23

Todo el mundo sospechaba que estaba llegando la gran tormenta pero Cassie parecía saber cuándo llegaría exactamente. La ciudad había sufrido numerosos ataques entre junio y octubre de 1940 y habían llovido bombas sobre Coventry. Las fábricas, tiendas y cines quedaban retorcidos y humeantes. Hubo incluso casos de aviones alemanes que ametrallaron a los civiles en plena calle. La lista de heridos era muy grande y casi dos mil personas habían muerto en aquellos primeros ataques.

Después de todo, Coventry se encontraba en el corazón del país y Adolf Hitler quería demostrar su destreza como cirujano: demostrar cómo podía sacar el corazón. Coventry era una preciosa ciudad de rosetones medievales y georgianos, llena de resplandecientes catedrales y pintorescos edificios antiguos, la obra maestra del patrimonio de las Midlands inglesas. Y también después de todo, en Coventry se había fabricado el bombardero Armstrong-Whitworth Whitley, el primer avión que penetró en espacio aéreo alemán y el instrumento principal del tormento de Berlín. No, no era cirugía. El Führer quería demostrar que podía descargar el puño y reducirla a polvo. La tormenta iba a llegar pero si la ciudad hubiera podido saber cuándo lo haría, habría podido minimizar las bajas.

Pero Cassie lo sabía. Con dieciséis años y medio, es imposible saber cómo podía saberlo exactamente, pero lo veía en su agua, en sus entrañas. Su sangre corría de manera diferente. Puede que fuera la luna que engordaba en el firmamento nocturno la que se lo dijera; fuera lo que fuese, ella sabía que no serviría de nada contarlo. Ya había aprendido que si trataba de decírselo a los demás nadie la creería; y después de no haberla escuchado, dirían que estaba chiflada. Así que, a pesar de saberlo con toda certeza, no habló.

Como los muertos.

—Los muertos pueden oírnos —le había dicho Martha— pero no pueden formar palabras.

Todo empezó una mañana, cuando despertó temprano con música en la cabeza. Sus patrones de sueño, perturbados ya por las noches pasadas en el refugio Anderson y en medio de las sirenas, se habían roto como una yema de huevo y habían derramado una parte de ella. Sintió que algo cálido fluía en su interior y se llevó las manos a la entrepierna. La humedad que encontró allí le hizo pensar en un residuo onírico, un vernix resbaladizo dejado allí por sus sueños. Mientras Betie y Martha seguían durmiendo en sus cuartos, se puso el camisón y bajó al piso de abajo.

La música seguía sonando con insistencia en su cabeza. Era una pieza que había oído en varias ocasiones, familiar, reconfortante. Cassie puso la radio. Tenían el Servicio de Noticias de la BBC y estaba sonando la misma pieza, en sincronía perfecta con la versión de su cabeza. Apagó la radio y, aunque más tenue, siguió sonando, sin perder el ritmo o fallar una sola nota. Tras encender la radio de nuevo se sentó en una silla y la miró fijamente hasta que la pieza terminó. Cuando la música cesó en la radio, lo hizo también en su cabeza.

Cassie subió a su cuarto, se vistió apresuradamente y metió la mano debajo de la cama para sacar una lata metálica de té decorada al estilo japonés. En ella guardaba sus ahorros. Después de vaciarla en su bolso volvió a bajar las escaleras, se puso el abrigo y dejó que la puerta se cerrara con suavidad tras ella. La mañana era fría y severa y el suelo estaba cubierto por una película de escarcha. Se encaminó a la ciudad.

Por la calle Trinity hasta el centro y desde allí directamente a la tienda de música de Paynes. Demasiado temprano; estaba cerrada. Se quedó en la puerta y esperó.

Pasó una hora y media antes de que el dueño se presentara para abrir.

—Qué madrugadora —dijo mientras sacaba un voluminoso manojo de llaves. Tuvo que agitar la mano delante de Cassie para que se apartara y lo dejara pasar.

—Quiero un gramófono —dijo Cassie en cuanto estuvieron dentro de la tienda—. Uno nuevo.

El dueño de la tienda encendió las luces.

—Deja que me quite el abrigo —dijo—. ¿Dónde es el incendio?

Ya se acerca, dijo la voz de la cabeza de Cassie.

La llevó junto a los gramófonos nuevos. Cassie estaba hipnotizada por las pequeñas explosiones de pelo que al hombre le salían en las fosas nasales y las orejas.

—Éste es un gramófono HMV. Tiene un brazo reproductor de baquelita y un cajón muy atractivo de madera de haya que…

—Sí.

—¿Sí?

—Sí. Me lo quedo.

—No me has preguntado cuánto cuesta. —El dueño miró con suspicacia a aquella chica flacucha—. ¿Cuánto puedes gastar?

Cassie sacó sus ahorros del bolso. El dueño suspiró.

—Tengo algunos de segunda mano por aquí. Veamos lo que podemos hacer.

Cassie sólo pudo permitirse uno de los gramófonos de oferta. Le costó hasta el último penique que tenía. Entonces dijo:

—Quiero una canción. No sé cómo se llama. Pero seguro que usted sí. Es así.

Tarareó la música que había oído tanto en la radio como en su cabeza aquella mañana.

—«Serenata de Luz de Luna». Tengo varias versiones, sí, pero ¿cómo vas a pagarla? Te he hecho una rebaja de varios chelines en ese gramófono y te lo has gastado todo, ¿no?

Cassie se limitó a mirarlo sin apartar los ojos y cruzar las piernas a la altura de los tobillos. Se balanceó ligeramente.

El dueño parecía molesto pero se metió tras el mostrador y registró los discos hasta encontrar la grabación de Glenn Miller.

—Voy a dejar que te lo lleves pero tienes que traerme el dinero en cuanto lo tengas, ¿entendido? No sé por qué estoy haciendo esto.

Porque tengo poder sobre ti, pensó Cassie.

Cassie se llevó la gramola a casa arrastrándola por el asa. Era muy pesada y tuvo que parar varias veces para cambiar de mano pero era incansable. De camino, un oficial del ARP con un casco de metal y los brazos en jarras se plantó en mitad de la calle para detenerla.

—Eh, chiquilla, ¿dónde está tu máscara de gas? —gritó en tono imperioso.

Cassie lo rodeó y siguió su camino, dejando que el hombre del ARP la siguiera con la mirada.

Martha y Betie ya estaban despiertas cuando llegó. Cassie entró en el salón y pasó a su lado sin decir palabra.

—¿Dónde has estado? —preguntó Martha—. ¿Quieres algo de desayunar?

—¿Qué traes ahí? —preguntó Beatie mirando la caja de la gramola. Cassie subió a su cuarto sin decir nada—. Está empezando a comportarse como una chica normal —se quejó Betie.

—No como alguien que yo me sé —dijo Martha.

Betie estaba a punto de replicar pero los primeros compases de «Serenata de Luz de Luna», que bajaban flotando desde el cuarto de Cassie, la detuvieron. El sonido llenó la casa como una niebla levantada por el rocío.

Durante los días siguientes, Cassie escuchó el disco una vez y otra y otra. Se tumbaba en la cama, en ocasiones desnuda, y la escuchaba. Al principio Betie y Martha sólo estaban irritadas. Martha había preguntado a su hija por qué se había gastado todos sus ahorros en un gramófono sin obtener una respuesta. Betie, por su parte, había ido a la tienda y le había comprado dos discos más de Glenn Miller y también le había conseguido un montón de grabaciones de un compañero de la fábrica que no quería guardarlas porque le recordaban a un hermano que había muerto en la Marina. Pero Cassie no los había puesto una sola vez. Se quedaba en su cuarto escuchando «Serenata de Luz de Luna» sin parar. Y si Martha o Betie se quejaban de manera demasiado agresiva, se limitaba a marcharse y desaparecía durante largos períodos de tiempo.

De noche, completamente desvelada por lo que quiera que le hubiese robado el sueño y cuando su madre y su hermana no hubieran tolerado de ninguna manera que saliera un solo sonido de su habitación, se envolvía en una manta y se acurrucaba en una esquina de la cama y miraba la luna, miraba cómo iba engordando lentamente, cómo maduraba, alimentándola con su energía como si compartieran un cordón umbilical de plata. Y si sonaban las sirenas estaba preparada y ayudaba a las demás a recoger algunas cosas antes de ir al refugio Anderson; calentaba el agua para el té antes de que las demás hubieran dejado de parpadear y de quejarse, lo que era especialmente de agradecer para Betie, que hacía turnos de diez horas en la fábrica de bombarderos y que, a diferencia de ella, necesitaba dormir.

