11

—¿Gemelos? —dijo Martha.

—¡Gemelos! —continuó Cassie.

—¡Gemelos! —exclamaron las gemelas.

—Eso es lo que dice la comadrona —dijo Una—. Está segura. Y hay alguien que lo sabía mucho antes que la maldita comadrona.

—¿Quién? —preguntó Evelyn—. ¿De quién hablas?

Una señaló a Frank con la cabeza. Estaba debajo de la mesa, arrastrando su cochecito de juguete sobre el suelo de linóleo. Cassie se ruborizó, invadida por un orgullo extraño. Para ella no era una noticia inesperada.

Era la Nochebuena de 1949. Martha había decorado con ramitas de acebo y hojas de muérdago las fotografías y los patos disecados que colgaban de las paredes. No se le daba demasiado bien la decoración pero disfrutaba mucho con el espíritu festivo que le traían las visitas más numerosas que sus hijas le hacían en aquellas fechas. Alguien comentó que había hecho falta una concejala para abordar con sentido común el tema de la iluminación. La concejala Pearl Hyde había tenido la idea de que la ciudad tomara prestada las luces del paseo marítimo de Blackpool y Una había llevado a Frank a Coventry para ver la iluminación navideña.

Evelyn miró a Ina antes de que las dos cabezas se volvieran con interés hacia el niño. Martha reparó en aquella atención nueva y se estremeció. Hasta entonces el muchacho había sido objeto de misterio y no poca impaciencia para las gemelas. Pensaban que era ruidoso y agresivo y se apartaban como de la peste de una nariz que parecía estar en permanente estado de fluidez. Además era propenso a accesos de excitación cargados de testosterona en los que ponía de manifiesto el afecto que sentía por sus tías en forma de golpes o patadas a las espinillas, de pellizcos en los muslos o de pequeñas bofetadas en la cara. Desde luego el muchacho era de armas tomar y a pesar de que las tías gemelas nunca habían expresado la idea y sólo habían demostrado afecto hacia su sobrino, una guapa niñita hubiera sido para ellas una adición mucho mejor recibida, por manejable, al clan de las Vine.

Pero aquélla era una actitud que estaba a punto de cambiar. Frank, según se estaba sugiriendo, tenía posibilidades. Aunque él no lo sabía, dos pares de ojos lo estaban evaluando en aquel momento para decidir si había que darle una vuelta en la noria espiritual.

—Cuando dices que lo sabía… —preguntó Ina.

—Sí —continuó Eve—, ¿qué quieres decir con eso? Cuando dices que lo sabía.

—Si son gemelos, será mejor que te prepares —dijo Martha con tono serio—. Va a ser como si te pasara un camión por encima.

—Estoy segura de que nosotras no fuimos un problema para ti —dijo Eve, indignada, mientras dejaba su taza de té sobre la mesa.

—¡Ja! —repuso Martha—. ¡Dicen que los gemelos suponen el doble de problemas, pero dos gemelas por dos veces los problemas hacen cuatro veces los problemas!

—Pero tú siempre has dicho que nos entreteníamos la una a la otra —dijo Ina.

—Sí, cuando no decidíais pelearos. Si una no quería exactamente lo mismo que la otra, quería exactamente lo contrario.

Ina no estaba dispuesta a dejarse distraer por más tiempo.

—Entonces, Una querida, ¿a qué te referías cuando has dicho que Frank sabía que van a ser gemelos?

—¿Tienes una buena comadrona, Una? —quiso saber Martha—. Vas a necesitar que sea buena.

—Tiene una pinta un poco rara —admitió Una—, pero dicen que es buena. La llaman Annie Trapos.

—¿Annie Trapos? Oh, estarás en buenas manos.

—¿La conoces?

—Más bien sí. Me ayudó a parir a Ina y Evelyn y a tu hermana Aida, cuando vivíamos en Withybrook. Por entonces sólo era una chiquilla.

—¿De dónde viene lo de los Trapos? —preguntó Cassie.

—De un gran montón de trapos que siempre lleva consigo —dijo Una—. Tendrías que verla. Es pequeñaja, tiene estrabismo y una dentadura horrible, pero sus manos son una maravilla.

—Eso es cierto. ¿Y qué me dices del pequeño rey que tenemos aquí, cuando vengan los gemelos? No querrás tenerlo bajo tus pies.

—Oh, no, mamá, no supondrá ningún problema. A Tom le encanta que esté en la granja. Un pequeño ayudante, ¿verdad, Frank? Y Cassie viene más a menudo ahora que tenemos el caballo, ¿verdad, Cass?

