20

El colegio de Ravenscraig no se parecía en nada al colegio de Coventry. En Coventry había montones de niños sentados detrás de pequeños pupitres mientras el maestro permanecía en la parte delantera de la clase y gritaba. En Ravenscraig había sólo dos o tres niños más, traídos por gente que no vivía en la casa. Y todos los días, y en ocasiones hasta siete veces al día, cambiaba el profesor.

Frank no estaba al corriente de la resolución adoptada por la cual todos los adultos de Ravenscraig asumirían las mismas responsabilidades pedagógicas con todos los niños que se presentaran. Esto significaba que Ravenscraig acababa de catapultarse de alguna manera a la categoría de «alternativa» a la educación pública de que disfrutaban todos los demás. Gracias a los contactos de Feek y a las calificaciones educativas de algunos de los miembros de la comuna, el arreglo consiguió obtener aprobación oficial y uno o dos padres de mente anarquista se mostraron dispuestos a prestar a sus retoños para el gran experimento. Algunos días, sin embargo, estos padres de mentalidad anarquista se liberaban a sí mismos de la responsabilidad de llevar a los niños a la escuela, de modo que Frank podía encontrarse en una clase formada sólo por él mismo y a merced del científico método de enseñanza que se hubiera impuesto aquel día concreto.

Su profesora favorita era Lilly, que se refería a sí misma como una «bollera» aunque no hubiera dejado que nadie más se lo llamara, y que le enseñaba a escribir pintando enormes letras en las paredes de los destartalados establos. También le gustaba George, el Marxista Leninista (4a Internacional). Frank no entendía una palabra de lo que decía el excitable y atildado Gordon, pero ver lo que deparaba la lección del día era siempre una experiencia fascinante y por la que merecía la pena esperar. Entre los dos, George y Frank exploraban los enormes y descuidados jardines de Ravenscraig, desenterraban gusanos y raíces de árbol, madrigueras y ricos abonos. Robin y Tara y los demás también participaban en su enseñanza pero su idea de una lección era llevar a Frank a un café o una librería, donde le mostraban el dinero de la caja registradora para que fuera empezando a comprender las iniquidades del sistema capitalista, o cosas por el estilo.

En otras ocasiones era Philip el que le daba la lección. Philip nunca parecía tener ganas de estar allí.

—Ve y registra la casa —le decía—. Busca algo interesante. No regreses hasta que hayas encontrado algo muy interesante.

A continuación enterraba la nariz en un libro. Pongamos que Frank regresaba con un trozo de cuerda de guitarra.

—¿Eso es lo mejor que has podido encontrar? Bueno, dime lo que es.

—Un trozo de cuerda de guitarra.

Philip miraría el objeto con desconfianza.

—No, no lo es. Es una mercancía. ¿Qué es?

—Una mercancía.

—Bien. ¿Y cuál es el valor de una mercancía?

Una tarde, mientras llovía en el exterior, Philip recurrió al truco de costumbre de mandar a Frank a buscar «algo interesante».

—Y no regreses con la basura de siempre —gritó antes de enterrar la nariz en el mismo viejo libro.

Frank vagabundeó por la casa, como siempre sin saber si se le permitía entrar en las habitaciones de los demás. La mayoría de los miembros de la comuna estaban fuera, dando clases, de compras o haciendo otras cosas. El cuarto de Tara era siempre fascinante. La puerta estaba entreabierta así que asomó la cabeza. No había nadie. Entró y encontró, en el suelo junto a la cama, algo que tomó por un globo. Era un globo un poco raro y alguien le había metido dentro una cosa que parecía leche antes de cerrarlo haciendo un nudo.

Philip levantó la mirada del libro y contempló el objeto que Frank había depositado cuidadosamente en la mesa, frente a él.

—¿Qué es eso?

Frank ya se sabía el truco.

—Una mercancía.

—¿Dónde lo has encontrado?

—En el cuarto de Tara.

Philip se puso raro. Dejó el libro con cuidado, se levantó y, con la mirada perdida en alguna parte, salió de la clase. Frank no volvió a verlo.

En ocasiones, y con gran fanfarria y aire teatral, era el propio Peregrine Feek quien se ponía el mandil. Las sesiones de Frank con Feek tenían lugar en el estudio de éste, en lugar de en la improvisada aula de los establos. Feek llamaba a aquellas sesiones «seminarios». Frank se sentaba en una silla y era bombardeado a preguntas por Feek, quien llegado el momento se levantaba y empezaba a deambular por la habitación agitando las manos y hablando sin parar sobre algún detalle insignificante de algunas de las vacilantes respuestas de Frank.

