—¿Eso quiere decir que ya no puedo venir más a la granja?
Frank estaba llorando por el nuevo arreglo. Cassie había ido a la granja a recoger sus cosas. Tom esperaba pacientemente. Tenía bolsas de piel bajo los ojos, causadas por las noches sin dormir. Iba a llevarlos a casa de Evelyn e Ina en su camión.
—En absoluto, Frank —dijo Cassie. También ella estaba llorando. El cambio suponía trasladarse junto con Frank a la casa de sus hermanas en la calle Avon. Sabía que eso limitaría sus visitas a la granja y sus salidas a caballo.
—Puedes venir a vernos todos los fines de semana si quieres. Tu mamá te traerá, ¿verdad, Cassie?
—¡NO QUIERO IR! —chilló Frank—. ¡NO QUIERO!
Cassie trató de abrazarlo, pero el niño se apartó.
—Sólo hasta que la tía Una mejore. Entonces podrás volver.
Frank se alejó corriendo de ellos, salió de la casa y cruzó el patio. Tom suspiró.
—Dale un minuto y voy a buscarlo.
—¿Va a salir Una a despedirse?
—No, Cassie. Se encuentra demasiado mal. Vamos fuera, ¿quieres?
* * *
Frank corrió por detrás del granero, cruzó los campos y se dirigió al puente que cruzaba el arroyo. Se introdujo en el hueco que había bajo las planchas de madera y levantó la vegetación tras de sí, sabiendo que de esa manera no podrían encontrarlo. Acercó el ojo al sucio cristal cilindrado. El Hombre-Tras-el-Cristal hizo una mueca.
—Voy a tener que irme a vivir con mis tías —dijo Frank—. Así que no te veré hasta dentro de un tiempo. Pero regresaré pronto y hablaremos. No quiero vivir con mis estúpidas tías. Son tontas. Pero no pasa nada, porque no le diré a nadie que estás aquí escondido. Todavía no se lo he dicho a nadie y no pienso hacerlo. No quieres que lo haga, ¿a qué no?
El Hombre-Tras-el-Cristal sonrió.
—No. Y no lo haré. Puedes esconderte aquí todo el tiempo que te apetezca. Pero si quieres algo de comer, o regalos, tendrás que esperar hasta el fin de semana, ¿vale?
El Hombre-Tras-el-Cristal siguió sonriendo.
—¡Frank! ¡Frankie! ¿Dónde estás, hijo? —Era la voz de Tom. Frank podía oír cómo se acercaba por los campos.
—El tiempo va a mejorar —dijo Frank—. Estarás muy a gusto. —Salió del escondrijo arrastrándose hacia atrás, volvió a colocar con cuidado la vegetación que tapaba la entrada y a continuación se adelantó varios metros por el arroyo para poder salir a cierta distancia de su escondite. Tom se había alejado en dirección contraria. Frank salió tras él.
—Bueno, hijo, ¿estás preparado para subir al camión? —dijo Tom—. ¿O tengo que llevarte a hombros?
—No —dijo Frank—. Está bien.
La casa de la calle Avon era muy diferente a la granja. Aunque se encontraba sólo a unos cientos de metros de la casa de Martha, parecía existir en un plano completamente diferente. Ante todo porque las gemelas la mantenían en un estado de inmaculada pulcritud. Todas las superficies resplandecían con un brillo militar y las esquinas aullaban de orgullosa perfección. Además, olía diferente, a cera de abeja y al popurrí del vestíbulo. Y había tiestos con plantas a pesar de que las plantas habían pasado de moda hacía mucho tiempo, aspidistras altas y severas palmeras y helechos tan grandes que uno podía albergar la sospecha de que se trataba de variedades carnívoras.
Pero Ina y Evelyn se habían tomado considerables molestias para conseguir que el trastero se adecuara a su idea de la Utopía de un niño. Habían hecho que les enviaran los juguetes de Frank, así que ahora estaban en el cuarto, esperándolo. Ina había adquirido una colección de libros y tebeos en un saldo y los había colocado en una esquina, sobre una pequeña estantería. Evelyn había rescatado de alguna parte una fotografía enmarcada de un equipo de fútbol de antes de la guerra. Todos los componentes del equipo lucían gigantescos bigotes con aspecto de manillares y llevaban pantalones «cortos» de extraordinaria longitud. Y cuando Frank llegó, lo llevaron allí con un sentimiento de expectación y de inmenso orgullo y satisfacción.
