Cassie tenía que hablarle a Martha sobre las habilidades del joven Frank, a pesar de que su madre no era demasiado partidaria de discutir abiertamente sobre las cosas del otro mundo. Martha se dio cuenta de que su hija hablaba sin terminar las frases; se expresaba con demasiada rapidez y parecía respirar en el momento equivocado, a veces en mitad de una palabra. Frank lo tenía, le dijo Cassie; Frankie era un espíritu antiguo; Frankie era esto; era aquello; era lo de más allá. Martha escuchó sin decir nada. No sabía qué contestar y era lo bastante sensata como para saber cuándo era mejor guardar silencio.
La renuencia de Martha a hablar no tenía nada que ver con el escepticismo y sí en cambio con la convicción. ¿Acaso no experimentaba ella misma visitas y recibía mensajes, todo ello sin haberlo pedido nunca? Había rogado siempre para que ninguna de sus hijas —o sus nietos— fuera maldecida con el «don» de la visión.
Sus esperanzas se habían visto satisfechas con la mayoría. Aida era tan problemática como un poste de la colada. Evelyn e Ina, a pesar de que lo deseaban más que cualquier cosa en el mundo, no poseían capacidades espirituales y se veían reducidas a escuchar el rumor de las conchas que cogían en la playa. Olive era demasiado seria y estaba demasiado comprometida con el pequeño comercio de la vida; mientras que Una era una hija de la tierra y por eso había elegido a un granjero como marido. Y justo cuando Martha había llegado al fin de su trayectoria como madre y pensaba que se había librado de ello, llegó Cassie; que desde luego lo poseía, y ahora Frank, del que jamás había tenido duda alguna.
Y puede que fuera por eso por lo que aquel día había cambiado de idea y había insistido en que se quedaran al niño. Porque hubiera sido terrible para él tener que arrastrar aquella carga y encontrarse entre gente que no lo comprendiera.
También había cautela en su renuencia a hablar del tema. Era un instinto antiguo, macerado en miedo e instinto de preservación. Daba igual que vinieran a buscarte con batas blancas y descargas eléctricas o con la campana, el libro y la vela. Seguían viniendo.
Al trasladar a Frank a la calle Avon, Martha había albergado la esperanza de que la apacible atmósfera de la casa pudiera hacerle algún bien a Cassie. En la experiencia de Martha, aquellos que pasaban todo el día golpeándose la cabeza contra el muro no encontraban demasiadas respuestas. Además, las gemelas eran espectacularmente simples, al igual que los charlatanes y cazadores de espíritus que acudían a su iglesia. Le había parecido una estratagema muy astuta esconder a Cassie y Frank en un lugar en el que todo era charla y nada acción, pero ahora estaba empezando a pensar que tal vez hubiera cometido un error. Cassie iba a abrir un agujero en la pared para todos ellos.
—Podría perderlo —le dijo a Cassie refiriéndose a Frank—. A menudo ocurre. Cuando crecen.
—La ha organizado buena en la calle Avon.
Desde luego que lo había hecho. El malestar de la señora Humbert en la casa de la calle Avon no había sido atribuido, como podría haber ocurrido en cualquier otra parte, a cosas tan mundanas como un dolor de cabeza, cansancio o un enfriamiento repentino. Todos pensarían que sus problemas eran de origen espiritual. Y cuando otro visitante espiritualista, un tal señor Abrahams que tenía la mitad de la cara paralizada por culpa de un ataque, se había presentado en la calle Avon y había afirmado que la casa vibraba con una energía síquica que no había advertido en sus anteriores visitas, la presencia de Frank empezó a llamar la atención. No es que todo el mundo estuviera preparado para reconocer a Frank como una criatura dotada de poderes especiales; era más bien que la presencia del niño en la casa se veía como una especie de faro que atraía a espíritus nuevos y positivos, como si el muchacho fuera una fila de luces en un aeropuerto angélico. Y esta idea se veía reforzada constantemente por Cassie, que se apartaba todo lo posible de los visitantes espiritualistas.
Martha dijo:
—Dime una cosa, Cassie. ¿Has visto a tu padre?
—Ya no estoy hablando de eso, te hablo de Frank.
—¡Tú responde, niña! —Martha podía ser dura con su hija cuando era necesario—. ¿Lo has visto hoy?
—Está en el otro cuarto, leyendo el periódico.
—¿Cuándo empezaste a verlo de nuevo?
—La semana pasada.
Martha suspiró.
—Cassie, tu padre está muerto. Está muerto hace mucho tiempo. —Se dio unos golpecitos en la sien—. ¿Cuándo se te va a meter esa idea en la cabeza?
