Mientras todo esto ocurría en la granja, Olive estaba confiándole a Martha las dudas que albergaba por la solidez de su propio nido. El problema estaba en William. Era en todos los aspectos un buen padre y un buen marido. Trabajaba con diligencia para sacar adelante el negocio de la verdulería. Era amable y solícito con sus hijos. No bebía ni jugaba ni salía demasiado. Pero parecía que algo le rondaba los pensamientos.
—Distraído —dijo Olive—. Parece distraído constantemente. Y si le hablas es como si reventaras un globo a su espalda. Me mira como si no supiera quién soy durante un minuto. Estoy seguro de que algo lo preocupa.
—¿Se trata de la tienda? ¿Puede tener problemas de dinero que no te haya contado?
—Yo me encargo de la contabilidad. Sé adónde va cada penique, mamá. Las cosas nos van bien en ese aspecto.
—¿Has probado a preguntárselo directamente?
—Hablar se le da casi tan bien como a nuestro padre. Ya sabes cómo son los hombres a la hora de hablar.
Martha tomó un sorbo de cerveza y paladeó el cremoso líquido en su boca mientras pensaba sobre ello. Cuando Arthur se había sumido en su silencio ella se había preguntado si sería por su culpa. Puede que lo hubiera silenciado con su parloteo, le hubiese secado el espíritu con su afilada lengua. Pero Martha no era de ésas. Había visto mujeres que podían aguijonear a un hombre hasta conseguir que acabara roto. Roto e inútil. No era difícil romper a un hombre. Sólo tenías que elegir el momento en que estaba cansado y no parar, y zumbar e insistir y aguijonear y regañar y picar y llorar hasta que sólo podía hacer dos cosas: marcharse o quedarse y dejarse romper. Los que se quedaban en aquellas circunstancias quedaban reducidos a pálidas cáscaras de hombre o a humeantes montones de rabia que preferían apretar los dientes y lanzar miradas de odio a sus mujeres antes que volver a hablar y empezar la batalla.
¿Le había hecho eso a Arthur? No, Arthur tenía otras dificultades. Arthur no le había echado la culpa a ella. Arthur aseguraba que se había retirado a un mundo silencioso para escapar del barbullar de las voces. Y cuando se lo había dicho, sabía que no sólo estaba hablando de las voces que resonaban en la casa material.
—Si dejas de hablarles, ellas dejan de hablarte a ti —había dicho en una ocasión.
Martha sospechaba, sin embargo, que Olive era una de esas mujeres capaces de quebrar a un hombre con su incesante aguijoneo. Su hija era propensa a las lágrimas y a una especie de parloteo inquisitivo que al cabo de un rato empezaba a sonar como una lluvia cayendo con suavidad sobre el techo de un refugio. Martha se preguntó si William resultaría ser uno de los que se marchan. Confiaba en que no pero le daba miedo que fuera así.
—En todo caso —dijo Olive con tono apagado— no es el hombre con el que me casé.
—Puede que sea la guerra —dijo Martha—. Puede que allí le ocurriera algo que ahora le está dando vueltas en la cabeza.
—Esas zanahorias están mustias —se quejó uno de los clientes de William mientras éste las colocaba sobre el fiel de acero inoxidable.
—Un poco. ¿Prefiere unos nabos?
—No he venido a por nabos.
—¿Puerros?
—Si quisiese puerros, habría pedido puerros.
—Muy bien. Señor Stevenson, ¿qué me dice de una chirivía bonita y grande? Puede ponerle una silla de montar y regresar cabalgando a casa.
El señor Stevenson le miró los ojos. No encontró ni rastro de humor allí, así que recogió sus verduras, pagó y salió de la tienda sin decir palabra. William echó el cerrojo tras él y dio la vuelta al cartel para que se leyera desde el otro lado: «Cerrado hasta para naranjas de Jaffa». Bajó la persiana.
Entró en el oscuro almacén que había detrás de la tienda. Allí, entre las cajas apiladas hasta gran altura había un viejo sillón, cuyos muelles y costuras asomaban por entre la tapicería. Se dejó caer sobre el sillón, sacó el paquete de cigarrillos de la Marina y encendió uno. A continuación sacó la cartera, donde guardaba una pequeña fotografía entre el cuerpo y el forro de seda.
