Betie, Bernard, Cassie y Frank llegaron y hubo gran regocijo. Era como si en lugar de haber regresado de un lugar situado a ochenta kilómetros de distancia acabaran de llegar del Lejano Oriente. Para celebrar la reunión de todas las hermanas se abrieron latas de salmón, se prepararon sándwiches, se cortaron rodajas de jamón y lengua, se cortaron rábanos y chalotas y la cerveza negra y tostada corrieron como el agua. Y si Betie era la Hija Pródiga, nadie sintió la menor envidia.
Sólo que Aida, la hermana mayor, sentía de alguna manera que la habían relegado un poco en los preparativos. Olive se había hecho cargo de todo y había dejado de lado a todas las demás a la hora de hacer que la fiesta fuera especial. Una se había ofrecido a hacer un pastel pero Olive no se había enterado así que había salido y había comprado uno. Evelyn e Ina habían comprado una pierna de cerdo pero Olive le había pedido a Una que trajera el jamón. Aida se había encargado de comprar una botella de jerez pero Olive había enviado a William a comprar cerveza.
—Es lo mismo de siempre —se quejaba Aida a Martha, quien estaba tratando de defender a Olive diciendo que últimamente estaba pasando por un mal momento. Sin embargo, Aida no estaba dispuesta a escuchar—. No escucha a nadie y encima tú le das la razón. Es lo mismo de siempre.
Martha se disponía a responder pero entonces habían llegado los hijos pródigos. William había ido a la estación del autobús a recogerlos y allí estaban todos, rompiendo contra la puerta como una gran marea sonriente, y hubo besos y abrazos y algunas lagrimillas.
—¿Qué te ha pasado en la mano, Bernard? —dijo Martha—. Ven, dame el abrigo. Vamos, Frank, dale un beso a tu abuela, que te ha echado mucho de menos. ¡Vaya, sí que has crecido! ¡Cuánto ha crecido, Cassie, cuánto ha crecido!
—Sí que ha crecido —dijo Tom—. Seguro que ya puedes darle al balón de fútbol, ¿a que sí?
—Tenemos jamón, tenemos lengua, tenemos… —empezó a decir Olive.
Aida dijo:
—Hazlos pasar, Olive, por el amor de Dios.
—¿Tenemos sillas suficientes? —preguntó Evelyn.
—Dale una cerveza a Bernard —dijo Una—. ¿Qué es esa venda que tienes en la mano? Trae las sillas del cobertizo, Ina, seguro que vamos a necesitarlas.
—Tenemos salmón, tenemos queso…
—Menuda comilona —dijo Betie—. ¡Ven aquí, Tom y danos un beso!
—¡Déjalo en el suelo! —gritó Una.
—¡Oh, mira las gemelas! —dijo Cassie—. ¡Están preciosas! Tráelas aquí, por Dios, deja que les dé un beso. ¡Dámelas a las dos! ¡Las quiero a las dos!
—¿Has estado… eeee… en una guerra, Bernard? —dijo Gordon mientras le servía una cerveza tostada—. Toma, ten…
—Tenemos rábanos de sobra…
—¡Por el amor de Dios, Olive, deja de preocuparte! —dijo Aida, con la cara muy roja.
Todo el mundo se quitó el abrigo, todo el mundo encontró una silla, todo el mundo estaba hablando y bebiendo y Martha sentada debajo del reloj sintiendo que el mundo marchaba muy bien. Recogió el atizador y golpeó la carbonera con placentero celo.
Todo el mundo bajo un mismo techo. Aquéllos eran momentos que podía saborear como un brandy de solera.
—Cuéntamelo todo sobre ese sitio, Frank —dijo Tom—. Siéntate aquí y háblame de Ravenscraig. ¿Tenían animales?
Frank se sentó en el brazo del sillón de Tom y le dijo:
—Sólo perros capitalistas y hienas imperialistas.
—¿Eh? ¿Qué?
—Ravenscraig se fundó como un experimento contra el Capital. Éramos una alternativa importante.
—¿De veras? No tires el zumo de jengibre, Frank.
—Perdón. Sí. Verás, las mejores mentes del país se reunieron allí, incluida la mía, y teníamos que armarnos contra el ataque de los bienes materiales que comp… comp…
—Comprometerían —dijo Betie mientras se sentaba a su lado para escuchar.
