18

Cassie estaba creando una «perturbación síquica» en Ravenscraig. Así se lo dijo en privado el eminente erudito y famoso anarquista Peregrine Feek a Beatie, una semana después de la llegada de su hermana a la comuna. Feek, un antiguo trotamundos de rostro rosado, cegadoras cejas blancas y una gran mata de cabello nivoso, había invitado a Beatie a su cuarto para mantener una charla discreta. Era el propietario de Ravenscraig; aunque sólo nominalmente, dado que toda propiedad es un robo, y había declarado que la casa pertenecía a todos cuantos vivían en ella. Los títulos de propiedad y los contratos seguían a su nombre a causa del accidente que originalmente le había permitido heredar Ravenscraig de sus acaudalados parientes. Era profesor de filosofía e impartía sus clases en el Colegio Baliol de Oxford, donde tenía unas habitaciones en la que se alojaba cuando no estaba en Ravenscraig. De hecho, tan grande era su reputación como erudito que a menudo se demandaba su presencia en París, donde mantenía un apartamento para sus visitas primaverales, y en Florencia, donde la villa toscana de la familia solía proporcionarle un retiro estival cuando estaba enfrascado en la redacción de un nuevo libro. Todas estas propiedades le eran muy útiles para acomodar a sus hijos y sus madres, quienes se habían mudado de Ravenscraig a causa de una disputa de causas desconocidas que había tenido lugar poco después de la llegada de Cassie.

—¿Qué quieres decir con una «perturbación síquica»? —preguntó Beatie—. Te refieres a que todos los hombres quieren acostarse con ella.

Feek tenía la costumbre, cuando discutía un asunto delicado con algún miembro de la comuna, de fingir que estaba leyendo con detenimiento alguno de los gruesos volúmenes de sus estanterías.

—Todos los hombres y algunas de las mujeres, por lo que yo sé.

—¿Y eso es una perturbación síquica?

Al fin devolvió el libro a su estantería.

—¡Beatie! ¡Nadie está trabajando!

—Ah —dijo Beatie—. Entonces las cosas siguen como siempre.

Feek sonrió. El comentario de Beatie hacía referencia a lo que él llamaba un problema larvado.

—Me refiero al trabajo académico.

—Sí. El fundamental trabajo académico.

—Es tu hermana. Pídele que… que…

—¡Ella no ha hecho nada, Perry! El problema es que todo el mundo sigue haciéndole proposiciones. Toda la casa se ha vuelto loca y eso ocurrió mucho antes de que Cassie llegara. ¡No me sorprendería que tú mismo lo hubieras intentado!

Feek se ruborizó ligeramente. Parecía dolido.

—Mi querida Beatie, ¿qué te ha vuelto tan cínica, tan combativa? Cuando llegaste aquí eras una delicia, fresca, abierta a ideas nuevas. Ahora hay tanta reacción en tu alma… ¿Qué ha pasado?

—La dialéctica vigorosa no es reaccionaria.

—Ah. ¿Utilizas mis propias palabras contra mí? Eres una encantadora de serpientes, Beatie, una encantadora de serpientes.

—Sólo están jodidos porque no quiere acostarse con ninguno de ellos, coño. Es mi hermana, lo sé. Si quiere hacerlo, lo hará. Si no, no. Ella toma sus propias decisiones. Es una mujer moderna.

—Como tú, ¿no, Beatie?

—Como yo, sólo que más.

Feek consultó su reloj de pulsera. Ya se encaminaba a la puerta.

—Tengo que ir a Baliol. Mentes jóvenes y tiernas me esperan.

—¿Regresarás esta tarde para la reunión de la comuna?

—Me temo que tengo que quedarme en Baliol. Estoy seguro de que te las compondrás perfectamente sin mi ayuda.

Subió a su resplandeciente Ford y desapareció. Lo sabe, pensó Beatie, sabe que la reunión de esta tarde va a ser una olla a presión.

