Frank y Cassie se quedaron con Martha. Betie y Bernard permanecieron con ellos durante las primeras semanas pero antes de Navidad decidieron alquilar un apartamento en la Avenida Paynes, más cerca del centro. Ambos encontraron trabajo como profesores en la Asociación para la Educación de los Trabajadores, como una manera de compensar las oportunidades que se les habían dado. Aunque la experiencia de Ravenscraig había resultado un fracaso, ambos estaban plenamente comprometidos con la causa de un proletariado instruido. Al fin y al cabo, alguien tendría que dirigir la revolución que inevitablemente seguiría a la caída del capitalismo.
El capitalismo, sin embargo, no había terminado aún con Coventry. Las fábricas de guerra no convirtieron las espadas en arados ni las lanzas en ganchos de podar, sino en aviones comerciales y en turismos Estándar Ocho. La reconstrucción siguió adelante, aunque no siempre de acuerdo a las líneas del arquitecto que era su mentor.
—No está bien —decía Bernard—. No están haciendo lo que él había planeado.
Se encontraban en la nueva zona peatonal del centro, tiritando a pesar de llevar los abrigos de invierno. Se había modificado la idea de un centro comercial reservado a los peatones y ahora pasaba una calle por la que se suponía que iba a ser la zona sin tráfico de la calle Smithford.
—Deberíamos habernos quedado aquí —dijo Betie con amargura—. Deberíamos habernos quedado y haber participado en el Ayuntamiento y haber luchado como locos. No deberíamos haber perdido el tiempo con estúpidos juegos en Ravenscraig.
—Habría hecho falta algo más que tú y yo luchando como locos —dijo Bernard con tristeza—. Tengo la impresión de que se han hinchado algunas carteras.
—Se han untado algunas manos —dijo Betie.
—Se han llenado algunos bolsillos.
—Se han chupado algunas caras.
—¿Cómo? Ése no lo cojo.
Betie se encogió de hombros. Entonces se echó a reír.
—Vamos a tomar una cerveza en el Golden Cross.
Y fue en aquel antiguo pub adyacente a la catedral bombardeada, delante de un par de cervezas tibias, reflexionando sobre el desastre que los arquitectos, hombres de negocios con intereses venales y concejales corruptos estaban haciendo de la reconstrucción de Coventry, donde Betie y Bernard decidieron que se presentarían a las elecciones municipales.
Unos días después de la fiesta de bienvenida, William volvió a ver a Rita.
—No tengo mucho tiempo.
Rita lo invitó a pasar y lo llevó al salón. Cuando William se disponía a abrazarla, le puso las palmas de las manos sobre el pecho y retrocedió un paso.
—William, no me gusta que vengas así y te marches igual de deprisa.
William se desplomó sobre el sofá. Se rascó la nuca. Levantó la mirada hacia ella. Le temblaban las fosas nasales. Se volvió hacia la fotografía de Archie que descansaba sobre la repisa de la chimenea.
—No te culpo. No te culpo en absoluto.
Rita se sentó a su lado y le puso una mano en la rodilla.
—Lloro por las noches.
—¿Ah, sí?
—Sí. Lloro porque echo de menos a Archie y también te echo de menos a ti. Estás conmigo pero no estás conmigo. Estamos juntos pero no estamos juntos. Has hecho que no pueda dejar de pensar en ti pero no puedo estar contigo.
La nariz de William volvió a temblar. Recorrió la habitación con la mirada como si estuviera tratando de averiguar lo que ocurría, como si buscara inspiración para contestar.
—Rita, aquí hay algo que huele mal.
—¡Qué romántico!
—Sólo era un comentario.
—¡Confío en que no te refieras a mí!
—Por supuesto que no me refiero a ti. Algo en la casa. —Volvió a recorrer el cuarto con la mirada. No había nada digno de mención. Sólo los adornos de costumbre, la fotografía de Archie y una maceta con una planta sobre la repisa—. Ven, acércate.
Rita se dejó abrazar esta vez y se arrimó a él. William enterró la nariz en el cuello de su blusa e inhaló el embriagador aroma de la mujer, el perfume natural de su cuerpo que lo encadenaba a ella. Para eso había venido. Aspiró profundamente. Era intenso y asombroso, y convertía toda aquella locura en una especie de cordura. Era un oasis. Una isla en la oscuridad. Uno podía sumergirse en aquel aroma para siempre y no querer salir al aire libre nunca más.