En aquellos tiempos, la mayoría de las veces que sonaban las sirenas se trataba de falsas alarmas y Cassie lo sabía; sabía que podían seguir durmiendo porque aquella noche le tocaba a Birmingham o a cualquier otra ciudad de las Midlands. Pero ni siquiera en el refugio podía conciliar el sueño. Una noche, cuando Betie se había levantado para aliviar la vejiga en el orinal de lata, Martha, pestañeando, aún dormida, dijo:

—¡Jesús! ¿Son las alarmas otra vez?

—No, mamá. Es Betie meando en el cubo. Vuelve a dormirte.

Betie estaba teniendo dificultades para dormir. Como muchas de las mujeres de Coventry, se veía obligada a trabajar en turnos de diez y hasta doce horas al día para la industria de guerra. ¡Arriba, chicas! ¡Bombardeemos a los hunos! Lo hacía con gusto y como la paga era buena tenía más dinero que nunca en el bolsillo; pero las sirenas que la despertaban tantas noches la dejaban exhausta e irritable.

Una tarde, Cassie oyó a su hermana subiendo las escaleras.

—Cassie, si vuelves a poner esa maldita canción una vez más… sólo una vez más, ¡subo y te la hago comer! ¿Me oyes, Cassie?

Cassie no respondió. Estaba tumbada en su cama, con sujetador y pantalones. «Serenata de Luz de Luna» seguía sonando. Cuando terminó, Cassie alargó con languidez una mano y volvió a ponerla. Al cabo de un momento sonó una salva de atronadores pasos en la escalera. Betie abrió la puerta de par en par, se fue directa hacia el gramófono, levantó el brazo reproductor, sacó el disco y lo partió sobre su rodilla. A continuación se volvió para mirar los ojos de Cassie.

Cassie no se dejó intimidar. Betie gritó y bajó las escaleras hecha una furia. A Cassie no le importaba. Tenía la música en su cabeza y la oía a la perfección, nota por nota. Podía encenderla y apagarla siempre que quisiera.

Y lo que es más, podía repetir el truco de la radio una vez tras otra. Muchas veces la oía en su cabeza y bajaba para sintonizar el Servicio de Noticias y encontraba la misma melodía, alta y clara. Sin decir nada ponía a prueba aquella habilidad de manera científica. Estaba claro que de alguna manera podía «oír» las emisiones de radio en su cabeza. No necesitaba un receptor. De algún modo ella era el receptor.

Aunque no era tan tonta como para tratar de convencer a los demás.

Estaban ocurriendo más cosas en su cuerpo. Los pechos le habían crecido lentamente y tenía los pezones blandos y sensibles. Los labios de su vagina también estaban hinchados y notaba un reguero o una picazón en su interior. Sentía la necesidad de masturbarse a menudo y antes de que Betie partiera el disco por la mitad solía meterse debajo de las sábanas y acariciarse el clítoris y apretarse los pezones mientras sonaba la «Serenata de Luz de Luna». En la calle también resultaba evidente que algo estaba ocurriendo. Aunque todavía era virgen podía calcular el efecto que causaba en los hombres. Los soldados, marineros y aviadores de permiso se morían por sus huesos, saltaba a la vista por la forma en que la miraban. Y además podía hacer que los hombres volvieran la cabeza: no era un decir, sino algo literal. Lo único que tenía que hacer era enfocar la mirada en la nuca de un hombre cercano, por ejemplo en el autobús o mientras esperaba en la cola con su cartilla de racionamiento, y después de un momento el sujeto tendría que volverse para mirarla. Siempre funcionaba, siempre. Unos poderes estaban despertando dentro de ella, lo sabía. No tenía la menor idea de qué clase de poderes, pero eran extraordinarios. Los había utilizado con el hombre de la tienda sin que él se diera cuenta. Nunca se daban cuenta. Eran muy fáciles. Los hombres eran muy fáciles.

Y esto formaba parle de ello. Saber que la tormenta se acercaba era lo que más la excitaba. La aterraba y la excitaba al mismo tiempo.

En la noche del 12 de noviembre fue a un baile con Betie. A Martha había dejado de preocuparle hacía mucho tiempo adónde iban las chicas. Aunque Cassie no tenía más que dieciséis años, podía pasar con facilidad por una chica de veinte y Martha había dejado de intentar que se quedara en casa. Aunque había sido más estricta con las otras hermanas, había algo en la profusión de la muerte a su alrededor que la había relajado con Cassie; y además ya sabía que Cassie iría donde quisiera por muy grandes que fuesen las dificultades que se interpusieran en su camino. Eso sí, hizo que sus dos hijas le prometieran que buscarían un refugio y no tratarían de regresar a casa en el caso de que se produjera un ataque.

Cassie se encontraba en un estado extremadamente excitable mientras se dirigía con su hermana a la ciudad. La luna estaba casi llena, como una calabaza plateada de otoño, y aunque era una noche fría y clara, los haces de los focos que recorrían el cielo negro pasaban alrededor de las tres agujas de la ciudad perforando la noche. Betie estaba tratando de conseguir que se calmara.

No tendría por qué haberse molestado. En cuanto entraron en la sala de baile, Cassie escuchó la música y se separó de ella. Cuando logró alcanzarla ya estaba brincando con un aviador, cuyos brazos se movían de un lado a otro y cuyos ojos brillaban con ardor.

—No lo des todo a la primera —fue lo único que tuvo tiempo de susurrar, pero Cassie ya estaba dando vueltas y moviendo los brazos en el aire.

La muy chiflada.

Al cabo de una hora Cassie estaba en la avenida Bayley, entre las sombras de la catedral, con la espalda apoyada en la húmeda y fría muralla medieval y la falda a la altura de la cintura. No había farolas porque todas las luces se apagaban de noche.

—Uau, tú sí que tienes prisa —dijo el aviador mientras ella trataba de abrirle el cinturón.

—Podría ocurrir que no nos viéramos nunca más —dijo Cassie mientras se agarraba al cuello de la chaqueta del aviador—. Imagínatelo. Y entonces habríamos perdido la oportunidad de follar.

Y yo nunca perdería mi flor, pensó.

—Oye, piensas como un tío —dijo él.

—¿Eso te molesta?

—No, no… es que… y oh, qué bien hueles.

—Deja de hablar. Vamos a hacerlo. Una sirena empezó a gemir, muy próxima.

—Joder, maldita sea.

—Ignórala —dijo Cassie—. No es esta noche.

—¿Qué?

—Puede que mañana por la noche. O pasado. Pero no es esta noche.

—Eh, y tú tendrías que estar en Blatchey si sabes todo eso. Ya sabes, el Servicio Secreto. Lo siento, con esa sirena en los oídos no puedo hacer gran cosa. Y además, ¿qué edad tienes?

Cassie metió la mano en los pantalones del aviador y le acarició el prepucio con el pulgar. Él se estremeció y volvió a dejarse abrazar.

—¿Qué dices que no puedes hacer? —gritó ella. Tenía que a Izar mucho la voz para hacerse oír por encima del ruido de las sirenas. Alguien pasó corriendo a su lado de camino a un refugio. En ese momento ella le metió la lengua en la oreja.

—¡Jesús!

Cassie levantó la mirada hacia la aguja de la catedral y las luces entrecruzadas de los faros que pintaban el cielo. Sabía que el aviador quería huir al refugio más cercano pero con la polla creciendo entre sus manos era incapaz de apartarse.

—Hazlo —le dijo.

El hombre se bajó los pantalones y se colgó sobre el hombro una de las piernas de Cassie. Tuvo que apartarle las bragas y entró en ella de lado, mientras los ojos de los dos se fundían en aquel lugar antiguo, bajo la aguja que perforaba el cielo, bajo los haces luminosos de los reflectores, entre el demoníaco y melancólico aullido de la sirena. Él salió.

—Es imposible. No puedo… no puedo con todo eso en mis oídos.

—¿Qué pasa?

El aviador sacudió las manos. Levantó la mirada hacia el cielo, hacia las luces de los reflectores que peinaban las nubes. Entonces volvió a mirar abajo.

—Es que no puedo, nada más. ¿Podemos ir al refugio, por favor? Se me está helando el culo.

Cassie le ayudó a ponerse los pantalones. Cogidos de la mano se dirigieron al refugio de la calle Much Park. Un hombre del ARP que montaba guardia en la puerta del refugio les dijo:

—No os deis tanta prisa, ¿eh?

—No pasa nada —dijo el aviador con aire pesaroso—. No es esta noche.

