de Chaz estaba peor que nunca. Clayton estaba muy moreno. Sus abuelos americanos les habían comprado a su madre y a él unos billetes para que fueran a visitarlos en un lugar llamado Cabo Cod. Frank sintió el familiar hormigueo de la envidia, mitigado en parte cuando Clayton le ofreció nuevos cromos.
—¿Quiénes son éstas?
—Estrellas de cine —dijo Clayton.
—¿Por qué tienen la cara así? —quiso saber Chaz.
—Están sonriendo —dijo Clayton—. Así es como sonríen las estrellas de cine.
Chaz los distrajo con una colección diferente. Tacos. Había pasado todo el verano reforzando e incrementando su suministro de tacos, atribuible en su mayor parte a los numerosos hermanos mayores que tenía por toda la ciudad y a sus no menos dispersos primos. Chaz coleccionaba obscenidades como cualquier otro niño hubiera podido coleccionar huevos de pájaro. Las organizaba por orden de tamaño y apreciaba especialmente algunas de ellas por su rareza. Aquel día tenía algunas muy buenas para ellos.
Al volver del colegio Frank se encontraba con una rutina establecida: lavarse las manos, té, televisión, cama. Aida decía que esta clase de rutinas eran buenas para un niño en edad de crecer. No decía por qué eran buenas; pero, una vez más, su criterio estaba en contradicción con la filosofía de Ravenscraig, donde a Frank le habían enseñado que la rutina y el hábito eran formas de una enfermedad que debilitaba la mente. Pero Frank no iba a discutir con Aida en la mesa de tapete de lino y tomando sándwiches de salmón.
Y eso que a Frank no le desagradaba una rutina que incluía la televisión. Aunque la rueda del alfarero y los otros intermedios perdían parte de su interés cuando se veían repetidas veces, había muchísimos programas interesantes, como por ejemplo La Mula Francis, durante la Hora de los Niños que presentaba la encantadoramente locuaz Jennifer Gay, o el más apropiado para adultos, ¿cuál es mi Línea? Le extrañaba, no obstante, que la tía Aida y el tío Gordon sintieran menos interés que él por los programas, hasta tal punto que a veces lo dejaban solo viendo la televisión. Gordon se marchaba silenciosamente a su misterioso y apestoso cuarto de atrás y a menudo Aida se reunía con él. Regresaba a la hora establecida para que Frank se fuera a la cama, llevando consigo el mismo aroma a formaldehído, para llevarlo a su cuarto. Frank suponía que ayudaba a Gordon en su trabajo.
Pero una vez por semana Aida se ponía el sombrero y salía a pasar la tarde en el Instituto de Mujeres. En una de estas ocasiones Frank se quedó solo con Gordon quien, absorto evidentemente en su trabajo, olvidó que el niño se encontraba allí. En aquella ocasión Frank se fue a la cama por su propio pie.
Pero a la semana siguiente, cuando Aida volvió a ponerse el sombrero y dejó a Frank viendo ¿Cuál es mi Línea?, volvió a pasar lo mismo. Esta vez, al llegar el intermedio de la rueda del alfarero, Frank se levantó de la silla y se encaminó con lentitud hacia la parte trasera de la casa.
La puerta del taller de Gordon estaba entreabierta, pero no lo bastante para que Frank pudiera ver gran cosa. Avanzó con pasos cuidadosos, temiendo traicionarse. Acercó el ojo a la rendija y vio un gran dedo del pie.
Era un dedo del pie muy grande, y tenía una tarjeta atada. La clase de tarjeta, y con el mismo cordel, que uno hubiera podido atar a un paquete para enviarlo por correo. Había algo escrito en la tarjeta pero Frank no pudo distinguir lo que era.
Podía oír a Gordon tarareando en el interior de la sala. Era el sonido de un hombre que disfruta de su trabajo, o más bien está completamente absorto en él. Era un tarareo sin melodía, pero que de vez en cuando se hinchaba en pequeños estallidos de entusiasmo pasajero. Frank se acercó un poco más a la rendija y su nariz empujó suavemente la puerta. Se quedó helado. El tarareo continuó como si nada y Frank suspiró de alivio, a pesar de que no había ganado nada puesto que la puerta había vuelto inmediatamente a su posición anterior.
