Unos días más tarde Martha estaba dormitando junto al fuego. El reloj de pared que había sobre su cabeza despedía su ruidoso tictac y cada salto de la manecilla pequeña se veía precedido por un minúsculo y contenido golpeteo. El fuego estaba casi apagado y los densos vapores sulfurosos del carbón de baja calidad habían consumido casi todo el aire cuando Martha escuchó algo en la puerta, no una llamada sino el rumor de un arañazo. Pestañeó, abrió los ojos, miró el reloj y se preguntó si el cartero estaría haciendo la segunda ronda del día.
Martha aguardó a que se produjera el tintineo de la pestaña del buzón y el roce de la carta al caer sobre la alfombra, pero no se produjo. Alguien seguía ahí fuera, haciendo un ruido parecido a un roce de uñas, pero no había entregado ninguna carta. Martha volvió a parpadear, se levantó demasiado deprisa de su silla y por un momento la habitación dio vueltas a su alrededor.
Se sujetó al respaldo de la silla y esperó a que el mareo remitiera. A continuación se dirigió con lentitud a la puerta apoyándose en el armario vestidor.
—Te estás haciendo vieja —susurró para sí—. Te estás haciendo vieja.
Al llegar a la puerta extendió la mano, apartó la cortina y sintió la punzada del reumatismo en el hombro, tan rápida como si quisiera confirmar su afirmación. El cerrojo crujió mientras ella lo abría y sus dedos resbalaron por un momento sobre al pomo de cobre. Cuando por fin consiguió abrir la puerta, no había nadie allí.
O eso creyó. Porque cuando salió al exterior vio una figura de color pardo a su izquierda, en la periferia de su campo de visión. Se volvió y el corazón le dio un vuelco. Había una anciana sentada en el alfeizar de la ventana, con una cesta en una mano y una sombrilla debajo del otro brazo. En la cabeza llevaba un sombrero pasado de moda sujeto con una aguja, parecido a los que Martha utilizaba en su juventud. Su piel era de un color amarillento, como si tuviera ictericia, y llevaba los labios pintados del color de las grosellas negras.
Martha estaba estupefacta. La mujer se sentaba en el alfeizar de su ventana en una postura que hubiese resultado apropiada para una niña de ocho años, pero no en una anciana de ochenta. Había algo inmaduro en su manera de erguirse y revolverse ligeramente en su incómodo asiento.
—¿Qué está haciendo usted en mi ventana? —dijo Martha.
—Debería ir usted a esa iglesia espiritualista —dijo la mujer del alfeizar—. Y darle una oportunidad a ese niño.
Y a pesar de que estaba temblando y el corazón seguía latiéndolo con mucha fuerza, Martha señaló a la mujer con agresividad y dijo:
—¡Y usted debería irse a tomar por culo! ¿Me oye? ¡Váyase a TOMAR POR EL CULO!
La figura parda del alfeizar desapareció como la llama de una cerilla en medio de un vendaval. Martha se acercó tambaleándose a la cancela y se apoyó en los postes de la valla con una mano en el corazón. Miró la calle vacía. Había una hoja de periódico sobre el pavimento, erguida y rígida, apoyada en una esquina. Martha regresó adentro, cerró dando un portazo y echó el cerrojo de nuevo.
—Dejad de venir —musitó, agitada pero decidida—. No vengáis a mí, no os he pedido que vinierais. Si venís os enviaré de vuelta. Ya os daré yo. Os mandaré a tomar por el culo. Ya lo creo que lo haré, coño, y todas las veces que sea necesario. ¿Quién sabe?
Era un truco, un truco que le había enseñado su madre cuando era pequeña.
—Díselo —le había dicho su madre—. Échalos porque eso no les gusta nada, oh no, y te dejarán sola. Échalos a patadas. Insúltalos, tanto como quieras. Tienen que aprender a dejarte sola. Así que plántales cara.
—¿Me oís? ¡Idos a tomar por el culo! —volvió a decir Martha en voz alta, por si acaso alguno de ellos tenía dudas todavía. Era un viejo truco para librarse de los espíritus y las sombras y las apariciones; y Martha había descubierto a lo largo de su vida que generalmente funcionaba.
Se reclinó en su asiento y enterró la cara entre las manos. Pero entonces oyó que la cancela se abría de nuevo y volvieron a arañar la puerta. Martha se levantó por segunda vez y abrió la puerta en cuestión de segundos. Era Eric, el cartero.
—¡Matasellos de Oxford, señora Vine! Será carta de Beatie, ¿no? Matasellos de Oxford.
