13

Una estaba teniendo dificultades para sacarlo todo adelante. Las primeras semanas de doble maternidad, con las gemelas Judith y Megan, no fueron fáciles para ella. Aunque las gemelas estaban muy sanas, por las noches no dormían bien y a pesar de que no dormían bien eran unas tragonas y le tiraban con tanta fuerza de los pechos como si estuvieran librando una competición instintiva por al menos la mitad del premio. Una tenía los pezones agrietados y doloridos. Las ideas universalmente extendidas de los nuevos tiempos sugerían que la leche en polvo preparada en botella era la solución; y desde luego facilitaba las cosas a la madre.

Pero Una se había convertido en una chica del campo y un insistente sentido común, mucho más viejo que las ideas de los nuevos tiempos, le advertía de que había mucho más en juego que el mero hecho de meter leche en aquellas bocas duras como picos. Así que persistía y maldecía entre dientes mientras se decía que el verdadero amor era un pezón agrietado. Después de algún tiempo sus extremidades mamarias se volvieron tan duras como el acero, tanto que le dijo a Tom que haría falta un herrador para doblarlos. Tom esbozó una leve sonrisa, se encogió por dentro, y admiró a su esposa.

Pero después de haberse endurecido hasta ese punto, Una contrajo mastitis en el pecho izquierdo y se puso muy mala, justo cuando empezaban a agotarse las sensacionales hormonas maternales en su cuerpo. La mastitis le robó toda la energía y, lo que fue mucho peor, le provocó una depresión.

—Pena de niño —dijo Olive—. Yo me puse muy sensible con todos los míos.

—Y yo —dijo Cassie. A Cassie le encantaba participar de la sabiduría general, que se servía con tanta prodigalidad como el té en la casa de las Vine. Le proporcionaba un estatus nuevo; uno que excluía a sus hermanas mayores Aida, Evelyn e Ina. De estas dos últimas, Evelyn estaba también presente mientras se discutían problemas de Una. Bebía su té a sorbos remilgados mientras sus hermanas discutían aquellos crudos asuntos maternales. Entretanto Frank jugaba debajo de la mesa de la cocina con su trenecito de juguete.

—Puede que sea algo más —dijo Martha. Miró a Evelyn, tratando de incluirla en la conversación—. Cuando os tuve a Ina y a ti, algo fue diferente. Me quedé hundida.

—¿Ah, sí? —dijo Evelyn.

—Varias semanas. No sólo la melancolía de siempre. No esa pena que te da cuando se marchita tu floración. Era como si una mano muerta me agarrara por el hombro y tirase de mí hacia abajo. No puedes ver las cosas con claridad. Tienes ahí esas bocas diminutas y no sabes si tendrás las fuerzas necesarias para llevarlas hasta la otra orilla del río.

—¿Qué río? —preguntó Cassie.

—Y yo qué sé qué río —dijo Martha, molesta—. Así es como yo lo veía. Durante el primer año sólo piensas en llevarlos hasta la otra orilla y cuando has alcanzado tierra firme… bueno, por fin puedes respirar un poco.

Las hijas de Martha solían olvidar que su madre había perdido tres hijos a edades muy tempranas. Evelyn dijo:

—Ya te entiendo.

—Tom está muy preocupado —comentó Cassie.

—Una no es de las que se dejan abatir —dijo Olive—. Siempre está de buen humor.

Eso era precisamente lo que preocupaba a Martha. Una poseía la constitución más fuerte y animosa de todas ellas.

—Si sufre de tristeza es que tiene que ser muy duro para ella. Muy duro. Me acuerdo de cómo me sentía yo.

Estaba mirando a Cassie. Entonces se volvió hacia Frank, que seguía jugando debajo de la mesa, y Cassie supo exactamente lo que aquella mirada significaba.

—Tenemos que ayudarla un poco —dijo Martha—. Estoy pensando en enviar a Frank con Beatie y Bernard.

Evelyn dejó la taza al oírlo y la porcelana tintineó contra el plato. Olive exhaló con los dientes apretados. Sólo Cassie levantó la cabeza con entusiasmo ante la idea, porque significaba que también ella podría pasar algún tiempo con Beatie y Bernard en su gran casa compartida de las proximidades de Oxford.

