17

De modo que Cassie se marchó a Oxford, donde su «recaída» sería sólo una amenaza para los intelectuales, los socialistas y los anarquistas, y no para Frank. A Martha no le gustaba separarla del niño pero le tenía más miedo a un retorno a Hatton, con sus batas blancas y su terapia electro-convulsiva. Beatie había dicho que en la comunidad de Oxford había grandes mentes que podrían ayudarla: sicólogos y terapeutas de primer orden.

Las demás hermanas, o algunas de ellas al menos, bajaron la mirada. No les gustaba lo que se decía de aquel lugar donde parejas solteras e incluso divorciadas se mezclaban y emparejaban bajo un mismo techo. Nunca hubieran aprobado que Frank fuera allí pero Cassie era la mayor carga para todas. Aida era demasiado mayor y demasiado rígida; las gemelas no se habían recuperado aún del momento en que había estado a punto de quemar la casa con todos ellos dentro; Una estaba agotada con sus dos hijos; y Olive estaba pasando por un período con William en el que no se hablaban casi y nadie sabía por qué.

—Soluciónalo —le decía Martha a Olive—. O acabaréis como tu padre y yo, sin hablar durante años y años.

—Es que está de mal humor —respondía Olive—. Amargado y de mal humor todo el tiempo.

Frank empezó el colegio en la clase infantil de Stoke Aldermoon. Tal como habían prometido, las gemelas lo equiparon por completo y una mañana de otoño lo llevaron orgullosamente al colegio y lo dejaron, sumido en un estado de perplejidad silenciosa, en su clase. Asustado y sin habla, Frank observó cómo cogía un profesor a dos alumnos por el pelo mientras sus piernas se movían sin que ellos las impulsaran. Los niños gritaron, lloraron, sacudieron las manos. El profesor los sostuvo pacientemente por el cabello hasta que se calmaron y, deshechos en lágrimas, los colocó en sus asientos detrás de sendos pupitres diminutos. No es de extrañar que Frank creyera que el colegio era el castigo por alguna travesura. El inicio de las clases coincidió con la desaparición de Cassie. Nadie le había explicado para qué servía el colegio. Miró a los niños, de caras rojas y ojos llorosos, y decidió que fuera lo que fuese lo que había hecho, debía de haber sido una cosa muy mala para merecer semejante castigo.

Aceptó el castigo como un hombre. A la hora del almuerzo, mientras estaba solo en el patio, un niño con un terrible estrabismo pasó a su lado y reparó en la manera en que Frank lo miraba.

—¿Qué miras? —dijo el niño.

Aunque Frank trató de guardar silencio, dos palabras le separaron las mandíbulas y se abrieron camino a la fuerza hasta el exterior:

—Tus ojos.

El muchacho le propinó un fuerte golpe en plena boca y lo derribó. Cuando volvió a levantarse, el niño estrábico se había ido y nadie más parecía haber reparado en el ataque. Frank se llevó un dedo al ensangrentado labio.

El segundo día en el colegio, otro niño más o menos de su estatura se le acercó en el patio y le dijo:

—Tu madre es una loca. Estuvo en Hatton. Le falta un tornillo.

Frank enrojeció de ira. Apretó los puños sin darse cuenta. Su mano se movió involuntariamente a la costra que le había dejado en el labio el altercado del día anterior. Después de algunas burlas más, su torturador siguió su camino.

El tercer día en el patio, Frank reparó en un pequeño grupo de niños y niñas que se estaban burlando de otro chico. Uno de ellos agitaba un dedo muy tieso trente a la cara del muchacho y dirigía una canción burlona:

—GI bobo, americano tonto, GI bobo, americano tonto.

Así una vez tras otra.

Frank se dispuso a alejarse pero entonces giró sobre sus talones y corrió a toda velocidad contra el cabecilla y le dio un empujón. El niño cayó con fuerza y se golpeó la cabeza contra el suelo. Frank se irguió sobre él. Los demás miembros del comité de tortura se apartaron. Frank vio montones de ojos que lo miraban de arriba abajo. A cierta distancia, vio al niño estrábico, el que lo había atacado el primer día, que ahora lo estaba evaluando con frialdad.

—¿Por qué has hecho eso? —le preguntó el niño al que había rescatado.

