25

Martha Vine dormitaba junto a la chimenea. El fuego del hogar había formado un buen lecho de rojos rescoldos. Un pequeño trozo de carbón crepitó y soltó una voluta de humo amarillo y sulfuroso. Narcotizó el aire. El reloj que había encima de la cabeza de Martha despidió su tic tac con mayor fuerza y entonces llamaron a la puerta.

Martha se levantó para contestar. Era el cartero, sonriente, risueño, cara roja, mala dentadura.

—Una postal de Oxford, señora Vine. Será de la buena de Betie, ¿verdad?

—¿Pretende conseguir una taza de té con ese parloteo? —le ofreció Martha, en serio a pesar de la broma. Entonces vio con alivio que Olive se encaminaba a la casa seguida de sus tres niñas, lo que confirmó lo que necesitaba saber sobre la llamada a la puerta.

—¡No, gracias, señora Vine! Tengo que seguir mi camino. Buenos días, Olive. ¿Cómo está William? Llevo semanas sin verlo.

Olive apartó al cartero y entró en la casa.

—¡Qué maleducada! —dijo Martha después de que el cartero se hubiera marchado—. Mira que no decir una sola palabra. ¡Qué modales son ésos!

—Es un cotilla. No tenía tiempo para él —dijo Olive mientras llenaba el cazo del té.

—Hay quien te llamaría a ti cotilla —dijo Martha—. No hace falta ser tan desagradable con el cartero sólo porque haya mencionado a William.

El distanciamiento entre William y Olive estaba aumentando. Martha temía intervenir. Pero odiaba pensar en que el matrimonio de Olive se encaminase por la misma pendiente que el suyo, hostilidad y silencio.

Olive apretó los labios. Martha volvió a sentarse en su silla y buscó a tientas las gafas de leer antes de abrir la carta.

—¡Es de Betie! —dijo Martha—. ¡Vuelve a casa! ¡Todos ellos! Betie, Bernard, Cassie y Frank. ¡Van a regresar todos a Coventry!

Al volver de la ciudad aquella tarde, Rita metió la llave en la cerradura de la puerta. Mientras la abría sintió una bocanada de aire a su espalda y algo la arrastró al interior de la casa. La puerta se cerró con un portazo mientras la empujaban con rudeza contra el pasamanos de la escalera.

Rita se echó a reír.

—¡Cerdo idiota! ¡Me has dado un susto de muerte! ¿Dónde te habías escondido?

—Estaba sentado en la furgoneta —dijo William—. Esperando a que volvieras a casa.

Cogió entre sus dedos los rizos de su resplandeciente pelo castaño. La luz que entraba por el círculo de cristal de la puerta delantera jugueteaba con su cabello e hizo que se excitara. Tiró del pelo para hacer que dejara de mover la cabeza y la besó, apretando los labios contra los de ella hasta que los dos estuvieron jadeando y sin aliento.

—¡Para! —dijo Rita con una risilla—. Acabo de venir de pagar la factura del gas.

William le sujetó la cabeza entre las manos. Estaba jadeando y le miraba los ojos de una manera extraña.

Ella dejó de reír.

—¿Qué? ¿Qué pasa?

—No lo sé. Es tu sabor cuando nos besamos. Es tu olor. No, es algo que está entre medias, como el sabor y el olor. Estoy tratando de decidir cómo es.

—¿Y cómo es?

—Como miel. Pero quemada. Como algo que sabes que no estará allí siempre.

—Me gustaría que dejaras de mirarme así.

William la besó de nuevo y le metió una mano bajo la falda.

—¡Quita, cerdo asqueroso! —Estaba riéndose de nuevo—. ¿Quién cuida de la tienda? Te van a descubrir, ¿sabes? Y no será culpa mía. —Se estremeció cuando él le metió un dedo. William cayó de rosillas y le bajó las medias—. Cerdo asqueroso —dijo Rita, en voz más baja. William hizo que se corriera muy deprisa. A continuación se levantó y le desabrochó el resto de la ropa hasta que ella estuvo allí, de pie en el pasillo, mirándolo fijamente con la respiración entrecortada y completamente desnuda. Se bajó los pantalones y follaron con fuerza apoyándose en la pared.

Al acabar se quedaron quietos, juntos e inclinados, la cabeza de él en el hombro de ella, mezclando sus respiraciones, sin decir nada.

Al cabo de un rato, William dijo:

—Tengo que regresar a la tienda.