Un granjero de la vecindad había regalado a Tom un penco gris de buen carácter que no podía mantener. El caballo había tirado en el pasado de un carro de carbón. Tenía un ojo malo y cierta cojera en el trote, pero decían que estaba hecho a prueba de bombas. Tom lo había aceptado pensando en Frank pero Cassie había mostrado de repente gran interés en aprender a montar. Empezó a pasar más tiempo en la granja y muy pronto fue capaz de dominar al animal lo bastante bien como para sacarlo sola. Algunas veces durante varias horas.

—Tendremos que esperar y ver cómo te sientes con respecto a Frank —sugirió Martha—, después de que hayan llegado esos gemelos.

—Me atrevo a decir que alguien se encargará de él —dijo Ina mientras se limpiaba las gafas con la tela de la falda.

Una mañana de primavera, mientras Frank jugaba en el patio con su nuevo triciclo, Tom salió de la casa poniéndose la chaqueta de forma apresurada. Cassie estaba por alguna parte, montando. Tom se metió en la camioneta, arrancó y se dirigió marcha atrás hacia el camino a gran velocidad. Entonces se detuvo, salió de la camioneta y corrió hacia Frank. Se arrodilló junto al niño y lo cogió por los brazos.

—Sólo estaré fuera diez minutos —le dijo a Frank—. ¿Puedes salir a los campos y buscar a tu mamá? Y si no está allí, entra en la casa y ayuda a tu tía Una.

El niño asintió. Tom regresó corriendo al camión, montó, pisó el acelerador y desapareció.

Frank hizo lo que se le había dicho y cruzó el patio en dirección a los campos para buscar a Cassie. De camino se encontró un palo, que arrojó al estanque de los patos. El palo se quedó clavado en el barro que había en la orilla del estanque. Frank le tenía miedo al estanque, pero sabía que podía recuperar el palo con la ayuda del puntal del colgadero, así que regresó a la granja y lo cogió. Escuchó un gemido sordo procedente del interior de la casa. Estaba a punto de ir a investigar cuando recordó que debía estar buscando a su madre en los campos, así que abandonó el puntal, y el palo en el barro, y se encaminó hacia allí. Cuando pasaba junto al granero, Ruben, un agresivo ganso, se lanzó sobre él.

Ruben había picoteado a Frank en otras ocasiones y Frank sentía un considerable respeto por el animal. Sin embargo, Tom le había enseñado cómo intimidarlo con el sencillo procedimiento de agitar un palo, así que Frank regresó a la casa para recoger el puntal y de esa manera poder recuperar el palo del estanque. Hecho esto, volvió al granero dispuesto a espantar a Ruben con el palo pero a estas alturas el ganso ya se había marchado. Frank se encaramó a la puerta de cinco barrotes que señalaba el final del patio y buscó a su madre por los campos.

No había señales de Cassie, así que Frank se quedó sentado un rato en la puerta golpeando los postes de la verja con su palo. Su madre no apareció. Frank recordó entonces que debía regresar a la casa para ayudar a su tía Una. Pero Ruben había regresado para bloquearle el paso, así que tuvo que volver a la puerta para recoger su palo. Esta vez pudo amenazarlo con su arma y el ganso, que conocía el poder del palo, siguió expresando sus quejas de forma ruidosa pero permitió que el muchacho pasara.

Cuando Frank regresó a la casa, los gemidos que se escuchaban en el interior eran más altos. Tras dejar el palo en la puerta, se quitó rápidamente las botas y siguió el rastro de los gemidos hasta el dormitorio de su tía.

La chimenea estaba encendida. Una, recostada sobre unos almohadones y con su inmenso y distendido vientre a la vista, yacía en la cama, sudando. Su cabello parecía empapado. Empezó un nuevo gemido. Al principio fue un rumor grave y profundo, como el sonido hecho por el viento alrededor de la casa en mitad del invierno, casi una canción humorística, pero creciendo y volviéndose más ruidosa a un ritmo constante.

—¿Te encuentras bien, tía Una? ¿Te encuentras bien?

—Frank —gimió Una—. Uooooooooooooooooo.

—¿Te encuentras bien, tía Una?

—¿Dónde está tu tío Tom? Uoooooooooooooooooooooooo.

—Se ha ido en la camioneta. Sí. Dijo que Frankie ayudara a la tía. Lo dijo. Lo dijo.

—Uoooooooooooooooooo. Ya viene, estoy segura. Frank, cógeme de la mano, ¿quieres, cariño?