—Otro jodido sabelotodo —dijo el hombre del ARP con amargura.

Mientras bajaban al sótano de Draper’s Hall, el aviador susurró:

—No se lo tengas en cuenta. Es sólo que necesita dormir.

No es el único, dijo la voz de Cassie.

Pasaron una hora juntos en el refugio antes de que sonase la sirena que indicaba que el peligro había pasado. El chico se llamaba Peter y era navegante. Tenía veinte años y a Cassie le pareció muy maduro, todo un hombre de mundo. Ella tenía tanto frío que Peter sacó el gorro de cuero del bolsillo y se lo puso en la cabeza. La acompañó hasta su casa y se besaron en el callejón que discurría entre los edificios. Él le puso la mano en la frente.

—Has cogido fiebre.

—Estoy bien —dijo Cassie—. De veras.

Pero el momento había pasado. Cassie suspiró al comprender que no iba a ocurrir. Hizo ademán de devolverle el gorro.

—Quédatelo —dijo él.

—¿No te meterás en un lío por perderlo?

—Sí. Buenas noches, Cassie. Eres preciosa, puedes creerme. Preciosa.

Y regresó a su guerra.

Al día siguiente Cassie se quedó en la cama hasta tarde, tocándose mientras pensaba en el aviador y en otros hombres guapos, presa de un sueño intranquilo. Ahora, además de la música, había otros sonidos en su cabeza: zumbidos de alta frecuencia y señales de Morse intermitentes y algunos retazos de un idioma extranjero. Cuando se levantó, la casa estaba vacía. Betie se había ido a trabajar y Martha había dejado una nota en la cocina diciendo que tenía que salir a hacer algunas compras.

Tras comerse lo que quedaba de la tostada de Betie, Cassie puso la radio y empezó a juguetear con el dial. El zumbido de las frecuencias subía y bajaba, palpitaba y zumbaba. Había señales en Morse. Había palabras extranjeras, un idioma gutural. No necesitaba intérprete. Iba a ser la noche siguiente, sin duda. La noche pasada casi había sido luna llena. Mañana la habría. Cassie se estremeció de excitación. Estaba claro. Adolf Hitler enviaría sus bombarderos a Coventry la noche siguiente. Eso es lo que haría.

—Aquí estás —dijo Martha mientras entraba en la casa y se quitaba el sombrero—. Durmiendo el sueño de los muertos. No te hace ningún bien dormir tanto.

—Mañana por la noche. Nos van a bombardear mañana por la noche.

—¿Eh? ¿Qué dices?

—Más que las otras veces. Más que el mes pasado. El gran ataque. Es mañana por la noche. Lo sé.

—¿Que lo sabes? ¿Cómo lo sabes?

—Mañana por la noche es luna llena. Ya viene. Va a llover fuego aquí en Coventry, mamá.

Martha se le acercó y le puso la mano en la frente.

—Estás tiritando. Y además ardiendo de fiebre. ¿Quieres volver a la cama?

Cassie ni siquiera había sabido a qué se refería el aviador al mencionar el edificio de Inteligencia de Blatchey. Era la escuela de códigos y cifrado del gobierno. Se suponía que su misma existencia era un secreto. Pero el día antes de que Cassie conociera a su aviador en un baile, la escuela de Blatchey había logrado descifrar una reciente transmisión alemana. La transmisión detallaba los protocolos de señales para una operación conocida por el nombre en clave, no de Serenata de Luz de Luna sino de Sonata Luz de Luna, que hacía referencia a un triple ataque que se lanzaría contra una ciudad británica la primera noche de luna llena. Aquel mismo día un piloto alemán capturado al que estaban espiando le dijo a su compañero de celda que se lanzaría un ataque en tres fases contra Coventry o Birmingham en torno al 15 de noviembre.

Los alemanes habían inventado un sistema de navegación por radio conocido como X-Gerat, capaz de guiar a un avión hasta su destino y soltar automáticamente las bombas al llegar al punto designado. El X-Gerat utilizaba cuatro transmisores de radio que enviaban ondas de radio desde diferentes puntos. Contaba con un haz principal y tres haces secundarios que lo intersecaban. Los aviones alemanes de vanguardia volarían paralelos al haz principal hasta llegar al primer punto de intersección. A partir de allí tenían instrucciones de cambiar de curso y volar directamente a lo largo del haz principal. A treinta kilómetros del objetivo se encontrarían con el segundo haz secundario, que les daría la señal para pulsar el botón que ponía en marcha un reloj. A ocho kilómetros del objetivo se cruzarían con el tercer haz, que detendría la primera manecilla del reloj y pondría en marcha la segunda. La cuenta atrás para el bombardeo había empezado. Cuando las dos manecillas se reunieran, la carga de bombas sería arrojada automáticamente sobre los desprevenidos habitantes de la ciudad. Era un sistema muy eficiente de bombardeo masivo.

Blatchey había descubierto también las señales que recibirían las escuadrillas de bombarderos, que empezaban todas con la palabra clave Korn. También habían descifrado una información que revelaba que la Luftwaffe empezaría el calibrado de sus señales a la una de la tarde del día 14 de noviembre.

Entre aquellos eminentes matemáticos, lingüistas, expertos en lógica, jugadores de ajedrez y maestros de los crucigramas había un brillante filósofo y filólogo de Oxford llamado Peregrine Feek. Pero no puede culparse a Feek del peor error cometido por la Inteligencia de las Fuerzas Aéreas, que calculó que habría luna llena en la noche del 15 al 16 de noviembre en lugar del día anterior a las 03:23 horas. La Inteligencia de las Fuerzas Aéreas también informó a las autoridades de que los ataques serían dirigidos contra Londres.

A las 13:00 horas del 14 de noviembre el sistema de calibrado alemán fue detectado. Dos horas más tarde se informó al Mando de Cazas Británico de que los haces del X-Gerat alemán estaban alineados sobre Coventry. El Ministerio del Aire advirtió a los mandos locales de la RAF de que Coventry se había convertido en un objetivo primario.

También podrían haber advertido a la propia Coventry. Las baterías antiaéreas de la ciudad y las unidades de globos habrían apreciado seguramente la información; por no hablar de la Brigada de Bomberos, el Jefe de Policía y la ARP local. Podrían haber pasado la información al alcalde de la ciudad o haber permitido que algún rumor llegara a los hospitales de Coventry y Warwickshire.

Decidieron no hacerlo. Cassie era la única persona de Coventry que había sido advertida con antelación.

A la una del mediodía del 14 de noviembre, Martha y Cassie estaban a punto de sentarse a comer. Martha puso la radio para oír las noticias. En cuanto lo hizo Cassie sintió un clic en su cabeza, como si hubieran apretado un interruptor.

—Ha empezado —dijo.

—Sí, sí —respondió Martha mientras traía la tetera a la mesa, creyendo que Cassie se refería a la emisión de noticias.

—No me refiero a las noticias. ¿No crees que deberíamos ir a la granja? Eso sería lo mejor. Deberíamos ir a Wolvey con Una y Tom. Es más seguro, mamá.

—Estoy harta de este juego —dijo Martha—. Si Adolf quiere cogerme, tendrá que venir en persona.

Al poco de comenzar los bombardeos, en junio, todas ellas, como muchos otros ciudadanos de Coventry, se habían marchado al campo. Pero la granja estaba muy cerca del pequeño aeródromo de Bramcote con lo que pronto habían descubierto que la concentración de ataques era mayor y de alguna manera resultaba más amenazante que cuando pasaban los días temblando bajo las escaleras, en los días anteriores a la construcción del refugio de Anderson.

—Bueno, me alegro. No quiero ir a la granja. Quiero quedarme aquí. Quedarme y ayudar. Eso es. Quiero ayudar. —Cassie hablaba rápidamente. No era la primera vez que Martha lo veía. Un parloteo repetitivo pero animoso—. Pero Betie y tú, mamá… quiero que Betie y tú os quedéis en el refugio. Mientras yo estoy fuera. Ayudando.

—¿Es que tienes el período? —dijo Martha.