Cassie se le acercó. Llevaba unos pantalones cortos y una blusa anudada alrededor de la cintura. Aquel octubre estaba regalándoles con un florecimiento tardío y unos cuantos días insólitamente calurosos. Cassie le había dicho que los aprovechara, porque si bien en Ravenscraig la vida podía ser muy agradable en verano, se volvía muy dura cuando llegaba el invierno.

—¿Se ha ido ya? —dijo Cassie—. No quería salir porque siempre está intentando sobarme.

—Haces muy bien —dijo Beatie con voz apagada.

Al llegar a Ravenscraig también Beatie había tenido que aprender a bailar rápidamente para librarse de las manos pegajosas y lascivas de Peregrine Feek. Al igual que Bernard. Durante los primeros seis meses o más había tenido que hacer piruetas, girar, pivotar, encogerse y esquivar todos sus avances. Aquello la halagaba y además, ella no era ninguna ingenua y poseía la suficiente madurez como para no permitir que la molestara. Hasta se reía de la situación con Bernard. Hablaban de ello. La libertad sexual estaba profundamente vinculada con la anarquía filosófica y el igualitarismo económico de Feek, así que no podía decirse que en aquel asunto predicara una cosa y practicara otra. Entonces, un día, Feek eligió para acercársele el momento en que ella estaba experimentando un salvaje y combativo síndrome premenstrual, y Beatie le enseñó los dientes y le dijo unas cuantas cosas muy poco agradables. Feek se había retirado reptando y desde entonces no había vuelto a molestarla, salvo en aquellos momentos en que le aseguraba que necesitaba un abrazo reafirmante, y en tales ocasiones Beatie seguía las normas de la casa y se lo daba.

Había sido difícil amoldarse a los valores de Ravenscraig. No a las reglas escritas, que colgaban de la puerta de la cocina, sino a las más ocultas y a los códigos escondidos. Existía libertad sexual, eso estaba claro. Cuando Beatie y Bernard se habían trasladado a la casa, había allí otras tres parejas y dos mujeres más y Beatie había tardado quince días en averiguar quién estaba con quién; y el asunto se había visto complicado por el hecho de que esos emparejamientos no venían necesariamente acompañados por vínculos matrimoniales; o por el hecho de que algunos podían estar casados y tener compañeros diferentes por las noches. Claro que, el que lograra hacerse una composición de lugar no impedía que alguien se le acercase por detrás mientras se estaba lavando o mientras estaba a cuatro patas haciendo la limpieza. Y el que se le acercaba por detrás lo mismo podía ser un hombre que una mujer.

Beatie y Bernard habían logrado sobrevivir como pareja porque habían hecho un pacto para ayudarse a superar las primeras semanas. Se contaban el uno al otro cada episodio, cada intentona y cada oferta e incluso aquellas cosas que no podían describirse más que como coqueteos insignificantes. Se asombraban mutuamente y se hacían reír y así su relación se endureció al calor del implacable asalto de Ravenscraig y pudieron mantenerse fieles. Salvo en una ocasión que Beatie hubiera preferido olvidar.

Pero no todo eran risas. Ocasionalmente estallaban los celos y se producían bajas. Los habitantes de Ravenscraig cambiaban con frecuencia, bien porque sus carreras dieran un salto cualitativo o bien por su incapacidad para resolver las disputas, pero también, algunas veces, a causa de la carnicería que tenía lugar en aquel templo de Eros. En los dos años que llevaba en la comuna, Beatie había visto a un joven que había tratado de destruir la casa y una joven casada a la que habían tenido que llevar al manicomio. Si las perturbaciones síquicas amenazaban la casa, no era su hermana la que las había traído.

—Esto de Ravenscraig es un lío raro —le había dicho Cassie en más de una ocasión, queriendo decir con «un lío raro» lo mismo que Tom el granjero con su «ron».

Y es que era un lío raro, sí. Aunque la casa era mucho mayor que cualquiera en la que las hermanas hubieran vivido jamás y fuera propiedad de un caballero con conexiones en la baja aristocracia que hablaba con un acento magníficamente cincelado, era también un lugar primitivo. En la mayoría de las habitaciones el papel de las paredes estaba mohoso, la pintura se había levantado y estaba y sucia y el mobiliario se encontraba en muy mal estado. No obstante, contaba con un teléfono y un cuarto de baño interior, comodidades de las que las hermanas jamás habían disfrutado. Cuando Beatie había comentado las pésimas condiciones higiénicas y la suciedad del lugar, alguien había utilizado contra ella la palabra de la «B».

