Frank se dio cuenta de que muy a menudo —cada vez que sus caminos se cruzaban en el patio—, Tom detenía a su esposa para poder ponerle una mano en el vientre y le daba un beso. Mientras tanto Una se aseguró de que el misterio le fuera revelado al muchacho en el suelo empapado y la tosca paja y el agua. La charca era un hervidero de renacuajos, los conejos engendraban más conejos cada noche, se veían pollitos picoteando entre las cáscaras del grano y las vacas se agachaban para parir. Hasta el estercolero dio a luz cardos y lívidas flores de cabeza amarilla. Era algo imparable. Cada rincón manchado de hollín y cada húmeda cavidad de la granja eran madrigueras de fertilidad.
Y el vientre de Una se hinchaba.
Si la presión adicional sobre su vejiga la sorprendía sin tiempo de llegar al baño se agachaba y orinaba sobre la paja del granero o junto a las conejeras. Al ver la mirada de Frank, Una lo sonreía en mitad de la rociada antes de volver a subirse las bragas y seguir con su trabajo. Frank trataba de imitarla siempre que sentía ganas de hacer pis. Se agachaba sobre la paja.
—¡Quita de ahí, muchacho! —le gritó Tom en una ocasión al ver su postura—. ¡Has pasado demasiado tiempo entre mujeres! ¡Ven aquí! —se desabrochó los botones del pantalón, sacó un grueso pedazo de pálida polla y meó vigorosamente sobre la paja—. ¡Así le quitas toda la gracia al mear!
Tom orinaba igual que el toro. Tom observó cómo burbujeaba y se acumulaba el líquido en el barro y cómo despedía vapor la paja mojada. Se levantó, se acercó a Tom, se sacó el pequeño miembro con la mano y descubrió que aún podía participar.
—¡Ahí lo tienes, Frank! Dios ha dado a los chicos los mejores juguetes. No querrás ir por ahí con el culo helado.
—¿Qué le estás diciendo al chico? —preguntó Una.
—Rápido, Frank, guárdatela ahora mismo. No queremos que las chicas las vean, ¿verdad?
Frank se la guardó, imitando cuidadosamente a su tío.
—¿Y no mancha el barro, tío Tom?
—¡Pero mira que eres mono! ¿Y qué te crees que es el barro? Porquería y cosas muertas, hijo, porquería y cosas muertas. Y si no estuviera ahí, la tierra estaría limpia y no crecería nada, y si no creciera nada, menudo granjero sería yo, ¿no te parece? Y si no pudiera plantar nada, ¿cómo iba a comprarte esa bici para Navidades?
Tom le había prometido un triciclo, a pesar de que a duras penas podrían permitírselo. Una había protestado pero Tom le había dicho que el Día de Navidad quería ver caras sonrientes. Y además, aún faltaban varias semanas y la gente tenía otras cosas en que pensar. Como por ejemplo una dama desnuda sobre un caballo.
A finales de octubre de aquel año, Una y Tom llevaron a Frank a ver la presentación de la nueva estatua de Lady Godiva que iba a levantarse en Broadgate. Beatie y Bernard regresaron a la ciudad para acompañarlos. Cassie seguía en un estado mental muy excitable así que no le pidieron que fuera.
Dado que Coventry había sido distinguida recientemente con la visita de la Familia Real, los padres de la ciudad tuvieron que buscar alguien con la suficiente categoría para realizar los honores. Se lo pidieron al Embajador de los Estados Unidos. El Embajador de los Estados Unidos, que tenía otros compromisos aquel día concreto, había sugerido que su mujer ocupara su lugar. De modo que una dama que jamás sería conocida por otro nombre que el de Esposa del Embajador de los Estados Unidos para los cientos de escolares que presenciaban el evento arrancó a la estatua ecuestre la Barras y Estrellas y la Union Jack con las que la habían tapado y le ofrendó su deslumbrante desnudez a los niños y mayores de Coventry.
En casa de Martha se había preparado el té para después del evento. Y aunque no habían invitado a Olive y William más que a La Mujer del Embajador de los Estados Unidos, ellos se presentaron igualmente. Así como las gemelas quienes, por cierto, tenían opiniones muy claras sobre la estatua basadas en lo que les habían contado sobre ella. Sólo Aida y Gordon se ausentaron, a causa de las hemorroides de éste. Cassie, enojada porque no le hubieran pedido que acudiera a la ceremonia de desnudamiento, había escapado al salón y había cerrado la puerta tras de sí. Martha sugirió que la dejaran sola, que no tardaría en volver.
—Algo repugnante —opinó Evelyn mientras Una le pasaba un sándwich de jamón.