Frank volvió a acercar el ojo a la rendija. De repente la puerta se abrió de par en par y allí estaba Gordon, agachado, mirándole los ojos.
—¡Oyeeeeeee, truhán! ¡Serás truhán! ¡Me estabas espiando! ¿Eeeeeeeh?
Frank estaba paralizado. Los ojos de Gordon brillaban con una luz que hasta entonces nunca había visto. Estaba, evidentemente, divirtiéndose mucho.
—Pasa entonces, truhán, pasa, pasa. Eso es. Así podrás ver lo que el tío Gordon esconde detrás de la puerta. No hay nada que temer, hijo. Aquí, siéntate en la silla de tu tía Aida, vamos, hijo, siéntate. Eso es. A tu tía le gusta sentarse aquí, así que no le importará. Yo sé lo que quiere saber un niño y lo mismo puedes aprenderlo del tío Gordon que de cualquier otro ignorante, ¿mmmmmmm? ¿Mmmmmmm?
Frank tomó asiento en la silla alta que según Gordon pertenecía a Aida, aunque no podía apartar la mirada de lo que estaba unido al gran dedo del pie que había entrevisto por la rendija de la puerta. Era una mujer de gran tamaño, desnuda, con la piel hinchada y cubierta de pecas, de color gris, el color de un campo de champiñones, tendida sobre una mesa hecha de azulejos de esmalte blanco. Estaba rodeada en tres de sus lados por los instrumentos del oficio de Gordon. Frank veía con toda claridad la carne hinchada de la mujer, los montículos fláccidos de los pechos y la mata de negro vello púbico que le hizo pensar, inexplicablemente, en las zarzas, las ortigas y la belladona que crecían alrededor del puente de madera de la granja de Tom. Gordon volvió a su trabajo.
—Eeeeeeee, bien, sí, justo antes de pillarte en la puerta estaba preparando las joyas de esta señora para ella. Mira estos anillos de oro y diamantes, hijo. —Gordon levantó la hinchada mano izquierda para que Frank pudiera verla antes de volver a dejarla, con gran delicadeza, sobre la mesa—. Sí, siempre hay algunos tipejos que tratan de quitar estas cosas antes de que se cierre la tapa, así que les daremos una sorpresa. Vamos a pegarlos, hijo. A pegarlos. No van a ir a ninguna parte. Los pegaremos y pondremos un poco de fluido extra en los dedos. Para que se hinchen. No es que se vaya a llevar consigo las alhajas. Pero son los deseos de la familia, hijo, los deseos de la familia. Y no queremos que esos tipejos del crematorio se interpongan entre nosotros y los deseos de la familia, ¿verdad, hijo? ¿Eh?
—No.
—Un poco de pegamento fuerte. El mismo que utilizo para mantener los ojos cerrados. Es el único modo de impedir que se abran. A menos que los cosas, claro, pero eso es una chapuza. Bueno, ya está. ¿Quieres un vaso de limonada mientras miras, Frank?
—No.
—¿No quieres limonada? ¿Y leche? ¿Quieres un vaso de leche, hijo?
—No, muchas gracias.
—Como quieras, hijo. Ya está limpia y hay que tomar nota de estos anillos, ¿ves? Para la familia. Ahora tenemos que preparar la boca y eso es algo muy importante. Tu tía Aida siempre me asesora en eso porque es algo delicado, Frankie, muy delicado. Si no le cierro la boca con la fuerza suficiente… bueno, no tendrá un aspecto demasiado agradable —y mientras decía esto se volvió hacia Frank e hizo una mueca horrible, con los ojos cerrados y la boca floja— pero si se la cierro con demasiada fuerza, este pedazo de piel que hay bajo la nariz se tensa y arruga el labio superior y se nos queda mirando con mala cara a la familia. Bueno, qué más da que le ponga mala cara a la familia, te preguntarás, pero está la cuestión del velatorio, hijo, para eso estoy yo aquí en realidad, para prepararla para el velatorio. Así que le voy a ensanchar un poquito el labio con el escalpelo, así. Cuando le haya limpiado un poco la boca vienes y me dices qué te parece.