—Americano tonto —dijo Frank—. Como yo.

—¿Tú?

Frank sonrió.

—Sí. Mi papá era un soldado americano.

Se alejó y se sentó en un escalón. El niño lo siguió y se sentó a su lado. Sacó algo de su bolsillo y se lo dio a Frank. Era un cromo en el que se veía a un hombre con un casco militar y un largo palo en las manos.

—¿Qué es esto? —preguntó Frank.

—Es americano —dijo el niño—. A los americanos no se les dan bien los deportes de verdad así que tienen que jugar a eso. Este hombre se llama Babe Ruth. Era bastante bueno. —Frank hizo ademán de devolvérselo—. Puedes quedártelo.

—Eh, gracias. Lo pondré en la estantería de mi cuarto.

—¿Tu papá era un héroe?

—Sí. Lo mataron. Un héroe de guerra.

—Igual que el mío. Un héroe.

Sonó la campana en el patio que los llamaba a clase. Los niños iban a clases diferentes así que quedaron en verse otra vez. El nuevo amigo de Frank se llamaba Clayton.

Después de clase, y como de costumbre, Frank fue recibido en la puerta del colegio por su tía Ina, muy sonriente y con los ojillos entrecerrados al otro lado de las gafas. Cuando se dirigía a la puerta, Clayton se reunió con él y le dijo:

—¿Todavía tienes el cromo?

Frank sacó el cromo y se lo ofreció junto con una sonrisa. Entonces alguien se lo quitó de la mano. Era el niño estrábico. Frank se quedó helado. El niño examinó el cromo con su ojo sano antes de devolvérselo, en absoluto impresionado.

—Hoy te he visto —le dijo—. He visto cómo empujabas a ese niño. ¡Pum! Ha estado bien, muy bien. —Clayton seguía a su lado, en silencio. Frank no dijo nada, esperando un nuevo puñetazo en la boca—. ¿Quieres ser de mi banda?

Frank miró a Clayton y luego al niño.

—¿Quién está en ella? ¿Quién está en tu banda?

El muchacho esbozó una sonrisa que era toda dientes.

—Sólo tú y yo. Por ahora.

Frank señaló a Clayton.

—Y él.

El niño lanzó al suelo un blanco escupitajo.

—Sí. Él, tú y yo.

Entonces volvió a sonreír.

—Vale —dijo Frank.

—Vale —dijo el niño—. Mañana nos vemos.

Y entonces se fue y la tía Ina estaba en la puerta.

—¿Otro bonito día en el colegio? —le preguntó.

El niño estrábico se llamaba Chaz, por Charles, nombre que consideraba demasiado ridículo para llevarlo en la vida escolar sin correr el riesgo de recibir una paliza diaria. Formar parte de la banda de Chaz, sin embargo, era algo bastante aburrido, y consistía sobre todo en apoyarse en la valla que delimitaba el patio con las manos metidas en los bolsillos. Pero como Chaz parecía tan peligroso tenía la ventaja de desalentar a los potenciales torturadores y enemigos. Nadie los atacaba sin provocación y la canción sobre los americanos tontos no volvió a escucharse durante mucho tiempo.

Clayton recibía un suministro constante de artículos americanos: fotografías de las cajas de cigarrillo, cromos de béisbol, tebeos y goma de mascar, que compartía generosamente con Frank y Chaz. Tenía parientes en los Estados Unidos que le enviaban paquetes todos los meses. Conocía a su abuelo y su abuela, que habían viajado a Inglaterra especialmente para verlo y habían tratado de convencer a su madre para que se mudara con ellos a Pennsylvania. Todos habían llorado, y nadie más que su abuela, que decía que Clayton era la viva imagen del hijo que había perdido en la Playa de Omaha. Pero la madre de Clayton no soportaba la idea de separarse de su propia familia. Frank aceptaba la generosidad de Clayton con gratitud pero se preguntaba si también él tendría parientes en América que pudieran enviarle goma de mascar. Aceptaba con gusto los cromos de Clayton pero sentía que le faltaba algo.

