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La basura empezaba a acumularse en Ravenscraig. Los platos, las bandejas, las tazas, los platillos, las cazuelas, las sartenes y los utensilios de cocina languidecían en la pila sin que nadie los lavara. El cubo de basura estaba lleno, los suelos sin barrer. Las habitaciones comunes estaban llenas de libros, periódicos, cuadernos de notas y otros materiales de referencia, por no hablar de los frascos de cerveza, las botellas de vino y los ceniceros llenos a rebosar. No se hacía la compra y no se limpiaban los baños.

Y nadie decía nada.

La alarmante condición de la casa podía atribuirse a la camarilla formada por Betie, Bernard, Lilly y Cassie, que habían decidido no seguir encargándose de las tareas domésticas con la excusa de una imperiosa necesidad académica. Habían hecho prometer a Frank que no limpiaría, repararía o contribuiría de manera alguna al orden de la casa. Frank era un converso entusiasta de la campaña de la desidia. Pero la campaña de la desidia fue recibida con una campaña de silencio. George, Robin, Tara, Feek y los muchos visitantes ocasionales que por aquel entonces recibía Ravenscraig se comportaban como si la campaña estuviera dirigida a cualquiera menos a ellos mismos.

Naturalmente la higiene era un problema y cuando Bernard encontró una rata en la cocina la mató, pero dejó allí el cadáver a la vista de los demás. Entretanto, la camarilla de la desidia recibió discreto acceso a las instalaciones de higiene personal y cocina de que disfrutaba Lilly y gracias a eso pudo ahorrarse las penurias de las áreas comunes. Peregrine Feek decidió elevarse por encima de aquel impropio desorden retirándose a sus habitaciones de Baliol, donde había criados, porteros y doncellas de sobra para encargarse de las tareas domésticas.

Ya había visto aquello antes y sabía que las cosas acabarían resolviéndose por sí solas.

Mientras tanto, había cumplido su palabra y le había buscado a Frank una habitación propia en el mismo pasillo que la de Cassie. Originalmente la habitación estaba llena de libros, pero Feek mandó a dos hombres de Baliol para que se los llevaran y los reemplazaran con una cama y algunos muebles viejos de la facultad. La habitación, que sólo tenía una ventana, no era muy del agrado de Frank. Tampoco Cassie estaba encantada con el nuevo arreglo pero Feek y los demás la habían persuadido diciendo que no era sano que un niño de aquella edad siguiera durmiendo con su madre. En especial Robin, quien le aseguró que la homosexualidad del muchacho estaba a un mero paso de distancia de aquel mórbido y sobreextendido apego a la cama materna. Así que Frank clavó su cromo de Babe Ruth en la pared y puso una o dos de sus modestas posesiones en el cuarto y trató de parecer feliz. Pero empezó a tener pesadillas y de vez en cuando regresaba al cuarto de Cassie, quien le dejaba meterse en su cama.

Poco después del cambio de situación, Robin, en plena noche, probó el picaporte de la puerta de Cassie y esperó fuera haciendo sonidos arrullantes. La sorprendente estrategia de cortejo hizo que a Cassie le diera la risa pero frente a Robin respondió con una sonrisa severa que lo puso en fuga. Otra noche fue George el que se presentó en su puerta pero Cassie sabía que Frank podía querer dormir con ella de modo que le dio un beso y lo despidió también, aunque dejándolo con más esperanzas que a Robin. Ni siquiera una hora después de que hubiera echado a George apareció Lilly, llorando y disculpándose, pero no hizo más progresos que Robin o George.

Es asombroso, se dijo Cassie, que no se choquen unos con otros en la oscuridad. No era una demostración de inmodestia. De noche el pasillo veía muchísimo tráfico. Y una noche Frank despertó y se encontró a alguien sentado en el borde de su cama y acariciándole el pelo. Estaba demasiado oscuro para poder ver de quién se trataba pero la figura le dio un beso en los labios y Frank se volvió a dormir creyendo que seguía soñando.

