La disputa de Olive y Aida se prolongó durante todo 1952 y hasta bien entrado el verano de 1953. Para todo el mundo suponía un engorro tener que convivir con el problema sin tomar partido abiertamente y sin tratar a ninguna de las dos de manera menos favorable. Aunque Martha decía con orgullo que había llegado a ponerse de rodillas para conseguir que las hermanas demostraran un poco de sentido común, sus artríticas articulaciones jamás le hubieran permitido semejante gesto y, además, ella no era propensa a los actos teatrales. En realidad sí que había rogado y protestado durante algún tiempo, pero con efectos contraproducentes. Entonces había dejado de hacerlo. Después de todo, su propia vida le había enseñado una o dos cosas sobre silencios prolongados y tenía una idea bastante aproximada de lo que podía ponerles fin y lo que no.
Cassie y Frank vivían con ella, y sin traer demasiados problemas o demasiada vergüenza a su puerta. Frank ya era lo bastante mayor como para ir al colegio con un grupo de niños del barrio; Cassie estaba disfrutando de un prolongado período de tiempo sin sus problemas de melancolía. Fuera lo que fuese lo que había ocurrido en Ravenscraig, algo de ello le había proporcionado mayor confianza sobre su manera de comportarse y le había enseñado a discutir un argumento en lugar de echarse a llorar o enfadarse. Incluso, de tanto en cuanto recibía la visita ocasional del joven de Ravenscraig llamado George.
A Martha le gustaba George. La hacía reír, a pesar de que se daba perfecta cuenta de que si estaba tratando de engatusarla era para llegar a Cassie. A Frank también le gustaba George y entre los tres divertían a Martha con historias inventadas sobre la gente del Castillo Ravenscraig, como había terminado por ser conocida la comuna. George se quedaba a dormir algunas noches. Le preparaban una cama en el salón. En aquellas noches Martha escuchaba a menudo el crujido del parqué, o susurros, o incluso unos pasos livianos en las escaleras, pero no decía nada. Su tolerancia hubiera escandalizado a sus demás hijas. Por lo que a Cassie se refería, Martha había llegado a la conclusión de que no era el sexo lo que le causaba problemas; era el salir a buscarlo. Había renunciado hacía tiempo a la posibilidad de que Cassie encontrara un marido que pudiera soportarla en los momentos en los que se convertía en un fauno del bosque o empezaba a ver espíritus. Hubiera sido mucho pedir para cualquiera. Así que si George resultaba ser un amigo interesado y más o menos constante (si no un novio a la antigua), no quedaba más que alentarlo.
Bernard y Betie siempre habían mantenido buenas relaciones con George y se alegraban de verlo. Y cuando en ocasiones venía Lilly a verlos a Coventry y se alojaba en su piso, era como si Ravenscraig, o al menos el ala radical de Ravenscraig, hubiese acudido a casa de Martha para ofrecerle una especie de segunda familia.
—Cualquiera que no le haga ascos al pan con mantequilla y no tenga objeciones contra el agua y el jabón —dijo Martha en más de una ocasión cuando le preguntaron si le molestaba recibir tantas visitas inusuales— es bienvenido.
Pero fue al llegar el verano, al mencionar Martha que Tom y Una querían que Frank pasase algún tiempo en la granja, cuando Aida hizo una oferta inesperada.
Cassie estaba horrorizada.
—¡Oh, no! ¡No pienso ir allí! ¡No me parece bien! ¿Por qué nos lo ofrece precisamente ahora que no lo necesitamos?
—No parece muy apropiado —asintieron Evelyn e Ina—. No con ese horrible cuarto de atrás.
—¡Uhg! —dijo Ina.
—La verdad del asunto —dijo Olive, que últimamente había adquirido la costumbre de utilizar las expresiones más impactantes de su madre— es que se ha ofrecido para molestarme.
—¿Y cómo te molesta eso? —dijo Martha—. No todo tiene que ver contigo.