—Sí —dijo Tom, que venía detrás, junto con Cassie—. No tardarás en tenerlo todo bien desordenado, ¿eh, Frank? —Se suponía que era un chiste. Al ver que no conseguía su objetivo, Tom dirigió la mirada hacia la foto del equipo de fútbol de la pared—. ¡Atiza! —dijo—. ¡Ésta sí que es buena! ¿Y este equipo de qué es?
Evelyn e Ina se miraron. Entonces Ina dijo:
—No seas tonto, Tom. Es un equipo de fútbol.
Tom se rascó la nuca y decidió salir de allí antes de que sus comentarios tuvieran la oportunidad de hacer más daño, dejando a Cassie y Frank sometidas al influjo de la mirada presuntuosa de las hermanas solteronas. Nadie parecía saber lo que había que hacer a continuación. Pero dado que Cassie iba a quedarse en la casa, al menos durante las primeras noches, sugirió que Frank y ella podían deshacer el equipaje mientras las hermanas ponían un cazo en el fuego para preparar una estupenda taza de té. Éste parecía un modo sensato de proceder, de modo que las gemelas salieron de allí como si la tarea requiriera de sus esfuerzos combinados.
El nerviosismo que rodeaba al niño, la incapacidad de decidir lo que había que hacer a continuación con él, vino a ejemplificar el carácter de su mutua relación durante todo el tiempo que pasó con Ina y Evelyn. Pero por ahora, en la opresivamente pulcra, escrupulosamente ordenada y obsesivamente dispuesta habitación que las gemelas habían puesto a su disposición, le tocó a Cassie recordarle a Frank que tanto Ina como Evelyn eran unas buenas tías.
—Son siempre muy buenas, Frank. Ya lo verás. Siempre.
Frank ya echaba de menos la tosca y desordenada y apestosa fertilidad de la granja. Aturdido, contempló con qué meticulosidad había sido ordenado cada uno de sus juguetes, la perfecta configuración de tebeos y libros, la fotografía enmarcada del equipo de fútbol en la pared y se echó a llorar. Cassie lo atrajo hacia sí.
—¿Qué pasa? —dijo. Y entonces también ella se echó a llorar.
Ina y Evelyn no eran, al igual que las recién nacidas en la granja, gemelas idénticas. Evelyn era la más alta de las dos y poseía una nariz larga, angulosa y con forma de caballo. Ina era de corte más menudo y robusto y en ocasiones llevaba unas gafillas con montura de caparazón de tortuga, prescritas con tal ineptitud que hacían que entornara la mirada y se le arrugara el entrecejo cada vez que se las ponía. Las dos solían llevar vestidos sueltos y con estampados de flores y las dos despedían un fuerte olor a lavanda. El otro rasgo que compartían tenía algo de una dulzura trascendente: y era la belleza de sus ojos, como dos lentejuelas resplandecientes cosidas en las caras pálidas y planas de un par de muñecas de trapo. En ambos casos, los ojos parecían sumidos en una búsqueda constante, nunca quietos, siempre alerta, lo que transmitía una impresión de brillantez y vigor. Las hermanas estaban siempre despiertas del todo.
Cassie, que no tenía inconveniente en encargarse de las faenas domésticas hasta que sus sueños y fantasías se apoderaban de ella, se sentía en su casa como una desastrada. La pareja recorría la casa plumero en mano y jamás se mantenía una conversación en reposo, puesto que siempre había una superficie o una pared o una esquina que podía beneficiarse de una buena frotada y una generosa administración de esfuerzo.
—Y nos gustaría llevar a Frank al camino de Ansty la tarde del domingo —dijo Ina, mientras levantaba un candelabro y limpiaba la superficie ya resplandeciente que había debajo—. ¿Tiene traje de los domingos?
—No —dijo Cassie, que quería resistirse por todos los medios a lo del camino de Ansty pero no sabía cómo.
—Vaya, Cassie. —Evelyn había encontrado una mota de polvo en el espejo del salón y estaba exorcizándola con una combinación de saliva y entusiasmo. Al final consiguió que el espejo chillara a modo de protesta—. Deberíamos llevarlo a la ciudad y comprarle uno.