Fue la gran casa compartida de las proximidades de Oxford la que provocó la respuesta negativa de Evelyn y Olive. La gran casa compartida de las proximidades de Oxford arrastraba demasiado el tufo del escándalo para su gusto. De hecho, entre todas las hermanas, sólo Una y Cassie no habían expresado reticencias con respecto a la gran casa compartida de las proximidades de Oxford.

Era a aquel lugar, conocido como la Casa Ravenscraig, donde Beatie y Bernard se habían mudado mientras proseguían sus estudios. En aquellos días la conveniencia y la economía habían zanjado la cuestión. Un profesor titular de una de las facultades de Oxford era el propietario de la casa y cedía las habitaciones a los estudiantes a cambio de su participación en un experimento de vida comunal. Las implicaciones de la vida comunal eran un misterio para las Vine y sólo la concebían en términos de tareas domésticas compartidas, de modo que el arreglo no provocó objeciones en un principio. Sólo después de que Bernard y Beatie terminaran sus respectivas carreras y emergieran con respetables licenciaturas bajo el brazo empezó aquella forma de vida, cuya caducidad se suponía al fin de sus estudios, a ser cuestionada.

Beatie y Bernard estaban muy cómodos en Ravenscraig, según parecía. No, por el momento no tenían la menor intención de hacer otros planes. El experimento de vida comunal marchaba bien, informaban, y querían continuar con él por algún tiempo más. Las hermanas empezaron a comprender que aquellas bonitas frases como «vida comunal» y «arreglos experimentales» ocultaban el hecho de que Beatie y Bernard estaban viviendo alegremente en pecado.

—Suena maravilloso —había dicho Cassie con un hilo de voz en una ocasión, estando Beatie y Bernard de visita.

Casi ninguna de las demás hermanas lo creía así. Desde luego Aida no.

—¿Tienen intención de casarse?

Aida estaba formulando una pregunta para la que nadie tenía respuesta. Gordon, sonriente, cadavérico, trató de hacer un chiste al que nadie le encontró la gracia.

—Eeeeeeeeeee… una colonia de amor libre, puede que el… —Aida lo había silenciado con una mirada venenosa. Gordon se había levantado y había salido al patio con los demás hombres.

—Parece una situación rara —opinó Olive.

—¡Más bien escandalosa! —había dicho Ina aquel día.

«Escandalosa» era la palabra que utilizaban porque Beatie había cometido el error de no mostrarse discreta con sus hermanas. Se había propasado un poco al revelarles que Peregrine Feek, el agitador marxista y profesor de Filosofía a quien pertenecía Ravenscraig, tenía en aquel momento hijos de dos madres diferentes viviendo con él en la casa; y que las dos madres continuaban viviendo bajo el mismo techo; y que la primera de ellas estaba esperando otro hijo de un colega de Feek que también vivía en la «comuna». Fue una suerte que Beatie sacara la información cuando lo hizo, y no antes.

—A ver si lo entiendo —dijo Martha en una ocasión al tiempo que trataba de hacerse una imagen clara de la vida en Ravenscraig.

—¿Y os sentáis todos juntos para cenar? —había preguntado Aida.

—Vaya… —fue todo lo que Olive acertó a decir.

Fuera de la casa, los hombres veían las cosas desde otro ángulo.

—Así que, Bernard, —preguntaba Tom con malicia—, todo el mundo está casado con todo el mundo, más o menos.

—No es eso —dijo Bernard. A menudo no se daba cuenta de que le estaban tomando el pelo—. En absoluto.

—Eeeeeeeeee… una colonia… de amor… errr libre, que podría… —tampoco él estaba dispuesto a dejar sin explorar las posibilidades cómicas de la situación.

—No, nada de amor libre. No es que la gente esté durmiendo con las parejas de los demás. No es así. Sólo somos liberales por lo que se refiere al matrimonio, eso es todo.