—Estás loco viniendo aquí.

—Bueno.

William se abrochó los pantalones y le pasó una mano por el cabello resplandeciente de sudor. Entonces le dio un pellizco en la mejilla y desapareció.

Dio un portazo al salir. Rita sacó el tabaco del bolso. Encendió un cigarrillo y, mientras exhalaba una bocanada de humo, se miró, completamente desnuda, en el espejo del pasillo.

—Jesús —le dijo a su acalorado reflejo—. Si sólo había salido a pagar la factura del gas.

Al día siguiente Martha cogió el autobús de Wolvey para ir a visitar a Tom y Una a la granja. Había un corto trecho entre la granja y la parada del autobús. Vio a Tom en los campos, conduciendo el tractor, mientras Una llevaba a sus gemelas hacia la casa rodeando el patio cubierto de barro. Martha gritó y saludó con la mano pero no la oyeron. Apretó el paso y al observar cómo andaban sus nietas y su hija por el patio, se le escapó un suspiro involuntario de satisfacción. Una había vencido a la depresión y Martha podía enfocar sus energías en otra dirección. Pero eso no era lo que le había hecho suspirar de placer. Era la complicación.

Martha poseía una mente matemática. Sumaba números de arriba a abajo y de lado a lado. Estaba perpetuamente consagrada a la tarea de nivelar y reconciliar las discrepancias. Si una ecuación se resolvía, pasaba a la siguiente. Los problemas de la vida en general no tenían fin y las ecuaciones de sus propias hijas en particular no la desalentaban en absoluto. Así transcurría la vida: en la atareada sombra que media entre la perfección y el flujo y reflujo del humano caos que imposibilita la perfección. Ella era capaz de percibir la perfección pero no esperaba alcanzarla y de hecho prefería no alcanzarla. Para Martha, la perfección era algo similar a la muerte. Su suspiro de placer, exhalado al frío aire de la granja aquella mañana, no era más que el crujido de las cuentas al deslizarse por las cuerdas del ábaco.

Esta complicación no era para Martha sinónimo de dificultad sino de la vida misma; y le daba la bienvenida.

Alzó la voz y emitió un curioso sonido aullante, agudo y cantarín.

—¡Oooo-oooo! ¡Oooo-ooo!

Una y sus hijas levantaron la mirada. Martha podía ver la sonrisa de Una, generosa y complacida, desde otro lado del patio. Ya dentro de la casa, en la cocina, Martha sostenía la taza de té mientras Una la llenaba y al mismo tiempo sujetaba a una de las gemelas con la destreza de una auténtica experta. Lo único que le había enseñado la vida, solía decir, era cómo sostener a un niño y una taza de té sin verter una sola gota. Una y ella intercambiaron cotilleos y Martha le contó que Betie, Bernard, Cassie y Frank regresaban a Coventry.

—¿Por qué tan de repente? —quiso saber Una mientras trataba de impedir que la otra gemela le tirara de la ceja—. ¡Au! ¡Serás monstruito!

—No sonrías cuando digas eso. No saben cómo tomárselo. No sé por qué vuelven tan de repente. La carta sólo dice que regresan y que lo tengamos todo preparado. Es lo único que sé y llegan mañana.

—Y vas a pedirnos que nos hagamos cargo de Frank y Cassie —dijo Una, creyendo que sabía lo que había tras la visita sorpresa de Martha. Descubrir lo que escondían los actos de Martha era uno de los pasatiempos favoritos de las hermanas.

—Ni lo había pensado. ¿Queda algo de té? No, no he venido para eso. He venido para visitar a Annie Trapos.

—¿Annie Trapos? ¿Qué quieres de ella, Mamá?

—Estuve pensando en lo que me contaste. Le han ido mal las cosas últimamente y he reunido un poco de dinero para ella. Al fin y al cabo trajo al mundo a Aida, a Evelyn e Ina, hace muchos años, cuando yo vivía aquí. Y también a estas dos preciosidades. Bueno, he hablado con algunas personas y les he contado sus problemas y he conseguido reunir algo.

—Bueno, no creo que puedas verla. Se ha encerrado en esa casita suya y por lo que sé no sale de ella.

Martha se levantó con dificultades y dejó a la gemela en el suelo.

—Bueno, eso ya lo veremos. Me voy a marchar porque es un buen paseo.