Frank se apresuró a colocarse junto a su tía. Asió la mano que le ofrecía y ella empezó a apretar hasta que le dolió. Podía ver las perlas de sudor del tamaño de guisantes que se le formaban en la frente y le resbalaban por toda la cara.

—¡UOOOOOOOOOOOO! ¡Háblame, Frank! —dijo Una—. Háblame. Cuéntame un cuento.

Así que Frank le contó a la tía Una el cuento del palo. Cómo lo había arrojado al estanque, cómo se había encontrado con Ruben, cómo se había encaramado a la puerta. No era una historia corta de contar y entre sus gemidos Una conseguía mirar los ojos de Frank y asentir y escuchar con rendida atención.

Finalmente Frank terminó el cuento.

—¿Quieres ver el palo, tía Una?

Una se echó a reír a carcajadas. Rió durante largo tiempo y con fuerza. Entonces volvió a gemir.

—¡Dios! ¡Ya viene!

Se acurrucó en la cama y levantó las rodillas. Frank se encontró de frente con la vulva distendida de su tía y allí, en medio del tejido tirante, había algo púrpura, del tamaño de una nuez. Frank no lo sabía, pero estaba mirando la parte superior de la cabeza del primer niño.

No vio nada más después de eso porque en aquel momento las puertas del dormitorio se abrieron de par en par y allí se encontraba Tom con la mujer más extraña que Frank hubiera visto en toda su vida. Era Annie Trapos, la comadrona, y sí que era menuda.

Annie Trapos atravesó la habitación llevando una bolsa de cuero y una segunda bolsa llena con trapos hechos de tela rasgada.

—Veamos, ¿qué pasa aquí?

Llevaba una falda larga que le llegaba hasta los tobillos y un voluminoso jersey de cuello alto y de color negro. Su cabello azabache estaba recogido en un moño poco favorecedor. Tenía uno de los ojos casi cerrado pero el otro ardía con fuego mientras examinaba la habitación entera. Limitada al uso de su único ojo sano, movía la cabeza a sacudidas, como un pájaro.

—Uoooooooooooooooooooo —continuó Una.

Ana Trapos situó su enorme ojo resplandeciente a una distancia peligrosamente escasa de la escena.

—Queda poco —dijo—. Pero no tan poco como para que no podamos hacer nada. Y ahora, flor, grita todo cuanto quieras, porque eso ayuda, ya lo creo que ayuda.

—¡Uaaaaaaaaaaaaaa! —gritó Una.

—¡Eso está mejor, florecilla! —Annie Trapos se quitó el jersey y abrió una ventana. Colocó la bolsa de los trapos en las manos de Tom—. Baja y hierve esto en una cazuela grande. ¡Deprisa!

Tom hizo lo que le decía.

Entonces la comadrona se detuvo de repente, se inclinó y acercó su brillante ojo de halcón al de Frank.

—¿Y tú quién eres?

Frank se echó a temblar. Trató de decir su nombre pero no podía hablar. Se le antojaba que aquella criatura había venido de otro mundo. Ya estaba sacando Lysol, instrumental, botellas y otras cosas de su bolsa de cuero y disponiéndolas rápidamente sobre la cómoda, que habían vaciado antes de su llegada. En su ropa Frank olía los aromas combinados del humo de la madera, el estofado de carne y la loción antiséptica. Entonces sacó una sábana de plástico, se apartó un paso y la sacudió delante del muchacho.

—Hay gente que dice que los niños no deberían ver estas cosas, pero yo opino de otra forma. Que miren. Así sabrán lo que hay. Puedes quedarte o marcharte, florecilla mía, pero si te me metes entre los pies te sacaré yo misma de la oreja, así que tú verás.

—Ve a buscar al tío Tom —logró decir Una antes de que otro gemido profundo y colosal se apoderara de ella.

Annie Trapos estaba colocando la sábana de plástico sobre la cama y Frank sintió un gran alivio al verse libre de aquel oscuro espíritu del bosque. Bajó las escaleras muy despacio. Cuando encontró al tío Tom en la cocina, hirviendo unos trapos, se echó a llorar.

—¡Ven aquí, muchachote! —Tom lo alzó en vilo—. ¿Qué te pasa? ¡Tu tía Una se pondrá perfectamente, hijo! ¡Va a tener un niño! Todas las señoras hacen ruidos cuando van a tener un niño. Los ayuda a venir al mundo. Ya verás.