Pero Martha sabía que había algo de verdad en las palabras de Olive. Ella y Aida eran las dos únicas hermanas que no se habían hecho cargo de Frank en ningún momento, tal como se comprometieron todos en su momento. Olive y William habían atravesado una crisis y su matrimonio había recobrado —misteriosamente— la vitalidad. En las Navidades había ocurrido algo que había devuelto un aire juvenil a los andares y la mirada de Olive. Por eso el enfrentamiento con su hermana no había sido tan doloroso para ella. Pero sí que la «molestaba» el pensar que la oferta de Aida la dejaría a ella, Olive, como la única hermana que no había cumplido con una importante responsabilidad familiar.
Betie se encontraba allí y dio su opinión.
—A mí me parece que deberías dejar que Aida tuviera su turno, mamá. Sean cuales sean sus motivos. O sea, Frank vino a Ravenscraig cuando todo el mundo creía que aquello era un antro de vicio y tú lo permitiste. ¿Cómo le vas a decir que un antro de vicio es aceptable pero su casa no? Dejará de hablarte a ti también.
Martha sabía que Betie tenía razón. Betie hablaba siempre con más sensatez que todas ellas juntas. Frank tendría que pasar una corta temporada con Aida y Gordon.
—Deja que pase lo que queda de verano con Tom y Una —continuó Betie—. Luego, cuando empiece el próximo curso, puede irse con Aida. Cassie puede quedarse aquí si no es capaz de soportar aquello, y de ese modo podrá traérselo todos los fines de semana.
Martha le dio una chupada a la pipa, melancólica y reflexiva.
—Sí. Tendrá que ser así.
—Y no es que me alegre por el niño —dijo Betie—. No, con el cuarto trasero de Gordon y todo eso.
Así que dejaron que Frank pasara el verano en la granja. Cassie estaba encantada porque así podía renovar su devoción por la equitación. Frank pudo asegurarse de que el Hombre-Tras-el-Espejo seguía exactamente donde él lo había dejado. El puente de madera que cruzaba el arroyo era ahora una densa y crecida maraña de ortigas y zarzas, dedaleras y primorosas. Le costó un gran esfuerzo arrastrarse bajo el puente para llegar a su antigua capilla y cuando por fin lo consiguió el Hombre-Tras-el-Espejo, aunque seguía allí, no tenía nada que decir.
—¿Me has mandado a Coventry? —preguntó Frank. Pero la falta de respuesta confirmó sólo que la respuesta podía ser un sí o un no; y al salir de su viejo escondite, a Frank se le quedó atrapada la cabeza y experimentó unos momentos de pánico aterrador.
No volvió a meter la cabeza por miedo a que la cosa se repitiera pero trató de hablar con el Hombre-Tras-el-Espejo a distancia, sólo para que supiera que seguía allí. El resto del verano discurrió en medio de una alucinación de exuberantes prados verdes y recogida de heno; de campos de cebada y cosechas; y de tardes húmedas y tormentas repentinas. Frank tenía tan poco impacto en su entorno, y la transición del día a la noche y de ésta de nuevo al día hacía que la vida pareciera tan efímera e indiscriminada, que igualmente podría haber sido una brillante libélula azul flotando sobre el agua del estanque que había en un extremo de los campos de Tom.
Pero los días pasaban y cuando el verano de aquel año cedió el paso al otoño, no lo hizo con el lento giro de un gozne o el echarse a rodar de una vasta rueda. Fue como si un día el verano se hubiera cerrado dando un portazo. De repente los setos lucían un atavío estacional de grosellas azules y bayas rubíes, de acerolas escarlatas y moras negras, y de belladona.
Frank regresó a casa de su abuela, donde recibió la noticia de que iba a vivir con su tía Aida y su tío Gordon durante «una o dos semanas», hasta que la salud de Martha hubiera mejorado un poco.