—¿Burguesa? —había preguntado ella, confundida. En aquel entonces apenas llevaba en la comuna un par de meses—. ¿Burguesa? ¿Qué quieres decir?

—Querida Beatie. ¡Esa obsesión tuya con la limpieza y el orden es sencillamente burguesa!

Fue la primera ocasión en que Beatie se enfrentó con alguien de la comuna.

—Así que, camarada, según tú, ¿es propio de la clase trabajadora vivir entre la mugre? ¿Es propio de los proletarios, camarada, no usar nunca la escobilla en el baño? A las clases trabajadoras les gusta vivir entre la mierda, ¿verdad? Lo prefieren, ¿no?

Su furibunda reacción había dejado boquiabiertos a todos los presentes, en especial al joven que acababa de mostrarse tan condescendiente con ella. Hubo un silencio que se prolongó hasta que una de las otras mujeres había gritado:

—¡Bien dicho, Beatie!

Aquello había ocurrido casi dos años antes y había sido el primer jalón en un lento proceso de aprendizaje y desilusión que, sin embargo, no había conseguido derribar la fe de Beatie en que podía conseguirse, con esfuerzo, que una comuna funcionara.

Cuando Beatie y Bernard habían llegado a la comuna habían encontrado una lista de normas en la puerta de la cocina. Decía así:

1. Todo el mundo es responsable.

2. Quienes tengan ingresos contribuyen con la mitad al mantenimiento de la casa.

3. Las reuniones son obligatorias.

Durante el tiempo que había pasado allí, Beatie y otros miembros habían hecho algunas contribuciones a la lista, aunque no había sido nada fácil habida cuenta de que los anarquistas eran notoriamente resistentes a las normas. Las dos por las que más había luchado y de las que más orgullosa se sentía eran:

4. Los hombres también participan en las tareas de limpieza.

5. La presión del trabajo académico no justifica el incumplimiento de la norma 1.

Pero sentía un afecto especial por:

6. Lava todos tus platos y uno más.

No todas estas adiciones habían sido fáciles de conseguir puesto que no eran sólo las costumbres sexuales las que más costaba aceptar o comprender. Era como si todos los demás miembros de la comuna operasen sobre la base de una serie de principios implícitos que le eran propios desde la niñez mientras que Bernard y ella tuvieran que aprenderlos.

Cuando se discutía de política, por ejemplo, Bernard y ella lo hacían a la manera clásica de los sindicalistas, con fuego en el vientre y cólera en los ojos. Pero allí todos hablaban de una manera desapegada, intelectual, como si se tratase de un asunto meramente académico y no una cuestión genuina de libras, chelines y peniques para la gente que hacía las cuentas. El compromiso excesivo se veía en la comuna como una especie de trasgresión. Otra cosa que no gustaba era la confrontación, en especial la confrontación cara a cara. La vida familiar y su trabajo en la fábrica de bombarderos colocando remaches durante los años de la guerra le habían proporcionado a Beatie la convicción de que si algo o alguien no te gustaba había que decirlo sin rodeos y sin miedo a recibir una respuesta. Allí había desacuerdos y disputas y variedad de opiniones, pero las cosas nunca se resolvían. Todo parecía seguir adelante por defecto, o por sugerencia o implicación, como si el conflicto apasionado fuera algo vulgar.

—Sí, es un lío raro —dijo Beatie mientras se volvía hacia Cassie.

—No es como yo esperaba —dijo Cassie—. Y no digo que no me guste. Sólo que creía que sería diferente.

—¿Y cómo?

—Más… como una familia. Una gran familia, donde todos se preocupan por todos. Aquí lo único que quiere todo el mundo es acostarse con todo el mundo y hablar por los codos. Y discutir sin que parezca que lo hacen.