La generosidad de Clayton tenía maravillado a Chaz. Nunca había conocido a nadie que fuera tan prodigo con sus regalos, más que nada porque pertenecía a una familia que sólo adquiría cosas cuando la gente les daba la espalda. Llevaba ropa usada que le estaba varias tallas grande y después de ver los improvisados zuecos con los que se había presentado un día en el colegio, su tutor había recurrido a una normativa del gobierno para poder comprarle un par de zapatos de verdad. Pero su lealtad hacia su nueva «banda» era apasionada, impresionante y cruel.

—¿Qué estás mirando? —le decía a cualquiera que le hubiera dirigido siquiera una mirada que él considerara poco respetuosa a Clayton o Frank. Nadie respondía nunca a estos desafíos.

Un día Chaz sacó un cromo de los que regalaban con la goma de mascar y se lo dio a Clayton.

—¿Qué es eso? —dijo Clayton.

—Te lo he robado del bolsillo —dijo Chaz—. No pretendía quedármelo. Sólo quitártelo.

—Vale. Puedes quedártelo.

—¡Se te estaba cayendo del bolsillo! —Chaz parecía muy agitado—. ¡No puedes dejar que se te caigan las cosas del bolsillo!

—Quédatelo.

—¡No pretendía quedármelo!

—No importa —dijo Clayton despreocupadamente.

—¡No puedo quedármelo! ¡No es lo que pretendía!

Frank se dio cuenta de que algo iba a torcerse y de que Chaz estaba a punto de estallar. Parecía confundido y enfadado y herido.

—Te lo cambio por uno de los míos —dijo y le quitó el cromo de las manos—. Toma, coge éste.

Chaz cogió el cromo. A continuación se alejó y se quedó en la esquina del otro lado del patio, solo. Cuando sonó la campana para llamarlos a clase, regresó y dijo:

—Podéis venir a recoger huevos el sábado. Con mis hermanos. Vamos a recoger huevos.

Pero cuando llegó la hora de irse a casa, Chaz y Frank se acercaron a Ina y le preguntaron si podía ir a recoger huevos. Ina dijo que Frank tenía cosas que hacer. No dijo lo que era, pero dijo que tenía planes para ese día. La madre de Clayton dijo lo mismo. Chaz, no demasiado decepcionado, se marchó a buscar a su hermana mayor.

—¿Dónde vamos? Mañana, digo. ¿Dónde? —preguntó Frank aquella tarde.

—¿De qué hablas? —dijo Evelyn, de rodillas con un plumero y un cepillo.

—La tía Ina ha dicho que mañana íbamos a ir a alguna parte.

Ina lanzó una mirada interrogativa a Ina e Ina respondió moviendo los labios. Evelyn dejó el cepillo y el plumero a un lado y sentó a Frank a la mesa del comedor. A continuación se sentaron las dos gemelas. Ina se quitó las gafas y lo miró con fijeza.

—Ese chico —dijo.

—Ése con el que juegas.

—En el colegio. Ése del que te has hecho amigo.

Frank sabía que se referían a Chaz así que dijo:

—¿Clayton?

—No, Clayton no.

—Clayton es un chico encantador. No, el otro.

Esperaron, pero Frank no dio señales de haber comprendido. Entonces Evelyn dijo:

—Tu tía Ina y yo conocemos a su familia.

—Hemos oído hablar de su familia…

—Y aunque el Señor dijo que hay que amar a todo el mundo, vaya, a veces es difícil y sabemos que no son una familia demasiado buena…

—No es la clase de familia con la que te conviene mezclarte…

—O tomar el té…

—No, tampoco tomar el té, y no creemos que debas jugar con ese niño ni pasar tanto tiempo con él…

—Sólo hace falta que pases un poco menos de tiempo con él.

Frank miró a sus dos tías, primero a una, luego a la otra. Lo estaban observando con los preciosos ojos azules muy abiertos y un poco húmedos. Ina volvió a ponerse las gafas, ahora que había dicho lo que tenía que decir sin ellas. Entonces Frank levantó la mirada y mientras los ojos empezaban a llenársele de lágrimas, se oyó a sí mismo gritando:

—¡ESTÚPIDAS VIEJAS! ¡LA GRANJA! ¡QUIERO IR A LA GRANJA!

Sin dejar de gritar, salió de la habitación y se escondió en su cuarto.

Más o menos una hora después alguien llamó a su puerta con suavidad y la tía Evelyn apareció con una bandeja de sándwiches y un vaso de leche en una bandeja. Frank estaba tumbado en la cama. Su tía puso la bandeja en la mesita de noche.