Poco tiempo después de las seis en punto de aquella tarde, Cassie se quitó el vestido y se puso unos pantalones, un par de botas de trabajo de Betie, el abrigo y la bufanda, y salió sin decirle nada a su madre. Se detuvo junto al parque para encenderse un cigarrillo y contemplar el cielo nocturno. La Luna de la Cosecha, la llamaban antes de la guerra. La luna estaba de hecho hinchada y la ventaja que tenía que se apagasen las luces, pensó Cassie, era que las estrellas volvían a estar en el cielo. La noche era fría y clara y el humo del cigarrillo se encabritaba como la cabeza de un caballo pintada por breves segundos en el aire. Y si sacudía la cabeza, la negra noche se llenaba de diminutas cuentas de colores y ella sabía que eran ondas de radio, y que no sólo podía verlas sino también seguirlas en su avance por el cielo, aunque no tenía sentido tratar de seguir con la mirada una de aquellas delicadas parábolas iridiscentes porque de todos modos desaparecerían en un abrir y cerrar de ojos y el único modo de que la visión humana pudiera captarlas era aceptar la brevedad del salto que daban en el espectro visible, y era una cosa asombrosa la poca gente que comprendía esto.

Una quemadura en la mano sacó a Cassie de sus ensoñaciones. El cigarrillo que sostenía entre el índice y el anular se había consumido hasta quedar reducido a una columna de ceniza sin fumar. La colilla ardió por un instante mientras caía sobre los adoquines y Cassie la apagó con el pie. Sacó la barra de labios del bolso y se pintó los labios a ciegas. Se peinó el cabello y volvió a guardar el cepillo en el bolso.

—Y la noche —dijo, aunque sin saber por qué, pues su mente volaba veloz. Se subió el cuello para protegerse del frío y siguió su camino hacia el centro de Coventry.

Hacia las siete de la tarde, empezó a formarse una extraña sensación en su estómago o puede que en sus entrañas. Una vibración. Luego se extendió por todo su cuerpo hasta llegar a sus oídos y por fin comprendió que la vibración no estaba dentro de ella sino que era el familiar sonido de las sirenas de alarma. De alguna manera había anticipado varios segundos su comienzo. Aquel amargo, casi desesperado aullido que se arrastraba desde el lugar más profundo de la tierra, que engordaba y crecía hasta convertirse en un gemido desesperante, que se erguía por fin hasta ser un alarido, luchando por pervivir en su nota más aguda hasta que cedía, inútil, derrotado, y luego volvía a ascender, como si quisiera infectarse de su propio pánico. Cassie escuchó los silbatos de los hombres del ARP que se ponían manos a la obra. Pronto, estaba segura, los soplarían con mayor urgencia. Dentro de diez minutos. El tronar de los aviones que se acercaban era como un gran rumor en la distancia, por detrás del gemido de las sirenas de alarma. Los hombres del ARP empezaron a silbar con más fuerza, al tiempo que gritaban, algunos de ellos jocosos:

—¡Corred, conejos, corred, conejitos!

Las luces de los reflectores se encendieron y empezaron a registrar el cielo desde sus posiciones en el centro de la ciudad.

Cassie apretó el paso. En ese momento algo muy hermoso iluminó el cielo. Era una bengala, de un blanco ardiente y luminoso, que descendía flotando por el cielo sustentada por un paracaídas. Y luego más, varias bengalas que flotaban en formación, arrojadas sobre el lado este de la ciudad y arrastradas hacia el oeste por la ligera brisa. El traqueteo de los cañones antiaéreos respondió desde sus posiciones en las aldeas próximas, un despliegue inútil de salvas que perforó el cielo; y luego los cañones Bofors desde más cerca, más ruidosos.

En la avenida Swan una voz dijo desde la oscuridad.

—Vamos, chiquilla, hay que sacarte de las calles.

—Hola, Derek —dijo Cassie—. ¿Dónde has estado estas últimas semanas?

Derek era un viejo amigo de Betie. Lo habían apartado del servicio activo porque su pierna derecha era varios centímetros más grande que la izquierda.

—¿Cassie, qué estás haciendo? ¿Por qué no te vas a casa? Esta vez va en serio.

—Eso ya lo veo. He salido a ayudar. Una cosa oficial. Casi.

Derek la miró con sorpresa.

—¿Oficial?

—Vete a hacer la ronda. Descansa un poco. Va a ser una noche muy larga.

Derek bufó ante la osadía de aquella chica de dieciséis años que se atrevía a darle consejos. Pero ella ya se había alejado. Se llevo el silbato a los labios pero al final se limitó a seguirla con la mirada.

Cassie siguió paralela al estadio de fútbol por la calle Thackall. Había un atajo detrás del campo y confiaba en que aquella ruta le permitiera esquivar a la mayoría de los hombres del ARP. Mientras tomaba el atajo en dirección a Hillfields, pudo ver familias enteras que se dirigían corriendo a sus Andersons y creyó oír una risilla. Luego otra, y otra y entonces se dio cuenta de que las risillas provenían del cielo. Eran bombas incendiarias que hacían un ruido espeluznante mientras caían dando vueltas. Chocaban con el suelo sin explotar pero allí donde caían arrojaban fuego por todas partes. Empezaron a aparecer en gran número. Alguien la vio desde un jardín a la luz de una de aquellas llamas y le gritó algo mientras la llamaba con señas. Pero ni siquiera cuando cayó un tipo diferente de bomba incendiaria con un luminoso destello fosforescente se dejó distraer Cassie.

¿Por qué no tengo miedo?, se dijo. Esto no es natural. Es porque, se dijo, debo estar aquí.

Pequeños incendios aislados estallaban a su alrededor mientras caminaba por la calle King William, decidida a llegar al corazón de la ciudad, y al salir de Hillfields dejó tras de sí la risueña lluvia de bombas incendiarias. Pero entonces llegó un sonido diferente desde el cielo, como el batir de unas alas de cuero. Hizo que se le pusieran los pelos de punta pero no tuvo tiempo de pensar en ello porque las bombas incendiarias fueron seguidas por las furiosas detonaciones de las bombas explosivas que caían por toda la ciudad.

Un camión de bomberos con la sirena encendida pasó a toda velocidad a su lado en Primorose Hill, poco antes de que ella torciera en la calle Cox y se encaminara a la catedral. Se veían algunas bombas incendiarias que ardían en mitad de la calle sin causar daños; otras estaban arrojando su fuego sobre las casas. Una de ellas empezó a lamer una puerta de la calle Cox y, mientras Cassie trataba de apagarla con el pie, salió un hombre de la casa y acabó con el pequeño incendio usando un extintor. El hombre la cogió del brazo y trató de arrastrarla al interior de la casa pero ella se resistió y escapó.

El zumbido de los aviones ganó intensidad y Cassie pensó que debía de haber muchos, muchos bombarderos sobrevolándola, porque de no ser así el vibrante ruido habría cesado ya. Levantó la mirada y pudo verlos. Cientos de ellos, en hermosas formaciones geométricas. Algunos lo bastante cerca como para reflejar la luz de sus propias bengalas, otros diminutas motas atrapadas en el entrecruzar de los reflectores. Se veían las trazadoras y las fugaces explosiones anaranjadas de las salvas antiaéreas y a su alrededor seguían oyéndose las risillas y el inexplicable batir de las alas de murciélago. En el cielo pudo detectar también —ora visible, ora desaparecida— la iridiscencia de las ondas de radio, chispeante pero prisionera de una ruta implacable que recorría los cielos. Supo de alguna manera que los bombarderos estaban siguiendo aquel puente de arco iris. Otro paracaídas estaba cayendo tras ella, sobre la zona de la calle Swan, en la que acababa de estar. Algo se balanceaba colgado de uno de sus extremos. Pensó que era un paracaidista, que los alemanes iban a aterrizar en la ciudad. El paracaídas se contoneaba de un lado a otro siguiendo con perfección el ritmo de la «Serenata de Luz de Luna». Pero entonces vio que se trataba de una caja cilíndrica que, después de desaparecer detrás de las casas, sacudió la tierra con una detonación tremenda que hizo que a Cassie le zumbaran los oídos. Se metió la mano en el bolsillo y allí encontró el gorro de aviador que le había dado Peter dos días atrás, se lo puso y trató de abrochárselo debajo de la barbilla.

Para ella estaba claro como el agua que las cascadas de bombas incendiarias y explosivas se sucedían a intervalos de treinta segundos, aproximadamente. Ésa debía de ser la distancia entre cada escuadrilla, medio minuto. Empezó a ajustar sus movimientos a esta cadencia.

Cuando llegó a la catedral había pequeños incendios por todas partes y cuadrillas de bomberos que trataban de apagarlos. Tan pronto como sofocaban uno de ellos, caía otro grupo de bombas incendiarias a escasos metros. Cassie vio cuatro hombres en el tejado de la catedral, tratando de apagar el fuego. Estaba detrás de un policía que miraba el tejado.

El policía se volvió hacia ella y, al verla con el gorro de aviador, la tomó por un mensajero.

—Hijo, corre al Centro de Mando y diles que necesitamos bomberos aquí si queremos salvar la catedral.