De hecho a la salud de Martha no le ocurría nada que no pudiera atribuirse al catálogo regular de achaques propios de la vejez. Se planteó así para que Frank no discutiera y Frank no discutió. Había terminado por aceptar aquellos tránsitos de manos de unos tíos a otros como una condición natural de la infancia y creía que la mayoría de la gente vivía así. Nunca se había preguntado por qué los tres hijos de Tía Olive o las dos gemelas de Tía Una no eran compartidos. Ya había aprendido a hacer el equipaje con las cosas que quería llevarse en lugar de dejarlo al criterio de otros. Mientras bajaba su destartalada maleta por las escaleras el día que Gordon tenía que venir a recogerlo, Cassie se echó a llorar una vez más.
—¡Levanta la barbilla! —le dijo William a Frank. Había llegado en aquel momento con un cargamento de verduras. Se volvió hacia Cassie y le dijo—. Estará perfectamente. ¡Asustará a los muertos!
Con eso sólo consiguió que Cassie llorara con más fuerza.
—Ya basta —le dijo Martha—. Sólo va a estar a tres calles de distancia.
Aquella afirmación era un poco exagerada, dado que Gordon creía que estaban lo bastante lejos como para traer el Estándar Ocho fabricado en Coventry y aguardar con el motor encendido a que el niño saliera. Su naturaleza parsimoniosa hacía que lo mantuviera en el garaje salvo en ocasiones muy especiales o cuando se iban de excursión los fines de semana y Frank disfrutó de una sensación de privilegio mientras lo llevaban a su nueva casa con lenta, cuidadosa y obsesiva precisión.
Lo cierto era que en materia de espacio, Gordon y Aida eran los que mejor preparados estaban para acoger a Frank. Poseían una casa comparativamente grande en el camino de Binley, una propiedad lúgubre con patio de grava y tejado de pizarra situada a cierta distancia de la carretera y medio escondida detrás de unas coníferas. Mientras Gordon paraba el motor junto a la casa Aida los esperaba en la puerta, con las manos unidas debajo de la barbilla, moviendo los labios sin hablar, como si tuviera que formular tres acertijos antes de conceder paso a su casa.
Gordon hizo que Frank esperara en el asiento mientras él daba la vuelta al coche y le abría la puerta, como si fuera un joven príncipe. El rictus —aquella sonrisa desnuda que enseñaba las encías— no se borró un solo instante de su expresión mientras llevaba a buen paso la maleta del niño hasta la puerta.
—Bueeeeeno, señora —dijo al fin—. ¡Aquí está nuestro chico!
Aida inclinó ligeramente la cabeza y con desconcertante orgullo llevó la mano derecha a su omóplato y pronunció las siguientes palabras:
—Bienvenido, Frank, a nuestra casa.
Fueran los que fuesen los motivos de Aida para invitar a Frank a pasar una temporada en su casa —y la egocéntrica visión de Olive no andaba del todo desencaminada— tanto ella como Gordon estaban encantados y extrañamente excitados de recibirlo. Decir que no sabían nada sobre niños pequeños no hubiera hecho honor a la verdad. La juventud de Aida había estado salpicada por la llegada constante de hermanas menores. Lo único que pasaba es que le faltaba un poco de práctica. Gordon había sido hijo único, gracias a lo cual había heredado el dinero que le permitió a Aida y a él poner la entrada para aquella casa. En el camino de Binley Frank iba a aprender algunas cosas sobre la superioridad. Para empezar, que Aida estaba decidida a proporcionarle lo mejor; o al menos, algo mejor que cualquiera de sus hermanas.
Para empezar lo llevaron a su cuarto. Y menudo cuarto. Al igual que Evelyn e Ina antes que ella, Aida había hecho un esfuerzo. Al igual que antes, el esfuerzo incluía una fotografía de un equipo de fútbol en la pared. Pero ésta no era tan antigua como la que todavía colgaba de la pared de las gemelas. Era una fotografía reciente del Club de Fútbol Ciudad de Coventry, llena de rubicundos muchachos que sonreían abiertamente a la cámara. Además había una camisa de los Blue Sky clavada en la pared, y con ella la promesa de Gordon de llevarlo a ver un partido el día que fuera lo bastante mayor para ponérsela. Había un balón de fútbol nuevo, inflado y atado, esperándolo en equilibrio sobre el armario. Y otras parafernalias infantiles que habían sido importadas especialmente para la ocasión: una maqueta de avión colgada del techo; un barco en un vaso de cristal. Todas ellas cosas espléndidas para un niño, incluido el balón. Sólo que Frank sospechaba que no se le permitiría tocarlas.