—Creemos que tu tío William va mañana a la granja. Por la mañana le preguntaremos si puede llevarte.

Frank se incorporó y señaló el cromo de béisbol apoyado sobre la repisa.

—¿Por qué mi abuelo y mi abuela de América no me envían cosas de ésas? ¿Por qué no?

Evelyn cogió el cromo de Babe Ruth, miró la fotografía y leyó el texto que había en el reverso.

—No creo que sepan que existes, Frank. Nadie se lo ha dicho.

—¿Por qué no?

Evelyn volvió a colocar respetuosamente el cromo en la repisa.

—Todo a su tiempo —dijo—. Todo a su tiempo.

En efecto William iba la mañana siguiente a la granja y consintió en llevar a Frank con él en la camioneta. Frank encontró a su tío de un humor un poco extraño; parecía preocupado y decía cosas que Frank no entendía.

—Hoy no me vas a dar una de tus sorpresas, ¿verdad? —le preguntó un buen rato después de que hubieran salido.

—¿Cómo?

—Um.

Eso fue todo. Eso fue todo lo que el tío William dijo durante todo el viaje. Pero su tío Tom y su tía Una organizaron un gran escándalo al ver a Frank. Una tenía mucho mejor aspecto y las gemelas estaban preciosas. Le habían dicho que estaba superando algo que llamaban «pena de niño». Una llevó a Frank adentro mientras Tom ayudaba a William a cargar la camioneta de verduras. William entró en la casa para despedirse de Una.

—¿Te vuelves directamente? —le preguntó Una.

—Primero tengo que pasar por Rugby. —Se tapó la boca con una mano ahuecada para encender un cigarrillo, a pesar de que estaban dentro de la casa y no soplaba viento.

—¿Tienes negocios en Rugby? —preguntó Tom.

—Ahá.

Tom se ofreció a llevar a Frank a casa más tarde y todos se despidieron de William. Tom y Frank se quedaron en el patio mientras Una volvía a entrar en la casa seguida a gatas por las dos gemelas.

—No es que esté muy conversador últimamente, ¿verdad?

—No mucho, no. Me pregunto qué negocios tendrá en Rugby… —Entonces recordó que Frank se encontraba a su lado—. Bueno, bueno, colegial. ¿Quieres ayudarme a aventar el heno esta mañana?

Frank ayudó a su tío Tom a aventar el heno en el granero. En la parte trasera del edificio había algunas cajas viejas y una bicicleta oxidada que llevaba tanto tiempo en el mismo sitio que estaba cubierta de telarañas. Las telarañas tenían una costra de polvo negro. Daba la impresión de que si las tocabas, se desintegrarían en una espectacular lluvia de polvo y herrumbre. Detrás de la bicicleta estaba el fino alerón de cola de un bombardero de la Luftwaffe alemana que había caído en los campos de Tom la noche del gran bombardeo de Coventry. Sobre la pintura gris del alerón había una esvástica negra con el borde blanco. Los restos del avión se habían desperdigado a lo largo de tres acres de tierra y Tom había recogido el alerón para quedárselo como recuerdo antes de que los hombres del Ministerio de la Guerra se llevasen las partes importantes del aparato. Cuando Frank le preguntó por el avión, Tom le contó que otra pieza de metal retorcido había sido fundida para forjar una «campana de la paz» y que esa campana descansaba ahora en el altar de la iglesia de Santa María, en la ciudad. Le había prometido que un día le enseñaría la campana.

Al cabo de un rato Frank se aburrió de llevar el heno de un lugar a otro del granero y empezó a perseguir a las gallinas del corral. Cuando llegó el momento, preguntó si podía salir a jugar a los campos.

Ya en el arroyo descubrió con sorpresa que había crecido muchísima maleza alrededor del destartalado puente. El escondrijo que había debajo de las planchas estaba escondido detrás de una mata de hierba y cardos de flores púrpuras. Moviéndose con cuidado para no remover demasiado la tierra ni llamar la atención, tardó algún tiempo en abrirse paso hasta el interior. No era consciente de lo mucho que había crecido en los últimos meses y le extrañó que le costara tanto entrar.