Se marchó: Sabía que el Centro de Mando para la Defensa Civil se encontraba en el sótano del Ayuntamiento. En la puerta un soldado de la Guardia Nacional la detuvo y le dijo que transmitiría el mensaje.

—Pero no tengas muchas esperanzas. Las líneas telefónicas ya están cortadas. Trata de buscar ayuda por ti mismo.

Cassie corrió por Jordan Well. Había otro coche de bomberos en la calle Little Park, donde una pequeña fábrica estaba ardiendo. Un bombero estaba enroscando la manguera a la boca de incendios. En ese momento cayó otra oleada de bombas y tres edificios ardieron como la yesca. Un autobús de dos pisos se volcó sobre el morro y cayó con estrépito, panza arriba, en medio de un gemido metálico y un destrozo de metal. El bombero dejó lo que estaba haciendo y contempló la destrucción. Cassie tuvo que tirarle del brazo.

—La catedral —dijo—. Les necesitan.

El bombero tenía el rostro manchado de hollín. Había unos surcos rosados en su frente.

—No puedo dejar esto —gritó en medio del estruendo del fuego antiaéreo—. Toda la manzana ardería. Diles que iré si puedo.

Cassie siguió corriendo por Jordan Well. Había aparecido un cráter en la carretera y una ambulancia había caído en su interior. El conductor estaba saliendo de la cabina. Cuando llegó de nuevo a la catedral, el policía había desaparecido. Seguía habiendo hombres en el tejado pero ahora despedía bocanadas de humo acre y amarillento, como gruesos gusanos que trataran de escapar de la conflagración. Los hombres estaban intentando sacar las bombas incendiarias que habían caído entre los maderos que había bajo el techo. Cassie sabía que era una pérdida de tiempo. Levantó de nuevo la mirada y vio que el cielo estaba lleno de aviones. Están volando sobre un rayo secreto, pensó. No pueden ir a ninguna otra parte.

Cayeron más bombas incendiarias con sus risillas, acompañadas por un estruendo metálico o un ruido sordo dependiendo de con qué chocaban. Todas ellas cayeron en el tejado, sobre la portada norte. Más cerca se produjo una explosión vibrante y colosal. Los hombres del tejado abandonaron por un momento lo que estaban haciendo para ver dónde había caído la última bomba.

A continuación siguieron tratando de levantar el plomo del tejado. Pero las últimas bombas incendiarias se habían abierto paso hasta la estructura de las vigas y el fuego se estaba extendiendo.

—¿Dónde están los putos bomberos? —gritó alguien.

—Apagando los otros incendios —exclamó Cassie como respuesta.

Los hombres del tejado se volvieron hacia ella. Entonces uno de ellos dijo:

—Vamos a bajar. Ayúdanos a salvar lo que hay dentro.

El interior estaba lleno de humo amarillento. Entraron en tropel y salvaron lo que pudieron. Todo lo que había en el altar, algunas pinturas, un par de tapices. Pero la catedral era un museo de obras maestras medievales. Nadie sabía dónde empezar. Cassie rescató un cuadro de marco dorado de Lady Godiva. Al cabo de media hora el humo resultaba insoportable. Uno de los hombres cogió a Cassie del brazo para impedir que volviera a entrar.

—Ya está —dijo—. No queremos perderte también a ti.

Otro, un joven, se echó a llorar. Estaban todos en el porche sur y contemplaron cómo aumentaban las llamas. En el exterior, nuevas explosiones sacudían la ciudad. En el interior, ardía la historia y se fundía la joya de la ciudad.

Hacia las nueve y media un equipo de bomberos logró abrirse camino por los escombros desde Solihull y empezó a sacar las mangueras. Cuando el agua entró en contacto con las llamas que devoraban el edificio, violentos géiseres de vapor arremolinado respondieron a su ataque con aullidos. Hubo un momento de esperanza antes de que, sin aviso, las mangueras se secaran. Los depósitos de agua habían recibido un impacto. La explosión de una bomba incendiaria hirió a un policía que estaba tratando de salvar algo del incendio.

—Ya está —dijo alguien con voz apagada.

Otro policía le puso a Cassie una mano en el hombro.

—Mira —le dijo con firmeza—. Los teléfonos no funcionan y se necesitan más mensajeros en la central. —Entonces la miró con más detenimiento. Las gigantescas llamas rojas que devoraban el techo de la catedral iluminaron el rostro de Cassie—. ¿Eres una chica?

—Soy un mensajero —dijo Cassie.

—Eres un maldito ángel, Ella se alejó.

La ciudad entera estaba ardiendo. El equipo de bomberos de la calle Little Park había abandonado y se había marchado, dejando que la calle, formada por casas de tres pisos de llamativa fachada ardiera a su antojo. Cassie vio que Broadgate, el corazón de la ciudad, era presa de un incendio espectacular. Al llegar al Centro de Mando del Ayuntamiento, el soldado de guardia la reconoció y la hizo pasar con un ademán. Bajó al sótano por unas escaleras de piedra. Había tres hombres y media docena de mujeres dibujando con tiza sobre pizarras o discutiendo. Las líneas telefónicas seguían cortadas. Trabajaban bajo la insípida y amarillenta luz de emergencia.

—¿Quién demonios eres tú? —dijo uno de los sudorosos hombres, con gafas y la camisa arremangada. Tenía un cigarrillo entre los dedos pero se le había apagado.

—Mensajero Vine —dijo Cassie.

—Muy bien, mensajero Vine, vaya a la central de bomberos, a la velocidad de la luz, y lleve esta lista de bocas de incendios. Vamos.

—Antes tengo un mensaje para usted.

—Adelante.

—El mensaje es: saldremos victoriosos de esto.

Todo el mundo dejó lo que estaba haciendo y la miró. El hombre se quitó las gafas. Una mueca se dibujó en su cara. Frunció los labios y su boca se movió como si se dispusiera a hablar pero no salió ninguna palabra de ella. Por fin, dijo:

—¿Quién envía el mensaje?

—Yo. Mensajero Vine.

El hombre se llevó el cigarrillo a los labios, le dio una calada y entonces se acordó de que se había apagado. Y se echó a reír. Al cabo de un momento, todas las personas que había en aquel sótano estaban riendo a mandíbula batiente. El hombre se adelantó y le dio un abrazo de oso y un beso en la mejilla.

—¡Eres una preciosidad! —le gritó—. ¡Una pequeña preciosidad! —Y de repente todos la estaban aplaudiendo—. ¡Que alguien le dé un casco a esta chica! —gritó el hombre. Una de las mujeres encontró un casco de ARP y, a pesar de que le estaba grande, se lo puso a Cassie sobre el gorro de aviador. Cassie corrió escaleras arriba, con la nota en la mano, ruborizada y avergonzada por el aplauso. Qué rara es la gente, pensó.

Pero cuando llegó a Broadgate lo que vio la dejó paralizada. Toda la parte alta de la ciudad estaba ardiendo. Los bomberos se esforzaban en vano. Los incendios y las bombas habían destruido las tiendas. Se alzaban genios de vapor del agua que arrojaban las mangueras. Un humo negro, iluminado por el fuego, ascendía dando vueltas. Hacía demasiado calor como para pasar por Broadgate. Retrocedió y contempló las llamas mientras el siniestro batir de alas regresaba a sus oídos. Agitó las manos tratando de abatir los pequeños demonios que la rodeaban en el aire. En ese momento vio su primer cadáver.

Estaba apoyado en la puerta de una tienda. El cristal del escaparate había estallado y se había desperdigado por toda la calle y cada uno de los destellantes fragmentos reflejaba las llamas rojas. Los rubíes crujieron bajo sus botas mientras se aproximaba a la figura, cuyo rostro y ropa estaban cubiertos de un polvo blanquecino. Tenía los ojos muy abiertos y sendos gusanos de sangre resbalaban desde sus orejas, sus fosas nasales y su boca. Era un hombre de mediana edad y vestía de uniforme, aunque ella fue incapaz de decir qué uniforme porque estaba cubierto de polvo. Parecía como si, exhausto, se hubiera acurrucado en el umbral para descansar un momento. Cassie pensó en cerrarle los ojos, no por respeto o por ninguna creencia religiosa sino porque creía que era lo que debía hacer. Pero los párpados no se quedaron cerrados. Lo intentó de nuevo y dijo:

—Ahora puedes irte.

Los párpados volvieron a abrirse. Cassie sintió un escalofrío y se apartó del cadáver andando hacia atrás. Se volvió y salió corriendo, dispuesta a arriesgarse entre las llamas de Broadgate.