Pero Frank no estaba llorando por lo que había visto y oído a la tía Una. Era el encuentro con el trasgo nocturno del piso de arriba lo que lo había aterrorizado. Mientras tanto, sobre sus cabezas, Una estaba esforzándose por ayudar al niño a venir al mundo y así sus gemidos se habían convertido en alaridos. Frank oía a la comadrona animándola a hacerlo con más fuerza.

El niño salió al patio para seguir jugando con su triciclo. Empezó a pedalear de un lado a otro, bajo la ventana abierta por la que salían los gritos de dolor de su tía. Fue hasta el estanque y regresó.

—¡Dile a ese bastardo que no se me vuelva a acercar! —oyó gritar a su tía. Entonces el rostro de Annie Trapos apareció en la ventana y lo miró por un segundo con el ojo entornado antes de cerrar.

Luego hubo calma.

Algún tiempo más tarde, mientras se ponía el sol, se abrió la puerta y Annie Trapos llamó a Frank.

—Ven aquí, florecilla, y echa un vistazo.

Frank entró cautelosamente. Los trapos seguían hirviendo con suavidad en la cocina. La comadrona subió al piso de arriba y abrió la puerta del dormitorio. Una estaba sentada en la cama, sosteniendo un bebé envuelto en una manta. Tom estaba a su lado, sentado también y con otro niño entre los brazos.

—Tus primos —dijo Annie Trapos con orgullo—. Dos preciosos nenes. Debes cuidar de ellos y ayudarlos siempre.

Frank miró fijamente las cabezas rosadas que sobresalían de las mantas. Tom tenía una sonrisa tonta en el rostro. Tenía los ojos húmedos. Una respiraba con exhausta pesadez.

—Y ahora —le dijo Annie a Frank— puedes venir y ayudarme con algo que tengo que hacer. —Estaba envolviendo algo en un periódico. Parecía un trozo de hígado del tamaño de un pequeño balón de fútbol. Empapó el papel y hubo que sacar más hojas y envolverlo con ellas como si fuera la compra de la carnicería—. Ven conmigo, florecilla —dijo, llevando el fardo delante de sí—. Sígueme.

Salieron al exterior. Frank estaba nervioso pero se apresuró a seguir a la mujercilla.

—¿Sabes dónde puedo encontrar una pala? Buen chico. Eso servirá. —La siguió hasta el final del huerto, donde Tom cultivaba puerros y ruibarbos y grosellas—. Tenemos que decírselo a las abejas. Hay que hacerlo, sí. ¿Quieres que se lo digamos? ¿Que les contemos que has tenido dos primos?

—Sí —dijo Frank. La comadrona eligió un lugar bajo las matas de grosellas y dejó allí su fardo. Entonces cavó un profundo agujero en el suelo. Después de haber metido los desechos del parto en el agujero se volvió hacia Frank y lo examinó con su ojo sano—. Díselo a los pájaros, díselo a los árboles, díselo al viento y díselo a las abejas. ¿Puedes repetir esto, florecilla? —Annie Trapos lo ayudó a recitar el verso—. Ya está.

A continuación cubrió el fardo de tierra y sus articulaciones crujieron cuando enderezó la espalda.

Frank y ella estaban regresando a la casa cuando un caballo y su jinete entraron en el patio.

—¿Quién es? —preguntó Annie Trapos a Frank.

—¡Mamá! —dijo Frank—. ¡Dos gemelos!

—¡No es posible! —dijo Cassie mientras desmontaba del penco gris. Le dio una palmada en el flanco y el caballo trotó obedientemente en dirección al establo.

—Sí —le aseguró Annie Trapos—. Y ahora quítate las botas y lávate las manos antes de ir a verla.

Tras obedecer las instrucciones de Annie, Cassie subió a ver a su hermana y Tom bajó. Quería pagar a la comadrona por sus servicios. Era un acuerdo privado. Ella no trabajaba, ni quería trabajar, para la seguridad social, pero todo el mundo sabía que era la mejor del oficio. Sin embargo, no aceptaría un solo penique hasta que el trabajo estuviera terminado. Todavía quedaba, dijo, mucho que limpiar.

—¿Para qué eran esos trapos? —dijo Tom señalando la cocina y el agua hirviendo.

—Oh, para nada. Es sólo para mantener ocupados a los hombres y quitármelos de en medio. Aunque querría recuperarlos, si no le importa. Y ahora tomaría una taza de té, si es tan amable.

Tom se rascó la barbilla y pensó en un banjo.

Mientras tanto Frank estaba corriendo por los campos. No pensaba en el viento y en los árboles, en los pájaros y las abejas: quería decírselo al Hombre-Tras-el-Cristal.