—No puedo hacer nada si lo veo —se quejó Cassie.
—¡Sí, claro que puedes, niña! Mírame cuando te hablo. ¡Puedes ponerle fin si quieres!
—Por el amor de Dios, mamá, no puede ser bueno para el niño crecer en esa atmósfera.
Beatie había venido desde Oxford a visitar a su madre después de haber recibido una carta suya. Según parecía, Bernard y ella seguían viviendo juntos —aunque no de manera oficial— y el matrimonio ni se había mencionado.
Ya le había contado a Beatie el incidente de las velas y el fuego en el dormitorio de Frank. No podía echarse la culpa a Evelyn e Ina, pero como de costumbre, todos trataban de encontrar la manera de excusar a Cassie.
—Ayudan a Cassie a tener al niño limpio, alimentado y cuidado. ¿Qué más quieres?
—Lo quieren mucho, Beatie. —Cassie era leal a sus hermanas, quienes jamás habían escatimado esfuerzos para que el niño estuviera lo mejor posible—. La verdad es que sí.
—No lo dudo pero ¿qué es eso de que el niño participa en las sesiones? ¿Le están llenando la cabeza con sus supercherías?
—Ellas las llaman sesiones —dijo Cassie.
—Me da igual cómo las llamen. Es todo una estupidez.
—¿Estupidez? Sí, es una estupidez. —Martha se encendió la pipa y suspiró. Había una dureza nueva en la forma de hablar de Beatie. No era falta de bondad sino impaciencia, como si fuera más lista que todas ellas. Martha cogió el bolso de la repisa y sacó unas monedas—. Hazme un favor, Cassie. Ve a comprarme un paquete de tabaco, ¿quieres?
—Pero si tienes uno ahí, mamá.
—Pues ve a comprarme otro, si no te importa. —Cassie no era ninguna estúpida. Sabía que la mandaban a hacer un recado para que Martha pudiera hablar con Beatie a sus espaldas. Pero obedeció de todas maneras—. ¡Y vuelve antes de que anochezca! —le gritó Martha mientras se marchaba.
—Es un niño muy inteligente —dijo Beatie después de que Cassie hubiera salido—. Lo que necesita es una base científica. No un montón de basura llenándole la cabeza. Necesita dirección científica.
Científica era la palabra favorita de Beatie. También Bernard solía utilizarla mucho cuando venía de visita. El socialismo, decían, era científico. El argumento de esta o aquella persona se rechazaba porque no era científico. El futuro iba a ser científico. Los niños se educarían con métodos científicos. Nadie de la familia preguntaba nunca qué significaba el término, por miedo a recibir una explicación. Pero Beatie parecía muy animada por el hecho de que la esfera de influencia de Frank estuviera muy necesitada de ello.
—Frank empieza el colegio el mes que viene —le dijo Martha a Beatie—. Eve e Ina han prometido comprarle todo lo necesario.
—Una guardería —dijo Beatie—. Eso no es educación de verdad. Es sólo una guardería para que las mujeres puedan ir a trabajar.
—Creía que todas estábamos a favor de eso.
—¡Y lo estamos! —repuso Beatie—. Pero con salarios justos y con los mismos derechos que los hombres. ¡No sólo para que el capitalismo pueda destruir una generación con sus guerras y rellenar los huecos con mujeres! Dicen que todo el mundo tiene que arrimar el hombro a la rueda, ¡pero se refieren a nuestros hombros y su maldita rueda!
Beatie tenía la costumbre de cruzar los brazos y echarse atrás después de decir cosas así.
Lo cierto es que Martha no estaba en desacuerdo con ella, pero no era la primera vez que la oía pronunciando discursos parecidos.
—Seguimos queriendo tener a Frank en Oxford, ya lo sabes. Cuando sea. Podríamos educarlo en la comuna. Todos podrían participar, por turnos. Le darían clases algunas de las mejores cabezas del país.
Martha mordió su pipa.
—Si tantas ganas tienes de tener al niño, ¿por qué no te dedicas a hacer los tuyos?
Hubo un momento de silencio hostil. Entonces Beatie dijo:
—Cassie vuelve a estar en las nubes, ¿no? ¿Por eso me has llamado?
—Sí, Beatie, está volviendo a las andadas. Y cuando más crece el niño, más me preocupa. Podría convertirse en una amenaza para él.
—Tú dilo y me lo llevo ahora mismo a Oxford. Por eso me has pedido que viniera, ¿no?
—No —dijo Martha—. La verdad es que no.
