Si Frank se había acostumbrado a la granja, la granja se acostumbró a él. Casi demasiado bien, se diría. Una y Tom estaban encantados teniéndolo allí. Tom decía que una granja necesitaba un niño tanto como un perro en el patio y un gallo en el gallinero. Un niño completaba el cuadro. Pasados meses desde su llegada, dejaron de utilizar anticonceptivos; de forma apacible y sin discusiones.
Así fue como Una dio la noticia a su marido: «Tom, ¿qué te parecería si te dijera que tu esposa está preñada?».
La noticia fue recibida con júbilo y un poco de consternación en la casa familiar de los Vine. Aunque las cosas estaban yendo bien en la granja, en otros sitios no era así. Frank llevaba semanas sin ver a su madre porque se encontraba en un lugar llamado Hatton.
Cuando se mencionaba este nombre, Hatton, se hacía como entre dientes, como si fuera una imprecación y no un simple nombre. En otras ocasiones se referían a él como «ese sitio» o «la colina». Era una granja de otra especie, una granja de reposo, o así la llamaban: un hospital psiquiátrico alojado en una gran finca llena de macizos de rododendros azules y rosas. Cassie se encontraba allí por recomendación de un joven médico. Martha se había negado al principio pero a medida que la condición de su hija se iba agravando, finalmente había acabado por acceder.
Un domingo, Una y Tom habían llevado a Frank a Coventry, donde recogieron a Martha antes de partir a visitar a Cassie al hospital. Llevaban uvas negras de la tienda de Olive y una botella de Lucozade, como si lo que Cassie tenía fuera ictericia o una tibia fracturada. Dejaron que Cassie saliera a verlos porque nadie quería que Frank entrase en el patio. Por su parte, Frank estaba fascinado por un hombre que merodeaba por los alrededores adoptando posturas grotescas, «congelándose» unos pocos momentos antes de seguir moviéndose y cambiar de figura.
Cassie se mostró llorosa y parlanchina.
—¡No me gusta! —dijo mientras se secaba los ojos con un diminuto pañuelo y miraba a Frank, quien se encogió y buscó cobijo en el regazo de Una—. ¡No sabéis cómo son las cosas aquí! ¡Deberíais oír los ruidos que hacen por la noche!
—Calma —dijo Martha—. Sólo será por un tiempo. Hasta que te sientas mejor.
—¡Ya me encuentro mejor, coño, joder! ¡Sí! ¡Sí! Hace dos noches hubo luna llena. ¿Sabéis lo que significa eso en un lugar como éste? ¿Lo sabes, Tom?
—Creo que vas a decírmelo.
—¡Yo no debería estar aquí, mamá! ¡Hay montones de chicas que no deberían estar aquí! Hay una que está aquí porque tuvo un niño, eso es todo. Dice que se lo quitaron y la trajeron. ¡Y ahora duerme en una cama entre una mujer que se arranca la piel a mordiscos y otra que se sienta sobre su propio pis!
—Lo estás superando, Cassie querida —dijo Una—. Dime que lo estás superando.
Cassie rompió a llorar de nuevo.
La vuelta a casa había sido muy triste. Una vez allí Martha había preparado té antes de que Una y Tom llevaran a Frank de regreso a la granja.
—Esos malditos médicos me han liado. He hecho mal dejando que la metieran allí. Sé que he hecho mal.
Una no lo creía así.
—Mamá, el médico dijo que tenía que recibir tratamiento. ¿Cómo puedes discutir su opinión? Ni tú ni yo sabemos lo que sabe un doctor, ¿verdad?
—Estoy segura de que he hecho mal.
—Siempre puedes sacarla de allí —dijo Tom mientras mordía una rebanada de pastel de Dundee—. Pero entonces empezará a escaparse otra vez, ¿no?
—No sé qué es peor.
—¡Mamá! —dijo Una.
Volvieron a la semana siguiente. Esta vez llevaron a Cassie hasta ellos en una silla de ruedas. Los reconoció… a duras penas… No parecía sentir demasiado interés por su visita. Una apartó la mirada y se encogió. Martha estaba estupefacta. Dejó a Cassie con los demás y fue a buscar un médico. La primera monja con la que habló no se mostró muy solícita y le dijo que en aquel momento nadie podía atenderla.