—Que comprometerían a las clases trabajadoras y degradarían sus valores sociales.
—Dios mío —dijo Tom—. ¿Qué significa todo eso?
—No lo sé —dijo Frank—. Pero ahora todos se han marchado de Ravenscraig durante algún tiempo, por diferencias lógicas.
—Diferencias ideológicas —lo corrigió Betie mirando a Tom—. Se ha hecho limpieza.
—Ya veo —dijo Tom, a pesar de que no veía nada, mientras tomaba un trago de cerveza tostada—. ¿Y has aprendido algo más, Frank?
—Sí. Estaban todo el día trincando.
Betie se encogió. Tom se metió un dedo en la oreja y se sacó un poco de cera. Con el escándalo reinante nadie más había oído el comentario.
Betie dijo:
—Frank, no creo que debas mostrarte tan abierto aquí como lo éramos en Ravenscraig.
—¿Por qué? —preguntó Frank, con mucha razón.
—Los sitios diferentes tienen reglas diferentes. Eso es todo. ¿Verdad, Tom?
—Oh, sí. Eso parece. ¿Cuándo vas a volver a la granja, Frank? Al otro lado de la habitación, Cassie estaba siendo interrogada sobre las oníricas agujas de Oxford y el misterio exótico de Ravenscraig. ¿Qué clase de lugar era entonces?, querían saber Una y William.
—Muchos tíos pedantes —dijo Cassie— sin nada en la alacena.
—¡Ja! ¡Así son los izquierdistas! —dijo William.
—He decidido que yo soy de izquierdas —dijo Cassie—. Soy una radical de primera. Puedes meterte tus caducos valores capitalistas donde te quepan.
—¡Que me aspen! ¡Se han apoderado de ella! —rió William.
—Pero ¿cómo era aquello? —preguntó Una.
—Sexo para desayunar, para comer y para tomar el té. Si lo querías. Con lectura de libros muy gordos entre medias. Pero no les gustaba mucho el agua y el jabón, así que yo no les hacía demasiado caso, salvo a uno llamado George y a éste le hice que se lavara antes de tocarme y justo cuando se estaba lavando ocurrió todo.
—¿Qué ocurrió?
—Lo que nos ha hecho volver a casa. ¿Hay más de esos sándwiches de lengua y pepino? ¿Queda alguno? Voy a ver si quedan.
William y Una se quedaron cuidando sus vasos vacíos y mirándose el uno al otro.
—Bueno —dijo Una después de un momento— no te quedes sentado ahí como un lacayo capitalista. Ve a buscar un poco más de cerveza.
En otro rincón, Bernard le estaba explicando las cosas con mucha paciencia a Aida, Evelyn e Ina. Sus manos medían una separación de cuarenta y cinco centímetros exactos, como si estuviera describiendo un trozo de madera.
—Todo tiene sus virtudes y sus defectos. Ningún experimento social carece de dificultades y por eso precisamente es un experimento. En Ravenscraig hemos tenido la suerte de contar con algunas mentes realmente agudas, pero algunas veces los genios como éstos poseen ciertos temperamentos que resultan difíciles de contener. Aunque hay que decir que se hicieron algunos progresos con el establecimiento de ciertas normas comunitarias…
—Hay que tener normas —afirmó Aida—. No se puede vivir sin normas.
—Muy cierto, Aida, y Betie sería la primera en darte la razón, puesto que fue ella la que impulsó algunas de las normas y déjame que te diga…
—¿Otro sándwich, Bernard?
—Gracias, Olive.
—¿Te sujeto el vaso? No puedes usar la otra mano con esa venda, ¿verdad?
—¡Qué estábamos hablando! —se quejó Aida—. Sólo estaba diciendo…
—Estábamos hablando, así que deja de ser tan maleducada. ¿Qué decías, Bernard?
Olive, pálida, se retiró con su bandeja de sándwiches.
Se abrieron más botellas de cerveza, se descorchó el jerez, se comieron los sándwiches y se consumieron los pasteles. Ravenscraig siguió siendo el tema de conversación principal pero de alguna manera, después de que se hubieran planteado todas las preguntas y ofrecido todas las respuestas, ninguno de los presentes tenía la impresión de estar más informado sobre el lugar o sus habitantes. Ravenscraig podría igualmente haber sido un lugar místico situado en otro mundo, porque las explicaciones no eran más concretas que los informes de alguno de los que habían asistido a las sesiones espiritistas de Evelyn e Ina.