—¿Quién es?
—¿Eh? ¿Qué? —Gordon parecía sorprendido. La mano que sostenía el escalpelo cayó a un lado—. No es nadie, hijo. No es nadie. Antes era alguien, pero ya no. Fuera quien fuese, ya no está en este cuerpo. Dejó de estarlo hace varias horas, Frankie. Quiero que eso lo tengas claro, chico. Si hay algo después de este mundo, bueno, se fue a buscarlo hace rato. Y si no hay nada, bueno, tampoco está aquí ya. Éste no es más que el envoltorio en el que vino. Pero ya no está aquí, ¿sabes?
Frank debió de parecer asustado porque Gordon dejó el escalpelo, se le acercó, se inclinó y le acercó tanto la cara que el niño empezó a sentirse incómodo. Los ojos de Gordon, de ordinario apagados, seguían brillando. Incluso ahora su perenne sonrisa revelaba las encías denudadas y alejadas de los dientes, sólo que en aquel momento parecía resplandecer de vitalidad y no con su habitual necrosis; y Frank advirtió que la animada charla de Frank no estaba acompañada por ninguno de sus habituales balbuceos, tartamudeos ni sonidos siseantes.
—Verás, hijo, a pesar de que eres un niño pequeño voy a contarte por qué estoy haciendo estas cosas. Yo también soy de otro mundo, sí, sí, como un duende, un ser de otro mundo enviado aquí para pasar una varita mágica sobre estos viejos envoltorios para que estén más bonitos. ¿Y por qué? Porque ni siquiera ellos, los adultos, son capaces de soportar la verdad; no pueden soportarla. Es la descomposición. Hacemos lo imposible para fingir que el final no ha llegado en realidad. Así que aquí estoy yo para sacar mi varita mágica y agitarla sobre este viejo montón de carne, y me pagan, es mi trabajo, pero lo hago porque amo a la gente, Frankie, sean quienes sean. Lo hago por el amor de los que se quedan atrás. Porque no quiero que sufran al ver a sus seres queridos. Así que saco mi varita mágica y hago mi trabajo, ¿ves?
Frank asintió. Gordon también asintió y a continuación volvió a incorporarse para volver junto al cadáver, el Duende de la Muerte agitando su varita, mojó una pequeña esponja en una solución que llenaba un plato metálico y empezó a frotar el cuerpo vigorosamente.
—Desinfectar y preservar, Frank, eso es lo que hacemos, desinfectar y preservar. No podrías mirar este cuerpo dentro de muy poco tiempo. Nadie podría. Tengo que ponerlo presentable para que sus seres queridos puedan ir al velatorio y presentarle sus respetos así que lo estoy preparando, eso es lo que hago. Esta vez alguien la ha preparado antes, lo que facilita mi trabajo, pero cuando me los traen todos retorcidos y enredados —y mientras decía esto levantó un brazo del cadáver, le limpió la axila con la esponja y volvió a bajarlo con delicadeza— tengo que darles masaje y doblarlos hasta que recobran la forma. Pero ahora puedo seguir con el embalsamamiento.
Dejó la esponja, recogió el escalpelo y lo agitó frente a Frank.
—Agua y aire, Frank, agua y aire. Las dos cosas que provocan la descomposición; fíjate que son sus opuestos, el agua y la tierra, los que se encargan los cadáveres. Pero si somos capaces de contener al agua y el aire podemos ganar algo de tiempo. —Se volvió hacia el cuerpo y le hizo una repentina incisión en el lado derecho del cuello—. Siempre en el derecho, hijo, siempre en el derecho. La arteria carótida y la vena yugular. Vamos a sacar la sangre y reemplazarla con un fluido con base de formaldehído, ¿sabes? Sí.