La solución propuesta por Martha no hacía feliz a Beatie. No solía resistirse a los deseos de su madre pero la independencia de pensamiento y el espíritu de vigoroso debate de oposición engendrado por el tiempo que había pasado en la comuna de Oxford le habían llevado a pensar que en ciertas cuestiones ella podía saber más que su madre. De modo que en su corazón empezó a librarse una silenciosa batalla para rescatar a Frank —pues para ella el niño necesitaba ser rescatado— de las fuerzas anticientíficas que se agolpaban a su alrededor como aves tenebrosas. Era una batalla que podría provocar un gran cisma en la familia, un cisma que Beatie nunca hubiera querido; pero claro, tampoco hubiera podido predecir el poder de las fuerzas aún indefinidas pero dinámicas que competían por dar forma al alma del joven Frank.
Beatie estaba motivada tan sólo por las buenas intenciones y las ideas del progreso y el desarrollo personal. Le dolía ver cómo pasaba Frank de mano en mano por toda la familia, como si a nadie le importara. Le molestaba pensar que su educación y su crianza eran moldeadas por la desidia del un poco de esto y un poco de aquello. Ella sabía que todas las cosas existen en estado de potencial y que el potencial sólo puede convertirse en hecho si uno coge con fuerza las riendas de los hechos de la vida y los obliga a discurrir por una ruta deseable. Lo había demostrado con su propia vida: de trabajadora de una fábrica a un lugar sagrado del conocimiento, donde había obtenido una licenciatura con honores. Ahora sabía que sólo era una cuestión de tener oportunidades; y que las oportunidades nunca se les habían ofrecido a la gente como su familia y el joven Frank. El peligro estribaba en que sus hermanas no siempre veían las cosas así. Ellas asumían que el curso tomado por sus vidas era el mejor de los posibles, sencillamente porque ése era el curso que habían tomado. Y no era así.
El destino. Sus hermanas vivían en las fauces de la idea del destino, picoteando alrededor de aquellos dientes monumentales en busca de alguna migaja perdida.
Pero Beatie había estudiado el destino en la universidad. Se había asomado a su garganta. Sabía que era una palabra griega que significaba «aquello que está escrito». Y había descubierto que el texto de lo que está escrito está en manos de quien sostiene la pluma. En el derecho. En la historia. En la difusión de las ideas y la propagación de los valores. Y Beatie había decidido utilizar su propia pluma en la página en blanco de la vida de Frank.
—¡Vaya, no os esperaba hoy! —dijo Eve, genuinamente complacida de ver a Beatie y Cassie en el umbral—. ¿Bernard no viene?
Beatie y Cassie pasaron al salón, donde la hermana pequeña recibió un abrazo de Frank. Beatie arrugó la nariz al oler la cera de abeja y el popurrí.
—Tiene trabajo en Oxford. Yo sólo he venido para el fin de semana. Cassie y yo habíamos pensado que podríamos llevar a Frank a la ciudad, a ver qué hay de nuevo.
—¿No queréis tomar primero una taza de té? —preguntó Ina mientras entornaba la mirada de manera casi dolorosa desde el otro lado de sus gafas de caparazón de tortuga.
—Cuando volvamos podemos tomarla todos juntos. ¿Os parece bien que nos lo llevemos?
Eva e Ina se miraron, A decir verdad estaban encantadas de librarse de Frank durante un par de horas. Aunque organizaron una auténtica discusión para decidir si necesitaría el abrigo o no.
Tenía mucho calor con el abrigo puesto mientras Cassie y Beatie lo llevaban por la calle Trinity en dirección a Broadgate. Beatie siempre parecía andar demasiado deprisa. Frank tenía que dar dos pasos y medio por cada uno de ella. Y su madre también tenía dificultades para seguirle el paso. Otra cosa que le llamaba la atención era que Beatie era casi siempre la única que hablaba, mientras que su madre sonreía y asentía pero en realidad no estaba prestándole atención.
Frank sabía que su madre admiraba y quería a Beatie. De hecho, Beatie era la hermana favorita de Cassie, así como para él, puede que junto a Una, era la tía preferida. Sólo que costaba escucharla. Frank trataba de entender lo que estaba diciendo pero se le escapaba casi todo. Beatie parecía muy enfadada por algo; no tan enfadada como para que se le arruinara el día o para encararse con alguien, o siquiera para impedir que les obsequiara aquella sonrisa que era como una cerilla al encenderse; pero estaba enfadada de una manera general; enfadada con el tiempo y enfadada con el cielo.