Esta idea se vio reforzada cuando Aida le mostró una estantería llena de preciosos volúmenes de referencia. Le dijo que los libros estaban allí para ayudarlo en algo que ella llamó «sus estudios», y que podía consultarlos siempre que quisiera pero que convenía que se lavara primero las manos. Aquella disposición estaba en contraste directo con lo que le habían enseñado en Ravenscraig. Peregrine Feek le había dicho que un libro no era más que una mercancía de poco valor que contenía ideas de gran valor que a su vez residían en otro sitio. El que las ideas contenidas en un libro y el libro propiamente dicho eran cosas distintas lo había demostrado Feek encendiendo una fogata con algunas páginas arrancadas a Das Kapital, que todos en Ravenscraig parecían considerar el mejor libro jamás escrito. Frank miró los lustrosos libros de su nueva habitación y empezó a sospechar que seguramente Aida no estaría de acuerdo con Peregrine Feek.
Tomaron el té en una mesa lacada cubierta por un bonito mantel de lino y en cubertería de plata y una porcelana tan fina que Frank creía que se haría pedazos si la tocaba con el tenedor de plata. Se sirvió sopa de primero y Aida le enseñó que debía inclinar el plato hacia el exterior y no hacia sí; de segundo tuvieron pescado y Frank vio un tenedor plano de pescado por primera vez en su vida; el postre adoptó la forma de una pequeña pera y le enseñaron que no había que pelarla sino partirla en cuatro trozos en el propio plato.
Las reglas nuevas se presentaban en las cosas más insignificantes. Durante la cena Frank escuchaba mientras Aida se quejaba de que aquel día un vendedor se había presentado en la puerta delantera en lugar de en la trasera. Según aseguraba, aquella terrible trasgresión había sido provocada por la guerra. La guerra había acarreado un clima de degeneración en general y el uso de pantalones por parte de las mujeres, en particular. Frank se preguntó qué le pasaría a Aida si una vendedora con pantalones se presentara en su puerta delantera. Mediaba una gran distancia entre Ravenscraig y el camino de Binley.
—Veamos —dijo Aida—. ¿Estás lleno?
—Sí, gracias.
—Sí muchas gracias, Frank, sí, muchas gracias. Gracias sólo es vulgar. ¿No es así, Gordon?
—Eeeee… si tú lo dices.
—Lo digo. ¿Dónde vas, Frank?
Frank había sido sorprendido en el acto de levantarse de la silla.
—A ningún sitio.
—Antes de ir a ningún sitio se pide permiso para levantarse de la mesa, ¿no es así, Gordon?
—Sí… eeeeeeeee… Aida, deja tranquilo al niño.
—El niño está muy tranquilo y nos estará muy agradecido cuando salga al mundo con buenos modales. Frank, no te estoy riñendo. Sólo trato de remediar el desastre de… ¿cómo se llamaba ese lugar horrible?
—Ravenscraig.
—Sí. Ya me imagino cómo eran los modales en ese lugar.
—Sí, Tía Aida.
Entonces Aida cogió su servilleta y se enjugó los ojos con ella.
—Lo siento, Frank. No estoy siendo demasiado amable, ¿verdad? Cuando me porto así tu tío Gordon me llama vieja bruja. ¿Me estoy portando como una vieja bruja?
Gordon se echó a reír con ganas. A continuación Aida se rió también. De repente los dos tenían la cara roja de tanto reírse. Frank los miró y logró esbozar una sonrisa.
—Si me porto como una vieja bruja debes decírmelo, ¿de acuerdo, Frank? ¿Lo vas a hacer? ¿Me lo dirás? ¿Qué me dirás que soy? ¿Qué me dirás que soy?