La foto era de una mujer a la que no conocía. Lo único que sabía de ella era que se llamaba Rita Carson y que su marido había muerto en la guerra. Éste le había escrito la dirección en el reverso de la foto. William le dio una calada al cigarrillo y estudió la imagen. Rita tenía la cabeza ladeada. Poseía unas preciosas cejas arqueadas, de una proporción arquitectónica. Una alargada cortina de cabello ondulado caía sobre sus hombros desnudos.
—¡Dios! ¡Esta chica no se llama Rita! Sabes a quién se parece, ¿verdad?
—Todo el mundo que la ve lo dice —dijo Archie mientras le quitaba la foto a William de las manos y volvía a meterla en su cartera—. También es pelirroja. Joder, me voy a quitar el casco. Hace demasiado calor para andar con un sombrero de lata en la cabeza.
—Que no te vea el cabo —dijo William. Sacó la fotografía de Olive de su cartera. La mostraba de pie, con un bonito vestido veraniego, en el patio trasero de la casa de las Vine.
—No está mal, compañero, pero que nada mal —dijo Archie—. La verdad es que es preciosa.
Pero William, después de haber visto la preciosidad que Archie tenía por esposa, sabía que sólo estaba siendo generoso.
Era agosto de 1944. El avance aliado se había empantanado y dado paso al duro enfrentamiento de la infantería. Con las divisiones panzer alemanas a escasos kilómetros de distancia, a William —por entonces intendente militar— y Archie les habían encomendado la defensa de un château situado al norte de Falaise. El porqué de su destacamento en aquel lugar no les quedó claro a ninguno de los dos hasta pocas horas después, cuando el ordenanza de un oficial se presentó en un coche para llevarse media docena de cajas de vino de las enormes bodegas del castillo.
—¿Así que es eso? —se había enfurecido Archie—. Estamos guardando esta choza para que unos pocos oficiales puedan regar su estofado con un poco de Burdeos. ¿Es eso?
William, que había combatido en Dunkerque, el norte de África y las playas de Normandía, replicó:
—¿Es que no sabes cuándo cerrar la boca? Éste es el fin de guerra más tranquilo que he visto y no estoy impaciente por cambiarlo.
Pero al llegar el día siguiente empezaban a preguntarse si se habrían olvidado de ellos. Archie bajó a las bodegas y regresó con dos botellas de vino. William no estaba muy convencido. Les habían dicho que se enfrentarían a un consejo de guerra si tocaban algo. Descorcharon las botellas y bebieron de las latas para el rancho por si alguien los estaba observando.
—¿Has visto esa bodega? ¡Es una puta caverna! Podrías perderte ahí. Miles de botellas y cientos de barriles.
Bebieron vino bajo el sol del atardecer. Durante momentos muy largos no se oía nada más que el zumbido de los insectos sobre la hierba reseca o el repentino raspar de un grillo en un árbol. Entonces, el repentino estallido de las armas de fuego y el traqueteo de las ametralladoras les recordaba por qué estaban allí. Hablaron de lo que harían cuando regresaran a casa. William le contó a Archie la historia de cuando regresó de Dunkerque y saltó del tren en marcha. Archie estaba impresionado. Fue a buscar un par de botellas más.
—Eso estaría bien —dijo, mientras ponía las botellas sobre la improvisada mesa que habían montado frente a las ostentosas puertas de madera del castillo—. Regresar y hacer un niño con Rita.
—Lo harás —dijo William—. Pasarás tres días metido en el catre.
Archie sacudió la cabeza.
—No. Yo no voy a volver.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que a mí ni me toca. No regresaré de esta guerra.
William sacudió la cabeza, sin comprender.
—Quiero decir —dijo Archie— que hay un maldito kraut ahí fuera que tiene su mira telescópica apuntando hacia aquí —se tocó la frente con un pulgar muy rígido—. O el proyectil de su tanque, o su mortero o su puta mina, no sé el qué, sólo sé que no voy a regresar.
—No puedes decir eso. Nadie lo sabe.
William le habló de las ocasiones en que había estado muy cerca. De la vez en Dunkerque en que una granada de carro estalló a pocos metros y la arena voló debajo de sus pies; de cómo sintió que la arena lo envolvía como si fuera una nube formada por un millón de minúsculos insectos dorados hasta cubrirlo del todo y hasta que estuvo comiendo arena. Hicieron falta tres hombres para desenterrarlo.