Martha pasó junto a él y volvió a mirar a ambos lados de la calle. El periódico erguido en medio de la acera había desaparecido junto con la mujer.
—¿Se encuentra usted bien, señora Vine? —dijo el cartero mientras seguía tratando de entregarle la carta—. ¡Parece fuera de sí!
—¡Pero si está muy bien integrado, madre! ¡Está muy bien integrado! —Evelyn estaba furiosa. No iba a permitir que aquello ocurriera sin oponer resistencia.
Ina, por su parte, se había quitado las gafas y estaba frotándose los ojos. No era que tuviese menos ganas de pelea que su hermana. Era sólo que tenía una idea más clara del valor que tenían sus protestas. No obstante, esto no impidió que dijera:
—Y justo cuando empezaba a ir bien en el colegio. Y justo cuando empezaba a ir bien en la iglesia.
Ina hubiese hecho mejor en no mencionar la iglesia espiritualista. Ni Evelyn ni ella sabían que Martha había recibido aquella misma mañana lo que ellas llamaban un «mensaje de inspiración», que había provocado como respuesta una salva de insultos no menos inspirados. Pero aunque Martha sabía cómo librarse de los espíritus, nunca sabía con certeza cómo debía responder a sus mensajes o cómo debía interpretarlos.
Estaba segura, sin el menor asomo de duda, de que el mensaje se refería a Frank. También era consciente de que el niño se enfrentaba a algún peligro no especificado. De qué se trataba era algo que no sabía y la experiencia le había enseñado que era muy fácil equivocarse a la hora de hacer interpretaciones. Por lo que a ella se refería, el mensajero podía haber sido maligno, benigno o neutral. No le gustaba que le enviaran constantemente aquellos mensajes, fueran cuales fuesen sus intenciones. Pero no podía ignorar una advertencia referente a Frank y Martha ya había decidido que había que hacer algo con la iglesia. El niño estaba a salvo, de eso estaba bien segura, con sus tías gemelas, quienes eran tan capaces de tratar con el mundo de los espíritus como un cerdo de bailar la polka. Pero sentía que unas aves siniestras se estaban reuniendo y el emisario de aquella mañana, por muy poco que le hubiera gustado su visita, había venido a advertirla. Martha tenía que hacer algo para interrumpir el fluido transcurso de los acontecimientos y el medio para hacerlo se presentó bajo la forma de la carta de Beatie.
Si Martha creía, había escrito Beatie, que había llegado la hora de rescatar a Frank de «la niebla del insalubre espiritualismo» (su hija había aprendido algunas frases ingeniosas en Oxford, advirtió Martha), todos los habitantes de Ravenscraig estaban preparados para acogerlo. Cassie estaba en «inmejorable forma física y en un excelente estado mental» (Beatie había subrayado la palabra «mental», lo que no era en absoluto necesario) pero echaba de menos a su hijo. Podría tener una habitación para él solo y se encontraría entre «algunas de las mejores cabezas de todo el país» (Martha nunca sabría que Beatie había tenido que morderse los labios mientras escribía esto; se había consolado con la idea de que si Feek y los demás miembros de la comuna no poseían grandes mentes, al menos poseían mentes elevadas y por aquel entonces aún estaba dispuesta a confundir ambas cosas). Su estancia allí, podía prometérselo, ensancharía la visión y experiencia del niño en un momento en que era más influenciable que nunca, y eso enriquecería su perspectiva. Beatie había escrito muchas cosas más, sobre jesuitas y la psicología: que el niño es el hombre de siete años y que aquélla sería su última oportunidad «antes de que sus piernas queden para siempre atrapadas en el hormigón de Le vulgaridad». Martha tuvo que leer esta frase en dos ocasiones y con las cejas enarcadas.
Este lenguaje pomposo no tenía la menor influencia sobre ella. Ocurrió simplemente que la carta había coincidido con la aparición de aquella mañana. Martha siempre se había sentido incómoda ante la idea de que Frank creciera en medio del espiritualismo empalagoso, de cera de abeja y popurrí, de las dos hermanas y la aparición de aquel día había vestido su ansiedad con extrañas ropas. Por encima de todo, creía que Frank necesitaba el ejemplo de un hombre; que debía haber una presencia masculina a su alrededor mientras echaba a andar por el mundo; y que a pesar de que las gemelas eran irreprochables por su amabilidad y sus cuidados, Frank necesitaba el sabor de la masculinidad a su alrededor.
—Os estáis olvidando de una cosa —le dijo a Evelyn e Ina—. Os olvidáis de que es el hijo de Cassie y ella lo quiere a su lado. Habéis hecho un gran trabajo con el niño. Nadie podría decir lo contrario. Pero lo arruinaréis si tratáis de mantenerlo apartado de su madre.