—Bueno, Cassie. En casa siempre estábamos todas riñendo.

—Sí, pero no por gusto, En realidad no. Y no constantemente. Y aquí se hace a espaldas de los demás.

Beatie suspiró. No podía discutirlo. Tenía en la cabeza la reunión de la tarde, donde tendría que enfrentarse a uno o dos sujetos que no tenían estómago para las labores domésticas. Normalmente las cosas se embrollaban al principio de las reuniones y nunca se solucionaba nada.

—¡Oh! —dijo Cassie mientras daba un pisotón—. ¡Ojalá estuviera Frank aquí con nosotras! ¡Si hubiera niños, los demás tendrían que comportarse como adultos!

Beatie miró a su hermana.

—Cassie, eres un genio. Asegúrate de que llegas a tiempo a la reunión de esta tarde.

Beatie había aprendido lo bastante sobre política para saber que la mayor parte de las decisiones se toman antes de las reuniones y no durante las reuniones. Reunió todos los apoyos que pudo conseguir antes de presentar su propuesta. Aparte de Cassie, Bernard y ella, cada uno de los cuales contaba con un voto como residentes que eran, había sólo otros cuatro o cinco con los que hablar. Todos los demás habían pedido una dispensa de la norma 3 con la eterna excusa de la «presión del trabajo académico», lo que podía significar cualquier cosa desde salir en barca al río a hacerle la corte a la hija del decano.

Todos los habitantes de la casa pertenecían a alguna asociación política definida a la hora de las elecciones en alguna asamblea izquierdista reunida apresuradamente. Beatie contaba con una buena amiga en Lilly (Sindicato de Artistas Lesbianas) y podía contar generalmente con el apoyo de George (Marxista Leninista de la 4a Internacional). Un enemigo seguro era Philip (Maoísta) que seguía escocido por la respuesta de Beatie a su comentario sobre los hábitos higiénicos de la clase trabajadora. Luego estaba Robin (Liga Vegetariana y Anti-Vivisección) que nunca tomaba una decisión hasta el último minuto. También Tara (Tendencia Anarquista No-Alineada) la había apoyado hasta entonces en sus reivindicaciones pero últimamente, y de manera inexplicable, se había vuelto contra ella. Tara colaboraba en una librería de tendencias izquierdistas de la ciudad y le había dicho a Beatie con frialdad que trataría de llegar a tiempo a la reunión. Antes de que se marchara, Beatie hizo cuentas mentalmente y decidió desenroscar un poco el tapón de la válvula de su rueda trasera. Así era la política en Ravenscraig.

En la casa las decisiones se tomaban por consenso, aunque a nadie se le permitía hacer uso por sí solo del temible poder del veto. De este modo, para llevar a cabo algún cambio se requería la unanimidad menos un voto, lo que a menudo se traducía en el mantenimiento del status quo.

—Camaradas —dijo Beatie, que había sido la primera en ponerse en pie (no había presidente en Ravenscraig)—. Esta casa necesita urgentemente la presencia de niños.

Los hombres levantaron la mirada. Si habían estado mirando el suelo con aire de aburrimiento era porque sospechaban que Beatie estaba a punto de arengarlos sobre la importancia de la responsabilidad doméstica, con el argumento de que alguien que dejaba repetidamente de limpiar su propio water no tenía derecho a proponer soluciones políticas para el futuro social y económico de la nación. Era siempre una premisa difícil de rebatir. Pero a pesar de que habían estado en lo cierto al creer que Beatie planeaba resolver aquella cuestión, su nuevo planteamiento los había cogido por sorpresa.

—No quiero decir —continuó Beatie— que nunca haya habido niños en esta casa. Cuando Bernard y yo llegamos, estaban los tres niños de los Spencer; y durante algún tiempo Jessie Conrad estuvo viviendo aquí con su nieto. El sitio sería más civilizado con niños y los objetivos educativos de la comuna podrían cumplirse de manera más informal.

Philip el Maoísta se puso sus gafas de montura de alambre para poder ver mejor a través de la cortina de humo capitalista que ocultaba el engaño inherente a la propuesta.