Su escondrijo capilla seguía intacto. La luz de sol que se filtraba entre la maleza lo teñía todo de una luz verde. Así era más difícil ver al Hombre-Tras-el-Cristal pero cuando acercó el ojo al mugriento cristal cilindrado, Frank dejó escapar un suspiro de alivio. La mandíbula del Hombre-Tras-el-Cristal se abrió de repente y los ojos vacíos le devolvieron la mirada.

—¿Dónde has estado? —parecía decir.

—Lo siento —susurró Frank—. He ido a vivir con mis tías. Siempre están limpiando. Quitando el polvo. Barriendo.

—Solo.

—Lo siento. No puedo venir si no me traen. Te he traído una cosa. —Acercó uno de los cromos americanos al cristal. Tenía la fotografía de una mujer con sombrero vaquero y un rifle en la mano. Se llamaba Annie Oakey. Tras darle al Hombre-Tras-el-Cristal un momento para mirarla, la colocó junto a las plumas y herraduras que había depositado antes allí.

—Rita. Ritarita. Ritarita Ritarita Ritaritaritarita brrrrrrrrr​rrrrrrrrrrrrr​rrrrrrrrr brrrrrrrrrrr​rrrpppppppp brrrrrrrrr —dijo el Hombre-Tras-el-Cristal.

Frank sentía pena por él. Sabía lo difícil que debía de haber sido pasar tanto tiempo sin verlo. Se incorporó y volvió a mirar por el cristal y descubrió con sorpresa que el Hombre-Tras-el-Cristal tenía ahora una lengua. Nunca había estado allí y ahora estaba vibrando y sacudiéndose entre aquellas mandíbulas permanentemente abiertas. O puede que no fuera más que una polilla blanca batiendo las alas allí donde debiera estar la lengua. Fuera lo que fuese, hablaba.

—Brrrrrrrrrrrrbrrrrrrrrrrrr Frank tráemetráemetráeme la campana. La campana.

—Oh —dijo Frank.

Cuando aquella tarde Tom lo llevó de vuelta a la casa de sus tías, Frank le preguntó si podrían parar un momento en la iglesia para ver la campana de la paz. Tom arrugó la nariz pero accedió y aparcó en el patio exterior de la iglesia. Santa María era una iglesia de piedra grisácea del siglo XIV, con una torre normanda, que descansaba sobre un cementerio en pendiente, cubierto de césped y lápidas victorianas. La puerta de hierro forjado chirrió al abrirse. Tom golpeó varias veces la pared con las botas manchadas de barro antes de entrar.

La iglesia estaba vacía y en silencio. Tom llevó a Frank al altar. Había una cruz dorada, un par de candelabros y una campana de un color entre plateado y gris.

—Ahí la tienes —dijo Tom, con una voz comedida que no era propia de él—. La campana de la paz.

—¿Se puede coger? —preguntó Frank.

—No.

—¿Por qué no?

Tom no estaba seguro. Él no frecuentaba la iglesia. Pero sabía que había algo impropio en acercarse al altar.

—No se toca. —Estiró el cuello hacia la campana para leer la inscripción—. Te leeré lo que dice. Dice: «La campana de la paz se forjó con los restos metálicos de un bombardero alemán caídos en esta parroquia». Luego viene la fecha.

—¿De quién eran los restos?

Tom se rascó la nuca.

—Vamos —dijo—. O llegaremos tarde a casa.

Todo el mundo empezó a notar, y no sólo Evelyn e Ina, que se había producido una mengua en las vibraciones. ¿Cómo era posible, se preguntaban, que los espíritus encontraran acogedora su casa un día e inhabitable el siguiente? ¡Qué decepción! Justo cuando Evelyn e Ina empezaban a labrarse una reputación en los círculos espiritualistas por tener una casa dotada de espléndida actividad. Como es lógico discutieron el problema tratando de averiguar qué era lo que había cambiado, pero sin éxito. Una casa que había sido escenario de muchísima actividad por parte de espíritus invitados o inesperados se había vuelto neutra de nuevo. Fue Ina la que sugirió que plantearan la pregunta al Otro Lado; fue Evelyn la que se decidió a hacerlo.