—Estupendo —dijo Cassie mientras en su mente tomaba nota de que debía asegurarse de tener voz y voto a la hora de vestir a Frank.
Tanto Cassie como Frank estaban aprendiendo rápidamente el estricto régimen que presidía la casa de las gemelas. El desayuno aparecía en la mesa a las ocho menos cuarto de la mañana y desaparecía a las ocho en punto. Solía consistir en un huevo hervido o dos tostadas, con mermelada de grosella o miel a elegir, pero no ambas cosas. En sí mismo esto no suponía demasiado problema, salvo porque las gemelas, que terminaban antes de desayunar, presidían y controlaban el de los demás. Entre las dos le ponían a Frank el huevo en la huevera y retrocedían un paso para asistir a su enfrentamiento. Si a Frank se le caía la cuchara al suelo, Ina la recogía con gusto. Si un trozo de cáscara rodaba sobre el plato y acababa en la mesa, Evelyn la devolvía alegremente a su lugar. Las sonrientes ayudas de cámara esperaban hasta que daban la hora y entonces recogían la mesa con un aire de mal disimulado alivio porque ninguna calamidad de gran magnitud hubiera tenido lugar durante el cuarto de hora de desayuno.
Y no es que las gemelas se mostraran severas o amargas con este régimen. Por el contrario eran dulces y solícitas en todo momento. Cassie tenía ganas de gritar.
Frank estaba demasiado paralizado por todo ello como para poder gritar. Más que nada echaba de menos la granja. También era un lugar con sus rutinas y sus horarios pero las presidía un sistema de valores completamente diferente, ordenado por la recurrente necesidad de ordeñar las vacas o abrir los pastos. Nadie te estudiaba durante el desayuno y si aplastabas el huevo con un tenedor, la circunstancia pasaba inadvertida. En la granja nunca recogían tus juguetes en el mismo instante en que te dabas la vuelta.
En la casa de sus tías, la vida era una guardia constante destinada a contener el avance en espiral de las fuerzas del desorden. En la granja nadie trataba de mantener el orden porque era imposible. La vida no les dejaba. Bastante tenían con mantener a los animales alimentados y en su lugar. Y mientras tanto, la vida irrumpía a pesar de todos los esfuerzos. La granja estaba llena de agujeros en el suelo, agujeros húmedos y agujeros secos por los que la vida asomaba y lo infectaba todo con el revoloteo de su desorden. Había ranas y renacuajos, conejos, ratones y ratas, pájaros y topos; y si cavabas en el suelo encontrabas cráneos de armiños y trozos de metal oxidado de los aviones. Eso, se le antojaba a Frank, era una granja. Uno no iba de acá para allá con un plumero; llevaba un palo para meter en los agujeros.
Las tías no podían, con sus lustres y sus popurrís, competir con eso. De hecho tenían muy poco que ofrecer a un niño pequeño. Sólo había una cosa, una única cosa, que lo intrigaba. Un asunto que su madre había mencionado de pasada y que él creía comprender en parte.
Sus tías hablaban con los muertos.
Su primer sábado en la calle Avon, Frank fue arrastrado a la ciudad, a la tienda de un sastre, y al interior de un «traje de los domingos». Cassie los había acompañado para asegurarse de que no cometían ningún error irreparable, pero ni siquiera a Frank le gustó demasiado el traje de color verde botella que sus tías habían escogido para él. No le gustaba la textura de la tela y no le gustaba cómo olía. No le gustaban las medias blancas y las ligas que inevitablemente parecían acompañarlo. Y no le gustó la manera escrupulosa que tuvo Ina, vigilada de cerca por Evelyn, de sacar un arrugado billete de cinco libras y ponerlo sobre el mostrador de la sastrería como si fuera un mapa del cielo que habían de estudiar todos los presentes. Sintió un considerable alivio cuando le dijeron que se quitara el traje, puesto que no tenía permiso para ponérselo más que en domingo.
El domingo por la tarde volvieron a embutirlo en el traje. Las medias blancas le llegaban hasta las rodillas y se unían al dobladillo de los cortos pantalones por medio de unas presillas que le arañaban la piel. Cassie le mojó el pelo y se lo peinó vigorosamente en un esfuerzo por conseguir que se le alisara. Y así vestido con un traje incómodo, las piernas arañadas y la cabeza dolorida, Frank fue conducido por vez primera a la Iglesia Evangélica espiritualista y Libre del camino de Ansty.
