El miércoles de aquella misma semana, Cassie sacó a Frank de paseo en su sillita. La decisión de Martha de repartir parte de la carga con alguna de las hermanas estaba bien fundada. Para ella era auténtica batalla. Cada año le costaba más respirar y podía hacer menos. El frío en el aire otoñal agravaba la artritis de sus articulaciones. Y mantener a Cassie centrada era una tarea tan costosa como ocuparse del pequeño Frank. Sus ocasionales paseos eran un verdadero alivio para ella. Necesitaba estar un rato a solas para poder recomponerse.
Se dejó caer en su silla y se encendió un cigarrillo en el fuego, pero apenas le había dado una calada cuando alguien llamó a la puerta. Dejó el cigarrillo en el cenicero, se levantó y caminó lentamente hacia la puerta apoyándose en su bastón. Llamaron con más fuerza.
—¡Está bien, ya va! ¡Ya va! —Apartó la cortina que tapaba la puerta y abrió el cerrojo—. ¿Es que está tratando de despertar a los muertos? —preguntó antes de que la puerta estuviera ni medio abierta.
Al instante lamentó el comentario. Frente a ella se encontraba un motorista vestido de cuero negro y marrón. Llevaba botas altas que le llegaban hasta las rodillas, una chaqueta marrón y guantes de cuero. Martha no le veía los ojos ni, en realidad, nada de la cara, porque llevaba un casco de motorista y gafas. Una máscara que le colgaba de las orejas le tapaba la boca.
Martha se asomó sobre su hombro para ver el exterior. La motocicleta estaba aparcada en la calle. No a un lado, como sería lo normal, sino exactamente en mitad de la calzada. La calle estaba en silencio.
—¿No me traerás malas noticias? —dijo Martha.
El motorista no respondió. En lugar de hacerlo, trató de quitarse la máscara de la boca. Parecía incapaz de asir las finas correas que la sujetaban a las orejas con los gruesos guantes que llevaba en las manos, así que finalmente optó por quitarse uno de éstos.
Seguía pareciendo incapaz de quitarse la máscara pero al fin, con el temblor de una mano desesperada, pudo arrancársela.
Hecho esto, se inclinó sobre Martha y respiró con suavidad sobre su rostro. Martha sintió su aliento en la mejilla.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —exclamó.
Pero el motorista se limitó a tragar saliva con dificultad y a tocarle la garganta. Al fin, con enorme esfuerzo, logró emitir un graznido, una palabra que se parecía mucho a «Frank». Antes de que Martha pudiera decir nada, el hombre estaba ya alejándose de la casa y poniéndose de nuevo la máscara. Sin mirar atrás una sola vez subió a su motocicleta, la puso en marcha y se alejó con gran estruendo.
Martha salió cojeando a la calle para ver adónde iba pero ya había desaparecido. Miró en todas direcciones. No había nadie que pudiera confirmar lo que acababa de ver. Después de entrar de nuevo y echar el cerrojo tras de sí, volvió al salón. El cigarrillo que había dejado en el cenicero se había apagado. Miró las rojas brasas de la chimenea. Miró el balanceo del péndulo del reloj.
Cassie regresó alrededor de las cuatro y media. Había caminado hasta el centro de la ciudad y había vuelto. Broadgate estaba llena de tiendas temporales y Cassie estaba enamorada de la nueva moda. A lo largo del último año, más o menos, la feminidad de reloj de arena de Christian Dior había inundado el país. Busto, caderas, muslos. Cassie había paseado embriagada entre los suaves hombros, las cinturas de avispa y las faldas de vuelo. El ministro de comercio, Harold Wilson, había descrito en la radio la nueva moda como irresponsable, frívola y derrochadora porque usaba muchísima materia prima. Pero como Cassie señaló, ¿quién demonios iba a querer bailar con el ministro de comercio?
Las cosas estaban cambiando, en todo caso, y aunque el gobierno se mostraba remilgado con respecto a las faldas de vuelo, llevaba a cabo una política progresista en otros campos. El racionamiento de pan había terminado. Se había instituido el Servicio de Seguridad Social.
—¡Mira, mamá!
Cassie había conseguido el zumo de naranja y el aceite de hígado de bacalao que le correspondían a Frank. El estado estaba haciendo un gran esfuerzo en las dietas de los niños de la posguerra.
Martha observó el zumo y el aceite de hígado de bacalao.
—Bueno, bueno —dijo—. Bueno, bueno.
—¿Te encuentras bien, mamá?
—Cassie, ¿te acuerdas que dijimos que iríamos a visitar a la abuela Bertha? Bueno, será mejor que Frank y tú no vengáis.
—¿Por qué? ¿Ha pasado algo?
