—Será mejor que pase —dijo Rita y dejó que William cerrara la puerta tras ella mientras atravesaba el salón—. ¿Una taza de té?
—No —dijo William. Le temblaban las manos. No quería que tintinease la porcelana.
—Pondré el hervidor de todos modos —dijo Rita—. Por si cambia de idea.
William, incómodo, se sentó en el sofá. Los muelles crujieron. Había una fotografía de Archie en la repisa. Estaba de uniforme y sonreía. Aunque el mobiliario de la habitación era sencillo, estaba muy limpio y bien cuidado. No había nada que sugiriera la presencia de un hombre; ni de un niño. Aunque su olfato ya se lo había confirmado en el momento en que había cruzado el umbral, sintió alivio al no ver un abrigo en el perchero ni una pipa en la repisa.
Rita regresó de la cocina y se sentó en el sofá que tenía enfrente. El nylon de sus medias siseó mientras cruzaba las piernas y William se puso tenso. Estaba exactamente igual que en la fotografía que Archie le había mostrado en Falaise. Llevaba el cabello castaño recogido por completo, pero un rizo temerario se escapó y le cayó sobre un ojo y ella lo recluyó detrás de la oreja con el meñique. Se sentaba con las piernas cruzadas y las manos sobre las grandes caderas.
—Ha tardado, ¿no?
—Tengo familia. Trataba de olvidarme de la guerra. Eso es lo que uno hace. Intenta olvidar.
—No estaba criticándolo. Sólo era un comentario. Cinco años, ¿no? ¿Fuma?
William aceptó un cigarrillo. Le ofreció fuego con su mechero y trató de conseguir que sus manos dejaran de temblar. Ella no le había quitado la vista de encima. Le dio una profunda calada al cigarrillo, exhaló una fina y alargada bocanada de humo y se reclinó en el sofá. William ocultó en humo un suspiro de alivio.
—Como ya le he dicho en la puerta, le prometí a Archie que le haría una visita. Me remordía la conciencia el no haber cumplido mi promesa.
—Me alegro de que lo haya hecho. No he sabido qué pasó o cómo fue. Sólo me dijeron que fue una infección.
—Fue un verdadero asco —respondió él, más deprisa de lo que hubiera querido—. Cuando la lucha había terminado ya. Pero entonces nos ordenaron que limpiáramos aquel campo. Esos desgraciados eran piel y huesos, eso es todo lo que eran. Piel y huesos. Había que llevar una máscara. Tuvimos que quemarlo casi todo. Cuerpos. Y luego estaba la enfermedad, ¿sabe? Bueno, muchos de los alemanes contrajeron difteria, aunque no murieron. Pues eso fue lo que le pasó a Archie. Algo estúpido, después de toda la acción que había visto. Disentería. Estúpido.
Rita se levantó y se acercó al aparador, donde empezó a hojear papeles. Le tendió la carta que le había enviado el Ministerio de la Guerra. La nota era muy breve. Decía que Archie había contraído una enfermedad fatal en Belsen y que había servido a su patria con gran distinción. William dio la vuelta al documento, como si esperara encontrar más información en la otra cara.
—No dice gran cosa, ¿verdad? —dijo ella, de pie junto a él.
—No quieren que sepa nada, Rita. Y, créame, usted no quiere saberlo.
Bajó la mirada a la alfombra. Por un momento apenas fue consciente de Rita. Sólo sentía su proximidad. Su fino y blanco antebrazo, paralelo al muslo. Podía oler su aroma. El aroma femenino de su cuerpo. El hervidor pitó.
—Creo que necesita esa taza de té —dijo ella.
William le contó todo lo que pudo, aunque pasó como sobre ascuas por el asunto del campo de concentración de Belsen. Le habló de los días que habían pasado en el château de Falaise. Ella se rió cuando le contó cuánto vino habían bebido.
—Ése era Archie —dijo—. Ése era él, desde luego.
Le contó que habían tenido suerte de que no les formaran consejo de guerra y que se habían convertido en buenos amigos, de esos que se cuidan entre sí. Por alguna razón decidió no mencionar la convicción de Archie de que no regresaría a casa.
—¿No se ha vuelto a casar, entonces? —preguntó William después de una pausa.
Rita se tocó la parte posterior del cuello con sus alargados dedos.
—El primer año lo pasé casi todo llorando. Ni siquiera pensaba en los hombres. Al cabo de tres años empecé a pensar en lo que había pasado. Y eso es lo único que he hecho desde entonces, pensar en ello —se rió con desenvoltura.
—Me cuesta imaginármela sola. Una mujer como usted…
Rita no apartó la mirada.
—¿Para qué ha venido aquí, William?
Se puso colorado.
—Para cumplir una promesa, eso es todo. Le dije a Archie que lo haría. Si quiere me marcho.
—Sufre, ¿no? —dijo Rita.
—¿Qué?
—Está sufriendo, ¿no, William? No es feliz. Le inquieta, ¿verdad?
William se sintió aturdido, como si sus pies no estuvieran pisando tierra firme.
—¿El qué?