Frank pensó que Gordon estaba hablando consigo mismo tanto como con él. Sin dejar de hablar, locuaz como nunca, Gordon sacó un pequeño bidón del que sobresalían varios tubos e introdujo uno de ellos en una arteria. Insertó un segundo en la yugular y preparó un drenaje. A continuación empezó a bombear vigorosamente el fluido del bidón a la arteria. Frank podía ver cómo se tensaban las venas de los brazos de Gordon y en medio de su esfuerzo su tío levantó la mirada para animarlo con una sonrisa tardía. Frank no podía ver cómo pasaba la sangre a otro bidón situado detrás de la mesa pero sí que lo oía.
—Basta con diez litros —dijo Gordon como si se lo hubiera preguntado—. Más o menos. Por su puesto si es un tipo gordo, necesitas más. Pero por lo general con diez vale. Ésta es bastante gorda.
Al cabo de un rato Frank recobró la facultad del habla y dijo:
—Se está poniendo rosa.
—¿Rosa? Sí, hay un poquito de tinte en el fluido. Les da un poco de color. Y así veo cómo van las cosas. Si esta parte va bien y no hay coágulos ni cortes, hay que aplaudir, ¿eh, chico? Aplaudir.
Frank sonrió para señalar que estaba dispuesto a aplaudir ante aquel objeto dispuesto de manera monstruosa delante de sus ojos.
Fue un proceso muy largo y en un momento dado regresó Aida. Cuando asomó la cabeza por la puerta, Frank se vio sorprendido y creyó que iba a regañarlo por no haberse ido a la cama.
—¿Un pequeño ayudante? —dijo Aida. No parecía enfadada—. ¿Te has buscado un pequeño ayudante?
—Así es —dijo Gordon con alegría y sin levantar la vista de su trabajo—. Y menudo ayudante está hecho.
Frank meció las piernas, complacido por el calificativo pero sin saber qué había hecho para merecerlo.
—Está yendo estupendamente —continuó Gordon, encantado—. Estupendamente. Llegas a tiempo para el embalsamamiento de la cavidad torácica.
—Oh, bien —dijo Aida—. Encenderé el hervidor y lo veremos juntos.
Salió del cuarto y regresó poco después con una tetera y un vaso de leche para Frank. Volvió a salir y vino con otra silla, que colocó junto a la de su sobrino. Gordon dejó en la mesa su taza de té para poder darle sorbitos mientras trabajaba. Aida y Frank bebían su té y su leche, respectivamente, mientras lo observaban.
El embalsamamiento de la cavidad era un poco más complicado. Gordon hizo un pequeño corte con el escalpelo por debajo del ombligo e introdujo una aguja larga por el abdomen. Tenía una bomba de succión accionada por agua, que utilizó para sacar la sangre y los demás fluidos. A continuación empleó la misma aguja, el trocar, para introducir fluidos preservadores en los órganos.
—El desinfectante más fuerte —le susurró a Frank— es para los órganos. Así es. Luego cerramos estos pequeños cortes y todos a aplaudir.
Mientras Gordon hacía todo esto Frank descubrió que Aida solía ayudar con lo que ella llamaba el «lavado, maquillaje, vestido y acomodo». Normalmente concluían el proceso en una sola sesión pero Aida reparó en la hora que era e insistió en que Frank tenía que irse de una vez a la cama. Al ver su decepción, le prometió que le enseñarían el proceso completo con otro cuerpo, dado que, le aseguró, los cadáveres nunca dejaban de llegar.
—Sí, sí, a la cama, a la cama, hombrecillo —dijo Gordon. Y entonces añadió—. Dulces sueños —antes de tomar un último sorbo de té.
Frank se despidió de mala gana y se dirigió a su cuarto, pasando junto al salón, donde la hiena reaccionaria seguía emitiendo en voz baja. Y mientras arrastraba los pies escaleras arriba Frank decidió que por muy divertida que fuera La Mula Francis o por muy reconfortante que fuera la repetición de las imágenes del alfarero o, incluso, por muy refinada que fuera la forma de hablar de Jennifer Gay, lo que había visto en el taller de Gordon era muy superior a cualquier programa de televisión.