—¿Liberales con el matrimonio? —dijo William mientras exhalaba una bocanada de humo—. No te aconsejo que le digas eso a Martha. ¡Te arrancaría la piel a tiras!

—A mí me recuerda a los animales de la granja —dijo Tom mientras le guiñaba el ojo a William—. Un buen toro para cubrir a todo el rebaño.

Bernard se rió con ganas.

—No es eso, Tom. Lo habéis cogido por el lado que no es.

—Eeeeeeeeeeeeeeee, una bacanal… romana… podría decirse…

—Tienes que decirle que no a las jovencitas —dijo William—. Bueno, te deseo suerte, la verdad.

Razón por la cual, varias semanas después de aquella conversación, cuando Martha mencionó que podría poner a Frank bajo los tiernos cuidados de Beatie y Bernard en Ravenscraig, la taza de Evelyn chocó con el plato y Olive exhaló un siseo.

—Tenemos que ayudar a Una y ya está —dijo Martha—. ¿Adónde va a ir el niño? No es que tenga nada en contra de Aida y Gordon, pero son gente de costumbres fijas. Olive, tú ya tienes las manos ocupadas con los tres tuyos. —No hizo mención a la preocupación de Olive por la actitud ausente que William mostraba en los últimos tiempos—. Y lo último que Evelyn e Ina quieren es un niño pequeño corriendo por su recibidor, por muy especial que sea, ¿eh Cassie?

—Es especial. Ya lo creo —dijo Cassie.

Evelyn se aclaró la garganta. Martha la miró. Olive y Cassie miraron a Martha, cuya mirada parecía a su vez fija en Evelyn con una intensidad innecesaria.

—Hemos tenido una conversación. Ina y yo. Lo hemos hablado. Puede que durante algún tiempo…

Martha dejó que una sonrisa se insinuara en sus labios, casi como si estuviera tratando de contenerla.

—¿Qué, Ina y tú? ¡No seas boba! ¿Qué sabéis Ina y tú sobre cómo criar a un niño pequeño? ¡Míralo!

Todas se volvieron hacia Frank quien, agazapado debajo de la mesa, comprendió de repente que era el objeto de la conversación.

Levantó hacia Martha unos ojos pardos tan diferentes a los de la familia Vine que todos habían acabado por llamarlos «americanos».

—Bueno —dijo Evelyn—, tú dijiste que todo el mundo tendría que hacer su parte y nosotras estamos preparadas. Lo hemos hablado, Ina y yo.

—No, Evelyn, vosotras ya tenéis suficiente con la iglesia espiritualista y esto y lo otro. No lo veo claro. Dejad que las más jóvenes se ocupen.

Los ojos de Evelyn centellearon. No se enfadaba con facilidad pero tenía su temperamento.

—Sí, claro, y prefieres verlo en ese nido de víboras de Oxford, ¿no? Eso te parecería bien, ¿verdad? ¡Menudo futuro para él!

—¿Qué es un nido de víboras? —quiso saber Frank.

Cassie estaba molesta.

—No deberías hablar así de Beatie. No deberías.

—Deja que lo diga —intervino Olive con voz escandalizada—. Hay que decirlo.

—No sé una palabra sobre nidos de ninguna clase —dijo Martha—. Pero, Evelyn, si habéis tomado la decisión, no trataré de convenceros de lo contrario. Pero no olvides que es un niño de carne y hueso y necesita besos y abrazos y que le suenen la nariz de vez en cuando.

—Todas sabemos eso, mamá.

Se dibujó en el rostro de Martha una expresión que parecía sugerir que de alguna manera la habían engañado al tomar la decisión.

—Vaya, parece que ya está decidido. Aunque no creo que vaya bien.

—Irá muy bien y será todo muy sencillo —dijo Evelyn, satisfecha por lo que ya consideraba una victoria.

Entonces Martha dijo:

—¡Ay! ¿Hay alguien en la puerta?

Sí que lo había. Esta vez todas oyeron la llamada. Era el recaudador de la Cooperativa de Seguros, que se presentaba todos los jueves por la tarde. Martha le dio a Cassie su bolso para que pagara porque el otro asunto, una vez más, había quedado resuelto.