—Mire, señorita —dijo Martha a la monja— no es usted mucho mayor que la más joven de mis siete hijas y ninguna de ellas me ha desafiado jamás. Y si quiere usted seguir de pie al final de este día, será mejor que vaya a buscar a alguien para que me dé una respuesta directa.
La monja enrojeció pero fue a buscar un médico. Regresó con el rollizo encargado del registro, un hombre con gafas redondas, quijadas poco marcadas y mejillas de color rosa manzana. Tenía sucio el cuello de la camisa y la pajarita inclinada un ángulo de cuarenta y cinco grados. No era el médico de Cassie, dijo, pero llevaría a Martha a su oficina para que pudieran mantener una charla.
—Tiene veintitrés años —empezó a decir el médico mientras examinaba la ficha de Cassie—. Ha dado a luz a dos niños sanos.
—Eso ya lo sé —repuso Martha con brusquedad.
El médico levantó la mirada.
—Bien. Lleva poco tiempo con nosotros.
—Eso también lo sé. Lo que quiero saber es por qué tiene hoy el aspecto que tiene.
—¿Y cuál es ese aspecto en su opinión, señora Vine?
—¿En mi opinión? En mi opinión parece alguien a quien le han absorbido el alma. Así es. Como si le hubieran sacado el alma de dentro.
El médico examinó sus notas.
—Parece que la hemos sometido a un tratamiento de TEC.
—¿Y qué es eso, en cristiano?
—Terapia electro-convulsiva. Hacemos pasar una leve corriente eléctrica por su cerebro. Para aliviar la depresión.
—¡Depresión! ¡Nadie dijo nada sobre depresiones!
—No —se corrigió al instante el médico—. En ocasiones la utilizamos también para la esquizofrenia.
—Eso tampoco lo mencionaron.
—No digo que…
—¿Entonces qué es lo que dice?
—Señora Vine, no soy el médico de su hija, pero le aseguro que le estamos dando el mejor tratamiento posible.
—Pues no lo parece. No parece que utilizar la corriente le haya hecho ningún bien, ¿sabe? ¿Lo ha visto? ¿Lo ha hecho? No hay ningún brillo en sus ojos.
El médico levantó una mano para tratar de impedir que dijera más.
—Quiero ser honesto con usted, señora Vine, y necesito que usted lo sea conmigo.
—Nunca he tenido un problema de honestidad.
—Estoy seguro de ello. En ese caso quizá pueda usted responderme a esto: ¿hay algún antecedente de enfermedad mental en la familia?
Martha reflexionó un prolongado momento antes de responder.
—Que yo sepa, nunca han encerrado a nadie de la familia.
—Eso no es lo que le preguntaba.
Martha volvió a pensar.
—Antes tendría que saber qué está preguntándome.
—Señora Vine, su hija cae en estados de… excitación. Usted no puede controlarla y ella tampoco puede. Estamos tratando de ayudar, ¿sabe? Y luego está el asunto de que habla con su padre. ¿Sabe?, mi colega es un entusiasta defensor de la TEC.
—¡Entusiasta! Admítalo: no saben lo que están haciendo, ¿verdad?
—Señora Vine…
—Eso es. ¡Demonios asquerosos! ¡Sabandijas! ¡Están experimentando con ella! ¡Sé lo que están haciendo!
Se levantó.
—Señora Vine…
—¡Puede decirle a su colega que como lo vea me hago unas ligas con sus tripas! ¡Ya lo creo!
Salió a grandes zancadas de la oficina del registro, cruzó el pasillo, pasó junto a la monja a la que había reprendido antes y por fin emergió al sol de la primavera.
—¡Siéntala ahí! —le dijo a Tom—. ¡Nos llevamos a Cassie de aquí!
—¿Podemos hacer eso? —quiso saber Una.
—Puedes jurar que lo estamos haciendo. Vamos, Frank, precioso.
—¿Qué pasa con sus cosas? —dijo Tom mientras volvía la silla, y a Cassie con ella, en dirección a su camión.
Pero sus cosas no importaban a Martha. Escaparon de las primorosas tierras de Hatton con Cassie ataviada con un camisón y el negro cabello revoloteando tras ella, empujada por Tom. Frank al trote para no perderlos, medio arrastrado por la tía Una. Y delante de todos ellos, más rápida que ninguno a pesar de su bastón, Martha Vine.
La granja de reposo Hatton había visto por última vez a cualquiera de sus hijas.