Martha guardaba un paquete de astillas junto al guardafuego para poder coger una y prenderla en el fuego antes de encenderse la pipa con ella. Sólo después de haber conseguido que la pipa tirara perfectamente aceptó a una de las gemelas de Una en el regazo. Estaba muy contenta de ver a Una de nuevo feliz y comprobar que, a pesar de que las gemelas suponían el doble de trabajo, Una estaba volviendo a coger las riendas de la situación. Las preocupaciones de Martha eran siempre las de sus hijas y las relacionadas con los hijos de sus hijas, nunca las suyas. Tenía achaques más que de sobra para quejarse si hubiera querido —artritis, reumatismo, venas varicosas, lumbago y una tiroides hiperactiva, entre otras muchas— pero lo único que la preocupaba era la felicidad de sus hijas o cosas así. Era como si hubiese un cuenco limitado de bienestar y se bebieran su contenido con una medida desigual. Su instinto matriarcal era el de tratar de arreglar las cosas siempre que fuera posible, recurriendo a la intervención, la ayuda o la manipulación. Una volvía a estar en plena forma y con esa preocupación desechada podía permitir que su mente abordara otra caña arrancada del sauce.
En este caso sus pensamientos se habían vuelto hacia el abismo cada vez mayor que separaba a Olive y William y no estaba prestando demasiada atención a la charla de Una.
—¿Sabes? —estaba diciendo Una, mientras trataba de contener en broma los instintos alimenticios de una de sus hijas y la otra pestañeaba en medio de la nube de humo de tabaco—. Es por culpa de la Seguridad Social y de todas las regulaciones que se están aprobando. Higiene para esto y esterilización para aquello y desinfección para lo de más allá. Así están las cosas. Le han dicho que no le dan la licencia o no sé qué. Dicen que no es apta. Bueno, nunca la había visto tan destrozada.
—Sí, debe de ser terrible para ella. Pobre vieja. Es su vida, ¿no? O sea, es lo que siempre ha hecho.
—Lleva cuarenta años como comadrona, la vieja Annie Trapos y en todo este tiempo no ha perdido más que dos niños en su peor año. Dos niños en el peor de todos. Me apuesto lo que sea a que no hay una sola comadrona en el país que pueda decir algo así. Y se portó muy bien conmigo, mamá.
—Pobre vieja. ¿Hay algo que podamos hacer?
—Bueno, no sé: necesita una licencia. No es necesario que trabajes para el estado pero sí que tengas una licencia.
—¿Pero a quién le importa si tu vecino o tú queréis que os ayude en el parto?
—Iría contra la ley, mamá. Si lo hiciera estaría quebrantando la ley.
Martha dio una pensativa chupada a la pipa, mientras cambiaba a la otra gemela de brazo.
—Es una damita muy mona, de eso no hay duda. Pero estoy de acuerdo contigo: debe de ser la mejor comadrona de todo el país.
—Y por si eso fuera poco, ha perdido ese trabajillo que tenía limpiando la iglesia y el ayuntamiento. Parece ser que han desaparecido algunas cosas de la iglesia y aunque nadie lo ha dicho abiertamente, se ha rumoreado que fue ella y la han despedido. El nuevo vicario de San Mateo es un gusano, ya lo sabes mamá.
—¿Annie Trapos? ¡Pero si nunca robaría nada!
—Eso es lo que digo yo. Pero dicen que se está volviendo senil.
—¡Pero qué senil ni qué…! Siempre ha sido así. ¿Y de qué va a vivir la pobre anciana?
La pregunta no recibió respuesta y otra de las hijas apareció en la puerta.
—Hola —dijo Olive con voz apagada.
—¡Vaya! —dijo Martha—. ¿Y a qué viene esa cara tan larga?
—Te dije que no regresaras. Te dije que sólo sería esa vez.
—¿Entonces por qué me has dejado pasar? —dijo William. Golpeó repetidas veces el cigarrillo contra el paquete antes de encenderlo y a continuación se recostó en su sillón y cruzó las piernas, tratando de parecer más relajado de lo que estaba en realidad.
Rita estaba de espaldas a la ventana, con los brazos cruzados.
—Me dije a mí misma que no lo haría. No después de cómo te marchaste la última vez.
—Lo siento. Es que… Rita parpadeó.
—Tienes que irte. Deberías hacerlo, ya lo sabes.
—No puedo dejar de pensar en ti, Rita.
—No me digas esas cosas.
—No puedo dejar de hacerlo. Tú eres lo último en lo que pienso cada noche y eres lo primero que está en mi mente cuando despierto. Pienso en ti cuando estoy trabajando. Si me fumo un cigarrillo, puedo olerte en las yemas de mis dedos.