Mientras tanto la montaña de basura seguía creciendo y a pesar de que nadie decía nada, la cuestión pendía en el aire y los sentimientos estaban a flor de piel. De hecho, era el tema de conversación principal, tanto entre los desidiosos como entre los silenciosos, siempre que ningún miembro del partido contrario estaba presente. Los desidiosos estaban resueltos a no mover un dedo; los silenciosos estaban decididos a no dejarse manipular. Ninguno de los dos grupos estaba preparado para organizar una reunión y discutir la cada vez más acuciante situación, puesto que eso podría proporcionar al otro grupo la ventaja de no presentarse. Habían llegado a un punto muerto.

Frank, que en teoría era ajeno a la disputa, advertía que las conversaciones languidecían cuando un miembro de la facción contraria se acercaba y al instante volvían a remontarse aunque relativas ahora a alguna abstrusa cuestión intelectual.

Oye, Betie, ¿has visto la última revisión de El Punto de Inflexión de la Historia, de Schulman? —decía Robin, por ejemplo.

—No, Robin. ¿Merece la pena leerla?

—Yo diría que sí. Aunque rezuma el egocentrismo que puede esperarse de él, hace algunas afirmaciones muy pertinentes sobre el consenso dialéctico.

O Bernard, incapaz de soportar el cisma, podía tratar de arreglar las cosas.

—Bueno, Tara, veo que tus amigos del PPR están acercándose a los sindicalistas, lo que me parece bastante sensato. Si lograran alinearse con la alianza de izquierdas de la ITA sí que sería un gran paso adelante.

—Sería estupendo, ¿verdad? Pero no creo que se avengan a eso mientras el comité ejecutivo esté formado principalmente por miembros del AMG.

—Cierto. Muy cierto.

A Frank le resultaba muy raro que sonrieran con aquella ferocidad mientras decían estas cosas tan frías. Se preguntó si estarían hablando en algún código pero, aunque fuera así, cuando lo hacían la habitación parecía llenarse con un hálito que era digno rival de los rancios y densos olores de la cocina. La amargura que impregnaba la casa empezó a transmitirse a los sueños de Frank. Soñaba con cadáveres en la cocina y con ratas en su cama. En una de sus pesadillas una rata con manos humanos estaba sentada en su cama y cuando la tenía Frank despertaba gritando. Era un sueño recurrente.

A dos puertas de distancia, mientras el resto de la casa dormía, Cassie oyó que su puerta se abría.

—¿Quién es esta vez? —susurró.

—Soy yo, George. Dime, Cassie, ¿puedo pasar?

—¿Qué quieres?

—Código de amor cortés.

—¿Cómo?

George entró y cerró la puerta con suavidad tras de sí. Cassie estaba de pie, poniéndose el camisón. George, con pijama de rayas, cayó a sus pies y se los besó.

—¡Déjame, payaso! —rió Cassie—. ¿Qué pretendes?

George levantó la mirada.

—Código de amor cortés, Cassie: es la única manera, con esta estúpida guerra que estamos librando. Soy tuyo para lo que quieras. Puedes tenerme como esclavo. Pero has de dejar que yo te tenga a cambio. Has de tener misericordia. Ése es el código del amor cortés.

—¿Te has dado un golpe en la cabeza?

—Demostraré mi total devoción por ti hasta que te apiades y me dejes poseerte. Así es como funciona. No puedes negarte.

Cassie creyó oír un crujido en el pasillo. No quería que Frank la encontrara con George.

—Vamos a tu cuarto —dijo—. Hablaremos de ello.

Pero Frank ya estaba despierto. Había tenido otra pesadilla terrorífica sobre ratas con manos humanas. Se había incorporado en la cama, con la respiración entrecortada y empapado de sudor. Tras salir de la cama se puso el camisón y caminó por el pasillo en busca del consuelo de la cama de su madre. Cuando llegó a su cuarto descubrió consternado que estaba vacío. Reprimió un sollozo.