—¿Te puedes creer que han dejado que el Viejo Sapo volviera? ¿Te lo puedes creer, Cassie? Como si no fuera bastante que nosotros tuviéramos la mayoría de votos y ellos la mayoría de escaños. ¿Te puedes creer que Aida y Oliva han votado al Viejo Sapo?
Frank había oído algo de eso antes. El Sapo había regresado a Casa Sapo y algunas de sus hermanas pensaban que era algo bueno. Su madre, Beatie y la abuela creían que era algo malo. Y por su parte, para Una, Ina y Evelyn no suponía ninguna diferencia. Frank había asistido en una ocasión a una discusión sobre el Sapo de la Casa Sapo y de no haber sido por Tío Tom, puede que Tío William y Tío Bernard hubieran llegado a las manos. Su abuela había golpeado la carbonera con el bastón y nadie se había dado cuenta.
Eso era por el Sapo de la calle Downing, en Londres, pero aquí en Coventry había otros sapos que también parecían molestar a Tía Beatie.
—¡Mira esto! Cinco años y sigue habiendo tiendas dé cartulina a este lado de Broadgate. ¡Cinco años! Y sabes por qué, ¿no? Porque hay algunas manos esperando que las unten en el Ayuntamiento, por eso, Cassie.
Algunas veces, Beatie decía Ayuntamiento y otras Casa del Sapo[1]. Frank no sabía con seguridad si se trataba del mismo sitio.
—El jardín es precioso —dijo Cassie refiriéndose a la isleta de Broadgate, cubierta de césped, casi tierra sagrada, plantada de flores y rodeada por un foso estrecho.
—Sí, pero están haciendo lo posible por joderlo. Perdona mi lenguaje. Más sobornos. Más putas comisiones y chanchullos. Ahora resulta que vamos a tener una grandiosa catedral antes siquiera de haber reconstruido los servicios públicos. ¿Qué sentido tiene eso?
—Qué bonito —dijo Cassie con aire soñador—. Una nueva catedral.
—¡Bonito! ¡No necesitamos una nueva catedral! Necesitamos viviendas y fábricas y bibliotecas y escuelas. Eso es lo que necesitamos.
Pero Cassie no la estaba escuchando. Se detuvo de repente y llamó a Frank. El niño se le acercó y ella se inclinó para darle un abrazo. Su perfume casi le hizo llorar y parte del polvo de naranja que llevaba en la cara se transfirió a su mejilla. Cassie señaló el pórtico del banco, situado detrás de ella.
—Allí fue donde me di cuenta de lo especial que eras, Frankie. Justo ahí.
Lo dejó ir y Frank subió corriendo los escalones blancos y dio una vuelta alrededor de uno de los pilares del pórtico. Frank se fijó en que Beatie estaba observando a su madre con la mirada entornada.
—Recuerdo que aquella noche todo estaba ardiendo —oyó decir a Cassie.
Si Frank hubiera cerrado a medias los ojos y se hubiera vuelto hacia el otro lado de la verde isla de Broadgate, hacia la aguja de la Santísima Trinidad y lo que quedaba de San Miguel, podría haberse imaginado con facilidad el demonio de fuego y las chispas blancas que caían en cascada recortadas contra un cielo negro.
—Algún día —dijo Beatie—. Algún día, Cassie, vas a tener que contármelo todo sobre aquella noche.
—Aún no —dijo Cassie con voz suave, casi inaudible. Frank apoyó la espalda contra el pilar y fingió que no oía su conversación.
—¿Te gustaría venir a Oxford por algún tiempo, Cassie? ¿Vivir con Bernard y conmigo en la comuna?
—¡Oh, Betie! ¡Me encantaría! ¡Me encantaría! Eva e Ina son muy buenas con nosotros y no me merezco sus atenciones, pero la verdad es que allí me estoy volviendo loca.
—Mamá quiere que dejes a Frank con ellas y vengas a Oxford conmigo, sola.
—¡Oh! —Los ojos se le llenaron de lágrimas—. ¡Oh!
—Ven conmigo, Cassie. Trabaja conmigo. Si trabajamos juntas, podremos volver y recoger a Frank. Muy pronto. Las demás no aprueban cómo vivimos Bernard y yo. Pero si tú trabajas conmigo, podremos volver y recoger a Frank.
—¡No me abandones, Beatie!
—Yo nunca haría eso. Nunca. Seré honesta contigo, Cassie, estás recayendo de nuevo. Por eso quieren mantenerte apartada de Frank durante algún tiempo. Tendrás que trabajar conmigo. Dejar que te ayuden. Pero yo nunca te dejaré sola, nunca.
Frank escuchaba desde detrás del pilar, abrazado a la piedra blanca.