—Creí que había muerto. Fue el peor momento de toda mi vida. Pero nunca se sabe. Yo salí. Nunca se sabe.
Entonces le contó a Archie que Martha había sabido de alguna manera lo que iba a ocurrirle. Le dijo a Aida que la metralla le había arrancado un poco de cuero cabelludo y ella lo había sabido.
—Existen mujeres así —dijo Archie—. No quiero faltarle al respeto a tu suegra, Will, pero son como brujas. Ven cosas y saben cosas.
—No me extrañaría que ella lo fuera.
—Bien, pues puede que yo también lo sea. Veo cosas y sé cosas. No voy a regresar a casa.
Bebieron vino y fumaron hasta altas horas de la noche; vino que en Londres podría haber sido destinado al Savoy o al Ritz si no hubiera estallado la guerra. Archie estaba eligiendo, por mera casualidad, botellas que les habrían costado semanas de paga. Hablaron mucho más de lo que solían y descubrieron que se caían muy bien. Archie hizo reír a su camarada y los dos se escucharon con mucha atención cuando el otro quería hablar de algo serio. Comentaron varias veces que debían de haberse olvidado de ellos. Oh, bueno, decidieron con alegría, podemos quedarnos aquí hasta que se acabe el vino…
* * *
En la parte trasera de la tienda, William contempló la fotografía de Rita Carson hasta que el cigarrillo empezó a quemarle los dedos. Archie le había dado un mensaje para Rita y él no se lo había entregado. Ya llevaba cinco años de retraso.
Archie había dicho la verdad, no iba a regresar. Puede que lo hubiera visto. Pero cada uno de ellos le había prometido al otro que si no regresaba, le llevarían un mensaje personal a su mujer. El mensaje de William para Olive era poco imaginativo pero sincero: Archie debía decirle que William siempre la había amado. El de Archie para Rita era muy diferente. Tan diferente que, al regresar a casa, William se había visto incapaz de entregarlo.
Pero se estaba preparando. Estaba reuniendo fuerzas para buscar a Rita, mirarle los ojos y decirle lo que Archie le había pedido que le dijera.
Al regresar de la guerra la idea de entregar un mensaje semejante le había parecido ridícula. Bajo el fuego enemigo, los hombres podían decirse cualquier cosa; o podían no decirse nada y, por muy horrible que pudiera parecer, en realidad daba igual. Cuando William regresó a Coventry con su traje de soldado recién desmovilizado y vio la ruina a que había quedado reducida la ciudad, empezó a elaborar un lento índice personal con la gente que había sobrevivido y la que no, y todo cuanto había ocurrido en la guerra, aunque vívido, pareció quedar confinado a una isla más allá del tiempo. No podías hacer que lo que había ocurrido en aquella isla encajara en el mundo al que tenías que regresar y era mejor no intentarlo siquiera. Hasta una promesa hecha a un amigo, un camarada de armas que había caído, parecía de repente no tener sentido.
Al menos por algún tiempo.
Pero trascurridos cinco años, y conforme empezaban a asimilarse los recuerdos de la guerra, los largos períodos de hastío e inactividad y los dementes y aterradores momentos de acción podían afrontarse, William empezó a sentir algo diferente. Había regresado a una familia, a una preciosa hija que tenía ya cuatro años y a una ciudad que no quería hablar —¡gracias a Dios!— sobre la guerra sino que necesitaba a gente capaz de arremangarse la camisa y ponerse a trabajar.
Él había trabajado. Había montado un negocio y su experiencia como intendente lo había ayudado. Había invertido las horas necesarias y había logrado sacarlo adelante. Antes siquiera de levantar la vista del trabajo, tenía dos hijos más. Y entonces, después de todo aquel tiempo, empezó a soñar.
Tras el fin de la guerra había pasado mucho tiempo sin soñar. Entonces empezó a repetirse el mismo sueño. Volvía a estar en Dunkerque, en la playa. Levantaba la mirada hacia el cielo y una gaviota se transformaba en un Heinkel alemán, que a su vez se convertía en un globo rojo. No podía hacer nada más que contemplar el lento descenso del globo hacia el suelo y cuando por fin lo tocaba, explotaba con un sonido suave. Entonces la arena se convertía en una nube de insectos dorados que revoloteaban alrededor de su cabeza, se posaban, lo envolvían hasta que empezaba a ahogarse. Y entonces despertaba. Nunca le habló a Olive sobre aquella pesadilla recurrente. Salía de la cama a primera hora y se ponía a trabajar.