Cassie se sentó a su lado y pasó todo el servicio sujetándole la mano, mientras Frank se daba cuenta poco a poco de que sus tías Evelyn e Ina eran «alguien» en aquella iglesia. Daban la bienvenida a la gente y parecían conocer a todo el mundo. La iglesia propiamente dicha era un edificio bastante vulgar, con una mesa en la parte delantera sobre la que descansaban un jarrón de lilas y una cruz de madera pulida. Todos los bancos estaban ocupados, en su mayor parte por señoras entradas en años que llevaban sombreros decorados con frutas artificiales, cuentas, peligrosas agujas y otros objetos y que no se quitaron los abrigos en todo el servicio.
Hubo algunos cánticos en los que Frank trató de participar: todo el mundo gritaba tanto que era imposible entender nada. Y hubo plegarias, durante las cuales Frank imitó el ejemplo de Cassie y cerró los ojos. Entonces llegó el gran momento, cuando Evelyn se levantó y pronunció unas pocas palabras para dar la bienvenida a Frank a su primer servicio. Algunas de las señoras de los sombrerotes estiraron el cuello para poder verlo bien. Una señora con algo que parecía un pájaro muerto clavado en el sombrero lo saludó con la cabeza y esbozó una gran sonrisa. Luego Evelyn presentó a la invitada especial del evento, la señora Connie Humbert.
La señora Humbert era una dama extraordinariamente grande cuya mano revoloteaba de forma nerviosa alrededor de su garganta. Llevaba un topo peludo y grueso alrededor del cuello y parecía estar constantemente sin aliento. Comenzó diciendo lo contenta que se sentía de haber podido acudir por fin a Coventry —a la que se refirió como «ciudad del covenant»— después de tanto tiempo. Frank perdió el interés pero aguzó el oído al escuchar una especie de discusión sobre alguien llamado Harry. La señora Humbert quería saber quién era y una señora de la segunda fila empezó a llorar. La señora Humbert dijo que no había necesidad de llorar porque él se encontraba en un lugar mejor, pero así sólo consiguió que la señora llorara más aún hasta que otra señora de la tercera fila le puso una mano en el hombro.
La señora Humbert dejó de hablar de Harry y dijo más cosas que hicieron llorar a otra. Al finalizar el servicio, tres o cuatro señoras de la congregación habían estado llorando y Frank seguía sin saber qué era lo que se había dicho para que se molestaran tanto.
Entonces el servicio terminó y todo el mundo empezó a ponerse el abrigo. Evelyn se acercó a Cassie.
—¿No te ha parecido maravillosa la señora Humbert? —dijo, con los ojos resplandecientes.
—Sí —asintió Cassie con decisión. Frank reparó en un destello en los ojos de su madre. Era el destello que significaba que decía una cosa pero pensaba otra.
Todo el mundo parecía creer que la señora Humbert era una maravilla, y sólo porque hacía llorar a la gente.
—¡Y lo mejor de todo es —le susurró Evelyn a Cassie— que va a venir a tomar el té a la calle Avon!
—¿Va a venir a casa con nosotros? —dijo Cassie—. ¡Dios!
Los preciosos ojos de lentejuela de Evelyn chispearon.
Un aire de nerviosa excitación acompañó a Connie Humbert a la calle Avon. Otras dos componentes de la Iglesia, dos señoras, habían sido invitadas al té ofrecido en honor de la señora Humbert y ambas desfilaron por la puerta con la sensación de que eran depositarías de un privilegio especial. Evelyn e Ina hacían el té y preparaban los sándwiches en un estado de ansiedad trémula, de modo que cuando Cassie se ofreció a llevar a Frank al piso de arriba, las dos tías accedieron gustosamente; sólo para llamarlos de nuevo al cabo de poco tiempo.
—Soy de la firme opinión —dijo la señora Humbert mientras engullía el último sándwich de pasta de salmón con un gesto de innecesario esfuerzo— de que si algo de lo que hacemos no pueden presenciarlo los niños, deberíamos desistir al instante de ello y dado que estoy muy orgullosa de mi naturaleza espiritual, no creo tener nada de qué avergonzarme.