Frank se volvió hacia Gordon, confundido, pero éste volvió a enseñarle las encías y asintió para alentarlo. Las risas habían cesado mientras los dos esperaban a que Frank lo dijera:
—Una vieja… bruja.
Aida asintió con siniestra satisfacción y dejó la servilleta a un lado. Gordon también pareció quedar satisfecho. El repentino y breve ataque de risa había terminado y ahora había llegado el momento de levantarse de la mesa con permiso o sin él.
Gordon se excusó diciendo que tenía que hacer una o dos cosas «en la parte de atrás». Frank lo miró mientras se marchaba. Había oído algunas cosas sobre las actividades de Gordon en «la parte de atrás». La parte trasera de la gran casa servía a las necesidades del trabajo funerario de Gordon: aunque no era enterrador (el semblante cadavérico de Gordon era para el público demasiado parecido al de los muertos, lo que impedía que se pusiera la levita negra y el sombrero de copa salvo en casos de necesidad desesperada) había sido un embalsamador de talento desde que irrumpiera bruscamente en el negocio en tiempos de los bombardeos sobre Coventry.
En aquella época, cuando la necesidad era acuciante y era imperioso encargarse de la enorme cantidad de cadáveres que había en la ciudad, no le había costado aprender el oficio. Había acondicionado la parte trasera de la casa, en tiempos la consulta de un dentista, como depósito de cadáveres temporal y allí descansaban los cuerpos de las víctimas de los bombardeos mientras esperaban a recibir una sepultura apropiada. Había descubierto entonces que el trabajo se le daba muy bien y lo temporal no tardó en convertirse en permanente, y se sacó una licencia. Trabajaba con dos funerarias cercanas. Le traían los cadáveres recientes para que los preparara y a continuación él se los entregaba a los enterradores para que los presentaran a los familiares en una capilla de verdad.
Frank sabía todo esto, al menos de una manera abstracta. Sabía que Ina y Evelyn se habían opuesto a que se mudara allí a causa de su especial empatía con los espíritus.
—No debería estar en un lugar en el que los espíritus están aún en proceso de tránsito —habían dicho—. Es demasiado sensible.
—¡Vamos! —había contestado Martha.
—Para el niño será espeluznante —había dicho Olive.
—Es el sitio al que vamos todos —había replicado Martha.
—¡Es demasiado horrible! —se había quejado Cassie.
—Oh, vamos, a ver si creces de una vez —había dicho Martha, que estaba perdiendo la paciencia.
Y así era como Frank había acabado mirando la espalda de su tío mientras se dirigía a la sombría habitación de la parte trasera de la casa. Gordon cerró la puerta tras de sí con un crujido suave pero tan imperioso que resultó ominoso. El sonido de la voz de Aida rompió el hechizo.
—Y ahora, por ser una ocasión especial —estaba diciendo su tía— puedes ir al salón a ver la televisión.
¡La televisión! ¡Frank había oído hablar de la televisión de Aida y Gordon! Ellos tenían un aparato de TV antes de que cualquier otro miembro de la familia pudiera considerarlo como otra cosa que no fuera un lujo fabuloso. Frank había asistido a una discusión sobre la televisión en Ravenscraig. Todos estaban de acuerdo en que la llegada de la televisión era una hiena reaccionaria, porque se utilizaría como medio para explotar el afán del público por las mercancías y las formas abyectas de entretenimiento y así apartarlo de la educación política. También se habían puesto de acuerdo en que era imperativo apoderarse de la hiena reaccionaria y regular su uso. Pero lo más importante era que, según recordaba Frank, se había dicho que la televisión podía retransmitir acontecimientos en vivo, como partidos de fútbol.
La hiena reaccionaria se encontraba en una esquina de la sala, una presencia muda pero ominosa. Tenía su único ojo cerrado. Era como un gran armario con una ventana verde. Por un momento Frank se preguntó si tendría que avisar a Betie y Bernard de que estaba allí, en la casa de Aida, para que pudieran venir a regular su uso. Tomó asiento en una silla frente al aparato, con el mismo respeto que hubiera podido mostrar frente a una bomba que no hubiera estallado.