—¿Quién querría ver eso en un día laborable? —asintió Ina—. Y en mitad de la ciudad.
La desnudez del pecho de la estatua había cogido por sorpresa a algunos de los ciudadanos de Coventry.
—La historia es así, Ina —dijo Beatie—. Lady Godiva se quitó la ropa y cabalgó desnuda por las calles. Lo que quiero decir es, ¿qué clase de estatua esperabas?
—No era necesaria —dijo Eve.
—No completamente desnuda —dijo Ina—. Enseñándolo todo.
—¿Y lo enseña todo, todo? —quiso saber William.
—¿A qué precio están los melones en tu tienda? —dijo Tom.
Una le dio un codazo en las costillas.
—Pues es una estatua preciosa.
—Un monumento muy apropiado —dijo Bernard con solemnidad.
—Repugnante —dijo Evelyn mientras engullía con evidente asco un sándwich de jamón.
Desde que se trasladara a Ruskin, Beatie solía mostrar mayor impaciencia con sus hermanas mayores.
—¡Es imposible hacer una estatua desnuda con ropa!
William cambió de tema.
—Ya he visto que tu preciosa zona peatonal se ha convertido en un auténtico churro —le dijo a Bernard mientras trataba de ganarse a Tom con un guiño.
—No es mi zona peatonal, William. Y ya verás como acaba funcionando a la perfección. El problema es que el proyecto se ha visto comprometido por concejales ambiciosos. Hay sobornos y chanchullos. Políticos locales que le dan prebendas a sus amigos constructores, eso es lo que pasa. Intereses comerciales corruptos.
—Pero si tú no sabes una sola palabra sobre comercio.
—Sabemos por qué han metido esa maldita carretera por la zona peatonal, ¿no? —exclamó Beatie.
—Sí —dijo William—. ¡Para que los estantes de las tiendas no estén vacíos! —Le dio un golpecito a Tom en el pie y miró sonriendo las caras de todos los presentes.
—Claro, no tiene nada que ver con el tío que se ha hecho millonario gracias a ello —dijo Bernard mientras tomaba un trago de té.
Entretanto, la voz de Cassie en la habitación contigua sonaba cada vez con más fuerza. La puerta entre la salita y el salón estaba cerrada.
—Mamá —dijo Una—. ¿Con quién habla Cassie?
—Con tu padre —dijo Martha.
Esta afirmación puso fin a la conversación sobre zonas peatonales, intereses comerciales y políticos corruptos. El reloj que Martha tenía encima de la cabeza proseguía su marcha con un tic tac solemne. Un tronco se movió en la chimenea.
—La verdad —dijo Ina—, podrían haberle puesto una bata alrededor de los hombros. O al menos una bufanda.
¿Hay una oficina, le estaba diciendo Cassie a su padre, a la que se pueda escribir? ¿Un lugar en Coventry al que se pueda ir y, quién sabe, a lo mejor sacar algo en claro? Debería haberlo. Debería haber una habitación. Puede que en Santa María, o lo que quede de ella, donde todas las jovencitas podrían ir y quitarse la ropa y desfilar. Un lugar con cristales tintados y muebles viejos de ésos que brillan y están como pulidos y huelen a cera de abeja, y enormes cortinas y tapices, de color rojo escarlata, rojo brillante, ya sabes, como sangre; un lugar donde todas las chicas solteras podrían ir un día al año y ése sería el día de Lady Godiva. Y caminarías entre alfombras de felpa, tantas que sería como nadar por aguas cálidas y te elegirían. Así es como debería ser. Un lugar al que yo podría ir y decir este año me gustaría ser como Lady Godiva.
¿Y quién haría la elección? Sí, habría hombres jóvenes, siete hombres jóvenes, llenos todos ellos de néctar y también tendrían que estar desnudos y sentados, sentados sobre sus manos mientras las muchachas caminaban lentamente a su lado y la primera chica que pudiera conseguir que los siete tuvieran una erección al mismo tiempo, ésa sería la señal, ¿verdad? Así la elegirían. Ella sería Lady Godiva durante aquel día, durante el año entero, incluso. Y por la tarde la procesión recorrería la ciudad, sobre un caballo blanco, nada de ropa, nada de silla, sólo una manta de color escarlata sobre el lomo del caballo.
¿Y cómo se elegiría a los chicos, ésa es una buena pregunta, cómo se elegiría a los siete? Tendrían que ser siete mozos que nunca lo hubieran hecho, ¿no? Puede que siete aprendices o incluso siete escolares, ¿qué tal escolares? ¿Pero cómo sabrías que no lo habrían hecho? Los chicos mienten mucho sobre eso. Te dicen que lo han hecho si no lo han hecho y tratan de convencerte de lo contrario cuando sí lo han hecho.