—¿Vas a cenar aquí? Tom puede llevarte luego a Coventry, ya lo sabes. Y, espera, antes de que te vayas… —Alargó los brazos para coger una lata de la estantería. Eran sus ahorros. Abrió la tapa y metió la mano—. Déjame contribuir un poco para la vieja. Lo siento muchísimo por ella.

Martha llamó una segunda vez con la aldaba de cobre en forma de cabeza de liebre. En el interior de la casa, un perrillo le ofreció un ladrido apagado y patético pero por lo demás no hubo respuesta alguna. Martha retrocedió para examinar la casita.

Hubiera sido imposible que la casa estuviera más descuidada sin perder el nombre de domicilio. La pintura roja de la puerta se había desconchado y revelaba una resistente capa de pintura verde que debía de datar de tres generaciones antes. El canalón que había sobre la puerta tenía goteras y había dejado manchas de herrumbre en las paredes grises. Había un barril apoyado en una esquina de la casa, lleno hasta el borde de agua de lluvia. Los marcos de madera de las ventanas se habían podrido y partido y a pesar de que los pequeños cristales estaban limpios, unas cortinas bajadas bloqueaban la vista.

Martha volvió a llamar, con más fuerza esta vez.

—Vamos, joven Annie, déjate ver.

Martha era dos años mayor que Annie Trapos.

—¡Dejadme tranquila!

—No pienso dejarte tranquila. Ven a abrir esta puerta.

—¿Quién es?

—¿Que quién es? Es Martha Vine la que te llama y tú deberías saber que no se deja a una anciana esperando en el umbral de esta manera.

—Nunca he oído hablar de ti. Déjame tranquila.

—Has traído al mundo tres de mis hijas y otras dos de mi hija Olive, así que no finjas que no me conoces. Y si me enfado tendrás dificultades, así que no me insultes haciéndome esperar aquí, Annie, porque no me lo tomaré bien. Abre de una vez.

El tono de Martha revelaba que ya estaba enfadada; y puede que la anciana de la casa lo detectara y fuera eso o la velada amenaza de las palabras de Martha lo que hizo que se moviera. Al cabo de unos momentos se oyó el crujido de un cerrojo que se descorría al otro lado de la puerta seguido por un segundo. Se entreabrió la puerta.

La débil y apagada voz de Annie se alzó desafiante desde el otro lado.

—No te debo nada, ni a ti ni a nadie.

—Nadie dice lo contrario.

—¿Para qué estás aquí entonces?

—Necesito tu ayuda, Annie.

—Nadie necesita mi ayuda ya. Todos me han dado la espalda. Todos…

—¡Ya basta! Puedes dejar de lamentarte ahora mismo. Te han hecho una mala jugada pero yo estoy aquí para hacer justicia y pedirte ayuda así que ya puedes animarte un poco y empezar por decir que sabes quién soy.

Annie abrió la puerta un poco más y miró a Martha de arriba abajo. A continuación bajó la vista.

—Sé quién eres.

—Entonces sabrás que no te deseo mal alguno y me dejarás pasar.

Una vez dentro, Martha se quitó el sombrero y se sentó sin esperar a que se lo pidieran. Annie, más encorvada y jorobada de lo que Martha recordaba, emprendió los tácitos rituales de la hospitalidad, sacando unas tazas de té descascarilladas de una alacena, una barra de pan y un tarro de mermelada. Martha miró a su alrededor. La casa estaba descuidada y transmitía un aire depresivo pero Martha se preguntó qué aspecto tendría antes de que la fortuna le diera la espalda a Annie. Había montones de trapos en las esquinas pero el hogar estaba limpio y las cazuelas estaban fregadas y ordenadas. De las vigas del techo colgaban manojos de hierbas y arbustos secos o en proceso de secado. Las estanterías estaban llenas con tarros viejos de piedra y cristal.

No había quemadores de gas ni horno, sólo un caldero de hierro colgado de un soporte sobre el hogar y los rescoldos casi consumidos de un fuego de madera. A Martha le recordaba la casa en la que se había criado.

—Necesitas agua, Annie. Yo iré a buscarla.

Sin esperar una respuesta, cogió el caldero y salió al patio trasero, donde sabía que encontraría una bomba de agua. Llenó el caldero de agua, regresó dentro y lo colgó del soporte. Bajó el brazo para que el caldero se posara suavemente sobre los rescoldos para hervir.