Las llamas seguían creciendo. Ni un solo edificio de todo Broadgate parecía intacto y las bombas explosivas e incendiarias no dejaban de caer. Por un momento, Cassie perdió el dominio de sí y la inasequible seguridad que hasta entonces la había estado guiando. Retrocedió hacia los escalones de piedra blanca del Banco Nacional Provincial y dirigió la mirada hacia Broadgate, envuelta en llamas. El zumbido de los bombarderos, las risillas y los aullidos de las bombas, las alas de cuero, el rugido y el crepitar de las llamas, nada de eso iba a cesar. Los aviones que volaban por el cielo nocturno se convirtieron en demonios, exultantes, demonios que batían las alas en demostraciones innecesarias de pericia de vuelo, extasiados, divertidos. Levantaban el viento con el batir de sus alas para conseguir que las llamas alcanzaran mayor altura. ¿Es así el infierno?, pensó Cassie. ¿Es esto lo que querían decir? Pues si lo era, sabía que debía atravesarlo. ¿Acaso no era ése el único modo de moverse en el infierno, mostrarse desafiante?

Risilla. Otra oleada de bombas incendiarias que caía.

Cassie se volvió y vio el hermoso globo del paracaídas, cuya seda despedía reflejos rosados y perlas, luna y fuego, cayendo en un lento vals dirigido por las corrientes de aire, impelido por la bomba que sostenía. Cayó sobre Broadgate y la detonación golpeó los oídos de Cassie y el humo negro que siguió la hizo caer de espaldas. Entonces siguió un rumor sordo, casi como un ruido de agua, como si alguien estuviera aliviando su vientre en el patio trasero de una casa abandonada, y Cassie levantó la cabeza y vio que un edificio de cuatro plantas se derrumbaba sobre sí mismo e inundaba la calle.

Se puso en pie y se apartó del arremolinado humo caliente. Se tapó los oídos. No estaba sorda pero todos los sonidos parecían haber enmudecido. El rugido del fuego era apenas un rumor suave. Las explosiones de las bombas se habían convertido en el crepitar de astillas en la chimenea.

Alguien apareció junto a su hombro. Era su padre.

—Papá, ¿estás aquí? —Su propia voz sonaba apagada, lejana. Su padre movió la boca como si se dispusiera a hablar pero lo único que pudo ofrecerle fue una leve sonrisa. Su aparición no había perturbado a Cassie a pesar de que había muerto dos años antes de que estallara la guerra. Ya lo había visto en otra ocasión, dos semanas después del funeral, cuando todavía estaban de luto—. El aire está caliente y amargo, papá.

Pero él señaló con gestos imperiosos a otra figura agazapada en el pórtico del Banco Nacional Provincial. Era otro cadáver: un joven de su edad, unos dieciséis años. También era un mensajero: vio la insignia sobre su hombro. Esta vez la muerte le había dejado los ojos cerrados y tenía el rostro cubierto con polvo blanco de ladrillos. Más gusanos rojizos de sangre empapaban el polvo desde sus orejas y sus fosas nasales. Cassie alargó la mano muy, muy despacio, con el pulgar y el corazón extendidos formando una V y tocó los ojos cerrados del muchacho. Los párpados se abrieron como si hubiera accionado una palanca y sus ojos vacíos e inyectados en sangre le devolvieron la mirada a Cassie.

Risilla en el aire. Otra astilla que caía. Aleteo de alas de cuero.

Se inclinó hacia delante y acercó los labios a los del chico.

—No puedes irte —dijo. Exhaló un beso al interior del cuerpo del muchacho. Sigue siendo virgen, como yo. Tomó polvo y cenizas con la humedad de sus propios labios. El muchacho se estremeció.

Ahora tenía los ojos muy abiertos de terror y se apartó de ella como si temiera su contacto. Cassie lo miró fijamente. Sus dientes castañeteaban. Cassie se le acercó muy despacio, se sentó en cuclillas a su lado y puso una mano sobre su cabeza.

El chico movió la boca, dijo algo, pero la reciente explosión impidió que Cassie entendiera lo que había dicho. Recordó la lista de bocas de riego, que seguía en su mano.

—Ven conmigo —dijo—. Nos ayudaremos.

El muchacho se agitó ligeramente y arrugó el rostro mientras intentaba levantarse. Volvió a hablar pero Cassie seguía sin poder oírlo. Supuso por la forma de sus labios que había dicho:

—No puedo moverme.

—¡Papá! —gritó al tiempo que buscaba ayuda a su alrededor—. ¡Papá! —Pero su padre había desaparecido. A continuación le dijo al muchacho—. ¿Estás herido?

Apenas oía su propia voz.

Puede que él dijera algo así como:

—No. Es sólo que no puedo moverme.

Oía un sonido en su cabeza cuando él trataba de hablar. Pero no estaba sincronizado con el movimiento de sus labios.

—Si te quedas aquí te morirás de vergüenza. Debes superar tu miedo y venir conmigo. ¿Cómo te llamas?

Algo. Volvió a mover sus labios pero ella no captó ningún sonido claro.

—No te oigo. Me he lastimado los oídos.

—Michael.

Puede que hubiera dicho que su nombre era Michael.

Cassie Le puso Las manos a ambos lados de la cara, se inclinó sobre él y le dio un beso en la boca que volvió a mancharle los labios de polvo y cenizas. El chico temblaba y sus dientes seguían castañeteando así que lo besó con más fuerza.

—Chico de Coventry —le dijo por fin—. Chico de Coventry. ¿Vas a venir conmigo?

El chico lloraba e intentó que ella no le viera los ojos. Cassie se puso en pie y él hizo lo propio con dificultades.

—¿En qué dirección está la central de bomberos? —preguntó Cassie.

Él le indicó con gestos que tendrían que cruzar Broadgate.

—¿Cortar por la avenida Pepper? —dijo Cassie mientras le ponía el casco de metal en la cabeza—. No, no llegaríamos. Cógete a mi mano y encontraremos una forma de llegar.

Juntos se adentraron en el infierno de Broadgate. Aunque la catedral de San Miguel se había perdido, la Iglesia de la Santísima Trinidad estaba intacta. Corrieron entre las tiendas en llamas que jalonaban Broadgate hasta desembocar en la calle Trinity. Cuando llegaron a la central de bomberos la encontraron abandonada. El techo se había desplomado por completo.

Pasaron junto a los esqueletos retorcidos de varios autobuses de dos pisos y treparon sobre los ladrillos y el enyesado partido y las vigas fundidas. Los cuerpos de dos trabajadoras del ARP sobresalían de una ambulancia. Pasaron sobre los cadáveres. Las ruedas de las ambulancias se habían fundido y solidificado a continuación, formando grumos negros. Las mujeres también tenían rastros de sangre que les salían de los ojos, las narices y las orejas. Allí donde había un cadáver estaban también los gusanos o las anguilas de sangre.

Lograron dar con el nuevo emplazamiento del Servicio de Bomberos y entregar su mensaje. Un aire de insensible resolución se había apoderado del servicio de emergencias. Trabajaban con fiereza pero a ciegas. Los mensajeros eran cada vez menos necesarios. Nadie dejaba de trabajar pero todos tenían la sensación de que la planificación, la estrategia y la coordinación eran inútiles frente a un desastre de semejante magnitud. No quedaba más que apagar los incendios y sacar a los heridos. Así que regresaron al Centro de Mando para ver si podían ser de alguna ayuda.

De camino hacia allí volvió a oír el batir de las alas de cuero y uno de sus torturadores aéreos resonó con estrépito en el metal de su casco.

—Me dan escalofríos —dijo.

—¿Quiénes?

Al principio pensó que estaba recuperando el oído pero era sólo que cada vez intuía mejor a Michael. Él hablaba y ella escuchaba las palabras en su mente, y las escuchaba antes de que él moviera los labios.

—Esas cosas que son como murciélagos. Las criaturas que revolotean por aquí. Escucha. —Michael aguzó el oído. Llamas de diez metros de altura iluminaban el sudor de su rostro—. ¡Ahí! ¿Lo oyes?

Michael señaló un trozo de metal humeante que había en el suelo.

—Metralla. Cae al suelo. La disparan nuestros cañones antiaéreos. ¿Qué pensabas que les ocurría a las carcasas después de estallar?

Cassie se sintió estúpida.

Un hombre pasó corriendo a su lado, muy deprisa, con fuego en el pelo y las suelas de las botas humeando. Lo vieron perderse por una calle lateral.

