8

—Ron, eso es lo que es —dijo Tom—. Es ron.

Ron. El granjero Tom Tufnall era uno de esos habitantes del campo que podía utilizar la palabra «ron» para referirse a una vaca que se tomaba su tiempo a la hora de parir o a un toro que se partía el cuello tratando de cubrir a la vaca. Podía significar extraño, insólito, difícil, peligroso, oscuro o heterodoxo; pero el verdadero propósito de la palabra era poner fin a toda especulación estéril sobre lo inexplicable. A menudo, cuando utilizaba la palabra levantaba la mirada hacia un punto en el horizonte en el que el cielo grisáceo se unía con la tierra parduzca del condado de Warwickshire, escuchaba durante apenas un momento y regresaba al trabajo.

A lo que regresó en aquel momento fue a su tractor. El perno de enganche del trailer se había desgastado y él estaba fabricando uno nuevo con un enorme tornillo y algunos de los desechos metálicos que parecían abarrotar los campos. Cassie y Una, con pañuelos en la cabeza y botas Wellington en los pies, estaban de pie en el patio, observándolo. Frank entraba y salía del granero, persiguiendo gatitos por entre las balas de heno.

—¿Estás segura? —dijo Una.

—Difteria —respondió Cassie con firmeza—. Y el doctor creía que era la gripe.

—Ese veterinario de tres al cuarto… —dijo Una.

—Y ahora la tía Megan la tiene, y está muy grave, y es una suerte que mamá no se le acercara y ahora dice que fue por eso por lo que no nos dejó ir aquel día a Frank y a mí, aunque no dijo nada en aquel momento y yo sé que tuvo una llamada a la puerta porque lo vi en su cara.

—Toc toc —dijo Frank mientras abría la puerta del granero.

Un análisis post mortem de la abuela Bertha había determinado en efecto que había sido difteria. Había muerto no más de un día después de la renuente visita de Martha y aunque nadie había dicho nada, Cassie y las demás comprendían por qué se había negado a llevársela a ella y al niño aquel día. Todas ellas sabían lo de las llamadas a la puerta y respetaban la manera en que a menudo les ofrecían un bosquejo de profecía o advertencia. El hecho desnudo era algo que ninguna de las hermanas cuestionaba.

Tom también sabía lo que ocurría. Todos los hombres sabían que al entrar a formar parte de la familia Vine accedían a una especie de extraño juego de sombras chinescas. Era así. Y Megan estaba enferma mientras Martha, Cassie y Frank se encontraban bien.

—Ron —volvió a decir Tom—. Una de vosotras: sujetad por ese lado mientras yo le doy con el martillo.

Una sujetó y Tom golpeó con el martillo, y un poderoso estruendo metálico provocó una vibración que recorrió el metal de modo que Una tuvo que soltar el extremo que sostenía. Vino una risilla desde arriba. Todos miraron atrás. Frank había logrado encaramarse al techo del granero, que tenía seis metros de altura.

—¿Cómo demonios te has subido ahí? —gritó Tom. Cassie chilló. Frank volvió a soltar su risilla.

Sólo Una se rió, e hizo ademán de coger al niño.

A Cassie le gustó la granja… durante algún tiempo. Al principio se instaló felizmente con Frank y compartieron un cuarto situado sobre la vieja despensa. Entre los dos daban de comer a los patos y las gallinas. Una vez levantó a Frank en mitad de la noche para presenciar cómo daba a luz una vaca, aunque a ella se le quitaron las ganas de seguir mirando cuando Tom tuvo que sacar al ternero con una cuerda. Le hacían cosquillas a los cerdos detrás de las orejas y le pusieron nombres a todas las frisonas que formaban el pequeño rebaño de Tom.

Pero el tiempo empeoró y conforme los días se iban haciendo más largos, Cassie se encontró confinada en el salón, donde algunas veces penetraba el humo de la chimenea, impulsado por una bocanada de aire que soplaba en la dirección equivocada, Después de la cena Tom se sentaba delante del hogar, aturdido por el largo día de labor. Una bordaba o hacía ganchillo o leía un libro. Cassie se impacientaba o jugaba con las manos o se revolvía en su asiento.

—¿Qué pasa contigo, Cassie? —dijo Una—. ¿Es que no puedes estarte quieta un segundo?

—¿Por qué no vamos al pub, Una? ¿No dijiste que había un pub? El León Rojo o El Cerdo Azul o algo por el estilo…

—La Campana Azul. ¿Y quién se va a quedar con Frank mientras tanto?

—No había pensado en ello. Quizá podríamos ir tú y yo, Tom. ¿Qué me dices? Coge tu abrigo.

—Creo que no. Esta noche estoy muy cansado.

La Campana Azul se encontraba a tres kilómetros de distancia, pero Cassie no estaba dispuesta a dejarse desalentar.

—Entonces tú y yo, Una. Tom se encargará de vigilar, ¿verdad, Tom?

—¡Dos mujeres en un pub! —dijo Una—. ¿Qué clase de chicas íbamos a parecer?

—Ay, no eres nada divertida. Ninguno de los dos lo sois. ¡Pero nada!

—Eso es verdad —dijo Tom—. Yo estoy pegado al barro húmedo, ya lo creo.

Una se echó a reír.

—Un palo clavado en el apestoso limoso oloroso barro. Feliz como un cerdo en la mierda.

Cassie se puso en pie, se acercó a la ventana y miró el exterior. Su reflejo en el oscuro cristal le devolvió la mirada. Se quedó un rato allí y entonces regresó junto a Tom y alargó las manos hacia su diafragma.