Gordon volvió de «la parte de atrás» con una gran sonrisa en los labios. Se colocó detrás del aparato y lo conectó.
—Eeeeeeeee, tarda unos segundos en calentarse. Las válvulas, ya sabes.
Al cabo de unos segundos, apareció la imagen de un hombre en un estudio mostrando un montón de pequeños animales, pero el programa terminó enseguida y fue sustituido por una jovencita de aspecto agradable que hizo un anuncio. Estaba terminando la Hora Infantil de la BBC.
—Ésa es Jennifer Gay —dijo Aida con voz admirada—. ¿No te parece que habla maravillosamente?
Frank la escuchó. Había oído a otras personas hablar así.
—¡Habla como en Ravenscraig! —balbució—. ¡Exactamente igual!
—Oh —dijo Aida, sin saber muy bien si quería mancillar la imagen inmaculada que de Jennifer Gay se había compuesto con los prejuicios que había acabado por asociar con la comuna de anarquistas.
—Sí —dijo Frank, escuchando—. Dice «la houra de los niños» mientras nosotros decimos «la hora de los niños». Y dice «q-zá» cuando nosotros decimos «quizá».
—¿De veras? —dijo Aida.
—Sí. Y dice «caisa» cuando nosotros decimos «casa». Igual que en Ravenscraig.
—Sí.
Frank tenía buen oído para aquello.
—Y cuando nosotros decimos «ahora» ella dice «ahoura».
—Sí.
—Y dice «minad’carbón» cuando nosotros decimos «mina de carbón».
—Creo que ya son ejemplos suficientes —dijo Aida— para hacernos una idea de cómo se habla en Ravenscraig.
Escarmentado, Frank volvió a mirar la televisión. Habían llegado a un intermedio. Sonaba una música de flautas y violines mientras unas manos daban forma a un recipiente de arcilla sobre una rueda de alfarero. Esto se prolongó durante varios minutos. Al acabar, Frank dijo:
—Ha estado bien.
Un reloj antiguo con forma de alas de murciélago dio la cuenta atrás para el siguiente programa, ayudado por el tañido de unas cuerdas de arpa. Comenzaba con imágenes de un tractor arando un campo y se llamaba Agricultura. También contaba con un subtítulo muy descriptivo: «Para aquéllos que viven de la tierra». Era también un programa muy bueno, pensó Frank, y señaló que estaría bien que Tom y Una pudieran verlo.
Cuando empezaba a pensar que la hiena reaccionaria de la televisión tenía montones de cosas buenas, vio algo que lo inquietó. El programa de agricultura incluía una sección en la que un granjero hablaba de las dificultades que había tenido para arar un campo lleno de pedazos de metralla y fragmentos de un avión que había explotado sobre sus campos durante la guerra. Los restos metálicos enterrados seguían causando daños a su arado, aunque el Ministerio de la Guerra le había ayudado prestándole un detector de metal. El reportaje hizo pensar a Frank.
—Parece cansado —le dijo Aida a Gordon.
—Déjalo un rato más. —Frank se dio cuenta de que sus dificultades con el habla no eran tan pronunciadas cuando se encontraba en la comodidad de su propio hogar—. Te gusta la televisión, ¿verdad, Frank?
—Bueno, ya está bien para ser el primer día —dijo Aida con autoridad—. Un baño caliente, un vaso de leche y un bizcocho de jengibre, ¿te parece bien, Frank?
Era demasiado temprano para Frank, cuyas horas de acostar habían fluctuado mucho a lo largo de los años, pero Cassie le había enseñado a no discutir. Gordon suspiró y apagó la televisión. Frank tuvo el baño, el vaso de leche y el bizcocho de jengibre que iban a convertirse en los referentes de su vida en el camino de Binley, y a continuación se metió en la cama. Sin embargo, estuvo despierto durante mucho rato pensando en las actividades de Gordon en el cuarto de la parte de atrás, que estaba justo debajo del suyo; y en imágenes de enormes tractores arando la tierra en campos blancos y negros.