—¿Y? —dijo con voz templada—. ¿Estás sugiriendo que salgamos a la calle y secuestremos al primer niño que pase?

Beatie apretó los labios pero Bernard acudió en su ayuda.

—No, eso sería un poco extremo hasta para unos radicales como nosotros, camarada —dijo con tono jovial—. Pero antes de entrar en detalles tenemos que saber si algún camarada tiene inconveniente en que haya niños aquí.

—¿De veras creéis que éste es un buen lugar para los niños? —dijo Philip—. Preguntáoslo. Todos sabéis cuál es la respuesta.

—Podrían alegrar un poco el lugar —dijo Lilly—. Y además podrían hacer que una o dos personas se comportaran con más madurez.

—Justo lo que yo pensaba —dijo Beatie—. Existe una corriente sicológica que sostiene que los adultos no pueden explorar sus papeles como adultos a menos que puedan definirse frente al comportamiento infantil.

—¿Qué? —dijo Philip.

—Está diciendo —intervino George— que un adulto sólo puede ser un adulto en una relación dinámica. —Dirigió una sonrisa de pura felicidad a Cassie. Estaba embrujado desde su llegada—. Tener niños cerca te ayuda a crecer. Los estados comunistas de la URSS y China mantienen a la gente en un estado infantil para que los poderosos puedan mantener su estatus como únicos adultos.

Philip el Maoísta dejó escapar un largo y profundo suspiro.

—Ciñámonos a la cuestión —dijo Robin, el Vegetariano Anti-Vivisección.

Casi dos horas más tarde el asunto seguía sin resolver. Lilly estaba a favor, George no veía ningún inconveniente, Philip estaba decididamente en contra y Robin no era capaz de decidirse. En Ravenscraig la abstención era un voto a favor del estatus quo.

—Si tantas ganas tienes de que haya niños, ¿por qué no los tienes tú misma? —preguntó Philip con tono airado.

—Eso, camarada, no es asunto de nadie más que de Beatie —repuso Lilly.

—En todo caso —dijo Robin—, ¿de qué críos estamos hablando?

—Del mío —intervino Cassie por primera vez—. Y no es ningún crío. Se llama Frank. Y esto no tiene nada que ver con el capitalismo, el comunismo, el sindicalismo o ningún otro ismo. Tiene que ver con que quiero que esté aquí.

Mientras Cassie hablaba una figura sombría había entrado en la habitación sin que nadie se percatara y se detuvo en la puerta para escuchar.

—Tiene que ver con el amor. Yo deseo que esté aquí porque lo quiero. Y todos vosotros lo querríais también. Podríais aprender a quererlo. Es sólo un niño pequeño. Pero estáis tan ocupados con todo lo que tenéis en la cabeza, con esos ismos e ismos e ismos que a lo mejor habéis olvidado que cuidar de un niño pequeño y formar parte de su vida es mucho más importante que todos vuestros discursos. Tendrías que recordar que lo más importante es el amor, y si no lo es, al menos debería serlo.

—¡Bien dicho, Cassie! —dijo la figura que escuchaba desde fondo de la habitación. Era Peregrine Feek. Se adelantó—. Un discurso apasionado. No creo que pueda oponerse nada. Puede que sea hora de votar el asunto y yo digo que el pequeño caballero se reúna con nosotros aquí en Ravenscraig.

Bernard dijo:

—Muy bien. La votación. Todos los que estén a favor de dar la bienvenida a Frank a nuestra comuna.

Todos salvo Philip y Robin levantaron la mano. Robin parecía estar retorciéndose de agonía. Feek alzó su propia mano uno o dos centímetros más. Robin lo miró y decidió unirse a la mayoría.

—¿En contra?

Sólo Philip, desde la posición Maoísta, levantó la mano contra el pequeño Frank.

—Bueno, pues está decidido —dijo Bernard con alegría—. Fin de la reunión. Me encanta la democracia.

Beatie miró por la ventana y vio a Tara, con la cara roja, arrastrando la bicicleta hacia la casa. La rueda trasera estaba deshinchada. Reprimió una risilla.