Y la chica elegida, Lady Godiva, ésa no tendría que ser virgen. No se puede tener una Lady Godiva virgen, no, no con lo que va a tener que hacer, porque no sería justo. No, tendría que ser una joven con algo de experiencia, y no necesariamente la más guapa, pero sí que tendría que estar tan llena de néctar que todos ellos tuvieran a un San Miguel Rampante en el aire en el mismo instante en que ella pasara a su lado. Caminaría sobre las puntas de los pies y todos se morirían por poseerla.
¿No te parece que han sido muy injustos yendo a la ciudad sin mí? Como si fuera a largarme sola. Como si fuera a trepar a la espalda de la estatua o avergonzar a la Esposa del Embajador de los Estados Unidos. Pero sí que hubiera hablado con el alcalde. Le hubiera dicho: ¡Yo soy su Lady Godiva!
Y elegiría la ruta por la ciudad. Desde el patio de Santa María saldríamos al trote, y seguiríamos por la avenida Bayley y la calle Earl, hasta llegar a Broadgate, donde habría miles de personas observándome. Daría dos vueltas alrededor de Broadgate y habría miles de pares de ojos perforando cada centímetro de mi piel. Y el suave balanceo del caballo entre mis piernas, y al llegar cerca de la salida apretaría el paso y seguiría por la calle Trinity y saldríamos de la ciudad por la puerta medieval de la calle Cook y desde allí me alejaría galopando y seguiría y seguiría hasta caer en los brazos de mi amante. ¿Y quién será él? ¿Quién será él?
Era noviembre, dos semanas más tarde, y los cerezos rosados estaban en flor y las endrinas azules y las bayas rojo sangre estaban por todas partes. Frank se había escondido debajo del puente de madera para poder visitar al Hombre-Tras-el-Cristal. Iba regularmente a hacerle regalos: plumas de pavo real, una pata de gallina, el trozo de un cuerno de vaca, una tetina de goma de las que usaban para alimentar a los becerros lechales. Si al Hombre-Tras-el-Cristal le complacían los regalos, respondía dispensando un oráculo.
El Hombre-Tras-el-Cristal no hacía sonido alguno cuando impartía su saber. Se limitaba a darle forma a su boca. Frank tenía que mirar con detenimiento desde el otro lado del cristal y tratar de adivinar las palabras. Pero no era difícil. Las palabras cobraban forma en su cabeza y él las oía como las palabras normales. Aquel día le había traído una concha de caracol y la había hundido en la tierra húmeda junto con los demás trofeos. Acercó el ojo al cristal y el Hombre lo miró sin pestañear por debajo del capacete de cuero. Su boca formó unas palabras y Frank creyó que comprendía. Al cabo de un rato empezó a sentir frío así que le dijo adiós al Hombre-Tras-el-Cristal y regresó a los edificios de la granja.
Allí lo recibió Una. Lo condujo por el establo como si él fuera un ternero y lo estuviera llevando con su madre. Tras cerrar la puerta metálica tras de sí, se detuvo de repente.
—¿Estás bien, tía Una? —Frank era un chico muy amable y comprensivo.
—Ha sido una patada, Frank. El bebé me ha dado una patada por dentro.
El niño Frank, de tres años de edad, se acercó a Una, que se había apoyado en la puerta y extendió la mano para acariciarle el vientre como había visto hacer a Tom. Una acercó la cabeza del pequeño a su barriga. Le acarició los cabellos castaños.
—Eres un niño muy dulce, Frank, un niño muy dulce. Espero que mi bebé sea tan bueno como tú.
Frank retrocedió un poco y apretó con suavidad el vientre de Una.
—Son dos bebés, tía Una. Hay dos bebés ahí dentro.
—¿Cómo? —chilló Una, riendo—. ¡Espero que no!
Frank no quería decirle a Una que el Hombre-Tras-el-Cristal le había asegurado que iba a tener dos bebés, así que le dijo:
—Me hablan, de verdad. De verdad que sí.
Una volvió a reírse pero esta vez con menos ganas. Entonces un gran pájaro los distrajo a los dos, un cernícalo o puede que un halcón, que llegó volando desde el techo del granero, pasó sobre ellos y se alejó sobrevolando los campos.
Más tarde, delante de un fuego rabioso y chispeante encendido en la chimenea, Una le contó a Tom la historia.
—Debe de habérselo oído a alguien —dijo Tom—. Gemelos, doble regalo, ¿no, chica? Eso es. Se lo ha oído a alguien, me apuesto lo que sea.
Una se quedó mirando al fuego, acariciándose el vientre hinchado, haciéndose preguntas.