Frank no sabía si le gustaban estas sesiones. Feek tenía la costumbre de colocarse a su espalda. A continuación le ponía una mano en el hombro y apretaba con fuerza. O se inclinaba, y entonces Frank olía a tabaco en su traje de tweed o sentía un suave aliento en el cuello. En una ocasión Feek le puso la mano en la rodilla y entonces se le aceleró la respiración y los ojos se le pusieron vidriosos, hasta que un sonido procedente del exterior pareció devolverle el sentido y al instante anunció que el «seminario» había terminado. Por lo que su madre y Bernard le habían dicho, Frank era consciente que estaba disfrutando de un tremendo privilegio con aquellas sesiones personales así que decidió no contar nada sobre el incidente.

Pero lo que lo compensaba todo con creces era que podía estar con Cassie. Compartían un cuarto. Algunas veces hasta le dejaba meterse en su cama.

—Puedo ayudarte a preparar una habitación propia para Frank —le había dicho George a Cassie con una sacudida involuntaria de las cejas.

—No hay problema —le aseguró Robin—. Hay una habitación preciosa en la parte delantera de la casa que puede ocupar.

—No es necesario —repuso Cassie con alegría—. Frank estará muy bien conmigo. —Y, se cuidó mucho de añadir, eso impedirá que estéis toda la noche arañando mi puerta. Las primeras noches en Ravenscraig había resultado divertido pero de todos los hombres de Ravenscraig el único que le gustaba era George, cuyas muestras de interés resultaban siempre muy torpes.

—Podríamos buscarle a Frank una habitación para él solo —le había dicho también Feek.

—No es necesario —había respondido ella con su voz cantarina. Feek nunca la había molestado seriamente, aparte algunos achuchones en el trasero cuando pasaba y si en algún momento se le ocurrió a qué podía deberse su interés, desechó el pensamiento enseguida.

A Frank le encantaba la libertad. Le permitían irse a la cama cuando le daba la gana, todo lo contrario que el estricto régimen de la casa de las gemelas. Aunque Ravenscraig era un lugar frío y desapacible para vivir, podía abrazarse a su madre y pasar horas riendo y hablando sobre las peculiaridades de los demás miembros de la comuna. O Beatie y Bernard podían pasarse a cualquier hora y tomar el té y charlar hasta altas horas de la noche, hasta que Frank sentía que se le cerraban los párpados. Luego Bernard o uno de los demás lo llevaba a la cama y sentía que le daban un beso en la frente, antes de que los animados susurros de los adultos remitieran y el sueño se fuera apoderando de él. Lo peor de Ravenscraig era que podía pasar cualquier cosa y cualquiera de los miembros de la comuna podía estallar en un momento determinado como un espectáculo de fuegos artificiales.

Normalmente estas explosiones se dirigían a los demás pero la tarde del día en que Philip se marchó, Tara irrumpió en la cocina, donde Frank se estaba manchando la cara con pan y mermelada. La chica le acercó su cara pecosa.

—¡Pedazo de mierda! —le gritó. Su saliva le manchó la cara—. NO vuelvas a entrar NUNCA en mi habitación, ¿me oyes? ¡Si vuelvo a encontrarte UNA SOLA VEZ cerca de mi cuarto, te arranco esa pequeña cabeza de los hombros!

Fue demasiado para Lilly, que la apartó del niño.

—Y tú, amiga mía, no vuelvas a hablarle NUNCA al niño de esta manera. ¡La culpa no es suya así que cierra el pico!

—¡Por supuesto que tiene la culpa! ¡Mira que andar metiéndose en los cuartos de la gente…!

—Si quieres culpar a alguien por la marcha de Philip, cúlpate a ti. Philip se ha ido por algo que TÚ hiciste con Robin, no por algo que hiciera Frank. Y ahora sal de aquí y cálmate.

Tara soltó un grito y dio un pisotón. Entonces salió de la cocina hecha un basilisco y dio un portazo tan fuerte que la puerta se salió de uno de los goznes. Frank se quedó parado, con un trozo de pan a escasa distancia de la boca manchada de mermelada. Lilly le sonrió.

—Mujeres, ¿eh, Frank? ¿Quién las entiende?

Peregrine Feek entró en la cocina para averiguar qué era todo aquel escándalo. Al ver a Frank allí hizo un signo con los ojos. Lilly le contestó a su vez con otra señal de los ojos. Nadie dijo nada. Feek se rascó la nuca y se volvió para examinar la puerta rota.