—¡Te cogí! —exclamó mientras le abría la camisa—. ¡Veamos si tienes manchas en el vientre!

Tom la cogió por las muñecas y la sujetó.

—¡Quieta, chiflada! —dijo riendo.

Cassie regresó a la ventana. Dio una patada al suelo.

—¡Pues yo me voy al pub!

Agarró el abrigo y la bufanda y estaba fuera antes de que tuvieran tiempo de responder.

Dio un portazo.

—¿Dejamos que se vaya? —dijo Tom.

Una se encogió de hombros.

—Tenemos que hacerlo.

—¿Es así como ocurre?

—Sí.

—¿No le pasará nada?

Una aspiró con los dientes apretados.

—No.

—Pobre Frank —dijo Tom.

Al día siguiente Tom llevó a Cassie hasta la parada del autobús, que iba a coger para hacer una visita a Coventry. Le dijeron a Frank que Cassie iba a regresar con su abuela durante algún tiempo y pareció gozosamente feliz ante la perspectiva de quedarse en la granja. A Cassie le dieron huevos, leche y una gallina para que se los llevara a Martha. El corto viaje hasta la parada del autobús se desarrolló en silencio.

Después de bajar de la camioneta, Cassie dijo:

—No es que no os quiera a Una y a ti.

—Ya lo sé —respondió Tom con timidez.

—Es sólo que creo que me voy a volver loca en el campo. Siento ganas de arrancarme la piel a tiras, ¿sabes? Siento ganas de gritar y golpear el suelo con los pies.

—No todo el mundo está hecho para vivir aquí.

—Pero no es que no os quiera.

—Lo sé, Cassie, lo sé. Ahora tengo que irme. Tengo cosas que hacer.

—Sé que cuidaréis muy bien a mi pequeño. Sé que lo haréis. ¡Adiós, Tom, adiós!

* * *

Frank se acostumbró a la vida en la granja. Decir que se había adaptado haría parecer que le resultó más difícil de lo que en realidad fue. Se comportaba como si siempre hubiera estado allí. Se ensuciaba, se mojaba. Se manchaba de porquería de vaca y en una ocasión Una tuvo que sacarlo, chillando, del estanque de los patos. Pero, tal como ella había dicho en una ocasión, había agua y jabón de sobra.

En especial agua. La granja era un lugar asombrosamente húmedo. Agua que caía del cielo y brotaba a borbotones de la tierra, y agua que era recogida y ofrecida en estanques, fuentes y arroyos de una manera imposible de imaginar en la ciudad. El suelo rezumaba, fluía y resbalaba. La tierra le hablaba a Frank en el lenguaje del agua y su lugar favorito era el puentecillo que cruzaba la acequia. Aunque llamarlo puente era otorgar mayor crédito del debido a las sólidas planchas de madera que el padre de Tom había colocado sobre el barro unos años atrás para poder llegar de un lado a otro de los campos. Pero el arroyo vivaz apenas tenía unos centímetros de profundidad, así que dejaban que Frank jugara allí sin miedo. Las zarzas y cardos crecían en densos macizos alrededor de los pilares que sustentaban los maderos y Frank había descubierto que podía introducirse a rastras en la cavidad que se extendía allí abajo y ocultarse del mundo.

Frank conocía agujeros y madrigueras de zorro por toda la granja. Había establos, mohosos graneros desvencijados y piezas de maquinaria oxidadas y abandonadas y, junto al seto del campo por el que discurría el arroyo, fragmentos de un bombardero alemán que había sido derribado la noche del gran ataque a Coventry.

Un día Una preguntó a Frank si quería ayudarla a desplumar una gallina. Frank le sería de mucha ayuda si miraba. La gallina era un regalo especial para él por lo buen chico que había sido. La perspectiva parecía interesante así que la siguió al gallinero. Una vez allí, Una cogió un pollo. El ave chilló y sacudió las patas y batió las alas de tal manera que pareció que por fin iba a lograr alzar el vuelo. Entonces, mientras Una caminaba de regreso a la casa, se introdujo la gallina debajo del brazo, le partió el cuello con las dos manos y eligió aquel momento para mirar a Frank.

Él recordaría durante el resto de su vida la expresión que se dibujó en su rostro en aquel momento. La cabeza del pájaro colgaba a un lado. Frank era consciente de que acababa de matar al pájaro con las manos desnudas pero su mirada no parecía corresponder con aquel acto. En sus ojos no se veía rastro de violencia o siquiera de una determinación sombría. Por el contrario lo miraba con gran ternura, incluso con lástima, como si fuera su cuello el que acabara de partir. Había una semblanza de sonrisa en su rostro y un fulgor terrible en sus ojos. De repente Una parecía grande, y amenazante, y poderosa en su presencia, y el ave muerta era como una ofrenda a su fuerza peculiar, algo que podría llevar colgado del cinturón.

—Vamos, Frank —dijo Una y se rompió el hechizo—. Vamos a quitar estas plumas.

Frank se llevó algunas de las plumas al puente y desde allí las dejó flotar en el brillante arroyo. Entonces decidió decorar con ellas el escondrijo que tenía bajo el puente. Se arrastró hasta el interior, que era un lugar seco, y permaneció inmóvil y escuchando su propia respiración. Entonces empezó a colocar las plumas en el montón de tierra que sustentaba la plancha que había sobre su cabeza. Algunas de ellas entraron con facilidad. Las puntas afiladas de otras no pudieron penetrar en la tierra. Frank cavó con los dedos. Topó con un objeto duro. Algo brilló.

Frank había hecho un descubrimiento que no sólo tendría gran influencia sobre su vida entera sino que, durante muchos años, lograría mantener en secreto.