¿Y cómo, en sus tiernos corazones y sus incomparablemente dulces espíritus iban Ina y Evelyn a encontrar un argumento contra esto? A pesar de que les tembló la barbilla y a pesar de que sacaron el tema de la incompetencia de Cassie y cuestionaron la conveniencia de estar trasladando constantemente al muchacho, cuando Martha pronunció estas palabras y con semejante tono de autoridad moral, supieron que la discusión había terminado y que Frank iba a ir a Ravenscraig.
Ya sólo era cuestión de decidir el cuándo. No les costó convencer a Martha de que le permitiera al menos terminar el primer trimestre en la escuela y como Beatie y Cassie iban a venir a casa para pasar las Navidades, tendría más sentido que volvieran todos juntos a Ravenscraig. También decidieron no decirle nada al niño hasta después de las vacaciones.
Las siguientes Navidades fueron un poco más tensas de lo habitual. Olive y William seguían en crisis. Evelyn e Ina seguían dolidas y habían decidido considerar la inminente marcha de Frank como un rechazo de sus esfuerzos. Entretanto, considerando que cada momento era precioso, trataban de ahogar a Frank en su amor, pero la natural timidez del niño hacía que se encogiera y las rehuyera. El marido de Aida, Gordon, había contraído la gripe y estaba más cadavérico que nunca. Aunque al menos las buenas noticias eran que el racionamiento de posguerra empezaba a relajarse y Una volvía a ser la misma de siempre, sólo que acompañada por dos vigorosas y ruidosas niñas.
Después de Navidad, cuando Beatie y Cassie se llevaron a Frank aparte para explicarle lo que le deparaba el futuro inmediato, el niño recibió la noticia en silencio. En su cabeza estaba llevando a cabo una evaluación de pérdidas y ganancias. Antes que nada, estaría otra vez con su madre. Además le gustaban Beatie y Bernard y sabía que vivirían todos juntos. También quería a sus tías pero últimamente lo habían asfixiado con sus empalagosas atenciones y sus rostros rosados y cubiertos de polvo. También echaría de menos la excitante compañía de sus nuevos amigos del colegio. Y luego estaba la granja y lo que se escondía en ella.
—¿Puedo ir una vez más a la granja antes de que vayamos?
En estas palabras se condensaron todos aquellos pensamientos.
—Pues claro que sí —dijo Beatie—. He aprendido a conducir en Oxford. Le pediré a William que me deje la camioneta un día.
Una mañana nevada de sábado, en enero, Beatie, Cassie Bernard y Frank se apretujaron en la cabina de la camioneta de William y se encaminaron a la granja. Generalmente William no necesitaba la camioneta los sábados pero le pidió a Beatie que se la devolviera a media tarde para poder hacer algunos envíos. La nieve caía y se acumulaba sobre los setos pero no llegaba a cuajar en la carretera.
Una estuvo encantada de verlos y aunque Tom estaba fuera ocupándose de los animales, les hizo té y sándwiches y los entretuvo con las historias de las gemelas. A Frank no le costó escabullirse de la presencia de los charlatanes y risueños adultos. Dijo que iba a dar una vuelta por los campos. Cassie hizo que se pusiera la bufanda y los guantes y le pidió que no se alejara demasiado del patio.
En cuanto salió Frank empezó a andar inmediatamente. Podía ver el campanario de la iglesia en la distancia, así que se metió las manos en los bolsillos y se encaminó al pueblo. No tardó más de quince minutos en llegar al edificio medieval. Se disponía a cruzar el portal cuando una figura salió de la iglesia, cargada de bolsas y trapos y con una escoba en las manos: una anciana que le que le resultaba bastante familiar. Frank retrocedió tratando de esconderse pero al cruzar la cancela de la iglesia, la mujer lo vio.
—¡Oye, yo te conozco! —dijo Annie Trapos con voz animada—. Tú eres el primito de las gemelas de la granja Tufnall, ¿verdad? ¿Qué me cuentas? Hace frío esta mañana, ¿no te parece? Vas muy bien abrigado, ¿no? ¿No vas bien abrigado? ¿No me dices nada? Ya te has olvidado de mí, ¿no?
—Díselo a las abejas —dijo Frank.
La mujer se echó a reír, encantada.
—¡No te has olvidado de mí! ¡Qué simpático! —Dejó una de sus bolsas y extendió el brazo para pellizcarle la mejilla con fuerza—. ¡No, tú no eres de los que olvidan! Eso está bien. —Se inclinó para recoger la bolsa—. Bueno, ya he terminado de limpiar la iglesia y me he ganado unos peniques, así que ahora me voy a casa, porque no quiero congelarme aquí.