Así que el domingo por la tarde, después del oficio en la iglesia espiritualista, acompañadas por otras dos señoras de la congregación, permitieron que Frank asistiera a la sesión en la que se plantearía la pregunta. Frank seguía gozando de cierta reputación como una esperanza magnífica para la causa espiritualista y nadie lo había culpado por la disminución de la actividad de los espíritus. Por el contrario, todos creían que su presencia contribuiría a facilitar el contacto.

No muy contento, Frank bajó de su cuarto, donde había estado jugando con sus cromos. Ina echó las cortinas, encendió una vela y cubrió la lámpara eléctrica con un pañuelo de seda mientras la pequeña congregación se reunía alrededor de la mesa del salón. Evelyn tomó asiento y extendió sus manos a derecha e izquierda para que todos pudieran formar un círculo. Frank también participó en su trazado.

Si Evelyn llevaba la voz cantante en la ceremonia no era porque poseyera mayor experiencia o autoridad que las demás sino sencillamente porque alguien tenía que encargarse de dirigirse al Otro Lado. Frank ya había advertido que había una amplia variedad de tonos y estilos entre los espiritualistas que le hablaban a los muertos. Estaban los lúgubres y serios; los que hablaban en términos arcaicos y se dirigían a los espíritus llamándolos de «vos»; y aquéllos que, por el contrario, parecían distendidos, informales e irreverentes.

Evelyn, con su cara grave y su gran nariz, se decantaba por los estilos formales y arcaicos. Dejó que su cabeza se inclinara un poco, a la manera de la señora Humbert.

—Amados —dijo con voz un poco temblorosa—, acudimos a vosotros con espíritu de amor. Os damos la bienvenida. Nos abrimos a vosotros. Os pedimos que os deis a conocer en luz y amor.

No ocurrió nada. La mirada de Frank pasó de la tía Evelyn a la tía Ina, pero ésta estaba ocupada mirando fijamente y con los ojos entornados a su hermana. Los rostros de la señora Tull y la señora Pallin, de la iglesia espiritualista, lucían expresiones que daban ganas de echarse a reír. Él sabía cómo eran las cosas.

—Acudid a nosotros, amados. Acudid ataviados de amor. Queremos preguntaros si hay algo aquí que os está alejando, o apartándoos de nuestro amor. Os lo preguntamos de buena fe.

Nada. Al menos, pensó Frank, la tía Evelyn no es una farsante que pretende estar manteniendo una conversación. Recordaba que su madre le había dicho que la señora Humbert era una farsante.

La lámpara eléctrica se apagó un instante y volvió a encenderse. Las cuatro mujeres sentadas a la mesa se pusieron visiblemente tensas. Frank casi podía oler su repentina excitación. Brotaba de ellas como un perfume.

—¿Estáis con nosotros? —preguntó Evelyn.

—Pregunta de nuevo —susurró Ina—. Hay una presencia.

—¿Estáis con nosotros, amados?

Nada. Frank hubiera querido que su madre siguiera allí con él. A ella no le daban miedo aquellas sesiones pero las señoras que formaban el círculo alrededor de la mesa parecían sumidas en una mezcla de terror y éxtasis. Se sentía mucho mejor cuando ella estaba a su lado para explicarle aquellos encuentros o para reírse con él de lo ocurrido después de que hubieran terminado. Pensó en la risa de Cassie. La luz eléctrica volvió a parpadear y Frank sintió como si un escalofrío recorriera el círculo de manos.

—Estoy recibiendo un nombre —dijo Evelyn con decisión—. Está llegando.

Las demás señoras la miraron con los ojos luminosos y las bocas medio abiertas, esperando que continuara.

—El nombre es Ruth. ¿Alguien conoce a una Ruth?

La señora Tull sacudió la cabeza pero la señora Pallin dijo que ella conocía a una Ruth, una joven que vivía en la casa de enfrente de la suya.

—Pregunta si alguien está bloqueando a los espíritus —le sugirió Ina.

—Recibo algo. Algo sobre… Eso es. Un niño. Será mejor que le digas a esa tal Ruth que va a tener un niño. Frank arrugó la nariz.

—Hay más —dijo Evelyn con excitación—. Dice… dice… dice… «vigilad mi tumba».

Frank se rascó la rodilla. La bombilla volvió a apagarse, esta vez de manera permanente. Todas las señoras reprimieron un jadeo mientras se miraban unas a otras a la luz de la vela.