William era un hombre inteligente. Sabía por qué estaba teniendo aquellos sueños. Sabía también por qué era tan enérgico y eficiente en su trabajo. Era porque si bajaba la cabeza y trabajaba duro no tenía que pensar en la guerra. Había demasiadas cosas que hacer.
Pero a medida que la angustia de su experiencia como soldado se iba alejando de él, empezaba a poder relajarse, a reflexionar incluso sobre su pasado reciente. Sabía que al arrojarse a los negocios y la vida familiar había estado huyendo de sus experiencias.
Ahora su vida tras la guerra, como marido y padre, como tendero dedicado —una vida que no estaba sometida a examen— estaba amenazando con enterrarlo. Estaba hasta el cuello de algo que lo había cogido por sorpresa. Se estaba ahogando.
Y luego estaba la promesa hecha a Archie sobre su esposa Rita.
La mañana del cuarto día en el château de las afueras de Falaise, el sol se levantó como un globo de color rojo sangre y se hizo un día que hasta los grillos de la hierba hubieran considerado caluroso. Archie despertó y se arrastró hasta el patio, donde metió la cabeza debajo de la bomba de agua. William estaba preparando unos huevos. Las gallinas que picoteaban el suelo detrás del castillo habían decidido empezar a poner. Ellos habían encontrado una despensa llena de latas y estaban disfrutando de unas comidas mucho mejores que las que podía proporcionarle el Ejército Británico.
—Hoy no me voy a poner el uniforme —dijo Archie—. No me apetece.
—Se te va a caer el pelo como te cojan.
—Escucha —dijo Archie. William escuchó. Aparte del crepitar de los huevos que se freían en la lata del rancho, no oía nada, y así se lo dijo—. Exacto. ¿Cuándo fue la última vez que oíste un arma? ¿Eh? Te digo en serio que se han olvidado de nosotros, compañero. La guerra ha seguido adelante. Podemos quedarnos aquí y vivir como príncipes hasta que venga alguien y nos diga que todo ha terminado. ¡Aquí estamos de suerte, compañero!
—No caerá esa breva.
—Me da igual. No pienso vestirme y voy a empezar el día como si viviera en este lugar. Y eso significa sentarme aquí en ropa interior como el puto Lord Snob y tumbarme a la bartola. Y ahora, ¿querría su excelencia una copa de Burdeos de 1932 para acompañar sus huevos pasados por agua?
—Su excelencia sí que querría —dijo William.
Así que empezaron a empinar el codo temprano y hacia mediodía estaban ya medio ciegos. William, sudando en el uniforme, se quitó la camisa. Archie estaba sentado en cuclillas con la larga ropa interior del ejército, bebiendo directamente de la botella. La apuró y la arrojó hacia atrás. Cayó sobre la hierba con un sonido suave y sordo. Su mirada vidriosa y perdida se posó sobre William.
—Te digo que nos han olvidado, compañero.
—No tendremos esa suerte. El ejército no se olvida de nadie. Si les debes un par de cordones lo saben.
—Entonces, ¿por qué estamos aquí? Mira a tu alrededor. Éste no es un lugar estratégico. No le sirve a nadie para nada. Nos han enviado a cuidar las botellas para el puto oficial que lo encontró. Ahora está en otra parte y ha enviado a otros dos reclutas a proteger otra bodega. Luego enviará a otros dos y luego a otros dos y así todo el camino hasta el jodido Berlín. O está muerto. Sea como sea, se han olvidado de nosotros, compañero. Podríamos desertar. Nadie se enteraría.
—Mira, yo he estado en Dunkerque, en Tobruk y en la playa Gold. No voy a desertar ahora que la cosa empieza a marchar bien para nosotros. De hecho me empieza a gustar la guerra. ¡Salud!
—Me alegro por ti. Tú vas a volver cuando acabe.
—No empieces otra vez con eso.
Archie enderezó la espalda como impulsado por un resorte.
—Oye, William. ¿Harás algo por mí cuando regreses a casa? ¿Le llevarás un mensaje a Rita de mi parte?
—Claro —dijo William, hablando en broma.
—Lo digo en serio. ¿Le darás un mensaje literal?
—He dicho que sí, ¿no?