Pero Ravenscraig ya era historia. Era un evento extraño en la familia que había pasado, igual que había pasado la guerra. Y lo bueno que tenía la fiesta era que ponía de manifiesto que habían sobrevivido a Ravenscraig del mismo modo que habían sobrevivido al gran bombardeo de Coventry. Puede que hubieran quedado marcados o que tuvieran sus cicatrices pero habían emergido siendo más sabios y más fuertes. Una vez más se habían ganado el derecho a celebrarlo con una cerveza tostada y un sándwich de jamón.
Frank jugaba con los hijos de Olive y las gemelas de Una y para todo el mundo fue una sorpresa ver lo bien que se las apañaba. Cassie se sentía especialmente aliviada por estar en casa y por ver a Frank de nuevo en el seno de la familia. Ravenscraig había sido divertido, emocionante a veces, alarmante otras y en raras ocasiones aburrido de muerte. Algunas veces incluso había sido un alivio encontrarse entre gente que evidentemente estaba más chiflada que ella pero que parecía capaz de conducirse en el mundo a las mil maravillas. Sin embargo, el desagradable asunto de Peregrine Feek había puesto fin a la aventura en el mejor momento. Además, Bernard le había dado al viejo lo que se merecía y el profesor tendría que recurrir a la filosofía para explicarle su ojo morado a sus estudiantes.
Aunque el asunto la había puesto furiosa y también ella había estado a punto de romperse las manos y los tobillos sobre la espalda de Feek mientras éste se arrastraba a cuatro patas por toda la comuna, ahora la hacía sonreír. Y mientras sonreía levantó la mirada y vio que su padre también le estaba sonriendo. Estaba sentado con las piernas cruzadas sobre la encimera que había junto al fregadero. Se quedó boquiabierta por un segundo y entonces sonrió, porque había pasado mucho tiempo. Cassie miró a su alrededor para ver si alguien más había reparado en la presencia del anciano. No pudo evitar mirar a Martha; y Martha, a pesar de que estaba manteniendo una conversación con Ina, le devolvió la mirada porque nada, pero nada, se le pasaba nunca por alto.
—¿Qué? —preguntó—. ¿Qué ocurre, Cassie?
—Nada —respondió ésta.
No era tan fácil convencer a Martha. Estaba a punto de preguntar de nuevo cuando estalló la tormenta.
—¡Tráeme el abrigo! —gritaba Aida. Estaba apuntando a Frank con el dedo—. ¡Ve a traerme el abrigo!
—¡Dile que si quiere el abrigo se lo vaya a buscar ella misma! —le gritó Olive, con una mirada furiosa puesta en su hermana mayor pero sin dirigirse a ella.
Todos los presentes dejaron de hablar al instante y se volvieron hacia la confrontación.
—Ve a traerme el abrigo. No pienso pasar un minuto más con esta entrometida. ¡Me niego!
—Ni se te ocurra moverte, Frank —chilló Olive.
—Tengamos calma —dijo Tom.
—¿Calma? —exclamó Aida—. ¿Cómo es posible tener calma cuando esta idiota está molestando a todo el mundo a la mínima oportunidad? Se está ganando un buen bofetón.
—Basta —dijo William—. No le hables a Olive así. No es más estúpida que tú, Aida.
—¿Es que nadie va a traerme mi abrigo? Gordon, ¿vas a dejar que William me hable así?
—No. William, cuida tu lengua. —George había perdido el tartamudeo y consiguió terminar la frase.
—¿Que cuide mi lengua, dices? No he dicho nada que ella no le hubiera dicho a Olive. ¿Y qué pasa si no lo hago?
—Ya veremos —dijo Gordon.
—Esto se pone tenso —dijo Bernard.
—¿Qué es lo que veremos? —gritó William. Ahora estaba enfadado y tenía los ojos húmedos—. ¿Como cuando estabas aquí escondido mientras el resto de nosotros luchaba en Francia?
—No saques eso —dijo Tom.