—Yo sí voy, pero tú debes quedarte aquí.
—Lo estaba deseando, mamá. Y podría ser la última oportunidad para que Frank viera a la abuela antes de que se muera.
—No quiero una discusión, Cassie; estoy cansada y no estoy de humor. No vas a ir y punto.
No hubo discusión.
¡Bum!, sonó la botella de aceite de hígado de bacalao sobre la mesa. ¡Bum!, la botella de zumo de naranja. ¡Bum!, el bolso de Cassie sobre la silla, y, ¡bum!, la puerta, mientras subía al piso de arriba echa una furia. Nuevos golpes y sollozos más que de sobra pero nada de discusiones.
La abuela Bertha había tenido muchas pequeñas atenciones con Cassie a lo largo de los años y ahora, con cerca de ochenta años, había enfermado. Estaba postrada en cama con una enfermedad que no le habían podido diagnosticar y varios parientes cercanos habían recibido el consejo de que debían acercarse a visitarla porque nunca se sabía. Y no había manera de discutir algo así porque, en efecto, nunca se sabía. Precisamente porque Martha comprendía que nunca se sabía era por lo que había organizado una visita a la tía en compañía de Cassie y Frank. Pero la aparición del motorista vestido de cuero había cambiado las cosas.
Al día siguiente Martha se puso el abrigo con cierta inquietud. Temía dejar a Cassie sola con Frank varias horas; temía la condición en la que podía encontrar a la tía Berta; y temía el recorrido por toda la ciudad hasta la casa que Bertha tenía en Foleshill. Y por si esto no fuera suficiente, el otro asunto se había presentado para inquietarla.
Tenía que coger un autobús hasta el centro de la ciudad y desde allí otro para Foleshill. Cada día salía menos a la calle y aunque no era una completa agorafóbica, viajar le ponía nerviosa. Hubiera sido preferible ir con Cassie pero eso no era posible en las presentes circunstancias.
Los autobuses volvían a circular con regularidad y el animado y joven conductor del que iba al centro la ayudó a subir. La reconstrucción seguía su curso por toda la ciudad. Los primeros años de la posguerra se habían invertido en la limpieza de escombros y ruinas y no en la construcción de edificios nuevos pero ahora la reconstrucción estaba en marcha por todas partes Martha sentía un interés especial por ver lo que habían hecho con Broadgate. En mayo de aquel mismo año, la princesa Isabel había visitado la ciudad para colocar una placa conmemorativa que señalaría la primera fase de la reconstrucción del centro de la ciudad. La nueva fisonomía de la ciudad estaba inspirada por el arquitecto Donald Gibson, del cual Bernard era discípulo.
—Un genio, señora Vine. Ese hombre es un genio. Tendría que ir a verlo. Coventry va a ser la Ciudad del Fénix.
—Es un pájaro que renace de sus propias cenizas, mamá —le explicó la siempre amable Beatie.
—Ya lo sabías, ¿no, Martha? —le había dicho el bromista de Tom. Después de la visita de la princesa, todos habían ido a tomar el té a la casa de Martha. Algunas de las hermanas se habían unido a la muchedumbre tratando de ver algo. Martha se había quedado en casa. No tenía tiempo para la realeza, decía, después del comportamiento cobarde que había demostrado durante la guerra y después de haberse enterado de que Eduardo era un simpatizante de los nazis. Pero las chicas habían ido todas y la nueva Broadgate había sido un hervidero de gente ansiosa por agitar sus banderitas frente a la princesa.
—Yo no lo sabía —intervino Cassie—. Un fébix. Qué bonito.
—Fénix, Cassie, fénix —dijo Bernard. Siguió hablando con Martha—. Y Broadgate está en medio de un césped. La idea es construir un parque.
—Tiendas —dijo William con cierta brusquedad—. Eso es lo que la gente quiere en el centro de una ciudad. Tiendas. No un puñetero prado verde.
—Y habrá tiendas. Pero también jardines y una zona vedada al tráfico para ir de compras. Te digo que Donald Gibson es un hombre inspirado. No te lo vas a creer cuando lo veas terminado.
—¿Y cómo llegarán las mercancías hasta las tiendas si la zona está cerrada al tráfico? Seguro que no ha pensado en ello.
—Ahí William tiene razón —dijo Tom—. Tiene razón.
—¡El diseño! —dijo Bernard—. Está todo en el diseño. He visto los planos. Las zonas de carga y descarga estarán todas en la parte de atrás de las tiendas, para que los clientes puedan moverse con libertad por la zona peatonal.
—Estarán todos de uñas y peleándose por los aparcamientos. Es imposible que funcione.
—¡Tú no has visto los planos, William! Yo sí, y tú también podrías hacerlo si fueras a la Casa Comunal.