—Muy bien. ¿Estás preparado para el mensaje?
—Adelante.
—El mensaje es éste. Le dirás: «Archie me pidió que viniera y te dijera que tienes que dejar que te lo haga».
William se echó a reír. Tomó un trago de vino tinto y volvió a reírse.
Archie no se reía.
—Hablo en serio. El mensaje es ése.
—Sí. Precioso. Llamo a su puerta y le digo eso.
Pero Archie lo estaba mirando de una forma extraña. Una luz peculiar se había aposentado en sus ojos.
—A Rita le gusta. Le gusta muchísimo. Le gusta que la bese en el cuello. Le gusta que coja su pezón entre los dientes, como podrías coger una uva sin romperle la piel. Le encanta que le lama en el vientre y entre los muslos. Y el clítoris. Se vuelve loca, puedes creerme, cuando le pongo la lengua en el clítoris.
—¡Joder, Archie! No quiero oírlo. —William nunca le había puesto a Olive la lengua en el clítoris. En especial porque no sabía lo que era un clítoris.
—Tengo que contarte todo eso por si necesitas convencerla. El mensaje. Le gusta por detrás, al estilo perro. Eso le encanta a Rita.
—¡Para ya, Archie!
—Pero hay algo que la convencerá si es necesario. Le encanta que le lama el pequeño pliegue de la parte trasera de la rodilla. Es la única mujer que conozco a la que eso la vuelve loca. Ése es nuestro secreto. Y si se lo haces bien, eso le recordará a mí, ¿sabes? Estaré allí para ella, ¿sabes? Te has quedado con el mensaje, ¿no?
William le miró los ojos. Lo decía en serio.
—Deja de decir tonterías.
Archie asintió. Entonces se levantó de la silla, se tambaleó y recogió su rifle Lee-Enfield, que estaba apoyado en la pared. Lo amartilló y apuntó a William.
William frunció el ceño.
—Deja de hacer el tonto.
—Dime que lo harás.
—Baja ese trasto. No me gusta.
—Me lo has prometido. Dime que lo harás o te pego un tiro. Lo digo en serio.
Aunque William sabía que Archie estaba borracho, un instinto de su interior le dijo que no estaba bromeando. Él fue el primero en pestañear.
—Ya te he dicho que lo haría. Ahora baja esa puta arma.
Archie sonrió y volvió a apoyar el Lee-Enfield en la pared. Entonces salió de la sombra del château. William bebió un trago de la botella de Burdeos y se encendió otro pitillo. Se percató de que sus manos estaban temblando. A lo largo de toda la guerra, a pesar de todas las acciones en las que había participado, era la primera vez que un soldado le apuntaba al pecho con un arma. Después de terminarse el cigarrillo decidió que iría a hablar con Archie. Lo siguió al interior del edificio pero un ruido procedente de las bodegas hizo que se detuviera en seco.
Era Archie y estaba gritando. De forma incoherente. Aullaba el nombre de Rita y otras cosas que William no podía comprender. Además de sus palabras escuchó el sonido de cristales rotos, botellas de vino que chocaban contra las paredes de ladrillo de la bodega. Era como si un animal herido estuviese sacudiéndose allí abajo, y los embriagados alaridos no cesaban.
Pero antes de que decidiera lo que iba a hacer, William escuchó otro ruido. Era un zumbido bastante próximo. Se volvió hacia la fuente.
—¡Joder! —gritó y corrió hacia la mesa en la que descansaban sus armas, olvidadas. Era un jeep, envuelto en una nube de polvo mientras aceleraba hacia el castillo. William recogió la camisa del respaldo de la silla en el que la había dejado y se la abrochó a toda prisa. A continuación cogió el rifle.
El jeep se detuvo a unos metros de distancia. El conductor lanzó a William una mirada desdeñosa mientras un oficial británico salía del vehículo.
—Buenos días, cabo —dijo el oficial.
—¡Señor! —exclamó William mientras se ponía firmes.
El joven capitán lanzó una mirada de soslayo al rifle Lee-Enfield que había apoyado sobre la pared encalada. A continuación se fijó en los pies desnudos de William.
—¿Todo en orden, cabo?
—¡Sí, señor!
—Relájese, cabo. Tiene usted un aspecto horrible. Tiene suerte de que no tenga ganas de presentar cargos.