Pero William salió a buscar aire. Enderezó la espalda y volvió a arrugar la nariz. Había algo que lo inquietaba. Examinó de nuevo la habitación.
—¿Qué pasa?
—Debería irme —dijo con la voz cascada—. La verdad es que debería irme. Mira Rita —dijo mientras se ponía en pie—, se acercan las Navidades. No podré venir a verte durante varios días. Las vacaciones. Los niños y todo eso. Estarás bien, ¿no? Durante las Navidades, me refiero.
—Estaré bien —dijo Rita con voz suave. Sabía que William se estaba despidiendo.
William se inclinó para besarla. Ella le ofreció la mejilla. Entonces William salió por la puerta principal. La cerró con un suave crujido. Rita lanzó una mirada meditabunda a la planta de la repisa.
* * *
Las Navidades de 1951 fueron difíciles en otros aspectos. La costumbre establecía que la casa de cada hermana recibiera la visita de todas las demás, y si era posible, en grupo. Pero Aida y Olive No Se hablaban.
No hablarse resultaba especialmente difícil cuando estaban en la misma habitación y la ingeniería necesaria para asegurarse de que no ocurriera era más compleja y delicada que las bombas que muchas de ellas habían aprendido a fabricar durante la guerra. Si podía ocurrir que fueran todas a una casa había que organizar la hora a la que se marcharía una para que pudiera llegar la otra y las dos hermanas se prestaban a esto sin siquiera admitir que lo estaban haciendo.
—Puede hacer lo que le salga de las narices —decía una.
—Puede hacer lo que mejor le parezca —decía la otra.
Los demás ponían mucho cuidado para que no pareciera que estaban tomando partido, aunque sus simpatías estuvieran más próximas a una o a la otra. Evelyn e Ina siempre habían encontrado insoportable a Aida, mientras que Una y Betie confesaban sin tapujos que la naturaleza controladora y quisquillosa de Olive siempre conseguía irritarlas. Cassie se dejaba influir por quienquiera que estuviera hablando en ese momento.
—Pero tiene un corazón de oro —le decía a Betie.
—Sí, Cassie, pero no es más que un modo de hacer que te sientas en deuda con ella —afirmaba Una.
—Supongo que tienes razón.
A continuación, Cassie diría:
—Pero Aida es la más justa con todas nosotras.
—Sí, Cassie —podía responder Ina—. Pero las cosas siempre tienen que ser como ella quiere.
—Sí, eso es verdad.
Martha se mantenía al margen y cuando Olive o Aida estaban allí les decía que se estaban comportando como colegialas. Ocurriera lo que ocurriera, el pastel se había repartido siempre en ocho partes iguales y así seguiría siendo.
—Abuela —preguntó Frank a Martha—, ¿por qué no se hablan la tía Olive y la tía Aida?
—Se han mandado a Coventry. —Frank parpadeó al oír esto. Martha había limpiado la pipa y estaba volviendo a llenarla de tabaco—. Es lo que la gente dice cuando no se habla: se mandan a Coventry.
—¿Fue por algo que pasó en la fiesta?
—Bueno, ellas dicen que sí, pero en realidad no. Cuando la gente deja de hablarse no es por algo que pasa en un minuto.
—¿Y por qué dejan de hablarse?
Martha se encendió la pipa, apagó la astilla y volvió a arrojarla al fuego. Exhaló una nubecilla de humo azul y de olor dulzón. Frank la miró a través del humo. Parecía convertir en agua los ojos de su abuela. La respuesta tardó bastante en llegar.
—Fantasmas.
—¿Fantasmas?
—Sí. Puedes convertir a una persona en un fantasma si dejas de hablar con ella. Es un modo de matarla, ¿sabes?, como convertirla en piedra, sólo que sigue estando cerca para que puedas seguir castigándolos. Así que tú no lo hagas nunca, ¿eh, Frank?
—No, abuela.
—No, abuela. Y ahora ve a jugar a tu cuarto, que quiero estar a solas un rato.