—Eres un cerdo asqueroso.
—Es un infierno para mí. No es nada divertido, Rita, de verdad. Antes pensaba que los tíos que hacían esto lo pasaban bien. Ahora no pienso así.
—¿Y cómo crees que es para mí, señor casado-con-hijos? Te voy a contar algo que hará que te apartes de mí. Pensé que superaría lo de Archie. Pensé que lo lograría y nunca volvería a pensar en otro hombre. Que apartaría el pensamiento. Pero cuando llegaste tú, abatido y mirándome con tus grandes ojos castaños de cocker… sí, eso es lo que haces… Cuando te vi, todo empezó de nuevo. Así que una noche me fui a la ciudad y me dije, Rita, esta noche vas a sudar pase lo que pase, así que encontré un tío de aspecto casi decente y me metí en un callejón con él, un callejón oscuro detrás de las ruinas de la catedral, y todo por tu culpa. Ahí lo tienes, ¿te vas a ir ahora, señor Sabelotodo? Así que no me digas que no es nada divertido para ti porque para mí tampoco es ninguna excursión.
—Lo siento, Rita.
—No puedes devolver la vida a una mujer así sin más. No puedes, ¿sabes?
—Lo sé.
—¿Sí? ¿De veras? Las mujeres no nos encendemos y apagamos como vosotros los tíos. Venís, nos sobáis, despertáis lo que tenemos dentro y luego os vais corriendo o no regresáis u os dejáis matar…
Rita se dejó caer sobre el sillón, sollozando, con el rostro oculto entre las manos y las rodillas apretadas. William levantó la mirada hacia la fotografía enmarcada de Archie, que lo miraba sonriendo.
Rita dejó de llorar enseguida y se frotó el ojo con el pulgar.
—Además, no vas a venir aquí a molestarme.
William se le acercó para ofrecerle un cigarrillo. Ella lo aceptó y él se lo encendió. Entonces volvió a sentarse. Permanecieron en silencio mientras ella se fumaba su cigarrillo.
—Puedo olerte desde el otro lado del cuarto, Rita. Hueles muy bien.
—¡Oh, calla! ¿Es que nunca te callas?
—Lo digo en serio. Creo que tengo un sentido del olfato muy desarrollado. Trabajo con frutas y verduras a diario y ni siquiera tengo que tocar el género cuando voy al mercado. Me acerco y sé lo que está en su punto y lo que está pasado y cuántos días tiene o si es de una mala cosecha. Puede que sea un talento mío. Puede que sea el único talento que poseo.
—No, no lo es —dijo Rita, mirándolo.
—Sea como sea, puedo pararme a su lado y percibir el aroma y saberlo. Y me gusta tu olor, Rita. No me ha abandonado desde el día que estuve aquí.
—¿Qué estás diciéndome, William?
—Sólo digo que tengo tu olor sobre mí y no me abandona. Se me ha pegado como… como un… un fantasma. Me sigue llamando aquí.
Rita se puso en pie. Cruzó los brazos y puso un pie ligeramente delante del otro. De aquel modo tenía el aspecto de una cariátide tallada en el pórtico de piedra de un templo de la antigüedad.
—Tienes que irte. Tienes que hacerlo.
William se levantó, se acercó a ella y le puso una mano en la generosa masa de cabello rojizo que ella llevaba anudado en la nuca y apretó sus labios contra los de ella. Rita no se resistió. A continuación la empujó contra la pared que había junto a la repisa, la besó en el cuello y a ella se le puso la piel de gallina.
—No puedo creer que esto esté pasando de nuevo.
Un momento después él tenía la mano entre sus muslos y le estaba apartando las bragas de la piel y le metía los dedos muy dentro. A continuación se puso de rodillas, le bajó las bragas hasta los tobillos y le levantó la falda hasta las caderas. Ella le agarró el pelo a la altura de la nuca y tiró de su cabeza hacia atrás para que tuviera que mirarla. Entonces dejó que continuara y él enterró la cabeza en su conejo y le metió la lengua tan adentro como pudo y sólo la sacó para buscar el punto, y cuando lo hizo, ella tuvo un espasmo y sacudió el brazo hacia atrás y derribó un candelabro de cobre de la repisa. El candelabro cayó a un lado, movió el reloj que ocupaba el centro de la repisa, que a su vez chocó con la fotografía enmarcada de Archie y la tiró al suelo.
William oyó el ruido y bajó la mirada hacia la fotografía pero vio con alivio que el cristal no se había roto. Archie le sonreía, complacido de ver qué virtuosismo había alcanzado William tocando el flautín rosa.