—Cierto —dijo Evelyn mientras recogía los platos de los sándwiches y las cosas del té.
—En efecto —dijo Ina mientras plegaba el mantel blanco y lo sustituía por el bordado, más elegante.
—¿No creen que deberíamos echar las cortinas? No me gusta que la gente esté mirándome. ¿Tiene alguna objeción a que el niño se una a nosotras?
Una de las invitadas de la iglesia se apresuró a levantarse y echar las cortinas y sólo después de un momento se dio cuenta Cassie de que la señora Humbert se estaba dirigiendo a ella.
—No —dijo.
Frank miró a su madre. Empezaba a ver todas las señales que indicaban que estaba teniendo dificultades para concentrarse.
—No hay nada de antinatural en ello —sentenció la señora Humbert mientras extendía las manos pecosas sobre el mantel—. Vamos a empezar, si les parece.
Posó sus grandes ojos sobre Cassie que fue a buscar sendas sillas para Frank y para ella. Ina tapó una lamparilla de mesa con una bufanda de seda y apagó la luz principal antes de ocupar su asiento a la mesa. Frank miró a su madre; Cassie se llevó un dedo a los labios.
Todos juntaron las manos y, sin más preámbulos, la señora Humbert se puso rígida. Cerró los ojos y su cabeza se inclinó en un ángulo incómodo, revelando los pliegues de grasa de su cuello. Frank no podía quitarle los ojos de encima.
Un silencio absoluto se hizo en la estancia; un silencio alimentado por la expectación. Frank sintió un aliento en la nuca. Entonces pareció brotar un sonido de las entrañas del mismo silencio, algo que estaba entre un gemido sordo y un suspiro. Era la señora Humbert. Su cabeza se balanceó lentamente hasta quedar inclinada hacia el lado contrario y volvió a suspirar. Sus cerrados párpados temblaban. Se podía entrever el blanco de los ojos a través de las entornadas aberturas.
La señora Humbert «despertó». Lanzó una mirada acusadora a todos los presentes.
—¿Alguien me está bloqueando? ¿Y bien?
Nadie dijo nada. Frank lanzó una mirada nerviosa a Cassie.
—Vamos a recitar en nuestra mente los siete principios de la fe y volveremos a intentarlo, ¿de acuerdo? Y ahora vamos, por favor, inténtenlo. —Volvió a ladear la cabeza. Otro gemido profundo y bajo brotó de su interior, un ruido que recordó al incómodo Frank los que había emitido la tía Una cuando había empezado a dar a luz. Entonces se transformó en algo que se parecía más a la lenta liberación de un gas. La señora Humbert levantó la cabeza poco a poco y abrió los ojos. Parecía buscar algo que estaba en algún lugar por encima de su oreja—. Querida, ah, sí, a éste, serás bienvenida, no, no, tú no, querido mío ya te lo he dicho antes, sí, sí, no todos lo entendemos y estás entre amigos pero debes esperar a que llegue tu turno, puedes esperar tu turno ahora hay otro, no querido no puedo, ya llegará el momento ahora hay otra y cuál es tu nombre, querida, ¿Bert? Bertha, ¿verdad? ¿Bertha? ¿Estás con nosotros?
Hubo una conmoción por toda la mesa. Ina y Evelyn se pusieron muy tensas.
—Sólo hace poco que te has marchado, lo sé, Bertha, lo sé amor mío, hace tan poco, tan poco, no tú no, querido, ahora estoy hablando con Bertha y no voy a hacerlo. Bertha, ¿estás entre nosotros? ¿Estás bien? Lo haré pero ¿quieres que se lo diga? Bertha se encuentra bien y quiere que os diga que hay muchísimo amor, muchísimo amor y luz y que la maravilla de una familia que la ama es un tesoro más grande que el oro y quiere que se lo digáis a Martha y tiene un mensaje especial para Frank, que es un niño precioso…
—¿Qué mensaje? —dijo Cassie.
—¡Chitón! —susurró Ina—. ¡Calla! —continuó Evelyn.
—Bertha dice que estáis rodeadas de luz y de amor y sí, cariño, lo saben, sí querida mía, lo saben…
Frank miró a su madre y descubrió con sorpresa y asombro que aunque tenía los ojos muy abiertos, apretaba los labios con fuerza, como si estuviera conteniendo el impulso de echarse a reír a carcajadas. Y en aquel momento oyó la voz de su madre, pero en el interior de su cabeza, diciendo, Está fingiendo, la señora Humbert es una farsante.