—¡Estaba escondido! Jugando a los soldaditos en el ARP porque tenía demasiado miedo. ¿Qué es lo que va a hacer ahora?
—No estaba asustado —trató de intervenir Cassie—. Porque yo lo vi la noche del bombardeo.
Pero nadie la oyó porque ahora todos estaban gritando. Martha golpeaba la carbonera con su bastón y aunque normalmente eso conseguía poner orden, ahora no hacía más que añadir escándalo.
En medio de la conmoción, Aida consiguió su abrigo. Gordon y ella salieron por la puerta de atrás y se marcharon antes de que nadie pudiera impedírselo.
Tras un razonable intervalo de silencio, los adultos de la habitación trataron de analizar lo que había ocurrido mientras los niños jugaban con los juguetes del suelo y fingían que no había ocurrido nada. Olive, al borde del llanto, estaba siendo consolada por Evelyn y Bernard mientras Tom trataba de sacar a William del silencio en el que se había sumido. Martha estaba sentada en su silla sin decir nada. Lo había visto muchas veces, cuando las hermanas eran niñas. Y tuvieran seis, dieciséis o sesenta años, ¿existía alguna diferencia en un estallido de esta naturaleza? Era una lástima que hubiera ocurrido en aquella ocasión feliz pero Martha tenía una idea bastante aproximada de las razones.
Cassie, sin querer sumarse a las pesquisas generales, salió al jardín de atrás para fumarse un cigarrillo. Desde el jardín se veían las tres agujas de la ciudad y de todas ellas la de San Miguel, a la que había subido (o creía que había subido) la noche del bombardeo, era la más alta. Se sentó en el banco de piedra que su padre había puesto allí años atrás y contempló el jardín, y mientras lo hacía su padre tomó forma saliendo del fondo formado por la tierra parda y la maleza verde y las lejanas agujas. Miró a Cassie con orgullo pero su sonrisa había desaparecido. Sacudió la cabeza con tristeza y entonces desapareció y a pesar de que ella había visto aquella aparición muchas, muchas veces, en esta ocasión le hizo llorar.
Al cabo de un rato William salió de la casa y vio a Cassie sentada en el jardín.
—Muévete un poco —le dijo.
Cassie se apartó para hacerle sitio. Él estaba a punto de encenderse un cigarrillo cuando dijo:
—¿Has estado llorando, Cassie? No te preocupes. No pasa nada. No decía en serio lo que he dicho y siento haberlo hecho.
—No estaba llorando por eso —dijo Cassie.
—¿Y por qué entonces?
—Por mi padre. Estaba muy triste. Siempre estaba triste. Creo que sigue estándolo.
William hinchó las mejillas con un suspiro y se levantó las rodilleras de los pantalones. Siempre se sentía fuera de lugar cuando hablaba con Cassie.
—No recuerdo que el viejo fuera tan triste.
—¿Eres feliz, William?
—Dios, Cassie, menuda pregunta.
—¿Lo eres?
—No, no lo soy. Aunque últimamente he estado pensando en ello. Siempre llegó a la conclusión de que no hay que avergonzarse de no ser feliz. Siempre llego a la conclusión de que no es para ser feliz. Esta vida, digo.
—¿Y para qué es, entonces?
William esbozó una leve sonrisa.
—Hasta ahí no he llegado aún. Tampoco hay que avergonzarse por no saberlo, ¿verdad?
—No, William. Lo que has dicho de Gordon… En la guerra. No es verdad, ¿sabes? Yo lo vi la noche del bombardeo. Vi lo que hizo.
William apagó su cigarrillo.
—Lo he dicho sin pensar. Últimamente me siento un poco mezquino. Me disculparé con Gordon cuando lo vea. ¿Volvemos dentro?
Cassie se levantó y fue tras él pero antes de entrar se volvió para ver si había señal de su padre. Había desaparecido del todo.
Dentro de la casa, Evelyn e Ina estaban preparándose para marcharse. Olive estaba recogiendo los platos y Una y Tom estaban vistiendo a las gemelas.
—Una fiesta de bienvenida muy divertida —dijo Betie a Martha.
—Me alegro mucho de que hayáis vuelto —dijo Martha—. Y además, Betie, las fiestas de bienvenida no son siempre para los que regresan a casa.