—Todo eso.
La mujer era capaz de ver en su interior. Ahora entendía por qué estaba Archie tan enamorado de ella. Lo sabía todo. Era una de esas mujeres que saben. No tenía que decir nada para demostrarlo. Era una de esas mujeres que entienden y son capaces de solucionarlo con una mirada o con una caricia o en la cama. Podía arreglarlo. Y ni siquiera era consciente de lo que tenía. No era de extrañar que Archie estuviera loco por ella. Podía coger las cosas complicadas y volverlas sencillas.
—Archie me dio un mensaje para usted.
—¿Ah, sí?
William aspiró hondo y se lo dijo. Por un momento pareció confundida. William pensó que se había enfadado. Entonces se echó a reír, a carcajadas. Su risa era como un cacareo y se dio una palmada en el muslo.
—¡Serás cerdo!
—¡Es lo que Archie me dijo!
—Sí, apuesto a que lo hizo. Apuesto a que sí. Eso sería muy propio de él, pero que muy propio. —Levantó la mirada hacia la fotografía de la repisa y asintió.
Hubo un silencio. William se pasó la mano bajo el cuello de la camisa.
—Debes de estar loco para venir aquí —dijo ella.
—Debo de estarlo, sí. Loco de atar. Por favor, deja de mirarme, pensaba.
—Estás casado, ¿no?
—Sí. Tres hijos.
Rita cogió un paquete de tabaco y lo abrió. Tras extraer delicadamente otro cigarrillo, lo deslizó entre sus labios, lo encendió, inhaló y exhaló una fina bocanada de humo del mismo color de sus ojos, sin apartar la mirada de él un solo momento. Entonces sacudió la cabeza ligeramente, como si le divirtiera un monólogo que estuviera escuchando en su interior y el rizo rebelde volvió a caerle sobre el ojo. De nuevo lo recobró con el meñique.
—Sólo sería una vez —dijo Rita—. Sólo una. Tienes que pensar en tu familia. No podrías volver aquí.
William abrió la boca para decir algo pero permaneció en silencio.
—Una locura —dijo ella—. Esto es una auténtica locura. —Se levantó y abrió la puerta del rincón. William vio cómo ponía el pie en el primer escalón. No hizo ademán de seguirla al piso de arriba. Volvió a enterrar la mano bajo el cuello de la camisa.
Se encendió un segundo pitillo y se lo fumo entero, y durante todo este tiempo Rita no dio señales de vida. William miró la sonriente fotografía de Archie. Entonces apagó el cigarrillo y subió.
Rita ya estaba desnuda y entre las sábanas.
—Te tomas las cosas con calma, ¿no? —dijo.
—No hay por qué apresurarse.
Parecía más confiado de lo que se sentía en realidad. Se desvistió rápidamente y se metió en la cama junto a ella. Su piel era como la seda de oriente.
—Eres tímido —dijo Rita.
—Siempre lo he sido. No estoy acostumbrado a esto. Rita se echó a reír.
—¡Vaya! ¿Y crees que yo sí? Te he dicho la verdad. Archie fue el último hombre con el que estuve. El último y el primero. Soy casi tan tímida como tú pero se me da mejor disimularlo. Y no te tengo miedo. Te lo tenía cuando apareciste en la puerta. Parecías un poco salvaje. Pero luego te relajaste un poco.
—¿Y por qué me estás dejando que haga esto?
—Cállate. Bésame.
William la besó y junto al tenue sabor del tabaco notó en su suave boca un regusto ligeramente salino que le gustó y le impulsó a besarla de nuevo. Después de que se apartara ella apretó los labios, como si estuviera examinando el residuo del beso. Había algo en Rita que vivía el momento en su totalidad. Recibía el beso. Le miraba los ojos. Estaba inmersa en el momento mientras que él estaba en algún lugar fuera del tiempo y en el fondo de su mente se arremolinaban los pensamientos sobre Olive y Archie, sobre el dinero que iba a perder por tener la tienda cerrada y los cadáveres de la fosa común de Belsen. Sentía que aquella mujer podía ayudarlo. Rita podía ayudarlo a regresar al tiempo.
Apartó la sábana y le miró los pechos. Voluminosos y suaves, poseían unas aureolas inusualmente grandes. William se inclinó y lamió un pezón. Ella respondió cerrando sus largos dedos alrededor de su polla. Él volvió a lamer el pezón y llevó su boca hasta la parte inferior del pecho, allí donde se unía con las costillas, y la mordisqueó antes de seguir moviéndose hacia el vientre.
William andaba buscando algo exótico. Todo era culpa de Archie, aquella vez en Falaise. Un día, a última hora de la tarde, Archie le había pedido que dijera cuál era su olor favorito. William había respondido que el de los pomelos. Archie se había burlado y le había dicho que el aroma de una mujer era insuperable y que no había en todo el mundo nada como el olor del conejo cuando estabas jugueteando con el chiflato rosa. William no sabía de qué estaba hablando. Tampoco sabía lo que era un clítoris. Había oído hablar del sexo oral pero nunca lo había practicado con Olive ni con ninguna otra. Archie le había dicho que se podía volver loca a una mujer lamiéndole el clítoris. Se lo había asegurado. Cuando William expresó su creencia de que le estaba tomando el pelo, Archie lo había instruido.