—Sí, querida mía, transmitiré tus bendiciones a la Iglesia, Ina y Evelyn estarán encantadas de oírlo. —La señora Humbert se detuvo de repente. Tosió y a continuación carraspeó ligeramente, como si se le hubiese clavado una espina de pescado en la garganta. Y entonces, con un tono gutural que no se parecía en nada a su voz, susurró—. Wir, die wir einst herrlich waren. Wir fallen immernoch aus den wolken.
Su rostro perdió todo el color. Se enderezó como impulsada por un resorte y sus dedos extendidos se clavaron en el mantel.
—Parece un idioma extranjero —dijo una de las señoras de la iglesia.
—¿Se encuentra usted bien, señora Humbert? —preguntó Evelyn.
—Está usted muy pálida —dijo Ina.
Era evidente que la sesión había terminado. Llevaron a la señora Humbert, que no dejaba de frotarse las sienes, a la salita para que pudiera recobrarse. Nadie parecía demasiado preocupado por el giro que habían dado los acontecimientos: aquél parecía el sacrificio habitual acarreado por la condición de médium. En cualquier caso, y a pesar del brusco final de la sesión, Evelyn, Ina y las demás señoras parecían considerar que había sido un verdadero éxito. Le acariciaban el pelo a Frank y lo felicitaban por haber tenido la suerte de haber recibido el saludo de su tía bisabuela Bertha, quien además le había traído un mensaje. Frank, quien no sabía que había hecho exactamente para merecer semejante distinción, se mostró sin embargo muy dispuesto a disfrutar de ella.
En medio de aquel coro de alabanzas, Frank se volvió hacia Cassie, pero su madre ya no se encontraba allí. Se agitó, incómodo. Aunque sólo tenía cinco años, sabía que aquello podía significar malas noticias. Ya conocía las primeras señales, como los primeros momentos en una pesadilla recurrente en los que el suelo se abre para que una inevitable secuencia de acontecimientos pueda ponerse en marcha. Aquello era sólo el comienzo, pero estaba claro que algo volvía a despertar en su madre y él sabía que tendría que volver a cabalgar a lomos del tigre.
Pero los demás ojos no estaban puestos sobre Cassie mientras la señora Humbert abandonaba la casa en un estado de notable inquietud. Lo hizo entre grandes muestras de simpatía por parte de las admiradas gemelas. Las gemelas, y las demás señoras de la iglesia espiritualista, hubieran dado un colmillo por poseer la conexión, los poderes de médium, las capacidades de la señora Humbert. Pero aquella habilidad especial, según parecía, no podía alcanzarse por medio del trabajo duro y el entusiasmo. Era concedido por poderes superiores y si alguna migraña ocasional, alguna fatiga u otra indisposición pasajera era la consecuencia de la comunicación con el más allá, eso sólo ponía de manifiesto con mayor claridad la inmensidad del privilegio, era algo así como la huella dactilar de los dedos de Dios. Evelyn e Ina eran creyentes. Habían visto una vez tras otra la demostración de aquellos poderes en su madre, Martha. Para ellas era causa de cierta desazón el no haber heredado su especial habilidad, así como el hecho de que Martha se hubiera negado a participar en las ceremonias de la Iglesia. Sin embargo, la evidencia directa de la existencia de aquellos poderes las había condenado a pasar sus vidas examinando el misterio que había tras ellos y, por desgracia, demasiado a menudo en el lugar equivocado.
Martha les había asegurado que nunca acudiría a su iglesia espiritualista. Suficiente tenía con soportar todo aquello sin tener que ir a buscar más. Sólo alguien que no supiera el abismo que podía abrir en su mundo haría semejante cosa, les había dicho.
—¿No crees que la señora Humbert ha estado espléndida? —preguntó Ina a Cassie aquella noche, mientras preparaban a Frank para meterse en la cama—. Y tú también lo has estado, Frank.
—Tengo la sensación —dijo Evelyn mientras entraba en el dormitorio—, de que Frank va a demostrar más talento en esa dirección que cualquiera de nosotras. ¿Tú qué dices, Cassie?