Annie cortó laboriosamente la barra de pan duro y la dejó a un lado hasta que el té estuviera preparado. A continuación se sentó frente a Martha.

—¿Quieres saber cuántos? —dijo con voz de enfado.

—Dime —dijo Martha.

—He hecho un registro. Desde el principio. Los he apuntado todos en un libro. —Se levantó y registró un cajón, de donde sacó un cuaderno mugriento y antiguo. Le mostró las páginas a su invitada—. Como no sé escribir no podía apuntar los nombres pero ponía estas marcas, ¿ves?, ésta para los niños y ésta para las niñas y las iba contando, sí. Es mi orgullo, Martha Vine, aunque merezca un castigo por un poco de orgullo. Bueno, yo no podía tener los míos, ya lo sabes, pero contaba todos éstos. Todos estos pajarillos. Y mira. ¿Sabes cuántos hay?

—Me gustaría saberlo.

—Sí. Aquí está el primero, hace más de cuarenta años. Había gente que me llamaba desde cincuenta kilómetros de distancia si la cosa se presentaba difícil. Y éste es el último. Mil doscientas veintinueve almas. Y mira aquí, marcados en negro los pocos que perdí. Mis pequeños. Hay pocas marcas de ésas en mi libro. Y he llorado por ellos, sí. No con los ojos sino con el corazón, Martha Vine. Y ahora vienen ellos y me dicen que no puedo seguir haciéndolo.

—Quería mía…

Y con las últimas palabras de Martha, el desafío y la rabia de Annie se desplomaron, convertidos en un llanto repentino y exhausto. Y aunque Martha no fue a consolarla porque creía que era mejor esperar a que se le pasara, tuvo que llevarse el pañuelo a los ojos, porque allí sentada pensó que era muchísimo peor ver llorar a una anciana que a una mujer joven.

Cuando el llanto hubo remitido, Martha dijo:

—Al demonios el maldito té, Annie, ¿no tienes algo mejor?

Annie se levantó sorbiendo por la nariz, y sacó una botella de licor oscuro de un armario desvencijado. Tras poner sobre la mesa sendos vasos polvorientos, sirvió un dedo para cada una de ellas.

—¿Licor de endrinas? —dijo Martha tras probarla—. Está bueno. ¿Lo haces tú?

—Sí.

—Te han hecho una mala jugada, Annie. Eso está claro. Pero no debes tomártelo como algo personal. Las cosas han cambiado, todas. ¿Has estado en Coventry? ¿Has visto cómo ha cambiado?

—No desde que la bombardearon, no.

—Todo ha cambiado. Todo. Ahora hay autobuses y coches por todas partes. Hay televisión. Y todos los chicos tienen nuevas ideas, algunas buenas y otras malas. No tiene nada que ver contigo o conmigo, Annie.

—Tiene que ver cuando me roban el trabajo. Dicen que el estado me dará una pensión, pero yo no quiero una pensión, quiero llenar mi libro, Martha. Es lo que se me da mejor.

—¿Y qué es eso que me han contado de la iglesia?

—Algo absurdo. Llevo quince años limpiándola y ahora viene ese nuevo vicario y no le caigo bien. Bueno, la cosa es mutua, pero va y dice que he estado robando cosas de la iglesia. ¿Y para que quiero yo una campana y un plato de oro? Bueno, me pagan una miseria así que no voy a echarlo de menos, o al menos no lo echaría de menos si tuviera mi verdadero trabajo pero los reglamentos esto y los reglamentos lo otro. ¿Qué reglamentos? Yo digo que sé lavarme las manos, ¿o no?

Martha puso el sobre del dinero sobre la mesa.

—Puede que esto te ayude un poco. He hablado con algunas de las personas a las que has asistido a lo largo de los años y todas han contribuido encantadas. No es mucho pero es lo que hay.

—No quiero caridad. No pienso aceptarla.

—No es caridad, Annie, es reconocimiento. La gente que te aprecia dice que te han hecho una mala jugada. Y, además, tengo que pagarte una cosa.

—¿Pagarme? ¿Pagarme el qué? —El cambio de tema fue una bendición para ella.

—Hay un asuntillo en el que necesito tu ayuda. En confianza. Sé que serás discreta.

—¿A quién quieres que se lo cuente? Suéltalo de una vez.

—No tengo a nadie a quien recurrir más que a ti, Annie. Sírveme otro vaso de ese licor y te lo contaré.