Pasaron toda la noche juntos llevando mensajes para el Centro de Mando. Les dieron té y cigarrillos y les dijeron que descansaran diez minutos. Uno de los hombres que trabajaban allí se llevó a Cassie a un lado.

—¿Estás bien? —dijo. Cassie lo oía mejor que a Michael.

—Sí, estamos bien.

—¿Estamos?

—Sí.

—Creo que sufres una conmoción.

—Bueno, todos estamos conmocionados.

—Que me aspen si eso no es cierto. Pero si tienes ocasión, haz que te vea un médico.

No pudieron ocultarles las noticias sobre las bajas. Cientos de muertos. Incontables heridos. La biblioteca destruida, iglesias reducidas a cenizas, tiendas obliteradas, monumentos destrozados. La historia le había sido arrancada a la ciudad como un par de muelas del juicio. Siete horas después de haber empezado, el ataque aún continuaba. Los aviones alemanes, según se calculó, tenían tiempo de regresar a sus bases, recargar y volver.

Cuando volvieron a salir, resultaba evidente que no había nada que hacer. Las carreteras estaban bloqueadas y las ambulancias no podían pasar. Las bocas de incendios no daban agua. Los autobuses y coches estaban abandonados en las calles como si fueran juguetes. En Cross Cheaping había varios cadáveres de policías y en la avenida Pepper el de un joven mensajero. Tuvieron que dejarlos allí. Los incendios de ambos lados de las calles estaban uniéndose en el centro, como el telón de un escenario cerrándose sobre un macabro espectáculo. El calor absorbía el oxígeno del aire y hacía que la boca supiera a cenizas y polvo de yeso y carbón. Las ratas corrían chillando entre los escombros. Los edificios seguían ardiendo. Coventry iba a quedar reducida a polvo. Hasta los cañones antiaéreos estaban callando.

—¿Por qué no disparan los cañones? —preguntó Cassie a Michael.

—Se han quedado sin munición —pensó que decía.

—¿Quieres que derribemos uno, Michael? Un avión nazi, digo. Tú y yo. ¡Podríamos hacerlo!

—Estás loca, Cassie.

—¿Confías en mí?

—Más o menos.

—Entonces cógeme de la mano y ven conmigo. —Lo llevó por la avenida Cuckoo y luego por la avenida Priory, peligrosamente cerca de la catedral en llamas. Los intentos de apagar el fuego habían cesado y el techo se había desplomado por completo. Sólo quedaba el humeante esqueleto gótico, un pulsante rubí de calor insoportable. Cada plegaria de esperanza elevada en medio milenio ardiendo y consumiéndose y echando humo. Pero la torre y la aguja seguían intactas. La puerta de la torre se había consumido. Cassie le indicó que pasara.

Michael se rió con amargura.

—No voy a subir ahí.

—Es el lugar más seguro de la ciudad —le dijo—. Por eso sigue en pie. Confía en mí, Michael. Más que cualquier otra cosa, necesito que confíes en mí.

Le cogió la mano y lo llevó hacia la base de la torre. Aunque estaba apartada de la densa humareda del otro extremo de la catedral, era como meterse en un horno. La aguja actuaba como chimenea, absorbiendo el calor, pero después de los primeros descansillos de la escalera, se iba disipando por los ventanales abiertos y empezaba a bajar la temperatura. Juntos y acompañados tan sólo por el eco de sus pasos, ascendieron los ciento ochenta escalones en espiral.

Cuando salieron al parapeto de la torre, el viento azotó el cabello de Cassie y ella se dio cuenta de lo fría que era la noche a pesar de que los incendios habían convertido la ciudad en un horno. Sobre sus cabezas el cielo despedía un resplandor rojo como la herrumbre. Asomó la cabeza entre las almenas de la aguja gótica y miró abajo.

No venía ningún sonido de allí y de arriba sólo el del viento, y éste enmudecido, como un triste murmullo en los oídos, como el susurro de un ángel inconsolable y derrotado. La ciudad era como un cuenco roto del que se derramaba fuego. Era como asomarse al corazón de Satán. Ríos de llama, chispas ardientes, eructos negros de humo arremolinado. Kilómetros de tierra roja y ardiente en todas direcciones. Corrió hacia el otro lado. Una asquerosa hebra de humo, retorcida como una serpiente gigante. Mandíbulas escarlata abriéndose camino a dentelladas. Bengalas repentinas. Charcos de combustible ardiendo. Una trepidación, como si las llamas fuesen una plaga de gusanos en el vientre de la ciudad. Por un momento Cassie creyó que la torre cedía también a sus pies. Sintió que el estómago se le revolvía, pero la levantaron en vilo las corrientes de aire caliente y sobrevoló el infierno, aquella ciudad de trescientas mil almas que estaban ardiendo. Entonces volvió en sí, con los pies firmemente plantados en el parapeto de piedra de la torre medieval y el viento en los oídos. Escuchó un nuevo zumbido.

Más aviones alemanes aproximándose desde el sudeste, diez, no, veinte, no, veinticinco más o menos, volando en formación perfecta. Extendió el brazo hacia atrás, cogió a Michael de la mano y lo atrajo hacia sí. Estaba temblando de forma incontrolable.

—Dios mío, estás helado —dijo Cassie.

Los dientes de Michael castañeteaban de forma salvaje. Cassie se desabrochó el abrigo y lo envolvió con él.

—Ven aquí —dijo—. Toma parte de mi calor.

Michael trató de decir algo, le dio forma a los labios, pero fue incapaz de hablar. Tenía un frío insoportable y sus dedos eran como escarcha. Ella le cogió una mano y se la metió dentro de la blusa, la puso sobre el pecho. Él la miró, angustiado.

—Míralos, Michael —dijo Cassie mientras señalaba los bombarderos que se aproximaban—. Piensan que son preciosos. Piensan que sus motores los mantienen a salvo en el cielo. Nosotros sabemos que no es así, ¿verdad? ¿Verdad? ¿Hueles eso? Es combustible de avión. Están tan cerca que se huele. ¡Mira! Casi se ve a los pilotos en sus cabinas. Si te imaginaras que están un poco más cerca, podrías hablar con él, Michael. ¿Cuál? Elige uno. ¿Cuál eliges? ¿Cuál va a pagar? ¿Cuál decimos que no va a regresar a casa?

Michael no respondió. Cassie metió su otra mano bajo su falda y se la puso entre los muslos. Empezó a frotarse el cuerpo con los dedos helados.

—Nadie debería morir siendo virgen, ¿verdad, Michael?

Michael temblaba mientras ella le desabrochaba los pantalones y acariciaba su erección, pasando el pulgar sobre la cabeza de la polla, susurrándole, animándolo como si fuera una experta.

—Tendremos que volar hasta él, Michael. Asustarlo. Volar hacia él como demonios de la noche. —Apoyó la pierna sobre la articulación de su codo, como el aviador le había enseñado. Michael tenía los ojos muy abiertos, parecía estupefacto pero se prestaba a todo. Cuando ella lo guió a su interior los dos jadearon y se agarraron el uno al otro para mantenerse firmes frente al embargante placer de la penetración. No hubo más palabras. Estaban paralizados y el cielo se estaba abriendo con un desgarro que era como una eyaculación con hálito de fuego. Cassie echó la cabeza atrás y trató de mirar el cielo inundado de luna y empapado de fuel. Y volaron, hacia lo alto, remontándose, unidos, el viento aullando en su pelo, los negros rizos de Cassie ensortijándose a su alrededor, convirtiéndola en un espectro, en dirección a los aviones enemigos.

Oh, Michael. Vamos a elegir uno. Vamos a elegir uno para ti. Para ti y para la ciudad. No tengas miedo ni sientas culpa. Después de todo, ellos nos han elegido a nosotros. ¿Éste? ¿El que vuela un poco más bajo que los demás? ¿Debemos castigar su hermosa osadía? ¿Debemos? Él no sabrá cómo. No lo sabrá.

Y cayeron sobre uno de los aviones alemanes, describiendo un arco en mitad de la noche, dejando un halo de ardiente plata de luna tras de sí, toparon con la cabina y se pegaron al morro de cristal del avión con bocas y dedos que eran como ventosas, y pudieron ver al piloto dentro del morro de cristal del avión que levantaba la mirada de sus controles y al ver la sonrisa ominosa de Michael sucumbía a un terror estupefacto e insoportable.

Eso es. Eso es, Michael. Vuela hacia él. Mírale la cara. Mira sus ojos. Posa tu mirada en la suya. Será como pegamento. Nuestros ojos. Quedará pegado. Iris con iris. Seremos ángeles. En su cabina. O demonios. Mira su terror. Mira el terror en sus ojos. Eso es. Eso es. Eso es. Ya está, Michael, ya está. No regresará a casa. Éste. Para él no hay vuelta a casa. Ya está. Puedes dejarlo.