William se calmó un poco y se puso rápidamente los calcetines y las botas.
—Es hora de marcharse, cabo. ¿Dónde está su compañero?
—La llamada de la naturaleza, señor.
—Recoja sus cosas. Antes de que nos marchemos quiero que suban unas cajas. Hay que mantener la guerra… lubricada, ¿eh, cabo?
—¡Sí, señor! —William ya estaba apresurándose a obedecer—. Iré a buscarle un par de cajas de la bodega, señor.
—Iré con usted, cabo. No queremos que traiga el agua de la colada por equivocación, ¿verdad?
William ignoró el implícito insulto.
—Ahí abajo hay un auténtico caos, señor. Montones de botellas rotas. Sin luz. Es peligroso, señor. Yo iré.
—No diga bobadas, cabo. Quiero ir y elegir un par de cajas personalmente. Y ahora, adelante.
—¡Señor! —William abrió la marcha hacia la bodega, sin saber cómo sacar a Archie de aquello. Entonces se alzó el sonido de otra botella que se rompía y más gritos e insultos desde la bodega.
—¿Qué demonios…?
William inclinó la cabeza con aire de confidente. Había visto más guerra en una sola tarde de la que el capitán vería en toda su vida y ambos lo sabían.
—Señor, cuando un hombre está gritando en la bodega, hay que dejar que se desahogue, señor.
Tras volver a escuchar los gritos salvajes que provenían de la bodega, el capitán miró a William y asintió. Era como si estuviera recibiendo una perla de sabiduría que su educación en un caro colegio privado no había podido ofrecerle. Como si todos los hombres, en algún momento de su vida, hubieran de tener su momento en una bodega francesa; y como si, además, él mismo pudiera experimentar algún día aquella experiencia y entonces apreciaría la discreción de otro hombre.
—Cabo, voy a inspeccionar el château. Dentro de media hora exactamente los quiero preparados para marchar. ¿Entendido?
—¡Sí, señor! Gracias, señor.
Y al cabo de media hora tanto William como Archie se encontraban perfectamente uniformados, afeitados, con los cascos en la cabeza y los rifles al hombro, esperando para subir al jeep. Archie tenía los ojos hinchados y enrojecidos a causa de las lágrimas y se había hecho un pequeño corte en un lado de la cara pero por lo demás estaba tan firmes como el que más. Mientras tanto, el oficial y su conductor habían cargado media docena de botellas de vino en el coche.
—Espléndido —dijo el capitán mientras les indicaba con un gesto que montaran—. Regresemos a la guerra.
Ahora, sentado en la parte de atrás de su verdulería, entre las cajas de fruta, mirando la foto, William supo que iba a tener que ir a ver a Rita. No había manera de evitarlo.
Al principio había creído que el asunto estaba enterrado. Después del episodio de la borrachera en el castillo de Falaise, Archie no había vuelto a mencionarlo. No hasta que estuvo agonizando, claro. En ese momento reveló a William otros secretos sexuales y lo obligó a reafirmarse en su promesa.
Y sin embargo aquélla era una promesa que William había enterrado hacía tiempo junto con muchas otras experiencias de la guerra. Un montón de cosas que hubiera preferido olvidar. A pesar de que nunca las había olvidado del todo. Y lo más extraño era la causa que había vuelto a sacarlas del olvido. El niño de cuatro años de edad, Frank. El hijo pequeño de Cassie. William estaba una tarde en el patio trasero de la casa de Martha, fumando tranquilamente y tomándose un respiro del bullicio y las risas y los cotilleos de las hermanas Vine. Frank había salido entonces, llevando un rifle de juguete que Tom le había hecho con un pedazo de roble.
Frank le había apuntado con el arma. William se había puesto el cigarrillo entre los labios y había alzado los brazos fingiendo rendirse. Entonces el niño había dicho con toda claridad: «Rita».
A William se le había caído el pitillo. Se quedó echando humo sobre los adoquines azules del patio trasero. William lo había mirado y luego había mirado al niño. Entonces Frank había vuelto a entrar en la casa. ¿Cómo lo había hecho? ¿Cómo había conjurado aquel nombre de la nada? William estaba aturdido hasta la médula. Había extendido la mano y lo había sacado, como un niño que juega en la playa topa con una granada o una mina entre la arena.
Y desde aquel momento William había sido incapaz de dejar de pensar en Rita.