—Yo digo que Frank tiene que meterse en la cama ahora mismo —repuso Cassie en una demostración de materna practicidad impropia de ella—, porque ya es muy tarde.
Más tarde, después de que las gemelas hubieran bajado, cerró la puerta, se arrodilló a los pies de la cama del niño y le acarició el pelo.
—Lo de esta noche ha sido sólo un juego, Frank. Lo de la señora Humbert. Era un juego, como el Escondite.
—¿La señora Humbert puede hablar con la gente muerta? —preguntó Frank.
—No, no puede.
—¿Cómo lo sabes?
—Nadie puede hablar con los muertos. No te oyen. Tú puedes oír cómo te hablan, Frank, pero no puedes hablar con ellos. Y la señora Humbert estaba fingiendo que la oían. Así es como lo he sabido. Se puede oír a los muertos. Tienen mucho que decir. Pero ellos no nos oyen a nosotros.
—¿Por qué?
—Porque no pueden.
—¿Por qué ha dejado de hablar la señora Humbert?
Cassie no supo qué decir. Tenía una sospecha. Tenía la sospecha de que había estado bloqueando a la señora Humbert desde el mismo momento en que había sabido que era una farsante. Y entonces había ocurrido algo extraño.
—No lo sé. No he oído lo último que ha dicho. Parecía un idioma extranjero. Como alemán. Nosotros que fuimos antaño gloriosos…
Frank se incorporó en su cama.
—Aún seguimos cayendo desde las nubes. Eso es lo que dijo, mamá.
Cassie sintió que se ruborizaba.
—¿Cómo lo sabes?
—Me lo dijiste tu, mamá.
—¿Ah, sí? No me acuerdo.
—Sí, lo hiciste.
—Oh, Frank, ahora vete a la cama, mi niño precioso. —Vamos a tener que hablarle a la abuela de ti, pensó Cassie, y súbita, irracionalmente, sintió miedo por el niño. Mientras Frank se acostaba, Cassie le dio un beso en la frente y tras levantarse abrió la ventana para dejar que entrara un poco de aire en aquella casa recargada—. Regresaré dentro de un momento.
Bajó las escaleras y registró los armarios de la cocina en busca de velas. Las gemelas guardaban un generoso suministro de velas puesto que algunas de las médiums que las visitaban preferían una luz suave para invitar a las sombras. Regresó al cuarto de Frank con un puñado y las colocó alrededor del muchacho, sobre el alfeizar de la ventana, en el armarito que había junto a la cama, en la otomana a sus pies y en la estantería que tenía sobre la cabeza. A continuación apagó la luz eléctrica y se sentó en una silla para cuidarlo.
—Estoy aquí, Frankie —murmuró—. Estoy aquí para cuidar de ti.
El niño estaba tan guapo en su cama mientras el sueño le iba ganando y cerraba los ojos, que Cassie tuvo que secarse una lágrima. No sabía qué era lo que había provocado aquella lágrima. Puede que Frank fuera demasiado hermoso. Estaba segura de que el mundo no permitiría que un muchacho tan precioso floreciera; que se reunirían fuerzas oscuras para tratar de acabar con él; que el mundo no toleraría que lo puro y lo hermoso plantara una semilla de luz en un lugar tenebroso.
Mientras ella misma iba quedándose dormida, empezó a soñar con una ciudad espléndida de tres finas y altas torres; y la ciudad estaba ardiendo. Llovía fuego de un cielo lleno de demonios y alguien estaba gritando su nombre.
Era Evelyn, que había irrumpido en el cuarto y estaba sacudiendo las cortinas.
—¡Cassie! ¡Cassie! ¡Pero qué tienes en la cabeza! ¡Cassie!
Las cortinas finas estaban iluminadas. Frank se había incorporado y se estaba frotando los ojos. Una brisa de la calle había prendido fuego a la cortina de raso. Evelyn volvió a sacudirlas con los cortinones y logró apagarlas. Entonces apareció Ina en la puerta, con las manos en la cara y gritándole a Cassie.
—¡Si no llego a asomarme un momento! —gritó Evelyn mientras se apretaba el pecho con la palma de la mano tratando de calmar su entrecortada respiración—. ¡Pensar lo que hubiera pasado si no llego a asomarme…!
Cassie se escondió detrás de su silla. Frank se echó a llorar.