Más tarde, Cassie y Frank estaban descansando en compañía de Beatie y Bernard. A Frank le encantaba estar en la habitación de su tía. Normalmente Bernard estaba escuchando música de jazz en la radio y siempre le prestaba más atención a los presentes que al libro que descansaba sobre su regazo. Beatie iluminaba la habitación con velas metidas en botellas de vino y a Frank le gustaba descascarillar los montoncitos de cera multicolor que se formaban alrededor de la botella y la iban tapando. Además, las paredes estaban cubiertas de eslóganes de poetas, filósofos y políticos. Como no sabía leer elegía uno de ellos al azar y le pedía a Bernard o Beatie que le dijeran lo que ponía. «Los grandes sólo nos parecen grandes porque estamos de RODILLAS». O «¡Cuidado con los comunistas rábano!».

Siempre era Cassie la que preguntaba.

—¿Qué significa eso? Lo de los rábanos.

—Rojo por fuera, blanco por dentro —le explicaba Bernard.

—Ya veo —decía Cassie, pero no veía nada.

Aquella tarde Beatie suspiró y dijo:

—No lo sé. La verdad es que no sé cuánto tiempo más voy a poder seguir con esto.

—Pero ¿y el experimento? —dijo Bernard, consternado.

—A la mierda el experimento. Me siento como la cobaya en una rueda. Una rueda que da vueltas y vueltas sin propósito alguno.

—¿Qué rueda? —dijo Cassie.

—Es algo que evoluciona, Beat —le imploró Bernard—. Sería reaccionario abandonar sólo porque las cosas se ponen difíciles.

—¡Pero es que nada está cambiando! —exclamó Beatie—. ¡Lo cierto es que no es un experimento sobre la vida comunal porque la gente se marcha cuando no puede soportarlo más y es reemplazada por otra gente y entonces tenemos las mismas discusiones de siempre sobre quién se va a encargar de las tareas domésticas! Es un experimento rábano.

—¿Qué quieres? ¿Una vida de sota, caballo y rey? —dijo Bernard.

—¿Cómo? —dijo Cassie.

—Se refiere a lo de siempre, Cassie. Bueno, pues puede que sí. Puede que sea eso lo que quiero. Mi propia casa y mis propios… —Y aquí se detuvo, pero Bernard sabía por qué no había terminado la frase, y aunque Cassie nunca había hablado con su hermana del asunto, también lo intuía. Beatie hubiera querido decir «y mis propios hijos» pero no lo hizo para no herir los sentimientos de Bernard. Habían intentado tener un hijo durante algún tiempo. Se habían esforzado de veras por lograrlo. Hasta habían disfrutado esforzándose. Sólo que no había funcionado y llevaba mucho tiempo sin funcionar.

En parte estaban atrapados por su propia ideología. El matrimonio, habían afirmado en numerosas ocasiones, era una institución caduca configurada por una iglesia opresiva y un aparato estatal diseñado para sojuzgar al individuo en interés del feudalismo, primero, y del capitalismo después. La fidelidad era una decisión existencial, no un precepto moral o social. Esta certeza se veía complicada por la presencia de niños, para quienes el afianzamiento de lazos emocionales dedicados tenía un valor utilitario.

Ése era el lenguaje que utilizaban, lo que era algo absurdo para dos jóvenes que se amaban profundamente. Pero habían conseguido convencerse de que lo que significaba en realidad era: nada de niños, nada de matrimonio.

Cassie intuía todo esto. En una ocasión había estado a punto de sugerir que podía tener un hijo para ellos. Estaba convencida de que si Bernard se lo hacía una sola vez —y también estaba segura de que podía ser divertido— se quedaría embarazada al instante. Lo sabía. Entonces podría tener el niño y entregárselo a ellos con la seguridad de que podría estar con él siempre que quisiera. Sin embargo, por una vez en su vida, algo que resonaba en la dinámica de la relación entre hermanas le impidió expresar en voz alta aquel pensamiento.

—No creo que las cosas vayan tan mal aquí —dijo Cassie—. Sí, todos los hombres tratan de meterte mano… tú no, Bernard; tú eres el único que no lo hace… Pero al menos todos los días son diferentes.

Frank había estado escuchando todo esto sin entender gran cosa, pero sospechando al mismo tiempo que se trataba de cosas muy importantes. Los tres adultos se percataron de repente de lo interesado que estaba en su conversación. Fue Bernard el que por fin se volvió hacia él y le dijo:

—¿Y tú qué dices, Frank? ¿A ti te gusta estar aquí?

Frank tuvo la sensación de que le habían puesto en la mano una palanca gigantesca. Tres pares de ojos lo miraron fijamente y de repente se dio cuenta de que no lo estaban mirando en realidad sino que estaban esperando. Esperando a que tomara una decisión de gran importancia para las vidas de todos ellos.

—Está bien.

—Sí, está bien —dijo Bernard—. Pero ¿te gusta?

Una vez más, los tres pares de ojos se posaron sobre él como hierros candentes. Le estaban ofreciendo una carga que resultaba demasiado pesada. Así que se encogió de hombros.