William no había podido impedir que sus hombros se estremecieran de la risa al pensar en que alguien quisiera poner la boca en las partes privadas de una mujer. Archie también se estaba riendo. Entonces dijo:
—Piensa en cómo se toca un chiflato.
La consecuencia de la educación musical de Archie y de la promesa que le había hecho aquel día en Falaise era que William había pasado cinco años reprimiendo sus pensamientos sobre conejos, sobre el olor de las mujeres y sobre tocar el chiflato rosa. En más de una ocasión había estado a punto de probarlo con Olive, pero no se atrevía. Era demasiado absurdo. A ella le daría asco, estaba seguro. Sería el fin de su matrimonio si lo intentaba, no le cabía duda.
—Es la vibración, ¿sabes? —le había dicho Archie entre risotadas, sosteniéndose las costillas con una mano y una botella de vino con la otra—. Es lo que las enloquece. La jodida vibración.
Así que durante cinco años William había pensando, de tanto en cuanto, en el conejo de Rita. La idea podía asaltarlo mientras estaba pesando nabos o apilando pomelos: o podía presentarse mientras estaba leyendo los resultados de los partidos de fútbol; o por la noche, justo un momento antes de quedarse dormido. Y en todas las ocasiones su reflejo había sido apartar aquel pensamiento degenerado, porque así era como lo veía él.
Y ahora estaba allí, besando el vientre de Rita y viajando en dirección sur. Su piel era muy diferente a la de Olive. La piel de Rita tenía el color de la arena blanca del desierto de África. Y cuando se acercaba a ella su olor no era muy diferente al del mercado de especias de El Cairo. Era complejo, rico, exótico y amenazante. Tan fuerte que bastaba pensar en él para hacer que se estremeciera. Metió los dedos dentro de ella y Puta gimió. Encontró el clítoris, justo donde Archie le había dicho que estaría. Lo acarició con el índice y Rita levantó el pubis hacia él, hacia su boca. Y cuando enterró la cara en el conejo, el olor de ella fue como un viento caliente. Empujó el clítoris con la lengua y ella cimbreó el cuerpo. Cuando empezó a lamerlo con suavidad, lo llamó por el nombre de su marido:
—Archie.
William lo oyó pero no se distrajo. Entonces oyó que volvía a decirlo y se impacientó. Apartó la cabeza de su vientre, le dio la vuelta agarrándola por las caderas y penetró en ella por detrás, con mucha fuerza.
—Despacio —dijo Rita—. Despacio.
Cuando eyaculó en su interior, William sintió que se le helaba el sudor de la espalda; el vello de su nuca y de sus brazos estaba erecto mientras se derramaba dentro de ella.
Se quedaron quietos y juntos, mirando al techo. Al cabo de un rato Rita dijo:
—Dios, es como si acabaras de salir de la cárcel.
—Lo siento.
—No digas eso. Me ha gustado.
Sí, pensó William, pero ¿quién le había gustado? Estaba a punto de decir algo cuando vio que estaba llorando. Alargó la mano hacia ella y le acarició el brazo durante largo rato, hasta que ella se durmió entre sollozos. Normalmente, después del sexo, William cerraba los ojos y se quedaba dormido, pero ahora su corazón latía con la fuerza de un martillo. Sus ojos escudriñaban las cuatro esquinas de la oscura habitación. Al fin salió de la cama. Tenía la estúpida sensación de que había alguien escondido en el armario. Se acercó con lentitud al mueble de roble, hizo girar la pequeña llave y abrió la puerta. Encontró los trajes y las chaquetas de Archie envueltos en fundas. Su olor seguía en la ropa. Los zapatos de Archie descansaban al fondo del armario.
Después de cerrar el guardarropa se apoyó sobre manos y rodillas y miró debajo de la cama. A continuación se levantó y se acercó al baúl. El primero de los cajones se abrió con un susurro. Contenía las cosas de Rita: medias, ropa interior. Lo cerró, abrió el segundo y pasó las manos sobre la ropa que encontró allí.
—¿Qué estás buscando? —le preguntó Rita con voz suave.
William dio un respingo y, por segunda vez, sintió que se le helaba el sudor en la espalda. Cerró el cajón.
—No lo sé —dijo. Se sentía extraño, dislocado.
—Ven conmigo.
—Tengo que irme —dijo William mientras cogía su camisa.
—Sí. Te acompañaré a la puerta.
—¡No! —dijo, en voz demasiado alta. Y luego—. Quédate aquí. Relájate.
Se vistió apresuradamente, besó a Rita y bajó las escaleras. Al llegar al salón se detuvo un instante para mirar cómo le sonreía la fotografía de Archie desde la repisa. Musitó algo entre dientes antes de salir dando un portazo.
Levantó la mirada hacia la ventana del dormitorio. La cortina se agitó.