Allá en el parapeto de la aguja Cassie contempló el avión elegido, vio que se escoraba y viraba y empezaba ascender, en dirección noreste desde la ciudad. Una solitaria salva de fuego antiaéreo estalló en las proximidades, pero no tan cerca como para dañar el aparato. Los cañones antiaéreos habían enmudecido ya y sólo podían disparar alguna salva simbólica. El avión se perdió en la oscuridad, intacto.

Pero ella sabía que no importaba. El avión estaba condenado. Lo sabía del mismo modo que había sabido lo que estaban poniendo en la radio antes de encenderla. Su curso ya estaba fijado. Caería a varios kilómetros de la ciudad. Sólo Cassie sabía que no regresaría a casa. Sólo Cassie y Michael.

—Michael —susurró Cassie—. ¿Michael? ¿Dónde estás?

Recorrió dos veces el parapeto, llamándolo con voz suave.

Se había ido. Cassie sentía el viento en los oídos. Se abrochó el abrigo y bajó de la torre. Sintió cómo regresaba el calor mientras iba bajando la escalera en espiral. Abajo el aire caliente era como pimienta apestosa y amarga.

Sabía dónde podía encontrar a Michael. Deshizo el camino andado, entre el fuego líquido y la acre niebla de humo, esquivando las cenizas que había en el aire y las chispas como gusanos que caían en cascada por todas partes, hasta llegar a los escalones de piedra blanca que había bajo el pórtico del Banco Nacional Provincial. Lo encontró acurrucado en una esquina del patio, con el rostro manchado de polvo blanco y sangre seca en la nariz y las orejas y los ojos. Le puso una mano en el cuello. Su cuerpo estaba frío. Esta vez no le tocó los párpados y permanecieron cerrados.

—Ahora puedes irte —susurró.

Nuevos equipos de bomberos y de emergencia estaban llegando a la ciudad pero ya había terminado todo. Los trabajos de sustentación levantados apresuradamente estaban cediendo. Los hombres lloraban o consolaban a los llorosos. Cassie pasó junto a un montón de manuscritos antiguos que alguien había rescatado de la biblioteca para luego abandonarlos sobre el pavimento. Escritura gótica y letras miniadas, manuscritas por un monje del pasado, abandonadas para arder y estallar en mitad de la calle.

Cassie se deslizaba por las calles con la certeza de una sonámbula, junto a equipos de bomberos que trabajaban mecánicamente y sin esperanza. Uno de los bomberos la saludó con un gesto de la cabeza mientras en su rostro se dibujaba una sonrisa demente, como si quisiera que compartieran una broma. Había terminado. Estaba ardiendo y todo había desaparecido. Empezó a caer una fina llovizna fría, mezclada con cenizas, hollín y polvo, formando una neblina templada que se pegaba a la cara como telarañas calientes. Apestaba a podredumbre cocinada, a desagües reventados y alcantarillas rotas, las especias de la cocina del infierno.

Al llegar a la calle Trinity reconoció a uno de los camilleros. Era Gordon. Se detuvo al verla.

—Cassie, querida, ¿qué estás haciendo aquí?

Sus espantosos tartamudeos habían cesado. Trató de ajustar la lona de alquitranado para que no viera lo que había sobre la camilla.

—Ayudar —dijo Cassie.

Gordon asintió como si entendiera perfectamente. Entonces su compañero le indicó que debían marcharse.

—Bendita seas, Cassie —dijo—. Pero deberías irte a casa, querida.

No hubo más ataques pero hasta las seis y cuarto no sonó la señal que indicaba el final del ataque, lúgubre y vacía bajo la luz grisácea. La llovizna creaba vapor y allí donde no se levantaba humo negro de los escombros, ascendía humo blanco para sumarse a la densa y maligna capa que cubría la ciudad. Cassie vagaba sin propósito, sintiéndose como el humo, cada vez más tenue, vaga, incapaz de recordar su objetivo. Casi como un fantasma.

La propia ciudad era un espectro. El vapor y la niebla y el humo convertían los muros supervivientes y los ángulos de los edificios rotos en imprecisos bosquejos a lápiz, en negativos de fotografía, o puede que sólo fueran imágenes reflejas de edificios derribados. Se erguían cascarones imposibles de reconocer sobre insólitos soportes. Los hitos del paisaje habían sido reducidos a escombros. Millones de ladrillos, maderos, vigas retorcidas, montones de yeso y fragmentos de cristal formando enormes túmulos por las calles. Cassie se llegó hasta Cross Cheaping, se detuvo junto a los restos de una tienda y vio un maniquí de sastre colgado de una ventana. En medio de un montón de escombros se erguía una señal intacta que rezaba: «Los Autobuses de Keresley Paran Aquí». Detrás de ella se veía la estructura fundida y retorcida de un autobús de dos pisos.

Y la gente empezaba a emerger. Se abrían camino entre los ladrillos y los escombros y no decían nada. Cassie los miraba, veía cómo hacían sus inventarios internos, trataban de orientarse. Se movían de un lado a otro en pequeños grupos. Se tocaban la cara mientras se movían, en silencio, entre la desolación.

Llegaron algunos propietarios de negocios o tenderos con el propósito de llevarse lo que hubiera quedado de su género. Estallaron breves discusiones con los policías y los hombres del ARP. Un estanquero, de cuyo negocio no quedaba más que una pared en pie, había logrado salvar unos sacos de tabaco. Buscó una tarjeta y escribió en ella: «Se vende tabaco, ligeramente ahumado, a mitad de precio». Entonces se sentó sobre un madero y esperó a que llegaran compradores.

—Querría un poco de tabaco —le dijo Cassie.

El estanquero la miró.

—Has estado toda la noche fuera, ¿no? —dijo con aire animoso—. Tienes toda la pinta. Sírvete. Directamente de la maldita casa.

—¿Me podría liar uno? Tengo los dedos entumecidos.

—Te diré lo que voy a hacer. Voy a liar uno para ti y otro para mí. Y nos sentaremos y nos los fumaremos juntos y diremos que nos alegramos de seguir vivos. ¿Qué te parece eso?

—Suena bien.

—Muy bien. —Con gran ceremonia le hizo un sitio a Cassie a su lado y se lo limpió antes de volver a sentarse—. No creo que tengamos dificultades para encontrar fuego —dijo. Cassie sonrió. El hombre lió dos cigarrillos perfectos y le tendió uno a ella. Se sentaron y fumaron, cada uno en honor del otro, sin apartar los ojos de los del otro hasta que los hubieron apurado. Y durante todo ese tiempo Cassie tarareaba una melodía con mucha suavidad.

—«Serenata de Luz de Luna» —dijo el estanquero—. Es curioso. Me rondaba la cabeza justo antes de que te sentaras.

Cassie sonrió, como si supiera un secreto. La gente se paraba para echarles una mirada y el cartel les arrancaba a todos una sonrisa.

—Tienes que irte a casa, querida —dijo el estanquero—. Si es que todavía tienes una casa a la que ir.

—No lo había pensado —dijo Cassie.

Regresó penosamente por unas calles que ahora estaban atestadas de gente. Aunque parezca increíble, casi todos estaban vestidos con normalidad y parecían dirigirse a sus lugares de trabajo, como si pensaran que el ritual matutino de prepararse para la jornada pudiera cambiar lo ocurrido. Conducían sus bicicletas entre los escombros, con sus maletines y sus mochilas y las bolsas de sus máscaras de gas. Muchas casas de la periferia habían sido destruidas o dañadas y conforme se iba acercando a la suya, Cassie empezó a apretar el paso.

La casa estaba intacta. La puerta delantera, ligeramente entreabierta. Martha estaba dentro, con Betie. Cuando la vieron aparecer, con la cara negra y la ropa sucia y un casco metálico en la cabeza, se la quedaron mirando sin decir nada. Entonces Martha gritó y corrió hacia ella y le dio un abrazo y aulló y le golpeó a su hija la espalda y la cabeza con los puños, fuerte, tan fuerte, que Betie tuvo que separarlas, antes de dejar que su madre le diera a Cassie un fuerte abrazo.

—Cassie —sollozó Martha—. ¿Qué pasa contigo? ¿Qué tenemos que hacer contigo? ¿Dónde has estado?

—He estado ayudando a los muertos —dijo Cassie—. Betie, puedes quedarte mi gramófono. Y se sentó y se echó a dormir.