Annie había echado a andar mientras decía todo esto, y dejó a Frank solo para cuidarse de su enrojecida mejilla. El muchacho esperó a que hubiera desaparecido de su vista antes de cruzar la cancela y entrar en el porche la iglesia. Tras asegurarse de que nadie lo estaba observando, levantó el gigantesco picaporte de hierro de las grandes puertas de roble y entró.
La iglesia era completamente diferente al espartano y funcional salón que utilizaban los espiritualistas. Mientras que éstos tenían que invocar a los fantasmas, a Frank se le antojaba que aquella iglesia los vivía y los exhalaba. Se subían a los bancos y flotaban bajo las vidrieras; respiraban sobre el cristal tintado y trataban de beber sin boca de la vacía pila bautismal. Aunque por lo demás estaba vacía, en aquella iglesia había muchísimo tráfico del otro mundo y por un momento el niño creyó que no podría hacer lo que había venido a hacer.
Sintió un escalofrío. El lugar olía a cera para madera y recordó, claro, que Annie Trapos era la que la limpiaba y acababa de terminar su trabajo. Caminó con lentitud entre los bancos y los figuras en ocasiones sonrientes talladas en la madera barnizada. Al llegar junto al altar se detuvo. Miró atrás, embargado por la absurda sensación de que alguien lo estaba observando. Entonces se volvió hacia el altar, alargó la mano y cogió la campana de la paz que el tío Tom le había enseñado. La campana cabía perfectamente en el bolsillo de su abrigo. Había también un plato dorado en el altar. Un rayo de luz atravesaba las vidrieras e incidía sobre él. Se veían motas de polvo bailando en el plato. Por si acaso cogió también el plato. No le cabía en el bolsillo y tuvo que esconderlo dentro del abrigo. Se dio la vuelta y regresó caminando rápidamente entre los bancos, cruzó el umbral de la entrada, luego la cancela y regresó a la granja.
Al llegar allí trepó por encima de la cerca y se dirigió al puente que cruzaba el arroyo. La nieve caída por la mañana se había fundido entre las ramas enmarañadas y la hierba invernal del color de la paja. Tenía miedo de mancharse el abrigo al arrastrarse bajo el puente, así que lo dejó sobre la hierba helada e introdujo la cabeza bajo el puente de madera. A pesar de que desde aquella posición no podía ver al Hombre-Tras-el-Cristal, oía el castañeteo de sus dientes.
—F-f-f-f-f-f-f-f-f-f-f-f-frío.
—Hace frío —dijo Frank—. Hace un frío de muerte.
—S-s-s-s-s-s-s-s-solo.
—Lo sé —dijo Frank. Pero te he traído lo que me pediste. Mira.
Frank sacó la campana de la paz y se la acercó al cristal para que pudiera apreciarla.
—Oh oh oh oh oh oh oh —suspiró con gratitud el Hombre-Tras-el-Cristal.
—¿Estás mejor?
—Mejor mejor mejor ccccccccccccccccccccc campana cccccccccccc…
—Oh, y también te he traído esto —dijo Frank mientras sacaba el plato de oro—. Creí que podrías utilizarlo para tomar la cena.
El Hombre-Tras-el-Cristal dejó de hablar y sus dientes dejaron de castañetear.
—¿No lo quieres? —Frank estaba decepcionado. Puede que, después de todo, sólo hubiera tenido que traer la campana. Lo pensó un momento y consideró la posibilidad de devolver el plato a la iglesia—. Bueno, de todos modos venía a decirte que voy a ir a un lugar llamado Ravenscraig, que es un sitio en el que vive la gente sin tener que ponerse corsé, según dice mi tía, y donde hay mentes científicas. Por eso te he traído la campana. Si las cosas se ponen feas, tócala y seguramente la oiga. Aunque Ravenscraig está un poco lejos. Cerca de Oxford. Aunque supongo que tú ya lo sabes. Supongo…
—¡Frank! ¡Frank! ¿Qué demonios estás haciendo ahí abajo? —Era Cassie. Lo cogió por el cuello y lo sacó de debajo del puente—. Llevo un buen rato buscándote. ¡Pero mírate! ¡Estás empapado! ¿Qué estabas haciendo ahí? Beatie tiene que devolverle la furgoneta al tío William esta tarde y estábamos todos esperándote. Vamos —dijo su madre—. De verdad, Frank, a veces tengo la impresión de que eres de otro mundo. De verdad te lo digo.