—¡La Casa Comunal!
—Bueno, no te molestes.
Existía cierta animosidad entre William el verdulero y Bernard, el posible comunista-anarquista-sindicalista, que hacía gala además de un sospechoso entusiasmo por el cambio de pañales y el fregado de platos y que posiblemente era un auténtico ser de otro mundo. Tom, que nunca tomaba partido en sus discusiones, dijo:
—Yo sólo espero que vaya a construir uno o dos pubs nuevos. A mí me basta con eso.
—Eeeeeeeeeee, eso sería, bien… —asintió seguramente Gordon.
—Es un gran hombre —dijo Beatie acudiendo en socorro de Bernard—. Y todas las miradas están puestas sobre él.
—¿Y qué hay de esa extraña marca? —quiso saber Cassie.
—¿Extraña marca? —preguntó Martha.
En la parte de atrás de la losa conmemorativa colocada por la princesa había un extraño símbolo, puede que masónico, el símbolo personal de Gibson. Era un jeroglífico con un ankh, tomado de un faraón del Antiguo Egipto.
—Era la marca de Akenathon —les explicó Bernard—. Construyó una nueva capital en el siglo XIV a. C.
—¿Y ese arquitecto, Donald Gibson —dijo Tom— lleva un fez?
Esto provocó una carcajada general, aunque Bernard y Beatie intercambiaron una de sus viejas miradas.
Ahora, mientras Martha caminaba por la calle Trinity hacia el centro de la ciudad, se maravillaba al ver todo el trabajo que se había hecho. Habían limpiado Broadgate de escombros y hierros retorcidos y habían alisado el terreno en torno a un gran césped central. Eso era lo que Bernard quería decir con un centro ajardinado. Resultaba un asombroso espacio abierto en contraste con las atestadas y estrechas callejuelas, los aguilones tendidos en alto y los estrujados edificios de antes de los bombardeos. Cruzó la zona pavimentada con paso vivo en dirección a la losa conmemorativa.
Mientras lo hacía miró a su alrededor y se asombró al ver la cantidad de gente que iba de acá para allá, atareada en sus asuntos. Se veían por todas partes mujeres vestidas a la nueva moda y, en cambio, casi ningún uniforme. Aquel lugar, el corazón de la ciudad que había sido reducido a una masa de agua de lluvia y lodo, estaba siendo erigido de nuevo. Una sonrisa involuntaria se dibujó en sus labios al pensar en lo fuerte, lo llena de recursos que estaba la gente. Lo estaban levantando todo de nuevo.
¡Menudo testamento para la gente que había visto tanto sufrimiento! Si uno cerraba los ojos y volvía a abrirlos, casi podía olvidar que habían sufrido una guerra espantosa. Se volvió hacia las agujas gemelas de la Santísima Trinidad y San Miguel y recordó un pasaje, puede que de la Biblia: Él hizo que saliera el sol sobre los malvados y los bondadosos y envió la lluvia a los justos y a los injustos. Aunque no era en modo alguno una mujer religiosa, lo que vio allí la impresionó y confió en poder contarse a sí misma y a sus hijas entre los buenos y los justos.
Leyó la inscripción de la placa conmemorativa. A continuación pasó a examinar la marca del arquitecto. En efecto era una cosa extraña. Parecía un planeta, o puede que el sol, que irradiaba siete líneas, aunque todas ellas desde un mismo lado. Y sobre la sexta línea había un ankh egipcio. Martha se preguntó por qué habría elegido un arquitecto un símbolo tan poco habitual.
Pero en aquel momento tenía otra cosa en la cabeza. Algo que no tenía que ver con marcas poco habituales. Algo que tenía que ver con Frank.
Después de hacer la visita a la tía Bertha, Martha tomó un autobús para regresar a la ciudad y un segundo para volver a casa. De camino se entretuvo mirando por la ventana, mientras pensaba en Bertha y en su marido, Arthur, y en sus hijas. Hubo un momento en que tuvo que sacar el pañuelo de su bolso para secarse los ojos. La visita la había inquietado. Bertha se encontraba muy mal pero Martha se había negado a ir más allá de la puerta del dormitorio, desde donde había mantenido una conversación muy poco satisfactoria con la anciana. El autobús siguió traqueteando por la avenida y un crepúsculo de color entre gris y amarillo limón empezó a aposentarse sobre la reconstrucción de Coventry antes de que llegara a casa.
Pero lo que más la preocupaba, por encima de todo, era Frank. ¿Y si Cassie había tenido razón por una vez? ¿Y si Frank era especial? Martha pensaba que las Vine no necesitaban más de aquellas cosas especiales. En absoluto.