Demasiado asustado para regresar a su cuarto, se dirigió a la habitación de Betie y Bernard. Abrió la puerta y entró. Los dos estaban durmiendo. Se acercó a Betie deseando que abriera los ojos.

—¿Qué pasa? —dijo Betie mientras despertaba con un sobresalto.

—Soy yo —sollozó Frank—. Mamá se ha ido. He tenido una pesadilla.

Bernard gimió y trató de esconder la cabeza debajo de la almohada. Tenía clase a primera hora de la mañana. Odiaba dar clases después de haber dormido mal.

—Ven con nosotros —dijo Betie—. Vamos. Adentro.

Frank se colocó entre Bernard y Betie y todos volvieron a dormir. Frank no tardó en quedarse dormido. Pero entonces se agitó en su sueño. Bernard lo apartó, tratando de recuperar la almohada que, de alguna manera, le había arrebatado el muchacho en la oscuridad. Al cabo de un rato desistió y volvió a dormirse. Pasaron unos segundos y entonces la mano de Frank se levantó y le propinó una tremenda bofetada a Bernard en la oreja. Satisfecho, Frank se volvió y empezó a roncar sobre la almohada. Parecía profundamente dormido. Bernard casi logró reclamar un momento de sueño, pero Frank volvió a sacudirse antes de empezar a roncar una segunda vez. Finalmente su rodilla se extendió en una convulsión involuntaria y golpeó a Bernard en la cadera.

—¿Qué haces? —siseó Betie al ver que Bernard abandonaba la cama.

Bernard cogió la lámpara de la mesita de noche y le arrancó una de las almohadas a Frank.

—Es como tratar de dormir con una cosechadora recorriendo la maldita cama —gruñó—. Puede quedarse aquí contigo. Yo me voy a su cama.

Tras meterse en la pequeña cama de Frank, Bernard descubrió que no le era fácil conciliar el sueño. Lo distraían las risillas provenientes de otra habitación. Parecía la voz de Cassie y puede que la de George. Luego fue el sonido de una puerta que se abría y unos pasos sigilosos que avanzaban por el pasillo. Bernard pensó que en aquella casa había más actividad de noche que de día. Empezó a enumerar todas las permutaciones románticas —sólo las que conocía— que habían pasado por Ravenscraig. Las dividió en categorías: confirmadas, probables, negadas pero confirmadas, negadas y sin confirmar, afirmadas pero improbables y así sucesivamente. La taxonomía lo ayudaba a dormir.

Había pasado cerca de una hora cuando lo despertó una ligera presión en la cabeza. Alguien le estaba acariciando el pelo. Estaba medio dormido y pensó que debía de tratarse de Betie. Emitió un leve sonido de placer y trató de volver a dormirse. Entonces, aun en su condición adormecida, se dio cuenta de que no se trataba de Betie porque la presión de la mano era mucho menor. Se le ocurrió, después de todo lo que había oído, que podía ser Cassie. El sueño le pegaba los párpados y en cualquier caso la habitación estaba completamente a oscuras. Se disponía a decir algo pero entonces se detuvo y se preguntó cómo podía hacer para no herir sus sentimientos. Una parte de él no estaba completamente sorprendida por las intenciones de Cassie. Estaba decidido a rechazarla con ternura pero con firmeza.

La mano se apartó y hubo un crujido. Bernard sintió que se apartaban las mantas y oyó el rechinar de los muelles de la cama mientras el visitante se acostaba a su lado.

—Mira, Cassie… —empezó a decir.

La figura que había a su lado se puso tensa. Algo andaba mal. Si de verdad era Cassie, no olía como ella. Bernard buscó a tientas la lámpara en la mesilla de noche. La encendió y la luz iluminó la cara horrorizada de Peregrine Feek.